Capítulo 7
El primer descubrimiento científico acerca de los cometas fue que su cola apuntaba siempre en dirección opuesta al Sol. Pero ¿por qué?
Cuando un objeto se desplaza a mucha velocidad en un día sin viento y suelta humo mientras se mueve (pongamos, por ejemplo, una locomotora de vapor), esperamos con buena lógica que la columna de humo se incline hacia la parte trasera del objeto. Ello se debe a que la resistencia del aire actúa con mayor efectividad sobre las diminutas partículas del humo que sobre la poderosa solidez del tren. La columna de humo se retrasa por tanto respecto del tren y va, por así decir, a remolque de la locomotora.
En el vacío, sin embargo, el humo que despidiese un objeto móvil se desplazaría junto con el objeto a su misma velocidad. No se quedaría atrás.
Cuando un cometa se acerca al Sol, la materia pulverizada de la coma fluye hacia atrás y viaja a remolque del cometa; sin embargo, este se mueve en el vacío. Más aún: cuando el cometa gira alrededor del Sol, la cola gira también de modo que en todo momento se extiende en dirección opuesta al astro rey.
Cuando el cometa está en la mitad de este giro circunvalatorio, la cola sigue apuntando en sentido contrario al Sol. Forma entonces un ángulo recto con el sentido del movimiento del cometa.
La cola de un cometa apunta siempre en dirección contraría al Sol en cualquiera de los puntos de su órbita. Cuando el cometa ha rodeado el Sol y se encamina al otro extremo de la órbita, la cola se extiende en el sentido de su movimiento: la «sopla» el viento solar.
Una vez que este ha completado el giro circunvalatorio y se mueve hacia los segmentos más alejados de su órbita, la cola sigue apuntando en sentido opuesto al Sol y en realidad va por delante del cometa.
Puesto que estamos acostumbrados a movemos dentro de la atmósfera, se trata de un fenómeno muy extraño para nosotros. Nos parecería ciertamente raro ver una locomotora a vapor que corre por sus raíles con el humo de la chimenea apuntando al frente o formando un ángulo recto con el sentido de la máquina. La única explicación que se nos ocurriría es que se había desatado un fuerte viento que soplaba en la misma dirección del tren o que soplaba de tal suerte que obligaba a la columna de humo a formar un ángulo recto con la horizontal de la locomotora.
¿Cabe pues pensar aquí también que haya alguna especie de «viento» que, procedente del Sol, «sople» sobre la cola?
Sabemos que la luz y otras radiaciones brotan del Sol en todos los sentidos. El físico escocés James Clerk Maxwell (1831-1879) sugirió en sus trabajos teóricos que estas radiaciones, a pesar de su carácter incorpóreo, podrían alcanzar el efecto de una suave brisa.
En 1901, valiéndose de espejos muy ligeros y suspendidos en una cámara de vacío, el científico ruso Piotr Nicolaievic Lebedev (1866-1911) midió esta fuerza de radiación y descubrió que realmente existía. En el curso de los cincuenta años siguientes, más o menos, se creyó que esta fuerza era la responsable de la conducta de la cola de los cometas. La fuerza de la radiación ejercía un empuje constante sobre el polvo de la coma, de suerte que la estela que llamamos cola apuntaba en sentido opuesto al Sol hasta perderse gradualmente, en su tramo final, en la vasta inmensidad del espacio.
Al final se supo, sin embargo, que esta fuerza, aunque existía, no era suficiente para explicar la conducta de la cola de los cometas. ¿Despediría el Sol alguna otra cosa?
En la década de los veinte el científico inglés Edward Arthur Milne (1896-1950) hizo un escrupuloso estudio teórico del comportamiento de la atmósfera solar. Calculó la fuerza de gravedad que atraía los objetos hacia el astro y la fuerza de radiación que los repelía. Le pareció que en la superficie solar la fuerza de radiación era tan poderosa que podía despedir partículas a tremendas velocidades, a pesar incluso de la fuerza de gravedad.
La partícula más común que integra la masa solar es el núcleo atómico del hidrógeno, que es un protón cargado eléctricamente. Milne afirmó que tenía que haber chorros de partículas cargadas eléctricamente, que el Sol disparaba en todas direcciones.
En los años cincuenta los científicos estudiaron con vehículos espaciales las zonas del espacio exterior a la atmósfera de la Tierra y el físico italoamericano Bruno Rossi (n. 1905) descubrió que, en efecto, había partículas cargadas eléctricamente que procedían del Sol y que rebasaban la Tierra a gran velocidad. Es lo que actualmente llamamos «viento solar».
Los astrónomos están hoy convencidos de que es este viento solar el que empuja la coma de los cometas hasta formar su larga cola, evanescente y característica; por lo tanto, ya no es sorprendente que la cola apunte siempre en sentido opuesto al Sol y que anteceda al cometa cuando este se aleja del astro. El viento solar es más veloz que los cometas, los adelanta y empuja el polvo cometario por delante de estos.
El astrónomo suizo Cheseaux es el autor de este diagrama de las diversas colas del Gran Cometa de 1744. En el mes de marzo, la cabeza cometaria estaba muy por debajo del horizonte de los observadores europeos.
¿Qué le ocurre a toda la materia que hay en la cola? ¿Se limita a desaparecer?
Como se sabe, en sentido estricto nada desaparece jamás. Los vapores de la cola se esparcen por el espacio en forma de átomos o moléculas. Se les puede apreciar según modalidades muy sutiles, pero no nos afectan para nada. Sin embargo, ¿qué hay de los pequeños fragmentos rocosos que integran la coma junto con los vapores? ¿Qué les ocurre?
Se esparcen por detrás y por delante del cometa, tanto más cuanto más se evapora el cometa en sus sucesivas aproximaciones al Sol.
Cuando el cometa se descompone del todo, como le pasó al Biela, los pequeños fragmentos rocosos acaban diseminándose a lo largo de toda la órbita. Ello se debe al efecto del viento solar y a la atracción de los planetas junto a los que los fragmentos pasan. Sin embargo, en las proximidades del lugar donde tendría que estar el cometa se concentran cantidades de fragmentos particularmente grandes.
Las seis colas del cometa Cheseaux tal como las observó y plasmó un dibujante en una noche de marzo de 1744.
Hay testimonios palpables de tales fragmentos rocosos.
Quien se ponga a observar el cielo en una noche oscura y sin luna es probable que vea de tarde en tarde finas rayas de luz que duran un segundo aproximadamente. Lo primero que piensan los niños y los adultos ignorantes es que una estrella ha resbalado de su trono y se ha caído; de hecho, a estas rayitas de luz se les llama «estrellas fugaces».
No puede tratarse de estrellas, sin embargo, puesto que, sin que importe la cantidad que haya, ninguna se ha perdido jamás del mapa celeste.
Aristóteles suponía que tenía que tratarse sencillamente de un fenómeno atmosférico, fogonazos que ocurrían en las capas altas de la atmósfera, y con el tiempo resultó que tenía razón. A estas estrellas fugaces se les llamó por lo tanto «meteoros», que en griego quiere decir más o menos «en lo alto».
Conocemos testimonios ocasionales de épocas pasadas a propósito de rocas o fragmentos de hierro que caían del cielo. Mientras la ciencia moderna iba evolucionando, a partir de 1600, los científicos se mostraban cada vez más escépticos acerca de tales historias. Parecían increíbles.
El primer científico que se tomó en serio estas anécdotas sobre objetos que caían del cielo fue el naturalista suizo, Johann Jakob Scheuchzer (1672-1733), que en 1697 sugirió que las misteriosas piedras podían tener alguna relación con los meteoros.
Nadie hizo caso de la sugerencia, las anécdotas de piedras celestes siguieron proliferando y un siglo más tarde el físico alemán Ernst Florens Friedrich Chladni (1756-1827) se puso a estudiar el asunto. Recogió piedras de las que se decía había caído de lo alto y las analizó. En 1794 publicó un libro en que decía que en el espacio había pequeños fragmentos de materia que, de tarde en tarde, chocaban con la Tierra. Cuando estos fragmentos entraban en la atmósfera, la resistencia del aire los calentaba hasta que se ponían al rojo blanco y comenzaban a vaporizarse. La raya producida por la materia al rojo blanco era el meteoro. La parte no vaporizada que llegaba al suelo era los objetos que al parecer caían del cielo.
La explicación de Chladni era tan lógica que los científicos empezaron a dudar. En 1803 el físico francés Jean-Baptiste Biot (1774-1862) investigó una supuesta lluvia de miles de fragmentos en la Francia septentrional. El cuidadoso informe que elaboró dio carpetazo al asunto. Del cielo caían en efecto fragmentos de roca y de hierro. A estos meteoros que caían se les llamó «meteoritos» o «aerolitos» (esta última palabra quiere decir «piedra aérea»).
En realidad, no todos los meteoros originan meteoritos o aerolitos. (Un meteoro, propiamente hablando, es cualquier fenómeno atmosférico, como la lluvia, el arco iris, etc., de donde la palabra «meteorología»). Por ejemplo, en noviembre de 1833 hubo lo que suele llamarse «lluvia de estrellas». Los asombrados observadores de Nueva Inglaterra contemplaban el cielo nocturno convertido en una pantalla en que se movían infinitas rayas de luz gruesas como copos de nieve. Había literalmente cientos de miles de rayas. Algunos observadores creyeron que todas las estrellas del cielo se habían venido abajo (según la profecía del Apocalipsis bíblico) y que había llegado el fin del mundo. Sin embargo, el día siguiente amaneció como de costumbre y por la noche el cielo estaba tan lleno de estrellas como siempre.
Casi todos estos meteoros consisten en rayas de luz originadas por pequeños fragmentos sólidos, no mayores que un grano de arena. Se vaporizan mientras aún están en el aire, a mucha altura, y por tanto ni siquiera tocan el suelo porque ya se han desintegrado. En la mañana que siguió a la gran lluvia de estrellas de 1833 no se encontró en ninguna parte ningún aerolito.
Las rayas luminosas de aquella noche de 1833 parecían irradiar todas de un punto situado en la constelación de Leo. Por ello, a aquellos aerolitos concretos se les llamó los «Leónidas» (que quiere decir «hijos del León»).
En 1834, el sabio estadounidense Denison Olmsted (1791-1859), que había presenciado la lluvia, dio una explicación que se viene aceptando desde entonces.
Fotografías telescópicas del crecimiento y encogimiento aparentes del cometa Halley en 1910.
Según él, los Leónidas son, por así decir, un enjambre de granos de arena que orbitan alrededor del Sol. Todos los años la Tierra cruza el enjambre y aparecen aerolitos en cantidades mayores de lo normal. En el caso de los Leónidas, la Tierra cruza una zona particularmente densa del enjambre cada 33 años, y hay entonces una «lluvia de estrellas» (es decir, de meteoritos o aerolitos); aunque, que se sepa, ni antes ni después ha habido ninguna tan espectacular como la de 1833.
Fotografías telescópicas del cometa Markos (1957) en que se pueden apreciar sus dos colas: a la derecha, la cola de polvo, ligeramente curva; a la izquierda, la estela gaseosa, algo más recta.
Ha habido otras, ciertamente, cuyas rayas luminosas irradiaban de puntos situados en constelaciones distintas. A todas se las ha bautizado según el nombre de la constelación de que parecían venir, y así tenemos los meteoritos Perseidas, los Líridas, los Acuáridas, etc.
Las lluvias de estrellas se dan todos los años en el mismo momento, cuando la Tierra se cruza con los residuos que viajan a remolque de un cometa por la órbita de este. En el dibujo vemos las lluvias de estrellas resultantes de la circunvalación del cometa Halley alrededor del Sol: la lluvia de meteoritos Acuáridas, en octubre; la de Oriónidas, en mayo.
En 1861 el astrónomo estadounidense Daniel Kirkwood (1814-1895), pensando quizá en el cometa Biela, cuya fragmentación se había visto con claridad hacía poco, sugirió que todos los enjambres de partículas que atravesaba la Tierra de vez en cuando eran restos de cometas muertos que seguían moviéndose en su órbita de antaño.
El siguiente paso era determinar cuáles eran las órbitas reales de aquellos enjambres de meteoritos. En 1866 el astrónomo italiano Giovanni Virginio Schiaparelli (1835-1910) demostró que el enjambre de meteoritos Perseidas tenía en realidad una órbita semejante a la de un cometa. Más aún, era una órbita que coincidía con la de un cometa detectado y estudiado en 1862.
Poco después, el astrónomo francés Urbain Jean Joseph Leverrier (1811-1877) y el astrónomo inglés John Couch Adams (1819-1892) indagaron, cada cual por su lado, la órbita del enjambre de meteoritos Leónidas y descubrieron que tenía también una órbita semejante a la de un cometa. El enjambre de meteoritos Acuáridas se mueve en la órbita del cometa Halley y es una prueba de la paulatina desintegración del más célebre de todos los cometas, a consecuencia de sus vueltas sucesivas alrededor del Sol.
Al principio se planteó la cuestión de si los cometas se fragmentaban en enjambres de meteoritos o si eran estos los que daban lugar a la formación de aquellos; en otras palabras, qué había sido antes. Schiaparelli creía que primero habían existido los enjambres de meteoritos.
En 1833, una lluvia de estrellas —que aquí vemos sobre las cataratas del Niágara— iluminó la noche de la franja septentrional de los Estados Unidos. Los meteoritos caían del cielo a un ritmo de 70 por segundo; es decir: ¡250 000 por hora!
El problema lo resolvió un astrónomo austríaco, Edmund Weiss (1837-1917). Demostró que el enjambre Andromeida sigue la órbita del cometa Biela, que se había fragmentado en el decenio 1860-1870. El 27 de noviembre de 1872, cuando el cometa Biela tenía que haber reaparecido, de seguir existiendo, se vio en su lugar una lluvia de meteoritos Andromeidas más densa que de costumbre. Estaba claro que aquellos meteoritos eran los escombros resultantes de la desintegración del cometa y Weiss les dio el nuevo nombre de «Biélidas».
Como es lógico, cada vez que la Tierra atraviesa un enjambre de meteoritos se lleva consigo millones de partículas del enjambre. Si un cometa sigue existiendo, las partículas perdidas pueden reponerse en virtud de ulteriores desintegraciones cometarias. Si por el contrario el cometa se ha reducido a un núcleo rocoso o se ha desintegrado por completo, las partículas arrebatadas por la Tierra y otros cuerpos mayores del sistema solar no pueden remplazarse y el enjambre va menguando poco a poco. Con el paso de los años, va menguando poco a poco. Con el paso de los años, por ejemplo, los meteoritos Biélidas han ido disminuyendo en cantidad, hasta el extremo de que hoy se diría que están a punto de desaparecer por completo.
Ya que la Tierra atraviesa de manera constante estas lluvias de meteoritos que son restos cometarios, ¿no podría chocar con la misma facilidad con un cometa, dado que las órbitas de los enjambres son tan parecidas a las de estos?
No se trata del mismo objeto. Los enjambres de meteoritos están esparcidos a lo largo y ancho de la órbita cometaria, mientras que un cometa está confinado a un punto concreto de la órbita. Tropezar con un enjambre de meteoritos es como tropezar con un campo de trigo; tropezar con un cometa sería como tropezar con un grano de una espiga determinada.
Un cometa, por supuesto, tiene una cola que abarca un enorme volumen de espacio y la Tierra puede (y lo hace de vez en cuando) atravesar la cola, pero la materia de que esta se compone está tan inconsistentemente diseminada que no tiene el menor efecto visible sobre nosotros.
Sin embargo, aunque un choque con un cometa es muy improbable, no es del todo imposible. Volveremos más adelante sobre este tema.