Capítulo 10

En la actualidad estamos preparados para alcanzar y tocar prácticamente un cometa; en un viaje espacial podemos saber más sobre los cometas que cuanto hemos aprendido en todos los siglos de civilización que nos han precedido. Y sin embargo, ahora que todo esto está al alcance de la mano, hete aquí que vuelven los viejos, los antiquísimos terrores cometarios.

No son de estilo antiguo, ya que no conllevan ninguna supersticiosa atención a las profecías. No son ni siquiera de la vieja modalidad bíblica, ya que sabemos que los cometas son objetos pequeños. Es imposible que los hipotéticos efectos meteorológicos de un cometa originen inundaciones o que el cruce de la cola con nuestra atmósfera provoque lluvias, como sugirió William Whiston hace casi tres siglos. La idea de un cometa lanzado en picado contra el Sol, tal y como predijo que alguno haría, es aún más ridícula si cabe.

Medallones repartidos por monjes en 1680. La inscripción dice: «La estrella amenaza quebrantos. Confía, que Dios los convertirá en beneficios». Las mayúsculas del texto alemán, tomadas como números romanos, suman 1681, año en que apareció el cometa. Los medallones tenían por objeto alejar los malos influjos a que daban pábulo las creencias supersticiosas del siglo XVII.

No, lo que ahora preocupa es la posibilidad de un choque. Las probabilidades de chocar con un cometa cualquiera son prácticamente nulas, pero si es verdad que hay tantos y tantos cometas éstas aumentan en gran manera. Si es verdad que hay cien mil millones y que varios miles de millones han penetrado ya en nuestro sistema planetario a lo largo de toda la historia del sistema solar, es seguro que ha habido algún que otro choque en el pasado.

A decir verdad, en la superficie de la Tierra hay rastros de cráteres, en su mayoría tan ocultos por los efectos del viento, el agua y la vida que casi son imperceptibles, salvo desde el aire, y aún así sólo por la presencia de lagos circulares y otros indicios. Un ejemplo muy claro es el Cráter del Meteorito, en Arizona, que ha sobrevivido a la erosión porque se formó hace sólo unos miles de años y en una zona en que hay poca agua y poca vida.

Estos cráteres los han formado meteoritos grandes o, si se quiere, asteroides pequeños.

Los cometas, por supuesto, están hechos de materia helada que no es ni tan densa ni tan resistente como las rocas y metales que componen los meteoritos, de modo que el choque con un cometa puede que no sea tan temible como el choque con un meteorito. Esto, sin embargo, no ha de ser así por fuerza.

Cráter del Meteorito (o Barringer), Arizona, según una foto tomada a unos 700 metros de distancia. Lo formó hace unos cuantos miles de años un pequeño asteroide, no un cometa, al chocar contra la superficie terrestre.

Piénsese, por ejemplo, en lo que ocurrió el 30 de junio de 1908. A plena luz del día se vio brillar en el cielo una bola de fuego sobre una desierta zona forestal de la Siberia oriental, próxima a un lugar llamado Tunguska. Hubo una tremenda explosión y todos los árboles fueron destruidos y abatidos en un radio de 35 km. Una manada de 1500 renos fue aniquilada. Un hombre que estaba a 75 km fue derribado. Por suerte, era el ser humano más próximo al lugar y no hubo que lamentar pérdidas humanas. Pero si una explosión de este calibre se hubiera producido en una gran ciudad habrían muerto en el acto millones de personas.

El lugar del suceso era tan inaccesible que no pudo ir ningún investigador, también entre otras cosas porque la Guerra Mundial comenzó poco después y a esta siguió la Revolución de Octubre y la guerra civil. Pasaron décadas sin que nadie pusiera el pie en la zona.

Cualquiera habría supuesto que allí había caído un gran meteorito, pero no se encontró ni cráter ni meteorito alguno.

Fuera lo que fuese lo que explotase, parece que tuvo lugar en el aire.

Pero ¿qué podría explotar en el aire sin dejar el menor rastro? Supóngase que la Tierra había chocado con un cometa pequeño. Este habría cruzado el aire a gran velocidad y se habría calentado hasta el extremo de que toda su sustancia helada se habría vaporizado en seguida con una tremenda explosión. No habría dejado más rastro de sí que el vapor, que se habría mezclado con la atmósfera.

Se cree que la destrucción de este bosque de Tunguska, Siberia oriental, en 1908, fue causada por la tremenda explosión de un fragmento cometario que se vaporizó segundos antes de alcanzar la superficie terrestre.

Tuvo que ser un cometa pequeño. Los astrónomos han calculado que para causar los daños que ocasionó tenía que tener unos 70 metros de diámetro. Parece que casi todos los cometas son mucho mayores, de modo que la explosión del Tunguska puede que la originara un simple fragmento desgajado de un cometa de mucho mayor volumen a consecuencia del calor solar en el perihelio. El fragmento desgajado se movería con el resto del cometa, pero en virtud sin duda del efecto de cohete, se iría apartando de él hasta tomar la ruta que desembocó en el desdichado choque con la Tierra. Es posible en principio que, a juzgar por la reconstrucción de su órbita, el fragmento hubiese pertenecido al cometa Encke.

Si un fragmento puede ocasionar tales daños, ¿qué ocurriría si chocáramos con un cometa entero?

En este sentido hay que recordar algo que ocurrió hace unos 65 millones de años. En aquella época los animales más vistosos de la Tierra eran los dinosaurios. Eran reptiles y comprendían algunos de los mayores y más extraordinarios animales que hayan vivido en tierra seca.

Había muchas clases de dinosaurios. Unas especies se extinguieron y aparecieron otras; pero durante 100 millones de años hubo muchas especies que dominaron la Tierra. Había también grandes reptiles en el mar y otros incluso volaban por el aire.

Sin embargo, ocurrió algo hace 65 millones de años. Todos los dinosaurios murieron en un periodo muy breve. Lo mismo aconteció a los grandes reptiles del mar y del aire. Y otro tanto a muchas otras especies de animales y hasta a muchas especies de criaturas microscópicas. Fue una época de gran mortandad. Algunos biólogos estiman que el 75 por ciento de las especies vivas se extinguió y que el 25 por ciento restante se las arregló para sobrevivir a duras penas.

Hay claros indicios de que los dinosaurios —y quizá el 75 por ciento de todas las especies— fueron destruidos hace 65 millones de años. ¿Algún ejército de cometas que bombardeó el sistema planetario habrá sido la causa de esta masacre?

Los científicos no tenían la menor idea de lo que había podido causar aquella gran mortandad. Se formularon muchas hipótesis, pero ninguna fue del todo satisfactoria.

En 1979, sin, embargo, un científico estadounidense Walter Álvarez, trabajaba con rocas antiguas en Italia central cuando encontró una estrecha zona donde la presencia de ese raro metal que se llama iridio era 25 veces más intensa que en las capas inferiores y superiores de la misma formación. Se trataba de roca sedimentaria, consistente en barro que se había ido depositando lentamente hasta quedar enterrado y comprimido bajo otras capas. Pero ¿por qué un barro tan insólitamente rico en iridio se había depositado en una capa tan fina, es decir, en tan poco tiempo?

Hay buenos medios para averiguar la edad de las diversas capas de una formación rocosa y resultó que aquella tenía 65 millones de años de antigüedad. Se había depositado allí exactamente cuando la gran mortandad que acabó con todos los dinosaurios. Estaba claro que no podía tratarse de una simple coincidencia. Tenía que haber alguna relación.

Álvarez sugirió que en aquella época pudo haber caído en la Tierra algún meteorito. Los meteoritos son más ricos en iridio que la corteza terrestre, ya que aquí se mezcló con hierro y se aposentó en el centro del planeta, que es un núcleo de hierro y níquel.

El meteorito tuvo que ser lo bastante grande para vaporizar kilómetros cúbicos de suelo allí donde cayó. El vapor explotó en la estratosfera, se enfrió y convirtió en polvo, se esparció por todo el Globo y luego se fue depositando por todas partes, arrastrando consigo su carga de iridio.

A medida que se intensificaban las investigaciones iba pareciendo más plausible esta hipótesis, ya que cuando se excavaba en otras partes del mundo solían encontrarse capas ricas en iridio al nivel de los 65 millones de años de antigüedad. Más aún, había allí mayores concentraciones de otros metales, en cantidades próximas a la proporción en que se encuentran en los meteoritos.

Pero ¿por qué acabó con los dinosaurios? El meteorito tuvo que abrir un cráter inmenso y destruir cuanto se encontrase en kilómetros a la redonda, pero ¿por qué resultó afectada toda la Tierra? Álvarez sugirió que el polvo que se esparció por la estratosfera ocultó la luz solar durante un tiempo muy prolongado en que reinó la oscuridad. Sin luz solar, casi toda la vida vegetal acabó por extinguirse; luego le siguió la vida animal que vivía de las plantas, y a continuación la vida animal que se alimentaba de otros animales.

Algunas plantas sobrevivieron en forma de semillas y raíces y volvieron a crecer cuando el polvo se asentó y el sol volvió a brillar. También sobrevivieron algunos animales, sobre todo los pequeños, que se las apañaron para alimentarse con los restos de las plantas muertas o moribundas o con el cadáver de muchos animales muertos que quedaron congelados y conservados en el frío que se había desatado sobre el Globo por la desaparición de la luz solar. Cuando esta volvió, la Tierra se repobló con rapidez, aunque con especies diferentes de las anteriores. Los mamíferos y los pájaros comenzaron a dominar el mundo en lugar de los reptiles.

Una vez que los científicos pensaron en esta posibilidad se planteó el problema de que podía haber habido otro período de gran mortandad. La que había extinguido a los dinosaurios era la más impresionante y conocida, pero no la única.

Cuando se estudió atentamente el calendario de la evolución dio la impresión de que había habido una gran mortandad cada 26 millones de años aproximadamente.

¿Por qué tienen que tener ciclos regulares estas tremendas carnicerías? No tenemos noticia de ninguna otra cosa en nuestro planeta —ni en el espacio, para el caso— que acontezca cada 26 millones de años y sea mortal para la vida en la Tierra. Si la brusca desaparición de los dinosaurios la causó el choque con un objeto procedente del espacio, ¿por qué tienen que producirse tales choques cada 26 millones de años, como no sea que algo en el espacio obedezca a un período de esa duración?

En 1983 un grupo de científicos estadounidenses hizo una interesante sugerencia.

Supóngase que hay un planeta grande o una estrella muy pequeña y oscura que orbite alrededor del Sol a una distancia tan enorme que su existencia no se advertiría más que con una investigación minuciosa que aún no ha hecho nadie.

Y supóngase que esta estrella hermana esté tan lejos del Sol que tenga una órbita elíptica muy larga, parecida a la de un cometa. Cada 26 millones de años se aproximaría al Sol, lo que tendría algún efecto en el sistema solar que acaso produjera el choque de la Tierra con objetos procedentes del espacio.

Este dibujo de Daumier, el célebre caricaturista francés, data de 1858 y lleva la leyenda siguiente: «Ah, los cometas… siempre anuncian desgracias. No me extraña que la pobre señora Galuchet se muriese anoche de repente».

Supóngase, por ejemplo, que, camino de su perihelio, la estrella hermana pasa por el cinturón de asteroides. Alteraría la órbita de muchos de los cientos de miles de asteroides que hay y dispararía unos cuantos hacia el Sol. Uno de estos pudo chocar con la Tierra y originar la gran mortandad.

Sin embargo, una estrella enana que cruzase el cinturón de asteroides modificaría asimismo la órbita de los planetas, incluida la Tierra, y no hay indicio de que esto haya ocurrido nunca.

Pero supóngase que la órbita de la estrella hermana llega a una distancia de unos 2 años-luz del Sol en el afelio y a un poco menos de un año-luz en el perihelio. Un objeto que siguiese una órbita tan descomunal tardaría unos 26 millones de años en recorrerla por completo.

En el perihelio, la hermana cruzaría la zona interior de la corteza cometaria, punto en que hay mayor profusión de cometas.

Es posible que se alterase la órbita de millones de cometas, que entonces se desplazarían entre los planetas. Cometas brillantes habrían aparecido entonces en el cielo en rápida sucesión, una semana tras otra, durante miles de años, y es muy probable que unos cuantos chocaran con la Tierra, con resultados nefastos. Los choques no habrían extinguido todas las formas vivas, pero a veces habrían estado a punto de hacerlo.

Cuando los cometas se ponen a aparecer en el cielo con tanta frecuencia pueden considerarse ciertamente augurios de catástrofes.

No es extraño que el científico estadounidense Richard A. Muller sugiriese bautizar a la estrella hermana con el nombre de Némesis, diosa de la venganza entre los antiguos griegos. Hasta hoy no hay ninguna prueba incontestable de que exista, pero cabe esperar que los astrónomos la busquen en la actualidad, con todos los instrumentos nuevos que tienen a su disposición.

Desde tiempos inmemoriales los cometas se han relacionado con los estados desapacibles del alma. En este célebre grabado de Durero, la melancolía aparece simbolizada por un cometa resplandeciente.

Aun si Némesis existiera, no hay motivo para que suscite terrores inmediatos. La última gran mortandad ocurrió hace 11 millones de años, así que Némesis tiene que estar cerca de su afelio (y tiene que ser muy difícil de localizar). La próxima gran mortandad no sobrevendrá hasta dentro de unos 15 millones de años más o menos.

Para entonces, si la raza humana no se ha destruido a sí misma, mediante un guerra nuclear o lo que sea, estará lo bastante avanzada tecnológicamente para procurarse una observación espacial continua de todas las órbitas cometarias. Si llegase a detectarse un cuerpo con signos de ser perjudicial para la Tierra, sería misión de las naves espaciales en observación destruir el cometa con una bomba nuclear, o con algún artefacto más avanzado, para convertirlo en una nube de restos rocosos que no originaría sobre la Tierra más que una vistosa lluvia de estrellas fugaces.

A decir verdad, incluso puede argumentarse que esta reciente sugerencia relativa a la causa de la gran mortandad ha contribuido ya a salvar a la humanidad. La hipótesis de un «invierno cometario» en que el polvo que entrase en la estratosfera originaría una larga y fría noche en la Tierra ha estimulado a científicos como el norteamericano Carl Sagan (n. 1935) a tomar en cuenta qué ocurriría concretamente si empezasen a caer y estallar las bombas nucleares. (Se ayudó para esto de los estudios que había hecho sobre las tormentas de polvo en Marte, que nuestras sondas espaciales habían observado escrupulosamente.).

Su conclusión fue que en una guerra nuclear las bombas de hidrógeno enviarían a la estratosfera polvo suficiente para originar un «invierno nuclear» que a su vez causaría una gran mortandad por sí solo. En una guerra nuclear todos tendrían algo que perder, tanto los que luchasen como los que se limitasen a mirar.

La posibilidad de un invierno nuclear aterra a muchos más seres humanos de los que aterra ya la posibilidad de la guerra nuclear. Si este nuevo terror radicaliza a la opinión pública y fuerza a las superpotencias a un acuerdo que imposibilite la guerra nuclear, el miedo a los cometas, que durante tanto tiempo ha fustigado a la Humanidad, a la postre nos habrá salvado a todos.