2. Año mil ochocientos treinta
Llegaban los emigrantes. No eran muchos. La alegría de la tierra nueva se les había marchitado en los ojos. Quemaron parte del bosque y después roturaron los terrenos. Los indios abandonaron el mascarón a su ventura. Estaba más viejo que nunca y hasta le habían desaparecido las piedras verdes de los ojos. El mascarón estaba ciego y sobre todo atemorizado. ¿Qué iba a ser de él? Tal vez pura y simplemente se iba a pudrir entre las hierbas. Con los emigrantes llegó un misionero.
En su plazoleta, engrandecida, inmensa, después de la quema del bosque, elevaron una iglesia; a él no se le tenía en cuenta. La verdad es que hacía mucho tiempo que había dejado de ser ídolo. El oficio de Dios no le probaba. ¡Que le dejaran en paz de una vez! Quería descansar. Por unas simples lluvias mandadas a destiempo había caído en desgracia. El misionero era bueno y tuvo compasión; como también era algo curioso le llevó a su casa. Le tuvo de adorno en una habitación. Hizo que un indígena lo volviera a pintar. Al fin, por lo menos allí, se libraba del tiempo y casi era feliz.
Un día apareció por la colonia un capitán vascongado, un capitán mercante, clásico y guasón. Era amigo del misionero; del mismo pueblo. Se le quedó mirando. ¿De qué se reiría? ¿De su nariz? ¿De sus barbas? Después lo palpó. En una lengua que le sabía a danza, certificó algo. Estuvo fijo durante algunos momentos contemplando la marca de fuego que le había hecho el maestro carpintero dos siglos antes. Dijo una palabra que le sonó conocida: Brest. Sí, él debía ser de allí. El misionero se reía también. El capitán le hizo llevar en unas angarillas hasta la costa. Allí vio el mar; se alegró. El viejo amigo no había cambiado mucho; estaba igual que siempre, amodorrado, verdiazul —las entrañas le daban aquel color—, pesado en su propio cuento. Aquel puerto no lo conocía y aquellos mascarones los desconocía. Debían ser gentes de las nuevas promociones. Ya, ya acabarían cansándose de andar por el mundo. Eran todavía unos chicos. ¡Qué le iban a decir a él! A él, viejo lobo, a pesar de sus gestos de displicencia.
Esperaba que se respetasen sus derechos, que lo pusiesen en alguna navecilla. No pedía mucho, un barquito de cabotaje, con pocas velas y pocos tripulantes. Darse una vuelta por el horizonte, saludar a los amigos del mar, y a casa. La casa podía ser cualquier cosa, por ejemplo la tumba de una playa, porque ya no tenía muchas ganas de vivir, porque él era un mascarón desenterrado. Pero ojalá no lo privasen del placer de armar una nave. Se sorprendió de pronto cuando contempló una fragata sin cara, pero ¿qué nueva moda era aquélla? Nunca se había visto nada igual. Se asustó, y entonces, cuando miró los mascarones de algunos de los barcos del puerto, pudo darse cuenta de que casi eran tan viejos como él.
Lo embarcaron metido en un cajón. No se daba cuenta de por qué hacían aquello, por qué se andaban con exquisiteces. Había recibido todos los temporales del mar y de la tierra y no creía que se pudiera estropear de ningún modo. Cuando el barco se puso en movimiento el balanceo lo hizo vacilar un poco, pero no llegó a marearse. El viaje fue corto, corto para él que estaba acostumbrado a navegar largamente, aun en el rápido velero de la piratería. Se sorprendió de nuevo al contemplar un puerto que no le era desconocido. ¡Ah! sí, allí estaba el mar Cantábrico. Tan fanfarrón y alborotador como antaño. Creía que nunca más lo vería. Viejo mosquetero, ¿cómo estás? Ruuuuuuuum, roncaba como siempre. Después lo bajaron y lo llevaron a casa del capitán. Lo colocaron encima de la chimenea. Apenas cabía. Cuando encendían el fuego no le molestaba demasiado, estaba acostumbrado.
Pudo colegir que a la mujer del capitán no le hacía demasiada gracia, parecía que le molestaba su carota y hasta creyó entender que le llamaba trasto. Lo tomó en el peor de los sentidos. El no era un trasto, era un mascarón hecho y derecho. Sin embargo había que agradecer al destino aquel lugar. Ahora tendría tiempo de recordar, ya no lo molestarían.
Veinte años se pasan pronto y al mascarón medio acostumbrado a la eternidad se le fueron en un voleo. Se pasaba bien, casi era lo que él se había propuesto, el estar tranquilamente de viga en una taberna escuchando aventuras. A la vejez se cumplían sus deseos. El capitán, ya abuelo, contaba hermosas mentiras a los nietos. Logró aprender aquel idioma tan dulce que hablaban aquellas gentes. De vez en vez, dirigiéndose al mascarón y guiñándose un ojo, confidencial, decía el capitán a los muchachos: a esa buena pieza me la encontré en las selvas venezolanas, es de Brest, debió pertenecer al capitán Morgan. Los rapazuelos se lo quedaban mirando bobalicones y a veces les sorprendía hasta un vago gesto de terror. El capitán murió. El ya se había acostumbrado a llamarle capitán; el viejo y el mascarón se entendían muy bien, por eso aquel día fue de una gran tristeza.
Gente nueva llegó al caserón. Vio cómo se marchaban los seres más queridos: un sillón de roble americano, de las mejores familias de árboles de allende el océano; una mesa de nogal, fría, algo cursi pero bien educada; la consola de caoba, orgullosa, sí, mas también seria y amable. La estancia se le quedó vacía. El fuego ya no lo encendían. Por la noche oía las vagas quejas del entarimado, de humilde prosapia. El mascarón entristecía y amargaba el gesto. ¡Con lo bien que había vivido en aquella casa!
Una mañana lo desprendieron de la pared entre dos mocetones y lo sacaron a la intemperie. Lo arrojaron a un bardal cercano y allí se quedó. Las gallinas saltaban sobre él y las más cochinas se defecaban en sus narices. No había tipos tatuados que las sacrificasen.
Pasado el tiempo se notó un día que la nariz se le iba desprendiendo. ¿Qué enfermedad maldita podía originar aquello? Se sintió podrido, sintió que se acercaban sus últimas horas; se sorprendió un gusano entre las barbas. Las arañas tampoco le respetaban, le corrían alocadas por los ojos, por el rostro. ¡Qué diferencia de aquel tiempo de cangrejos de mar! Quiso ver por última vez el Cantábrico, pero le fue imposible, no podía alzarse en el bardal, además no estaba muy seguro de verlo desde allí. Le oía malhablar y contar sus aventuras y sus fuerzas contra las rocas; lo sentía a su lado pero no podía verle.
Un día cayó una lata de conservas a su lado. Se extrañó mucho, se extrañó tanto que no supo cómo reaccionar. Vio dibujada una sardina y leyó una inscripción en inglés. El mundo se estaba volviendo loco. Las sardinas nadaban en aceite y viajaban en lata, pero ¿qué era aquello? Se iba perdiendo la mejor tradición, el mejor filo del mar, la más agradable, varia y divertida razón de existir. El mascarón había perdido hasta su nostalgia de otros años. Por lo visto se habían acabado las aventuras, las tormentas, los abordajes. La nariz se le desprendió del todo.
Después de una tormenta del norte que la trajo el mejor aroma de las bordadas, pudo comprobar que aquella su agonía se iba acabando. Todo volvió a agolpársele en la frente y se alegró de verdad cuando un criado, al partir leña, se dejó clavada en él el hacha. No iba a ser todo tan malo, aquel hachazo lo agradeció como una bendición, aquel hachazo era la juventud de los bosques de Brest y el navegar lejano por todos los mares conocidos, aquel hachazo era el juicio final de su existencia de roble, pero un juicio final favorable y magnífico.
Se iba contando los gusanos de la barba: uno, dos, tres; una familia, dos, tres. Se estaban nutriendo de él; se los comerían los pájaros; la cadena infinita; serían trino sus barbas, melodía última, diferenciación de su ser. El mascarón se moría en el bardal, el año mil ochocientos noventa y cinco, la mañana de un jueves cualquiera de aquella primavera.