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La escapatoria
Al igual que todo lo demás ha cambiado en mi vida, hoy por hoy cada nuevo día representa un reto. Tengo que arreglármelas para orientar mis pensamientos en otra dirección que no sea la enfermedad. Invertiré a diario cierta cantidad de tiempo en preguntarme cómo estoy, si noto algún efecto secundario nuevo o si tengo por delante un buen día. Pero si no consigo apartar esos pensamientos a un lado con un buen golpe, la batalla estará perdida desde el principio. En ese caso el riesgo de que la resignación, la apatía y el miedo me ganen la partida será grande. ¿Qué quedará entonces? ¿Tumbarse de cara a la pared?
Cuando, al cabo de unas tres semanas, logré salir arrastrándome de las arenas movedizas, empecé a ofrecer resistencia al golpe mortal que significaba aquel diagnóstico. Era obvio cuál sería la mejor herramienta para ello: los libros. Coger un libro y perderme en el texto en los momentos difíciles ha sido siempre mi modo de buscar alivio, consuelo o, al menos, un respiro. Cuando los asuntos amorosos se torcían, echaba mano de un libro. Como consuelo después de un fracaso en el trabajo teatral o con textos cuyo final se me resistía, siempre he tenido los libros. Como linimento, pero más aún como instrumentos para desviar los pensamientos hacia otro lugar. Para hacer acopio de fuerzas.
Y así fue también en esta ocasión. Siempre tengo las mesas llenas de libros que no he leído todavía. Pero ahora había ocurrido algo nuevo para mí. No podía dedicarme a libros que no hubiera leído antes, aunque fueran de autores por los que sentía un interés enorme. No era capaz de asimilar todas aquellas cosas novedosas, desconocidas. Leer un libro nuevo era adentrarse en el texto como quien emprende una expedición. Pero yo solamente podía vagar sin rumbo fijo. Leía una página, pero no entendía lo que decía. Las palabras eran como puertas cerradas a cal y canto. Y yo no tenía la llave.
Por un tiempo, los libros me dieron miedo. ¿Estaban defraudándome ahora que los necesitaba más que nunca en la vida?
No, de ninguna manera. Pues cuando cogía un libro que había leído con anterioridad, las palabras se abrían otra vez. Era lo nuevo y lo desconocido lo que me superaba. Sin embargo, lo que había leído antes, quizá incluso varias veces, surtía el mismo efecto de siempre. Al leer, mis pensamientos se apartaban de la enfermedad.
El primer libro que abrí fue una de las muchas traducciones que, a lo largo de los años, había acumulado del Robinson Crusoe de Defoe. La de Jean Rossander es pesada, pero muy próxima al original inglés. Además, contiene las ilustraciones clásicas de Walter Paget.
No conozco una novela mejor que Robinson Crusoe. Contiene el secreto de la diferencia entre un relato bueno y uno malo.
Robinson Crusoe trata de un náufrago que pasa muchos años en una isla desierta, solo y con unas cabras por toda compañía. Al final, se hace amigo de un salvaje que ha conseguido librarse de que lo devoren los caníbales en cuyas manos cayó prisionero, con toda la parafernalia colonial que los rodea a los dos. Pero la verdad es que Robinson nunca está solo. El lector está siempre a su lado, invisible. Y eso es lo que hace que el relato sea mágico. Si el lector se queda fuera y sólo mira de lejos lo que ocurre en el texto, nunca se crea esa comunión entre él y lo narrado que pretenden todas las novelas. Pero en Robinson Crusoe, el lector está invitado a participar. Y vive el relato ahí, en la arena, tan náufrago como Robinson.
En segundo curso de primaria en el colegio de Sveg, la señorita Manda Olsson repartía unos cuadernillos de escritura de color gris. Teníamos que inventarnos historias y escribirlas. Al cabo de una semana, debíamos entregar el cuaderno con un cuento, largo o corto, eso no importaba. Yo fui a casa, me encerré en el baño y escribí una versión de Robinson Crusoe que me ocupó una página. Al día siguiente, le entregué muy ufano el cuaderno a la señorita Olsson. Había llenado el cuaderno entero de historias y de aventuras, hasta la última página. La señorita Olsson me dijo que no había podido leer nada de lo que había escrito, porque lo había hecho tan rápido y tan a la ligera que era imposible. Corrí demasiado. Pero me dio otro cuaderno, y me reconvino amablemente para que escribiera con una letra que fuera legible.
En fin, el caso es que aparté todos los libros que tenía por leer e hice una pila con aquellos que quería leer de nuevo. Así no amenazaban sorpresas. Sólo iba a moverme en territorio conocido y bien trillado.
Y la cosa fue bien hasta que empecé la primera sesión de quimioterapia. Uno de los efectos secundarios que sufrí fue la irritación de la mucosa del ojo. Me lloraban continuamente. Si leía demasiado, era como si delante del texto se formara una capa de vaho. No podía ver bien las palabras. Si descansaba una hora más o menos, se me pasaba. Pero la neblina volvía enseguida si lo retomaba.
Entonces empecé a combinar la lectura con otra actividad y empecé a mirar fotografías de obras de arte. También en este caso elegí obras que ya conocía. Y nunca más de una al día. Empecé con los artistas que más han significado y aún significan para mí: Caravaggio y Daumier. En su mundo, por ajeno que sea, siempre me siento en casa. A veces pienso que Caravaggio, que pintó motivos tan variados, nunca plasmó el mar en un óleo. En el caso de Daumier, son conocidas sus caricaturas políticas, pero no son muchos los que saben que también fue un gran pintor y escultor.
Cada imagen que significa algo para mí tiene, además, una historia que contar, aunque las puertas que abre no son las mismas que los textos escritos.
Siempre me reafirmaba en la idea de que el ser humano es un ser narrante. Más Homo narrans que Homo sapiens. En los relatos de los otros nos vemos a nosotros mismos. Toda obra de arte sincera contiene un fragmento pequeñísimo de un espejo.
La tercera vía para apartar la vista de la enfermedad también era una vía natural: la música. Si preguntas a personas que sufren un dolor intenso o una tristeza profunda, siempre te dirán que la música les reporta el mejor consuelo. Empecé a revisar todos los discos e iba pasando del jazz a la música clásica y de la música popular africana a la electrónica.
Sobre todo escuchaba a Miles Davis y a Beethoven. De vez en cuando también a Arvo Pärt, y el blues del delta de los estados del Sur.
Conseguí no obsesionarme con la enfermedad procurando no romper nunca la rutina. Libros, ilustraciones y música. Así podía resistir lo insoportable que era dirigir toda la atención a la enfermedad, al tratamiento y al hecho de andar siempre buscando nuevos síntomas. Además, me daba más fuerza en los momentos en que tomaba conciencia de lo que me pasaba. Porque yo no era sólo una persona que sufría una enfermedad grave. Era también el que era antes de la enfermedad, yo mismo. Era posible vivir en dos mundos al mismo tiempo.
Pero había días en que ni los relatos, ni las ilustraciones ni la música ayudaban. Los días en que no podía ni salir de la cama por el cansancio que me causaba el avance violento pero seguramente positivo de la quimioterapia en la lucha contra tumores y metástasis. Algunos días los pasaba vagando en un universo ingrávido, vacío y gélido sin sentido, sin objetivo. Entonces comprendía a las personas que, estando muy enfermas, prefieren quitarse la vida.
Podía comprenderlo, pero, al mismo tiempo, sabía que era algo que yo ni quería ni podía hacer. No quería exponer a mis seres queridos a ese suplicio, obligarlos a preguntarse siempre si no podrían haber hecho algo más, después de todo.
Al cabo de dos meses, en la mitad del tratamiento de quimioterapia, me di cuenta de que en mi vida se había implantado una especie de nueva normalidad. Nada volvería a ser como antes del diagnóstico. Aun así, era como si la vida empezara a cobrar una forma que, en los peores momentos, nunca creí que fuera posible.
Los días eran más claros. No mucho, pero ya no estábamos en pleno invierno. Y un mirlo demasiado precoz empezó a cantar una mañana desde la antena del televisor. Pensé que podría ser la leyenda de mi lápida:
HE OÍDO CANTAR AL MIRLO, LUEGO HE VIVIDO
Pero cada vez pensaba menos en la muerte. Estaba presente, sin necesidad de invocarla para que saliera de las sombras. Leía mis libros, veía las ilustraciones y escuchaba música, todo lo cual tenía que ver con la vida.
Un día, al cerrar un libro que acababa de releer —se trataba de El corazón de las tinieblas, de Conrad—, me levanté y vi una de las pilas de libros nuevos que había apartado hacía casi dos meses.
Todavía era pronto. Pero tan sólo unos días después empecé a leer libros de ese montón.
La luz había viajado un largo trecho y durante mucho tiempo. Y, finalmente, había llegado. Al menos por el momento.