Aquelarre en cinta magnetofónica

Doña Úrsula Villangómez, viuda del ilustrísimo coronel de Infantería don Lauro Ortiz, se había aburrido en la novena.

—Voy a cambiar a San Pedro —dijo—, San Miguel está pesadísimo. La pelmaza de Palmirita se te sienta al lado y dale que dale con el asunto de Intendencia en el que estuvo mezclado su cuñado. Que si se ha exagerado, que si ha habido mucha envidia por medio y ganas de hacerle la cusca. Ya os digo, cada día más pesado.

—Pero si de eso ya no hablan ni los militares cuando van de maniobras —dijo doña Matildita—. Creo que en San Pedro están más al día, pero de todos modos no mucho más.

—En San Pedro —explicó gravemente doña Lucía —se estudió el caso Barrios y hay que confesar que no lo hicieron mal.

Doña Úrsula irguió el busto y oteó la calle por las ventanas del mirador. Sus largas manos rapaces se cerraron un instante.

—¿No tenéis por ahí algo de comer? —preguntó—. Estoy desfallecida.

—¿Quieres un merengue? —dijo doña Matildita.

—Bueno, pero uno solo, no quiero abusar.

—Tiene que ser uno solo, porque no hay más. Y si quieres acompañarlo de una copita... Te comes el de Tanito. A quien madruga, Dios le ayuda.

—Bueno.

—Entonces voy a decirle a Angustias que nos saque tres copitas de Brizard.

—Para mí no —dijo doña Lucía—. Prefiero el anís del Mono, es más tonificante; pero una gota, Matildita, una gota, que tengo que pensar lo de Ayalde.

—Tú también coges unas perras —habló doña Úrsula—. A mí me parecen figuraciones, no otra cosa.

—Cuando se le mete una cosa en la cabeza —aseguró doña Matildita— no se la saca hasta que la resuelve.

Doña Matildita, risueña y oronda, evolucionó por la habitación.

—Me gustaría hacer la prueba magnetofónica —dijo—. A ver lo que resultaba.

Doña Lucía, desde los abismos de sus meditaciones, confirmó:

—No es mala idea. Creo que algo podría sacarse. Tráete el magnetófono y vamos a verlo.

Entró Angustias con las copas y el merengue. Depositó la bandeja en una mesilla de Manila y frunció los labios con gesto insolidario. Doña Matildita enchufaba el magnetófono de su sobrino Cayetano, al que jamás se lo habían permitido usar.

—Ya está, Lucía.

—Muy bien —dijo doña Lucía—. Operamos como siempre. Yo haré de acusado y vosotras de acusadores. Es un primer interrogatorio y no hay sospechas fundadas. Por tanto, me llamaréis señor Ayalde con respeto y no iréis al grano directamente. Me preguntáis dónde veraneo, cuántos somos de familia, servicio que tengo. Podéis preguntarme algo sobre mis ingresos, pero no insistáis, porque me pondré en guardia.

Doña Matildita maniobró en el magnetófono. Se oyeron las últimas notas de La Paloma, después una confusa conversación tomada en el patio de la casa y luego la voz del hijo y sobrino Cayetano. Cayetano producía ruidos y palabras sueltas totalmente ininteligibles.

—El otro día le cogimos un sueño —dijo doña Matildita sonriente.

—Para analizarlo, naturalmente —dijo doña Lucía—. Un hombre debe ser vigilado constantemente, y más si es algo chocholo como mi hijo.

Cuentos 1949-1969
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