Quería dormir en paz

Dormía sobre un banco de madera, las piernas recogidas, el brazo izquierdo dando calor al estómago, el derecho sirviéndole de almohada y colgando hacia el asfalto, rozado apenas por las yemas de los dedos, duras, insensibles, hinchadas como pelotas. Dormía sobre un banco despintado y carcomido. Una pernera del pantalón, un poco subida, dejaba ver la carne pálida y el vello abundante. Los calcetines pardos, arrugados y tristes, tenían altas soletas de remiendo del color de las ojeras, que sobresalían de las alpargatas negras. El hombre que dormía sobre el banco lloraba entre sueños, suave, tenuemente, como un niño enfermo.

El paseo estaba solitario. Los árboles recién florecidos daban grandes sombras recortadas por la luz de los faroles. Desde el cielo la mancha calina del camino de Santiago y las chiribitas de las estrellas picaban el sueño en los ojos de los serenos.

Se oían los pasos lentos de una pareja de guardias y su conversación a media voz. Una rata en un alcorque devoraba, alertada, restos de merienda infantil.

Los guardias gastaban el tiempo, pasito a paso, hablando de sus cosas. Eran guardias viejos con muchos hijos, que cuando dejaban el servicio se dedicaban a trabajar en algún sitio para completar el jornal. Saludaron a un sereno, sentado en el umbral de un portal.

—Buenas noches, ¿qué hay por aquí?

—Buenas noches, salud y buenas intenciones.

—Hasta luego.

—Hasta luego.

Los guardias siguieron andando. Uno de ellos abrió una cartuchera y sacó una onza de chocolate.

—¿Quieres?

—No, que estoy fumando.

—Es que esto me lo pone mi mujer para distraer el hambre de la noche.

—Te iba diciendo que mi cuñada se ha colocado en una fábrica. Nos viene muy bien esta ayuda.

Se acercaban al banco donde el hombre que dormía lloraba entre sueños.

—¿Y si nos sentamos un ratito?

—Bueno. Por aquí tiene que haber algún banco. Los guardias detenían sus miradas en las sombras.

—Ahí hay uno.

La claridad que difundía el cercano farol cortaba el banco por uno de sus extremos. El hombre que en él dormía estaba cogido en la oscuridad. Le blanqueaba suciamente la pierna descubierta. Los guardias estaban ya a unos pasos.

—¿Quién hay ahí?

El guardia del chocolate quitó importancia al descubrimiento.

—Algún borracho.

El guardia de la cuñada colocada en una fábrica, cuya ayuda les venía tan bien, molesto por encontrar el banco ocupado, olvidó las obras de misericordia y que aquel que allí dormía pudiera ser un peregrino.

—Borracho o lo que sea hay que despertarle.

Pero no fue necesario. El hombre se despertó. El hombre bajó las piernas al suelo y quedó sentado. El hombre, con un pañuelo blanco amarillento partido por una costura, recorte tal vez de una sábana demasiado vieja, se enjugó la última lágrima.

—¿Qué?

—¿Qué hace usted ahí? ¿No sabe que está prohibido dormir en los bancos de los paseos?

El hombre se extrañaba.

—¿Dormir? ¡Ah! Sí. Me he quedado dormido. Pero yo tengo mi casa, ¿saben?, yo tengo mi casa... Es que he salido a tomar el aire y me senté. Ustedes se darán cuenta.

Los guardias hicieron un aparte.

—No parece que esté borracho.

—Entonces es peor; hay que pedirle la documentación.

El guardia del chocolate dijo:

—A ver, ¿me hace usted el favor de la documentación?

—¿La documentación? —el hombre se asombraba—. ¿La documentación? —casi silabeaba las palabras.

—Sí, hombre. ¿No tiene usted algún papel que diga quién es?

El hombre del banco se puso de pie. Era de estatura media, podía tener cuarenta años. Estaba sin afeitar. La cabeza, por un lado peinada, y por el otro, el que había apoyado en el brazo para dormir, despeinada, con el pelo revuelto y las canas disimuladas en el negror de un lado, allí, al aire, avejentándole, haciendo de él un hombre demasiado gastado, como el pañuelo con que se enjugó su lágrima del sueño. El guardia del chocolate insistió:

—¿No tiene algún papel que demuestre quién es usted?

El hombre se metió las manos apresuradamente en los bolsillos de su chaqueta. Los guardias esperaban. El hombre se miró la ropa.

—Es que... me puse esta americana vieja para estar en casa y... ¿se dan ustedes cuenta...?

El hombre dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo.

—No... No tengo aquí la documentación.

—¿Usted vivirá cerca?

El hombre titubeó.

—Sí.... bueno... no tanto. Es que he venido paseando hasta aquí...

El guardia que había olvidado las obras de misericordia tenía en la mano una libreta.

—¿Su nombre?

—José Fernández Loinaga.

—¿José Fernández Loi...? —el guardia guiñó un ojo, torció la boca y puso el oído atento.

—Loinaga. Pero mire usted, yo le puedo explicar...

—Limítese a contestar; lo que tenga que decir lo dice en Comisaría.

—¿Profesión u oficio?

—Ahora peón, aunque mi profesión es maestro entibador Estuve en las minas; he perdido mucha vista y ya no sirvo. Uso gafas, mis gafas que he dejado en casa.

El guardia continuó con sus preguntas:

—¿Dónde vive?

—Al lado del río, cerca del Puente Grande.

—¿En qué calle?

—No es una calle.

—¡Cómo que no es una calle!

—No, es que vivimos allí algunas familias...

El guardia del chocolate cortó el interrogatorio.

—Bueno, que nos acompañe y se lo explique todo al comisario.

José Fernández Loinaga se echó a temblar y quejumbrosamente imploró:

—Por Dios, déjenme marchar. Tengo un hijo...

—Muy bien, pero primero nos acompaña; es una simple formalidad.

José Fernández Loinaga se metió las manos en los bolsillos del pantalón y comenzó a andar. Los guardias se colocaron a sus lados.

El del chocolate le animó:

—Hombre no es nada, usted demuestra quién es y listo.

El compañero añadió:

—Y ahora no se le ocurra hacer tonterías aprovechando la oscuridad.

Al pasar frente al sereno sentado en el umbral del portal, éste dijo:

—Buenas noches. ¿Qué ha hecho ése?

—No lo sabemos. Buenas noches.

La rata corrió por el canal del alcorque y se perdió entre las sombras de los árboles. El sereno comenzó a liar parsimoniosamente un cigarrillo mientras pensaba que hogaño había más maleantes que antaño, cuando él vino de su pueblo a la capital por consejo de un tío suyo mozo de equipajes en la estación. Sonaron unas palmas y el sereno golpeó con el chuzo el bordillo de la acera; luego sacó el reloj; las cuatro. Siguió pensando. Y pensaba que el que llamaba debía ser don José, el del 7, que todas las noches llegaba alumbrado a su casa. Acudió.

Sí, era clon José, el del 7, que todas las noches llegaba borracho a su casa.

—Buenas noches, don José.

Don José tartajeaba y se balanceaba asquerosamente.

—¿Qué ha hecho ese que llevan los guardias?

—No sé, don José, habrá intentado robar.

El sereno encendió la luz del portal y alargó la mano. Don José depositó en ella dos realitos.

En Comisaría los guardias hicieron su declaración y dejaron a José Fernández Loinaga solo con el comisario. El comisario era un hombre gordo y bondadoso, con una afición desmedida por los crucigramas. A poco salió seguido del detenido.

—Oiga, guardia, que éste se siente por allí hasta las siete y media y luego uno de ustedes le acompaña a su casa para comprobar su filiación. Si está todo claro, nada; si no, se lo traen de vuelta.

José Fernández Loinaga se sentó en un banco de color ocre y se cruzó de brazos, la cabeza reclinada sobre el pecho. El guardia del chocolate le alargó su petaca.

—Fume, hombre.

—No fumo, gracias. He dejado de fumar.

En el despacho el comisario daba vueltas en su cabeza a una palabra que empezaba por «h» y terminaba en «o». José Fernández Loinaga se quejó al guardia.

—Yo soy un hombre honrado, no he hecho nada malo. No sé por qué me tienen aquí.

—Cálmese. Luego le acompaño yo y listo.

Listo era la palabra preferida del guardia.

José Fernández Loinaga se explicó:

—Es que salí de mi casa a pasear, ¿sabe? Tengo un chico enfermo, muy grave y he estado todas estas noches velándole, sin dormir, y luego a trabajar, ¿entiende? Por eso me quedé en el banco. Estaba cansado. Quería dormir en paz.

El guardia lo comprendía todo.

—Pero, hombre, a quién se le ocurre salir de casa sin un papel. Nosotros tenemos órdenes y las órdenes son órdenes.

Pasaba el tiempo. Dieron las siete y media en el gran reloj de la Comisaría.

—¿Listo?

—Vamos.

Cuando llegaron al Puente Grande, José Fernández Loinaga se adelantó algunos pasos.

—Por aquí, guardia.

Bajaron hasta un ribazo, donde se apoyaban unas chabolas construidas con adobes y trozos de latas.

—Mi casa es ésta, pase usted, guardia.

El guardia asomó la cabeza. Dos mujeres sentadas en unas sillas pequeñitas miraban una mesa de madera blanca, sobre la que estaba extendido un niño. En un rincón, sobre un colchón, tres chiquillos miraban asombrados al guardia. Este volvió la cabeza.

—Pase usted, José. Ya está comprobado.

El guardia sacó algo de un bolsillo y le dio la mano a José.

—Adiós, José.

—¿Qué?

El guardia caminaba de prisa. En las manos de José quedaban arrugados, sucios y misericordiosos dos billetes de cinco pesetas.

El niño de José dormía en paz. Al atardecer se lo llevaron camino del cementerio.

(1952)
Cuentos 1949-1969
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