El ahogado
La clase, con aire de patio militar, conserva en orden de parada los pupitres de la chavalería. En la mesa presidenta el desorden entona el himno de la actividad magisterial. Pintado de las cuatro reglas el pizarrón amenaza la sospechada espalda del invisible dómine. Una puerta entreabierta, a la izquierda del estrado, deja escapar el alborotado conversar de varias personas. España, por regiones, se ahorca de un clavo cercano al anaquel de los libros para ir leyendo. Tres muchachillos, arrinconados de terror, defienden sus responsabilidades en un charlar apagado y sollozante. Abunda la tinta por todas partes, y hasta el puntero se decora con un churrete de funcionario plumeador y honrado. Algún carterón deja ver, por bajo la visera de las mesas, sus esquinas carcomidas por el uso. En la papelera la pelota descansa anhelos de globo incomprendido.
Son las seis y media de una tarde de abril azul y transparente.
Voz del maestro. —Muerto, está muerto. Ya no hay remedio.
Voz cural. —Dios lo tenga en su gloria y Nuestra Señora del Carmen le ampare.
Voz sabihonda. —Por desobedecer consejos rectos. Estos chicos, estos chicos...
Voz del médico. —Insuficiencia cardiorrespiratoria. Se ha ido.
Voz del maestro. —La madre no lo sabe todavía; la he mandado llamar pretextando un accidente de oscura importancia. ¿Qué le vamos a decir?
Voz cural. —Todo se arreglará, que es buena cristiana. Ante estos casos no hay mejor medicina que la oración y más consuelo que el resignarse como la Santísima Madre cuando crucificaron a su Divino Hijo, Nuestro Señor.
Voz sabihonda. —¿Y dónde fue el ahogarse, se puede saber?
Voz del maestro. —Cercano a la presa molinera; allá entre el choperal y la finca del roble.
Voz sabihonda. —A quién se le ocurre bañarse en esos andurriales. Tienen sitio bastante en el pozo de los frailes y se van a nadar a la peor parte. Así resultan luego estas cosas.
Voz del maestro. —¡Si hubieran venido a clase en vez de irse al río!
Voz cural. —Tragedia repetida, ésta de primavera. Siempre ocurre en el mes de abril, sobre todo si viene adelantado. Ha dos años que se cayó el hijo del alcalde de un árbol por ir a coger nidos, y antes también debió ocurrirle algo a mi sobrino un día que se nos presentó más quebrado que el espaldar de la sierra.
Voz del médico. —Bueno, señores, tengo que ir sin falta hasta el caserío de la venta y me pilla lejos. Yo, si no mandan más, les dejo. Luego extenderé el certificado de defunción. ¡Ah!, conviene enterrarlo pronto porque a poco se hinchará y comenzará a heder. Hasta luego, pues. Cuiden de la madre al decírselo.
Voces. —Adiós, doctor. Adiós, adiós.
El médico cierra la puerta de la habitación al salir. Baja los dos escaloncillos tribunales y por el pasillo de la columna de pupitres se dirige a la salida. Repara en los tres muchachos que, asustados, le contemplan desde el rincón, y los mira compasivamente.
El médico. —No apurarse, no apurarse y tomar ejemplo de lo sucedido para vosotros y para vuestros hijos, cuando los tengáis.
Se pierde el médico tras el portazo, y quedan solos, alborotados, somnolientos y adustos los tres camaradas. Hijos de campesinos, sus miedos al más allá los arrebatan de la realidad. Comienza a hablar, greñudo y profético, el más alto, chico desgarbado, que atiende a su nombre, como un can ético, cabeceando afirmaciones. Le llaman El Largo, como a su padre. Los otros dos no son mal parecidos. De mediana estatura y un común gesto picaresco, no desmienten su buena crianza diciéndose por sus nombres de pila. Son hermanos e hijos de labrador rico. Pedro, el mayor, y el segundón, Pablo; más inteligente este último pero menos fundamental en el hogar paterno, por ser el primogénito el brazo derecho de los caprichos y servicios a que les somete su progenitor.
El Largo. —Os lo avisé antes de irnos. Mal viento me corrió por el espinazo.
Pedro. —El tuvo más deseos que todos nosotros.
Pablo. —¿Qué haremos ahora?
Pedro. —Esperar consejo, que lo necesitamos.
Pablo. —No nos lo darán, seguro.
El Largo. —Os lo avisé antes de irnos. Cuánto mejor hubiera sido sestear en el praderío bajo las encinas.
Pedro. —Recemos.
Pablo. —A Dios rogando y con el mazo dando. Recemos por él, pero no por nuestro temor, que todo se arreglará.
El Largo. —¿Tú lo crees, Pablote?
Pablo. —Lo creo.
Pedro. —¿Qué le pasaría para perder pie, si apenas cubre un hombre?
El Largo. —Las berreras lo engancharon como rabos de diablos.
Pablo. —Que había comido tarde, eso le ocurrió.
El Largo. —Este río nuestro baja muy turbio para tener buen fondo.
Pablo. —Todos tienen buen fondo hasta que demuestran lo contrario. Acuérdate de la charca grande donde abrevan el ganado y cómo por jugar en ella me hice un corte en el pie con un casco de botella rota.
El Largo. —Sí; pero este río es traicionero; baja de la serranía, donde hay más lobos que pastores que cuiden de los rebaños.
Pedro. —Y, sin embargo, beben de él las ovejas y los lobos.
Pablo. —No es bueno ni malo.
El Largo. —Es malo, si no, no nos lo hubiera ahogado.
Pablo. —Puede que haya servido para llevarlo al cielo.
Pedro. —¿Y si no ha ido?
Pablo. —Nos avisará si está en el cielo no pudriéndose en un año.
El Largo. —Hace semana y media que se confesó.
Pedro. —¿Y cómo lo vamos a saber?
Pablo. —Yendo a sacarlo al cabo.
Pedro. —Eso no lo dejará el señor cura.
El Largo. —Los muertos tampoco lo consentirían. La bruja de la casa vieja del pastor buscaría la ruina de nuestros padres.
Pablo. —No te apures, Largo, ésos no son más que cuentos.
Pedro. —Si marcamos su puerta con sangre de gato, no nos hará nada.
Pablo. —La marcaremos.
El Largo. —Silencio; el maestro.
Ábrese la puerta, y el maestro —alto, flaco y miope— se desliza hacia su tribuna, rozando el negro y brillantoso traje por las cuatro reglas. Se sienta, la cabeza entre las manos, después de dejar sus gafas sobre sencilla biografía de conquistadores. Permanece ensimismado. Va levantando con lentitud la cabeza. Los tres chiquillos le miran con desorbitada estupefacción.
El maestro. —Venid aquí, muchachos.
Titubeantes primero, decididos después, avanzan hacia él como si fueran requeridos para una lectura en corro, de las que acostumbran. Se plantan cabizbajos.
El maestro. —Óyeme Pedro; cuéntame cómo ocurrió. No tengáis miedo, no va a pasaros nada. Sólo quiero saberlo para evitar males de estos en adelante.
Pedro. —Nos salió muy raro el ir.
El Largo. —No queríamos. Algo nos lo había avisado.
Pablo. —El tenía más ganas que ninguno.
Pedro. —Se metió en el agua el primero, cuando todavía no nos habíamos desnudado nosotros.
El Largo. —Se enganchó en las berreras y perdió pie.
Pablo. —A mí me pareció distinto. Más diría yo que avanzó tranquilamente hasta no tocar fondo, como si tuviera ganas de ahogarse.
El maestro. —Qué extraño.
Pablo. —Se sostuvo unos momentos pero, para cuando llegamos, ya nada era posible.
El maestro. —Qué extraño.
El Largo. —Con la soga de una yegüilla que por allí pastaba, hicimos un nudo corredizo. Luego buceó Pablo y afuera.
Pablo. —Lo trajimos cogido de los pies y de las manos, como jugando a camillas. Creo que ya estaba muerto, aunque echaba mucha agua; casi nos vencía el peso.
El maestro. —Horrible; verdaderamente horrible. Os habéis portado como hombres.
Se abre otra vez la puerta y aparecen el señor cura y el sabihondo de turno, que resulta ser el de la tienda de todo de la Plaza Mayor, y única, que hay en el pueblo. El cura no necesita tonsura, que el tiempo una muy grande le ha hecho. Panzudo y simpático, don Manuel, que así se llama, es buen pastor de la grey feligresa. Se dice que es hombre de tanta virtud como de mucho comer, amén de buen cazador. El tendero, aficionado al morapio de ocultis y asiduo lector de periódicos cortesanos de índole tradicionalista, pone el retintín de su experiencia en todo conversar. Sus ojos de gaznápiro le dan categoría de alguacil en el Concejo, y su visión del mundo empaque de buen aforismo campesino.
El tendero. —Señor maestro, la madre no tardará mucho.
El maestro. —Don Manuel tiene la palabra, yo la ayudaré mientras usted echa al coro plañidero y buscón de las vecinas. Deje dos para que la socorran y consuelen. Las lágrimas acompañan bien a las lágrimas.
Don Manuel. —¿Vendrá el padre?
El maestro. —No lo creo. Dicen que es un descastado. No hará dos meses que volvió de purgar culpas. Zurraba la badana a la madre y al hijo.
Don Manuel. —Mal asunto. Estos chicos que se vayan ya, aquí no pintan nada.
El maestro. —Como usted diga.
Pablo. —¿Nos dejarán verlo por última vez?
Don Manuel. —No os conviene, muchachos.
Pablo. —Lo trajimos nosotros.
El Largo. —Los cuatro éramos como hermanos.
Pedro. —Más aún.
Don Manuel. —Pasad y rezadle una estación por que se salve.
Pedro. —Así lo haremos.
Pasan al cuarto del ahogado —apretados al cruzar el umbral del miedo antiguo de la muerte— los tres rapaces. Conversan mientras tanto el maestro y don Manuel, y toca su marcha militar viernesantera y procesional el tendero experiente.
Don Manuel. —Lástima de chico. El apoyo de la madre, el único apoyo.
El maestro. —Sola se va a quedar, más que una tumba.
El tendero. —Pobre madre, pobre madre.
Don Manuel. —Su marido es un turbión, pero buen hombre en el fondo.
El maestro. —Tal que el río.
Don Manuel. —Tendré que echarle un hilo ahora que anda descosido de telas familiares.
El tendero. —Pobre madre, pobre madre.
El maestro. —El chico era muy sensible. Una palabra le descomponía.
Don Manuel. —Recuerdo bien un día de doctrina cuando les expliqué el cuarto de los Mandamientos.
El tendero. —Pobre madre, pobre madre.
El maestro. —Qué valentía la de sus compañeros.
Don Manuel. —De buena raza.
El tendero, tembleante, da el jipío de aviso del llegar de la madre. Se reafirma la personalidad de Don Manuel en un crecer los hombros al desenlace inmediato. El maestro retira su persona a mera ayudantía.
El tendero. —Asómese, don Manuel, que llega la madre escoltada de tres mujeres.
El maestro. —Ahí vienen.
Don Manuel. —Tengamos tiento.
Salen del cuarto los tres chicos al oír la voz de la arribada materna. Están asustados, acorralados como fieras. Don Manuel disimula el momento jugando el reloj entre los dedos. El maestro y el tendero charlan bajo y apretado, para que en el silencio se oigan los trancos del mujerío.
El Largo. —Pablo, yo no resisto.
Pedro. —Nos tenemos que ir.
Pablo. —¿Y por dónde?
El Largo. —Saltando por la ventana.
Pablo. —¿No lo notarán y será peor?
Pedro. —Yo no quiero verla, no quiero verla.
Pablo. —Tened calma; silencio; ya llegan.
Pedro. —Salta tú.
Pablo. —Ahora.
La puerta de la escuela se abre y entra una mujer. Don Manuel y el maestro salen a su encuentro. El tendero, desde un puesto de observación que se ha buscado, contempla la escena. Entra la madre sostenida por dos mujeres. La ayudan a pasar la clase y sube a la habitación donde yace su hijo ahogado. Hay un gran silencio. De pronto la voz de la madre se yergue descomunal y retadora, deslazando sus anillos como una culebra:
—Muerto, muerto. Me lo ha matado, me lo ha matado.
Se quiebra en un sollozo largo. El maestro cierra de golpe. Por la puerta callejera se ve correr en carrera desesperada —las figuras borrosas en el atardecer— a los tres muchachos.
Una cigüeña planea sobre la escuela, rumbo al río. Las flores blancas de las berreras cierran su esplendidez diurna, mientras las ranas saltan sobre las verdes balsas de sus hojas...