CAPITULO VI
Brade se quedó helado, en parte por el agudo choque del bastón, mucho más por la fuerza terrible de las palabras de Anson. Su mano tanteó hacia atrás en busca del brazo de la silla como si tuviera una ciega pasíón por guiar su cuerpo a sentarse. Sólo tocó aire.
Anson dijo, con más calma:
—No puede negar la responsabilidad, Brade.
—Capitán, yo... yo... —dijo Brade.
—Usted era su maestro de investigación. Cada accion de él en el laboratorio era responsabilidad suya. Debería haber sabido qué tipo de hombre era. Debería haber conocido cada acto de él, cada pensamiento. Debería haberlo hecho entrar en razón a golpes o echarlo de un puntapié, como hizo Ranke.
—Se refiere a la responsabilidad moral —Brade se sintió débil y contento, como si la responsabilidad moral por la muerte de un joven no fuera nada. Encontró la silla y se sentó—. Vea, Capitán, hay un límite para la preocupación de un profesor hacia sus discípulos.
—Usted no lo ha alcanzado. No lo estoy culpando. Forma parte de la actitud general de hoy en día. La investigación se ha transformado en un juego. Un doctorado es un premio consuelo que se otorga por habitar un laboratorio durante un par de años mientras el profesor se pasa el tiempo en la oficina rcdactando pedidos de subsidios.
"En mis tiempos un doctorado se ganaba. A un estudiante no le pagaban por eso. No hay nada que abarate tanto un auténtico logro como el dinero. Mis discípulos trabajaban a muerte por un doctorado y se morían de hambre y aún así algunos no lo conseguían. Pero los que tenían éxito sabían que tenían algo que no podía ser comprado ni estafado. Costaba sangre llegar. Y para ellos valía la pena. Lea los ensayos que publicamos. Léalos.
—Usted sabe que los he leído, Capitán —dijo Brade, con auténtico respeto—. La mayor parte son clásicos.
—Ajá —Anson se permitió sentirse un poco ablandado—. ¿Cómo supone que se convirteron en clásicos? Porque yo los conduje. Cuando tenía que hacerlo, me quedaba los domingos, y por Dios, ellos también. Trabajaba toda la noche si era necesario y, por Dios, ellos también.
"Los controlaba sin pausa. Conocía todos sus pensamientos. Cada uno de mis estudiantes traía sus hojas duplicadas una vez por semana y las revisaba conmigo página por página y palabra por palabra. Ahora cuénteme qué sabe sobre las hojas duplicadas de Neufeld.
—No tanto como debiera —murmuró Brade.
Se sintió incómodamente acalorado. El Capitán Anson era exagerado, pero mucho de lo que decía era suficientemente cierto como para herir. Había sido Anson quien había implantado el cuaderno de notas por duplicado en la universidad, que consistía en registrar todo en hojas dobles, blanca y amarilla.
Todos los datos de investigación: todos los detalles de todos los experimentos (idealmente, todas las ideas) eran registradas y los duplicados amarillos, al igual que los carbónicos, eran arrancados por líneas perforadas y entregados a intervalos al profesor de investigación.
Brade siguió con la costumbre, al igual que la mayor parte del departamento, pero no con el mismo espíritu de Anson.
Después de todo, Anson era un hombre legendario. Contaban historias sobre él. Algunas eran las mismas historias que se contaban sobre cualquier otro profesor excéntrico de la historia. Y sin embargo había historias que bien podían ser ciertas y que ilustraban su capacidad para los detalles minúsculos.
Se contaba la historia de cómo entró al laboratorio una Navidad, el único sujeto viviente dentro del edificio de química vacío (necesitó una llave maestra para entrar) y se pasó el día examinando trabajosamente los laboratorios de los estudiantes hasta el último escritorio y la última probeta. Al dia siguiente presentó a los asombrados y derrotados jóvenes (sabían muy bien que no podían estar ausentes el día después de Navidad) una lista de productos químicos que no estaban dispuestos en orden alfabético, un puntilloso registro de botellas de solución que no tenían un vaso de laboratorio dado vuelta sobre la boca, una nómina de desviaciones de las normas de seguridad y orden absolutos del propio Anson.
Todo esto con sus propios comontarios sarcásticos y altamente personales.
Uno de los estudiantes robó la lista y como cada uno de los mencionados al fin obtuvo el doctorado, los comontarios que se aplicaban a él se leyeron en la cena de celebración brindada (sin falta) por el mismo Anson. Hasta Anson sonrió torvamente y agregar unas pocas observaciones cáusticas más de memoria.
Y los estudiantes lo habían idolatrado; Brade también cuando fue estudiante de Anson.
Ahora, con el paso de los años, quedaba poco del viejo Anson; sólo un anciano a quien todos trataban con cortesía por respeto a lo que había sido.
—Capitán, ¿usted conocía a Ralph? —dijo Brade.
—¿Eh? No. Lo crucé en el vestibulo unas cuantas veces. Para mí no era más que uno de estos químicos físicos que chapucean en un laboratorio de orgánica.
—¿Sabía algo sobre su trabajo?
—Se que se relacionaba con la cinética. Eso es todo.
Brade estaba desilusionado. De pronto se le había ocurrido que Anson aún hablaba con los estudiantes, aún los interrogaba sobre lo que hacían, aún les ofrecía consejo. Podría haber hablado con Ralph; podría haber sabido más sobre el muchacho que lo que Brade mismo conocía. Pero era evidente que la hostilidad del muchacho había sido absoluta. Tampoco el Capitán Anson había conseguido penetrarla.
Pero toda la conversación había traído un leve soplo de los viejos días, cuando después de todo era el Capitán a quien a uno recurría con sus problemas. Brade dijo:
—Me han contado algo extraño, Capitán. Me ha estado molestando toda la mañana. Me dijeron que Ralph Neufeld me odiaba.
El Capitán Anson se sentó otra vez, estiró la pierna ligeramente artrítica bajo la mesa y colocó con cuidado el bastón sobre la misma. Dijo, con calma:
—Es muy probable.
—¿Qué me odiara? ¿Por qué?
—Es fácil odiar al profesor de investigación. Él tiene el título. Uno no. Él designa los problemas. Uno trabaja en ellos. Uno lleva a cabo los experimentos. Él se encoge de hombros y sugiere nuevos experimentos. Uno tiene teorías. Él les encuentra los defectos. Un profesor de investigación, si vale algo, se convierte en la plaga de las vidas de los estudiantes. Un estudiante, si tiene un poco de espíritu, odia al profesor hasta que descubre más tarde cuánto bien le ha hecho que fuera una plaga con él —Anson suspiró reminiscente—. ¿Usted supone que mis discípulos me amaban?
—Creía que sí.
—Bueno, no. Mirando atrás, pueden creer ahora que lo hicieron, pero no. No era amor lo que yo quería; era trabajo. Y lo conseguía. Usted no recuerda a Kinsky; estudió antes que usted.
—He oído hablar de Kinsky —dijo Brade, suavemente—. Le he escuchado hablar.
Por cierto que conocía a Kinsky. De todos los estudiantes de Anson, Joseph Kinsky había resultado el mejor. Ahora formaba parte del grupo de Wisconsin y había alcanzado fama permanente por su síntesis de la tenaciclina y el nuevo enfoque sobre la acción antibiótica que había surgido como resultado indirecto.
—Era el mejor —Anson sonreía—. Absolutamente el mejor de mis muchachos.
(Le gustaba hablar sobre Kinsky. Brade recordaba bien una cena de profesores después de la cual el descarado de Foster había dicho "Eh, Capitán, ¿no le dan retortijones cuando piensa que Kinsky es un hombre más importante de lo que usted ha sido alguna vez?"
(Foster, que por lo general no era muy bebedor, debía haber tenido unos cócteles de más o no lo habría dicho con tanta grosería ni se habría quedado parado sonriendo con tal necedad. Brade había guiñado y disparado una mirada hostil a los labios húmedos de Foster. Era un intento obvio de herir al viejo.
(Sin embargo el viejo estaba a la altura de Foster. Una cabeza más bajo, daba una impresión imponente. Dijo: "Foster, hay dos ocasiones en que no es probable que existan los celos. Un padre no tiene celos del hijo. Un maestro no tiene celos de su discípulo. Si los hombres que preparo son mejores que yo, puede deberse a que cuentan con el mejor de los maestros. Todos sus logros se reflejan honrosamente sobre mí. Lo que haga como químico le proporciona a la humanidad las realizaciones de un solo hombre. Lo que haga como maestro proporciona a la humanidad las realizaciones de muchos. Mi amarga pena no es que Kinsky me eclipse, sino que no me eclipsen del mismo modo todos los estudiantes que he tenido".
(No había alzado la voz, pero la conversación había detenido en el cuarto ante la observación de Foster, y la respuesta de Anson había sonado con nitidez. Hubo realmente un aplauso amortiguado y para delicia de Brade, Foster se había visto como si dos orejas de burro unidas al cráneo hubiesen podido completar un conjunto al que sólo le faltaba eso.)
¿Estaba Anson pensando también en aquello? pensó Brade: probablemente no.
—¿Supone que Kinsky no me odiaba? —estaba diciendo Anson—. Hubo ocasiones en que podría haberme matado. Teníamos encontronazos casi constantes. Por Dios, Brade, me gustaría que usted me hubiese odiado un poco más.
—Nunca lo odié, Capitán.
—Es porque me había ablandado y es probable que por eop se debilitaran mis muchachos. Había tenido esperanzas en usted, Brade.
Brade sintió dolor ante las palabras. Anson "había tenido" esperanzas. Ya no las tenía. Nunca hablaría de Brade como hablaba de Kinsky. Bueno, pensó con violencia, ¿de qué se sorprendía? ¿Qué esperaba?
—Entre paréntesis, Kinsky va a visitarnos —dijo Anson de pronto—. ¿Se lo había dicho?
—No.
—Recibí una carta de él ayer, pero ayer no nos vimos, ¿verdad? —Anson extrajo la carta y lo miró echando fuego por los ojos.
Brade sonrió con timidez y tomó la carta. Era breve. Simplemente expresaba saludos de rutina, puntualizaba que Kinsky estaba en la ciudad por asuntos de negocios y que esperaba visitar la universidad el próximo lunes, en cuya ocasión le encantaría hablar sobre el libro de Anson aunque él, Kinsky, se sentía seguro de que podía agregar muy poco a la experiencia y los conocimientos de Anson. Y terminaba con saludos de rutina.
—El próximo lunes —dijo Brade.
—Exacto. Y quiero que se vean. Son compañeros de estudios, entiende —Anson se puso trabajosamente de pie, guardó la carta y tomó el bastón en la mano—. Lo veré mañana por la mañana, Brade.
—Muy bien, Capitán, pero no se olvide de las conferencias sobre seguridad.
Una vez a solas, Brade experimentó una renovada pesadez mental. EI Capitán Anson podía hablar del odio de los estudiantes como de un espaldarazo, un signo de excelencia del maestro, pero nada de su argumentación se aplicaba a Brade. Brade no había conducido a Ralph; más bien lo había salvado de las consecuencias del rechazo de Ranke. Lo había ayudado; había sido con él lo más natural posible, había pasado por alto sus peculiaridades y le había permitido encontrar su propio camino.
¿Por qué iba a odiarlo Kalph?
¿O Jean Makris mentía?
¿Sin embargo por qué iba a mentir?
¿Podía ella haberse confundido?
¿Cómo podía corroborarlo? ¿Quién conocería al excéntrico, intocable Ralph lo bastante como para corroborarlo... o contradecirlo?
Brade no sabía, aunque, maldición, estaban los más cercanos a él, inevitablemente cercanos por las exigencias de trabajo. Los otros estudiantes de investigación. Los hermanos científicos de Ralph.
Miró el reloj de pared. No eran las once. No había nada importante por hacer antes del almuerzo. Nada importante si se lo comparaba con esto, por cierto.
Bajó al vestíbulo y se asomó el laboratorio de Charles Emmett. Estaba allí, pero no Roberta. Dijo con calma:
—Charlie, ¿puedo hablar contigo un momento?
Emmett bajó el embudo de separación y los dos líquidos que contenía se asentaron y separaron en un remolino de burbujas. Alzó la tapa de cristal del embudo un momento para que salieran los vapores, después lo volvió a colocar.
—Seguro, profesor Brade —dijo.
Brade se sentó en la silla giratoria de su escritorio mientras Emmett tomaba una de las sillas de respaldo recto que rodeaban la mesa de conferencias.
—Qué mala suerte lo de Ralph, señor.
—Sí, ya lo creo. Mala suerte también para el departamento; para nosotros; para mí. En cierto sentido de eso quería hablarte.
¿Emmet parecía aprehensivo al respecto? Brade trató de no observarlo con demasíada insistencia. De los cuatro estudiantes (ahora tres) Emmett era el que había estado más tiempo con el y, en cierto sentido, el menos promisorio. Era un esforzado trabajador, tan esforzado como para conformar hasta al Capitán Anson; pero nadie podía acusarlo de haber mostrado alguna vez un rasgo brillante.
Ahora estaba allí sentado, un poco corpulento, con pelo rojizo y brazos pecosos a cuyos extremos se unían manos grandes. Usaba anteojos de marco claro, un poco pequeños para su rostro.
A Brade le gustaba por su equilibrio. A veces creía que podía pasárselas sin la brillantez con que sólo un estudiante pudiese soportar el fracaso de un experimento sin hundirse en la desesperación. Cuando un experimento le fallaba a Emmett, simplemente ejecutaba otro dispuesto con alguna leve diferencia. Quizá no viera el modo ingenioso de hacerlo, pero era posible que con el tiempo llegara a algún lado. Y en todo caso, comparado con la irregularidad emocional del estudiante promedio con alta tensión, la tranquilidad de Emmett era para Brade tan cálida como un plato de sopa y tan reconfontante como un pedazo de pan.
—Ahora que a Ralph le ha pasado esa cosa horrible, descubro que me siento un poco culpable —dijo Brade—. Me siento avergonzado de... de no haberle conocido mejor. Podría haberle ayudado más. Y por supuesto, eso se aplica a mis otros discípulos. A tí. Tendría que conocerte mejor.
Emmet se retorció un poco.
—Caramba, profesor Brade, no me quejo. Nos llevamos bien.
—Me alegra que lo digas. Pero de todos modos me preocupa. Por ejemplo, hace casi un mes que no hablamos de tu investigación. ¿Algo marcha mal?
—No, señor. Tengo todo preparado para la primavera que viene. La parte histórica de mi tesis ya está lista, y tengo bien registrados los datos preliminares. Sólo necesito unos pocos derivados.
Brade asíntió moviendo la cabeza. El problema de Emmett tenía que ver con la síntesis de ciertas thiazolidonas que hasta entonces no habían sido preparadas con los métodos comunes de cadena cerrada. Un problema así tenía ventajas y desventajas.
En semejante síntesis, un estudiante no necesitaba matemáticas esotéricas ni un fabuloso análisis cuantitativo. Sólo necesitaba paciencia y un poquito de suerte.
Por otro lado, requería ese poquito de suerte. A veces una síntesis no podía obtenerse por ninguno de los métodos utilizados per el estudiante y el profesor. O podía lograrse una síntesis que era anticipada por otros investigadores. En cualquiera de los dos casos la tesis quedaba anulada y había que designar un nuevo problema.
—Entonces pronto pasará la etapa del odio —dijo Brade con la mayor liviandad posible.
—¿Qué? —Emmett parecía honestamente turbado.
—El Capitán Anson acaba de decirme que, en forma invariable, un estudiante a doctorado odia al profesor.
—Dcmonios, está bromeando. Es la típica declaración del viejo Capitán. A veces algunos de los muchachos estallan respecto a los profes, pero no mucho.
Ahora Brade tomaba conciencia (como no lo había hecho antes en condiciones similares) del modo informal en que se dirigía Emmett a él. Los estudiantes de Ranke siempre daban la impresión de estar en posición de firmes cuando le hablaban a él. (Bueno, pensó Brade, ¿eso es lo que quiero? ¿La venia? ¿Un resonar de tacos?)
—¿Y qué hay de Ralph? —dijo.
Un velo cayó sobre los ojos de Emmett.
—Perdón, ¿cómo dijo?
—¿Qué hay de Ralph, Charlie? ¿Cúal era su actitud hacia mi?
—Bueno —Emmett carraspeó trabajosamente— No lo conocía muy bien. Nadie lo conocía bien. No hablaba mucho.
—¿Pero yo no le gustaba, verdad?
Emmett lo pensó un momento.
—Nadie le gustaba. Bueno, de todos modos... —hizo ademán de levantarse.
Brade tendió una mano.
—Espera. No me estás contestando. Es un poco tarde para estar interesado en él, pero lo estoy. Quiero saber... Yo no le gustaba, ¿verdad?
Se lo sacó a Emmett con ganchos.
—Bueno, no, profesor, creo que no.
—¿Por qué? ¿Lo sabes? —había algo poco digno en aquel interrogatorio a un estudiante sobre otro. Brade tenía una penosa conciencia de eso. Pero tenía que saber.
—En mi opinión, señor, era porque él era un estúpido pedante —Emmett pareció agobiado de pronto—. No quise decir eso.
—Oh, no vamos a ponernos supersticiosos acerca de hablar mal de los muertos —dijo Brade, irritado—. Si hay algo bueno que decir, hay que hacerlo cuando la persona está viva y puede apreciar una merecida palabra de elogio. A un cadáver no lo beneficia. Abunda demasíado la actitud de elogiar cuando-está-muerto-y-ni-un-segundo-antes.
—Bueno, una vez en que estábamos hablando de nada en especial se unió a nosotros, quedándose un poco aparte. Hablábamos sobre la facultad. Ya sabe.
—Si, lo sé —dijo Brade, con un recuerdo nítido y repentino de sus propios años de estudiante.
—Y alguien dijo que Foster iba a llegar a ser una especie de Simon Legree3, o algo per el estilo, y Neufeld metió la cuchara y dijo que el otro tipo era peor; el tipo que dejaba que un estudiante nadara o se hundiera y no le importaba un comino. Como usted, dijo, señor.
Brade asíntió con la cabeza.
—Ya veo —¿había provocado el odio por el razonamiento inverso al del Capitán Anson?— Anson se había sentido agraviado por la excesiva libertad?
—Pero le diré una cosa, señor —dijo Emmett—. No creo que fuera exactamente odio. A veces lo observé durante los seminarios cuando usted hablaba; el modo en que lo miraba; sobre todo en los últimos meses. Algo extraño —se hundió en el silencio.
—Y bien —dijo Brade, a punto de perder los estribos—. ¿Y bien?
—No soy psicólogo, profesor Brade. Pero aún así, en general no creo que le odiara, por la forma en que actuaba. Me parece que estaba asustado de usted. ¡Muy asustado!