CAPÍTULO XIV

Brade aflojó los músculos lentamente. Dijo con una voz que temblaba, pero aún así bajo control:

—Buenos dias, Roberta. Creo que me sorprendiste.

Roberta Goodhue colocó las manos sobre la falda. Había estado pasando las páginas de un cuaderno de investigación (y un cajón del escritorio de Ralph estaba abierto) pero ahora dejó que las páginas se deslizaran lentamente.

—Buenos días, profesor Brade —djjo.

—¿Cómo te las arreglaste para entrar? —dijo él.

—Yo... sólo estaba revisando sus cosas. Él... lo enterraron ayer por la tarde y pensé... pensé —le costaba expresarlo— que podría encontrar algo para guardar, algo...

No terminó y Brade casi lo completó diciendo por ella: algo para recordarlo.

Sentía el corazón deprimido por ella. ¿Qué constituiría un buen souvenir de un romance químico entre dos estudiantes para doctorado? ¿Un viejo tubo de ensayo en el que una de las soluciones de él se hubiese secado per descuido? ¿Algunos cristales desparramados que él había pesado, colocados en un sobrecito y apretados entre las hojas de un libro? ¿Un vaso de laboratorio que podía ponerse en una caja y sobre el cual suspirar?

—Siento no haber ido al funeral, Roberta —dijo—. No sabía cuándo lo realizarían —una excusa miserable, pensó; podría haberlo averiguado.

Pero Roberta dijo:

—No tiene importancia. Estábamos sólo la madre y yo. No se pensaba que fuera alguien más.

La mente de Brade volvió al problema de la presencia de la muchacha. Estaba seguro de haber cerrado con llave la última vez que estuvo allí. Tal vez era posible que algún otro hubiese estado en el laboratorio después de él y no hubiera cerrado con llave al irse. ¿El detective? ¿Con un duplicado de la llave?

Oh, Dios, estaba viendo detectives bajo cada banco de laboratorio y detrás de cada probeta. Podía haber sido Greg Simpson, el compañero de laboratorio de Ralph, quien tenía derecho a entrar y ningún motivo obligatorio para cerrar con llave.

Pero Roberta parecía haber oído al fin su pregunta original.

—Tengo una llave propia —dijo en voz baja.

—¿Sí? ¿Cómo la conseguiste?

—Ralph me la dio.

Brade no dijo nada por un momento. Cerró la puerta del laboratorio haciendo chasquear la cerradura. Se sentó en un taburete cerca de la puerta y miró con gravedad a Roberta, sentada en la que había sido la silla de Ralph, frente a lo que había sido el escritorio de Ralph. El sol, pasando a través de las nubes, se abrió camino a través de la ventana no muy limpia (las ventanas de los laboratorios universitarios rara vez son algo más que materias translúcidas) y descansó sobre el brazo de Roberta, contorneando los delgados pelillos con un halo rojizo.

No es tan fea como uno podría llegar a pensar, pensó Brade con cierta sorpresa. No era alta ni delgada, es cierto, y no cumplía con los patrones hollywoodenses de belleza. Sin embargo, las pestañas eran largas, los labios bien moldeados, la piel de la parte superior del brazo suave y de color cálido.

¿Por qué era necesario suponer que Ralph tendría que haber sido impulsado por alguna necesidad interna anormal para estar satisfecho con ella? ¿Por qué no podría haber habido una atracción sexual muy simple y poco complicada en el asunto?

—No sabía que Ralph le hubiera entregado a alguien una llave para esta puerta —dijo—. Desde luego, ahora comprendo que tú eras una excepción lógica.

Ella parecía desgraciada.

—¿Había algún motivo que hiciera aconsejable que tuvieras una llave? —dijo Brade. Hizo una pausa, y después dijo con más amabilidad—: En circunstancias ordinarias, no sería asunto mío, pero las circunstancias no son ordinarias.

Ella se echó el pelo hacia atrás con un rápido movimiento del brazo y alzó la cara hacia él.

—Sé lo que está pensando, profesor Brade, y no tiene sentido mentir. A veces me encontraba con él aquí... después de hora. Teniendo mi propia llave podía venir sola.

—¿Para mayor intimidad? Sería más notable si entraban juntos.

—Sí.

Brade sintió que lo invadía la turbación, pero disparó la próxima pregunta de pronto y sin rodeo~, porque podía obligar a decir la verdad a la muchacha mediante un choque violento.

—¿Estás embarazada? —dijo.

Ella respingó visiblemente y bajó los ojos.

—No —no demostró indignación ni arrogancia. Dijo simplemente, no.

—¿Estás segura?

—Por completo.

—Muy bien, Roberta. No diré nada sobre esto.

—Gracias, profesor Brade —dijo ella—, y quiero que sepa que me doy cuenta de lo injustos que fuimos con usted y que lo siento. Si nos hubieran sorprendido, habría sido muy... sórdido. Y desagradable también para usted.

—Habría sido desagradable para todos nosotros —dijo Brade.

—Es que íbamos a casamos y no teníamos un sitio donde estar realmente solos. Pero ahora usted lo sabe y si cree que es mejor que desaparezca, lo haré. No importa demasiado. En serio.

—No —dijo Brade con energía—. No te estoy pidiendo que desaparezcas, por el amor de Dios. En cuanto a lo que pasó entre tú y Ralph, hemos terminado. No es asunto mío y ya no me importa. Sólo preguntaba porque...

Hizo una pausa momentánea. No podía decirle que por un momento la había visto como una amante repentina e inconvenientemente embarazada, haciéndose odiar por sus exigencias de respetabilidad matrimonial, y ofendiéndose por la traición que un individuo de lengua filosa como Ralph era muy capaz de expresar con palabras mordientes e inequívocas; ofendiéndose a muerte.

Pero no estaba embarazada: o decía que no lo estaba. En algún lugar del fondo de su mente, la posibilidad persistía.

—Sólo preguntaba —siguió, con voz poco firme— porque sentía que si hubiese surgido algo... eh, anormal entre los dos, eso podría dar cuenta de la distracción mental que lo llevó a él al accidente. Pero, mira, ahora comprendo lo trastornada que debes estar con todo esto. ¿Por que no te tomas una semana de vacaciones, o el tiempo que creas necesario? El curso de laboratorio puede seguir sin tu aporte durante ese tiempo. Encontraré un reemplazo. Después, cuando pase lo peor...

La muchacha sacudió la cabeza.

—Gracias, profesor Brade, pero seguiré trabajando. Es peor cuando estoy en mi cuarto.

Se puso en pie y apretó la cartera con el brazo. Había llegado a la puerta y se detuvo para abrir la cerradura automática cuando a Brade se le ocurrió una nueva idea.

—Roberta. Espera —dijo.

La muchacha esperó, sin darse vuelta para mirarlo. Brade también hizo una pausa, sintiéndose un imbécil perfecto y preguntándose cómo plantear la pregunta.

—Espero que no te importe que te haga una pregunta muy personal —dijo.

—¿Más personal que las que ya hizo, profesor Brade?

Brade carraspeó.

—Tal vez, en cierto sentido. Sin embargo tengo mis motivos para hacerlo. Bueno, se reduce a esto. ¿Has tenido algún problema con el profesor Foster?

Ahora la muchacha se dio vuelta.

—¿Problema, profesor Brade? —la voz adquirió un tono ascendente y levantó las cejas.

Brade pensó disgustado: Oh, demonios, dilo.

—Para expresarlo groseramente: ¿alguna vez el profesor Foster se te insinuó?

—La pregunta no es muy personal que digamos —dijo Roberta—. Fl profesor Foster no mantiene en secreto sus lances. Sí, tuve mi cuota. No más de lo que soporta aquí cualquier muchacha, pero no menos, tampoco. El profesor Foster es muy bueno y se distribuye generosa y equitativamente.

—¿Ralph lo sabía?

Ella volvió a ponerse rígida.

—¿Por qué me lo pregunta?

—Porque creo que Ralph lo sabía, ¿no?

La muchacha se quedó en silencio.

—Dado que Foster no oculta demasiado las observaciones que hace —dijo Brade (y tal vez algo más que observaciones, pensó; "Manos" Foster)— Ralph lo sabría y sin duda se sentiría agraviado, y le haría conocer sus sentimientos al profesor Foster.

—Nadie le presta atención al profesor Foster —dijo Roberta con furia—. A veces es pesado, pero eso no significa nada. Si cualquier muchacha reaccionara en lo más mínimo, saltaría por la ventana más cercana para huir.

—Pero lo que importa es que Ralph le prestó atención y se lo hizo saber al profesor Foster.

—Creo que ahora me iré, profesor. Yo... no me siento bien —la muchacha giró hacia la puerta otra vez, después se dio vuelta y dijo con repentina ansiedad—. Me pregunto... ¿Necesitará los cuadernos de investigación de Ralph?

—Por un tiempo —dijo Brade—. Después creo que te los podré entregar.

Roberta vaciló como si quisiera decir algo más. Pero no lo hizo. Se fue.

Cinco minutos después, Brade pudo verla por la ventana del laboratorio, pasando la entrada principal del edificio de química, cruzando luego el enladrillado y bajando el sendero de piedra que cruzaba los jardines.

Había esquivado las preguntas finales, por supuesto, y esquivarlas equivalía a una afirmación.

¡Desde luego! Ralph habría sentido celos, habría temido desesperadamente perder algo que poseía. Era el tipo exacto para enardecerse con los mismos pequeños manoseos de Foster que todos los demás soportaban con aburrida paciencia.

Y era el tipo que le haría frente acalorado a Foster, le pediría que se detuviera, amenazaría con llevar el asunto a las más altas autoridades. Y ésa era una amenaza mortal.

La administración podía hacer la vista gorda ante las costumbres de Foster mientras a nadie le importara, mientras no hubiera mal olor. Pero una vez que brotara el mal olor, habría una diferencia. Una diferencia fatal.

Después de todo, un profesor podía beber hasta la estupidez todas las noches; podía farfullar disertaciones que nadie comprendía; podía bañarse só1o en Semana Santa, podía ser insoportablemente grosero, intolerablemente aburrido, intensamente detestable; y todo le sería perdonado. Con titularidad, sería inamovible a pesar de todo eso.

Pero había dos palancas que podían eliminarlo, con titularidad o sin ella. Una era la deslealtad (un crimen comparativamente moderno) y la otra era vieja como Abelardo, porque se trataba de la depravación moral. Y Foster patinaba sobre el borde de esta última sin cesar. Una demanda concreta lo empujaría más allá del borde.

Con la demanda realmente en perspectiva, ¿explicaría eso un asesinato? ¿Sería un asesinato el modo de librarse del demandante en perspectiva?

¿O eso sólo explicaba una C?

Después de todo, le daba a Foster un motivo posible, pero no mejoraba el asunto de la oportunidad. ¿Cómo sabría Foster el modo en que Ralph llevaba a cabo los experimentos? ¿Cómo sabría que los Erlenmeyer conteniendo acetato de sodio lo estarían esperando en el estante?

Se encogió de hombros y se dedicó a los cuadernos de Ralph. Había cinco, numerados con prolijidad, y Brade abrió uno al azar.

Tenía los duplicados en la oficina, pero si Ralph había sido como todos los estudiantes graduados que Brade conocía, habría garabateado datos y comentarios en el dorso de los originales blancos cuando se le ocurrieran.

Pasó las páginas y pensó que no había dudas de que Ralph era el tomador de notas ideal. Era claro, conciso y casi dolorosamente preciso. Brade había visto los antiguos cuadernos en los que la áspera letra del Capitán Anson había registrado su trabajo para doctorado, pero hasta aquel modelo de minuciosidad era superado por Ralph.

Con seguridad, pensó Brade, lo podré seguir. Ralph explicaba lo que hacía como si asumiera que el que lo leyera sólo tendria un conocimiento elemental. (Culpablemente, pensó, tal vez que Ralph lo estaba escribiendo para mí y suponiéndome así en su opinión.) Maldición, entonces lo comprendería. Sólo necesitaba tenerle menos miedo a las matemáticas.

Bueno, entonces, seamos sistemáticos. Empecemos ahora mismo.

Encaró el Cuaderno Uno. Las primeras páginas estaban dedicadas al trabajo de Ralph Neufeld bajo la dirección de Ranke; una lista de los articulos y ensayos que había leído antes de empezar la verdadera investigación; resúmenes de lo qlue comentaban; sus propios comentarios y teorías. Todo muy nítido y superlativamente organizado. Brade recordó haberlo visto antes, un año y medio atrás, cuando había aceptado a Ralph como estudiante.

Con la experiencia que había tenido con Ralph desde entonces, lo sorprendió de pronto lo poco que parecía filtrarse la inestabilidad de Ralph en su trabajo. Las notas eran por completo objetivas.

Brade encontró comenrarios tales como: "El profesor Ranke señala una inconsistencia en el concepto que..." o "El profesor Ranke no parece convencido de que...” Sin embargo los comentarios nunca se rebajaban a lo pasional. Eran fríos.

Incluso el fin del período con Ranke estaba indicado por la simple declaración: "Hoy fue mi último día como estudiante del profesor O. Ranke". Ninguna mención a la pelea con el otro estudiante; ninguna expresión de autodefensa o rencor. Esa única frase y nada más en la página.

La fecha que la seguía era de un mes más tarde y la nueva página empezaba: "Hoy es mi primer día como estudiante del Profesor L. Brade".

Las páginas siguientes le eran familiares. Cuando Ralph comenzó a estudiar con él, las hojas habían sido entregadas cada semana y explicadas página por página. Más tarde, se las había entregado de modo cada vez más irregular y explicado, de modo cada vez más esquemático; por último no había explicado nada. ¿Se había desalentado Ralph ante la incapacidad de Brade de comprenderlo correctamenta? ¿Era por eso que Ralph había odiado a Brade? (Pero Charlie Emmett creía que era miedo, no odio.)

Brade se mordió el labio inferior e hizo una pausa para pensar en el almuerzo. Sacudió la cabeza. La sandwichería del edificio estaba cerrada los domingos; no se había traído nada de la casa; el restaurante decente más cercano estaba a diez minutos de caminata rápida.

Decidió prescindir del almuerzo y volvió a los cuadernos.

Ralph había sido especialmente preciso en la descripción de los experimentos individuales. Cada experimento era precedido por el motivo de su realización y seguido por una interpretación. Donde los resultados parecían no encajar, Ralph incluía sus teorías y especulaciones acerca de lo que no había funcionado.

Era útil. Era más que útil y el humor de Brade empezó a animarse. La parte matemática era difícil, pero al menos no se omitían etapas.

Si Ralph había tenido alguna falla como químico investigador, decidió Brade, era que parecía un poco demasiado apegado a sus teorías preconcebidas. Es decir: cualquier experimento que pareciera respaldar un pensamiento que ya había tenido era confirmado sin verificación. Los experimentos que contradecían las teorías eran verificados y vueltos a verificar y, a veces, resueltos con explicaciones.

Había una buena cantidad de experimentos que contradecían la teoría en los volúmenes uno y dos y una cierta irritación empezaba a filtrarse en los comentarios de Ralph. Observaciones como: "Debo mejorar el control de la temperatura. Ver a Brade acerca de un termostato decente si es que el trabajo va a tener algún sentido."

Era la omisión del hasta entonces meticuloso "profesor" lo que parecía indicar con mayor claridad un mal humor restallante hacia Brade. (¿Y odio?) Sin embargo el hombre se había controlado bajo condiciones mucho más intensas cuando lo dirigía Ranke. ¿Era porque Ranke, aunque estuviera en desacuerdo con Brade, era un apoyo, una roca a la cual replegarse; mientras que Brade era... nada?

Fue más o menos allí que los duplicados empezaron a ser entregados con poca frecuencia y en grandes montones y Brade ya no reconoció las páginas ni pudo recordarlas al menos vagamente. (Era en gran parte culpa suya. Sintió una amarga vergüenza Y juró, en silencio, que en el futuro ningún estudiante investigaría sin él.)

Al principio del tercer libro, las cosas mejoraban de repente. Entre otras cosas, Ralph desarrollaba la línea de experimentación que más tarde resultaría fructífera y...

Brade respingó de súbito asombro al dar vuelta a la página. Ralph describía el método de experimentación con cuidado y en detalle, incluyendo la preparación anticipada de las partes alicuotas de acetato de sodio en diez matraces: A Brade le dio una extraña sensación, una punzada en la columna vertebral, pensar que cualquier químico más o menos competente al encontrar aquella página en especial podía saber con exactitud cómo envenenar a Ralph del modo en que había sido envenenado.

Pero se abstuvo de especular. Al demonio con el asesinato y los asesinos. En ese momento, tenía que calcular sus propias posibilidades de poder terminar con la investigación.

Los experimentos seguían bien. Los gráficos en papel pautado mostraban puntos que se unían en una hermosa línea recta. Brade se sintió aliviado. El respaldo que le había dado al trabajo de Ralph ante Ranke, la noche anterior, había sido en gran parte un bluff, pero aquí estaba el gráfico, las ecuaciones, todo, de la A a la Z. Cualquiera podía verificarlo y ver por sí mismo que el trabajo de Ralph marchaba bien, que las teorías funcionaban.

Hasta Ranke podía hacerlo.

Brade se detuvo para mirar unos cálculos garabateados en el dorso de las hojas. Habían sido borrados.

Brade frunció el entrecejo. En teoría, se suponía que no debía haber raspaduras en los cuadernos. Cualquier cosa equivocada, errónea, sólo podía ser tachada levemente, de modo de no provocar confusión y sin embargo seguir legible para referencia futura. (Hasta los errores podían ser útiles.)

Por supuesto, la raspadura en el dorso de una hoja era algo de poca monta. El dorso de la hoja no formaba parte realmente del cuaderno. Estudió las cifras con más cuidado y el ceño se hizo aún más profundo. Pensó un poco, volvió unas páginas más atrás y se topó con más raspaduras.

Durante largo tiempo, entonces, estuvo sentado en la silla sin mirar los cuadernos, mientras las horas de la tarde aumentaban.

No parecía posible. En toda su experiencia de investigador químico, nunca se había cruzado con un caso semejante. Y sin embargo... no parecía haber duda.

¡No parecía haber duda! Brade descubrió que Charlie Emmett tenía razón. Ralph debía haber temido a Brade con un miedo casi mortal y ahora Brade sabía por qué, y el conocimiento lo enfermaba.