El teatro íntimo de doña Pom
Doña Pom fue una mujer fachendosa, estirada y del hígado; de joven pecó de muchas lecturas y de muchas rarezas. Tuvo pujos líricos y alarmó a sus padres, unos honrados comerciantes de La Habana, con estridencias políticas que a nada conducían. Después vino a España y se casó con un médico homeópata de Valladolid.
Doña Pom tenía caprichos, debilidades de mujer: encuadernar los libros de sus poetas preferidos, asistir a los estrenos como crítica objetiva, espulgar sus perros, teñirse el pelo de rubio y mantener una correspondencia epistolar, secreta y platónica con un mequetrefe de veinte años que estaba en una compañía de comedias. Doña Pom, en sus ratos libres, que no eran muchos, dada su vida social y las debilidades antes dichas, escribía, y escribía a la moda. Le habían metido en la cabeza el surrealismo a ella, tan dada a las lecturas decimonónicas; fue en su vida como si inventase el submarino, y se disparató de tal modo que no hubo manera de aguantarla.
Un día de otoño, en que llovía mansamente abandonó al bueno del homeópata y se largó a vivir una vida bohemia, llena de literatura, de celos y de café con leche al lado del joven cómico. Alquiló una buhardilla en una calle y amuebló un piso en otra; vivía en el piso y hacía bohemia en la buhardilla.
La buhardilla era bastante amplia, clara y llena de goteras; amueblada al gusto hispanoamericano. Solían celebrarse unas reuniones entre literarias y equívocas, los jueves a las once de la noche, y asistía buen número de gentes. Allí se leían dramas, comedias, cuentos, odas; allí se contaban líos, crímenes, chistes verdes; allí se bebía, se comía, se bailaba... y de allí le nació la idea a doña Pom, la surrealista, de formar una compañía por su cuenta. La idea le fue sugerida por el joven cómico.
Doña Pom se solía empeñar en pocas cosas; pero cuando lo hacía no había cortapisa, barrera o lo que fuere capaz de detenerla. Doña Pom tenía voluntad, y por lo que le ocurrió se deduce que la tanta fuerza de voluntad para estas cosas es poco conveniente. La buhardilla quedó transformada en pocos días en un estudio de arte donde una serie de jóvenes, más preocupados de sus acicalamientos que del teatro, tonteaban entre frase y frase, entre verso y verso, con aire de pájaros bobos. La buhardilla tenía una especie de tabladillo y un cajón grande en un lateral que servía de concha al apuntador.
Al olor del arte y del dinero se descolgaron, desde la décima luna de los picaros, varios jóvenes sin profesión conocida, que discutían, aplaudían y merendaban llenos de nobles intenciones. Entre éstos un muchacho desgarbadote, almibarado, con algo de camaleón, al que llamaban El Mañas por sus manejos y sus reales ganas de armar zipizapes, jaquetón y baratero.
El Mañas y el joven cómico no se pasaban ni una. Doña Pom vivía en pleno régimen de terror; no se atrevía a echar a El Mañas porque éste se vengaría en su favorito, el joven cómico; no se decidía a dar la razón, a veces, a El Mañas, porque al cómico le entraban unos celos terribles y luego le hacía escenas de folletín, tristes y puntiagudas.
Doña Pom, que en su honrado y antiguo hogar era doña Pompeya, daba a la postre todo por bien empleado, ya que llevaba a cabo una misión artística que algún día se tendría en cuenta y que sería difícil de excluir de los fastos del teatro, porque no se paraba en barras de limitarse a la representación de una obra conocida y aplaudida, sino que llena de fervor y de vanidad decidió representar una obra moderna, la más moderna, la que estaba de su rebaño en la vanguardia. La que de haber sido montada en París, según sus cuentas, le hubiera hecho famosa en los cenáculos literarios y en los vestíbulos de los teatros.
Quince jóvenes de ambos sexos —cuatro hombres, cinco que no lo eran tanto, y seis lindas y cloróticas muchachas— formaban su elenco. Como críticos objetivos, la coluvie de El Mañas y sus amigos no se perdían un solo ensayo. Los críticos coincidían en varias cosas: en llegar bebidos, en gritar serios y adormilados: «Muy bueno, muy bueno» —cosa que halagaba el histrionismo y la vanidad de doña Pom—, en pedirle algún que otro duro prestado y en comer como auténticos leones. En los bailoteos que se armaban después de los ensayos se llevaban a los cuatro mejores astros femeninos, mientras los masculinos hablaban de sus cosas y de cómo estaba el Teatro Nacional.
La sensibilidad de doña Pom era mucha; se daba perfecta cuenta de quién era un artista verdadero en cuanto le oía hablar. Ella calificaba a uno de artista —de las pocas cosas dignas que se puede ser en este gigante Montgolfier— en cuanto hablaba mal, sin importarle la educación lo más mínimo, porque ella decía que eso era digno de estar sobre todos, en su mundo maravilloso y único, sin prejuicios sociales ni banales. Doña Pom mantenía una tertulia pelmaza en un café con música y camareros redichos, esos camareros que han conocido a don Santiago Ramón y Cajal, a Maura, a Joaquín Dicenta, a Frascuelo y al apuntador. Allí hacía gala de sensibilidad y de conocimientos ante el papanatismo, de un lado, y la truhanería de otro, que formaban el sol y sombra de aquel gran ruedo de bellaquería de aficionados al arte y de aficionados a lo ajeno. Doña Pom hablaba de teatro, de sus concepciones teatrales y pagaba, en colmo de petulancia, los cafés de su auditorio.
Doña Pom, en sus trece de estrenar, se decidió a que aquello que había comenzado en broma acabase en serio, bien en el manicomio, bien en el convento, bien en un soberano y barroco palacete, al que le llevaría el triunfo y la ridiculez más extrema.
Doña Pom multiplicó su elenco y, por tanto, sus gastos; multiplicó con ello también su afición y desquició su parte de mujer entrada en años con piruetas destrozonas de gran directora teatral. Con esta multiplicación de actores y de aficiones creció pareja la llamada «crítica objetiva». En la buhardilla donde se ensayaba había día en que no cabía un alma, esa cabeza de alfiler que es un alma.
El Mañas seguía odiando al joven cómico; pero ya un poco a la fuerza, un poco por diferencias específicas, como el perro y el gato, que dicen. El Mañas se auxiliaba con robos de libros que doña Pom tenía, y adoctrinaba aprovechado y santero a su compaña crítica, para que no se durmiese sobre los laureles de los tragaldabas. Doña Pom estaba tan ida, tan fuera de la buhardilla aquella, tan caminando por los tejados hacia las estrellas, que no reparaba en lo que ocurría y no se asustaba de lo que iba a pasar.
Como siempre, en estas cosas, se dio una fecha de estreno en un teatro de barrio, porque tampoco se podía aspirar a más dada la situación económica de la Compañía, ya que pagaba el teatro y todos los alquileres la directora. La fecha se fue retrasando porque aquello no acababa de salir bien hasta que, por fin, un día se encontraron a punto. Entonces fue cuando a doña Pom se le ocurrió la idea de invitar a los críticos, a los críticos de verdad —al estreno a puerta cerrada, con merienda-cena al final. ¡Hay que ver la importancia que en la vida literaria de doña Pom tuvieron siempre los comestibles! Y así se hizo.
El Mañas y sus morrongos se indignaron y hubo que calmarlos con bebidas espirituosas porque no se les había pedido su opinión en el asunto de los verdaderos críticos.
Por fin no se habló más de aquello. Todos quedaron conformes y doña Pom se dejó raptar, de paso, por las musas en dos días de pasmo triunfal, repartiendo a diestro y siniestro sus bondades. El Mañas se sonreía con la espera y el mequetrefe del cómico comenzaba a alimentar sus dudas sobre la continuación de aquella vida regalada, que al compás de doña Pom llevara hasta entonces.
Un día de febrero se estrenó a puerta cerrada, mediante rigurosa invitación, la obra surrealista de doña Pom. Acudieron dos cientos de personas, reclutadas entre la flor y nata de la afición al buen teatro (y a otras cosas). Los críticos, de completo acuerdo, huyeron a la cuarta escena, sin esperar a la merienda. La gente, tal vez más práctica o con mejor sentido, se aguantaron la obra con vistas al ágape. Doña Pom a última hora salió a saludar ante los gritos insistentes de los concurrentes.
En el vestíbulo del teatro había preparadas unas mesas, perfectamente avitualladas; el público, a la bajada del telón y guiado por ese olfato multitudinario, que nunca falla, se abalanzó sobre ellas para ponerse como quintos, sin querer rebajar la categoría militar. Total y definitivamente, que aquel selecto público, toda la exquisita orden de la cursilería, se portaron bastante más groseramente que el más glorioso plantel de estudiantes, en los conciertos a las señoritas de Vélez, cuando los buenos tiempos de la tuna.
El segundo día, ya sin merienda, había menos personas en el patio, que actores en el escenario. El Mañas, fue fiel; entre bastidores animaba a doña Pom, y cuando aquel acto horrible acabó, le dio una embestida y la echó al escenario. Doña Pom, llorosa y reverente saludó a los quince del patio de butacas. La crítica no se ocupó para nada de ella, de su amabilidad y de su sensibilidad. El prurito literario que en ella alentaba y que le había dado confianza de llegar a la Academia, agonizó entre el vago consuelo que le prestaban —la única cosa que podían prestarle— El Mañas, sus amigos y el joven cómico, que a poco fue repudiado y volvió cariacontecido, al carro de Tespis, arrugado de su desgracia social y artística.
El Mañas tenía ya el campo libre, y cuando parecía que dada su profesión de cínico se iba a dedicar a la explotación de aquella mina superficial y humana, le presentó a doña Pom una comedia, mostrando el interés más vivo porque ella adelantase el dinero, el poco dinero que le iba quedando, para su puesta en escena. Doña Pom se negó.
Doña Pom organizó su retirada definitiva del teatro, no quiso aclarar su situación de autora en bancarrota con otra obra.
Como El Mañas se vio defraudado en su calidad de autor secreto de piezas teatrales, no tuvo más remedio que fugarse con las joyas de doña Pom, la mayoría de las cuales eran ya bisutería barata. Doña Pom no lo sintió, porque en sus planes estaba la despedida de la rémora, aunque jamás se atreviese a decirle una palabra, por una cobardía explicable.
Doña Pom acabó poniendo una casa de huéspedes, que se llenó de estudiantes y que le devolvió la alegría. Se hizo una mujer enérgica, cómitre de la estudiantina, y la estudiantina pagó los dispendios que ella hizo, cuando veinteañera le gustaban los húsares y cuando madura le gustaban los artistas.
El médico homeópata de Valladolid siguió haciendo la misma vida de siempre hasta su muerte; todas las tardes reunión en un cafetín de espejos y gran reloj de estación de ferrocarril, con sus amigos, la mayoría de ellos abandonados o supeditados a los gustos de sus mujeres, jugando al dominó o hablando de toreros, de sus tiempos, del anarquista Morral y de cómo eran de tremendas las obras teatrales de aquel entonces.
Doña Pom, fachendosa, estirada y del hígado, se dedicó a ahorrar. Con el dinerillo que le quedaba de sus aventuras y algo que logró sacar de su casa de huéspedes, se dio un día la vuelta a la camisa y pensó en volver a su tierra natal. En un barco mercante llegó a La Habana asustando a la tripulación con sus borracheras y pidiendo, ya en ambiente, porque había recuperado el dejo, que le pusieran en un viejo gramófono Siboney y le dieran ron y si no echaba bala.
Desde entonces se perdió su rumbo, y nadie sabe si vivirá o si habrá muerto, si zanganeará criolla o si su curtida piel de aventurera reforzará los tambores mortuorios de los gusanos de cualquier florido campo santo de la isla.
Doña Pom se fue en un vapor, curándose el hígado, curada de espantos, loca de atar, valentona y jacarandosa.
Doña Pom se fue a La Habana en un vapor.