CAPÍTULO VIII

Llegó la camarera y distribuyó un trozo de ternera al horno para Brade y ensalada de huevo para Roberta, tazas de café y pequeños recipientes de crema para ambos. Eso introdujo una bienvenida interrupción durante la cual Brade tuvo tiempo de recobrar el aliento.

—Lo siento muchísimo —dijo—. No tenía idea de que esa era la situación. No tendrías que haber venido... Yo no lo sabía.

—Está bien. Es mejor, supongo. Sería peor quedarme en casa —pareció recobrarse, juntar migas de energía para poder mirarlo con firmeza—. ¿Es sobre Ralph que quería hablarme?

Brade buscó algo que decir.

—No quiero sonar tétrico pero está la situación de qué hacer con su investigación. Sin embargo, dadas las circunstancias...

La muchacha tenía el entrecejo fruncido.

—¿Usted va a continuar lo que el ha hecho?

—Bueno, no es necesario discutirlo ahora. En otro momento.

Había sido una tontería, pensó con tristeza. Arrastrar a una muchacha a un interrogatorio sobre el novio que había muerto hacía menos de un día. ¡Pero cómo podría haberlo sabido!

Roberta lo miraba con atención. Dijo:

—Supongo que él no le gustaba.

Brade se sobresaltó. ¿Ella había leído eso en su mirada turbada?

No —dijo—, eso no es cierto. Lo tenía en el mayor de los conceptos.

—Gracias por decirlo, pero no le creo. Se que muy poca gente lo apreciaba, y puedo entender por qué —estaba estrujando otra vez el menú y había abandonado la ensalada después de probarla—. Era una persona especial, muy a la defensiva. Llevaba tiempo atravesar las púas, pero cuando uno lo hacía, descubría que era muy agradable. Sensible. Afectuoso —hizo una pausa—. Pase la mayor parte de la noche con la madre. Pobre mujer ¿Oh, cómo pudo haber pasado? No puedo creer que haya comotido un error tan tonto.

—¿Tenía parientes además de la madre? —preguntó Brade con rapidez.

—No —lo miró por un momento—. Usted no sabía nada sobre Ralph, ¿verdad, profesor Brade? ¿Quiero decir sobre su vida privada?

—Me temo que no, Roberta. Ahora siento que tendría que interesarme más en los estudiantes, tener un mayor contacto personal. Pero no creo que ésta sea una conversación agradable para ti.

—Hablar sobre él es lo único que me queda —dijo Roberta. Bajó la cabeza, clavó los ojos en el plato y unas pocas hebras de su cabello lacio, atado al descuido en una cola de caballo, le cayeron sobre la frente—. Sabe, no era nacido en Norteamérica.

—¿Eh? —(Brade sabía al menos eso).

—La madre y él eran los únicos sobrevivientes de... algo desagradable. Nunca me contó los detalles pero en realidad no los necesitamos, ¿verdad? Al padre lo mataron a tiros y tenía una hermana mayor a quien mataron... de algún modo. Le tenía miedo al mundo. Tampoco crea que la vida era fácil en Norteamérica. Una tierra extraña, un idioma extraño. Supongo que tenía demasíado miedo para confiar realmente en alguien, como para sentirse cómodo alguna vez con las buenas intenciones de alguien. Debía ser un hábito arraigado. ¿Sabe lo que quiero decir?

—Creo entenderlo, Roberta.

—Y era un círculo vicioso. Como no podía relajarse y aceptar a la gente, eran más severos y crueles con él. Y entonces se veía obligado a hacer tonterías. Para él era difícil trabajar con otro estudiante; siempre sentía que lo despojaban de sus cosas; como le había pasado a la familia; como había pasado en su infancia. Cuando le parecía que otro estudiante le quitaba un vaso de laboratorio que él había lavado, se enloquecía y atacaba. No era una acción racional aunque uno puede comprender por qué no era racional con cosas así. ¿Pero acaso el profesor Ranke trató de entenderlo? Lo echó de un puntapié. Para Ralph, no fue más que otro rechazo. Hizo que se retrajera más que nunca.

—Él también me odiaba a mí, ¿verdad, Roberta?

La muchacha se puso rígida. La voz se volvió áspera.

—¿Quién le dijo eso?

—No hago más que suponerlo.

—Se lo contó Jean Makris, ¿verdad?

—¿Por qué dices eso? —dijo Brade, incómodo.

A Roberta le palpitaban las aletas de la nariz, y apretó los labios. Después inhaló con fuerza.

—Ahora ya no importa. Da lo mismo que lo sepa.Ralph salió una o dos veces con ella antes... antes de que nos hiciéramos amigos. No era nada, algo casual, pero la estúpida muchacha se lo tomó más en serio de lo que era en realidad. Lo acosó y lo acosó hasta que todo terminó entre ellos. Era vengativa al respecto. Me llamó ayer a la tarde. Estaba feliz de que él hubiera muerto; y feliz de poder contármelo a —hablaba con violencia controlada.

Brade se movió incómodo. Si la muerte de Ralph había logrado algo, era remover el barro del fondo de la diáfana corriente académica y hacer que se pareciera mucho a las demás zonas de la oscura corriente de la vida.

—¿Así que no crees que Ralph tuviera un motivo para odiarme? —dijo.

—Ninguno. Nunca le oí decir que lo odiara. Por supuesto, al principio...

—¿Sí?

—Estaba tan inseguro sobre su investigación. El profesor Ranke lo había echado y se sentía un fracasado. Lo hacía sentir inadecuado e inseguro así que tal vez se haya preocupado sobre usted y se lo haya contado a Jean Makris cuando salieron juntos. Supongo que debe haberlo hecho, porque una vez que lo llamó (después que dejaron de verse) insinuó, que podía provocar problemas si contaba lo que él realmente sentía sobre usted. Ralph me lo contó. Estaba muy amargado. Ella esperó a que estuviera muerto y entonces... ni siquiera puede dejar que el cadáver descanse en paz.

Tragó saliva y empezó a llorar suavemente.

Brade apartó lo que quedaba de la ternera, bebió el café y pidió la cuenta con un gesto.

—Harías bien en tomar el café —la apuró—, y no te preocupes por las relaciones de Ralph conmigo. Nos llevábamos bien y aún cuando yo no le gustara, creo que has explicado bien por qué era y lo comprendo.

Tuvo un fuerte impulso de tender la mano y palmear la de ella, pero se resistió.

La muchacha tomó, el café y la camarera trajo la cuenta.

—¿Ralph te compró anillo de compromiso, Roberta? —dijo Brade en el coche, mientras regresaban.

Ella tenía los ojos dirigidos al frente, observando el camino con dolorosa concentración aunque era obvio que no veía nada.

—No, no podía permitírselo. La madre trabajaba para pagarle los estudios. Vea, tenía esa actitud europea. Ningún esfuerzo era demasiado para que su hijo fuera un hombre instruido. ¿Y ahora qué le queda?

—¿Habían fijado fecha para el matrimonio?

—Estaba calculado para cuando él se recibiera. No había fecha anterior.

—¿La madre sabía que planeaban casarse?

—Sabía que nos veíamos. Y creo que yo le gustaba. No creo que él le haya hablado de casamiento, sin embargo. Creo que tal vez ella no lo aprobaba. Tal vez sintiera que con el título el hijo podía conseguir una pareja mejor. Las madres europeas tienen una noción exagerada de la cotización de un título en el mercado matrimonial.

Pasaron los portones que daban acceso a los jardines de la facultad.

Brade apareció en la clase de laboratorio, pero muy brevemente. Todo andaba bien. Hasta Gerald Corwin, el estudiante propenso a los accidentes, parecía haber evitado encontrar un pedazo de vidrio con que cortarse. En realidad, estaba mirando su tubo de ensayo, complacido de que los costados brillaran metálicamente con la plata precipitada con aldehído que lo convertía en un espejo cilíndrico. (Dado que era el peor estudiante de laboratorio de la clase, era casi previsible que obtuviera el mejor espejo. Brade lo alzó en alto como demostración para aquellos estudiantes más hábiles cuyas manipulaciones más cuidadosas habían resultado solo en un precipitado negro-grisáceo en el fondo del tubo.)

Después pasó unos minutos en la oficina del departamento dándoles un vistazo a los informes de profesores sobre Ralph Neufeld. Con los ojos de Jean Makris sobre él, se sentía incómodo y se vio obligado a pasar las fichas con rapidez. En ningún caso descubrió, algo significativo.

Abatido, volvió a su oficina y empezó a bosquejar temas posibles para las conferencias sobre seguridad. Había temas obvios por cubrir. El uso correcto de la campana; los métodos de evaporación de los solventes inflamables; el tratamiento correcto de los tubos de gas comprimido; el baño María; la gaza de alambre; el doblado de tuberías.

Además estaban los métodos de empleo de las pipetas. La manipulación de pipetas estaba en transición. En la época de Brade, una pipeta era algo que uno se llevaba a la boca para absorber hacia arriba una solución hasta marcas cuidadosamente graduadas. Era algo poco atractivo y además peligroso, ya que una inhalación descuidada podía llevar un poco de solución a la boca, y con frecuencia la solución era corrosiva o venenosa. No pasaba semestre sin que al menos un estudiante se viera sorprendido por un buche de solución de hidróxido de sodio.

Hoy en día, el empleo de las peras de goma era casi universal en el nivel de graduados. Se las usaba para aplicar succión a las pipetas y estaban diseñadas con válvulas de escape especiales planeadas para interrumpir la succión a voluntad. La dificultad residía en que el departamento vacilaba en invertir en las cien o más peras de goma necesarias para equipar el laboratorio de no graduados correctamente. Tal vez con una insistencia en seguridad, el motivo económico pudiese aflojar. Brade tomó nota para verificarlo.

Y entonces, en cierto punto, mientras escribía, la mente se apartó y él se quedó mirando el aire, con el bolígrafo en la mano.

Al parecer el muy desagradable Ralph le había agradado a dos jóvenes damas; lo suficiente como para que se alzaran amargas pasíones. ¡Extraño!

Hacía que los motivos tomaran una nueva dirección. Ahora no bastaba con considerar só1o las mezquinas irritaciones de los compañeros o los profesores contra un joven de lengua ácida y disposición a la pelea y preguntarse cómo podrían haber sido llevados al tipo de sentimiento que conduce a un asesinato calculado a sangre fría.

Ahora había que considerar también las desilusiones amorosas. Y éstos eran sentimientos que llevaban con más facilidad al asesinato.

¡Extraño, una vez más! Ninguna de las dos muchachas, Jean Makris o Roberta Goodhue, podía describirse como hermosa. Ninguna de las dos parecía capaz de inspirar amor a un joven, y sin embargo...

¡Eso era una tontería! Se casan mujeres de todo tipo, y hombres también. Si sólo los ideales de Hollywood provocaran pasíón, la raza moriría con rapidez.

Y había virtudes distintas a las de la belleza de moda. Un aspecto de amistad y simpatía podía significar más para algunos jóvenes que un artificioso sistema de curvas. Un rostro que llevara cariño en los ojos podía compensar el hecho de que también llevara vello en las mejillas. ¿Por qué no?

Y un muchacho como Ralph, que odiaba y temía al mundo, podía inclinarse de modo irresistible hacia la muchacha sencilla.

¿Cómo podía atreverse a competir por una belleza? ¿Cómo podía competir con otros hombres y arriesgar un nuevo tipo de rechazo que podía golpearlo más hondo incluso que aquellos con los que estaba ya familiarizado? ¿No evitaría tal posibilidad eligiendo con deliberación al objeto de su amor de tal modo de estar seguro de la aceptación? ¿No podía apuntar de manera deliberada (aunque tal vez inconsciente) a la muchacha más ansiosa, más adecuada para sentirse agradecida y complacida por la atención; menos adecuada para ser perseguida por pretendientes competidores7

(Brade sonrió para sí con amargura. La necesidad lo estaba convirtiendo tanto en psicólogo como en detective.)

Y una muchacha así —si fuera rechazada por otra muchacha, también así—: ¿acaso las furias del infierno no eran proverbialmenre inferiores?

¡La esperanza alzándose ante ella cuando casi había desaparecido, y después esfumándose otra vez! ¿Y no sería peor cuando lo que perdía era perdido ante una mujer no más bella que una misma; cuando una no podía consolarse con la misma falta de esperanzas de la competencia?

Ël había experimentado el odio de Jean Makris. La pregunta era: ¿podría ese odio tener la intensidad suficiente como para llevarla al asesinato? Y si era así, ¿podía haber sido intelectualmente capaz de aquel crimen en especial? ¿Sentiría la suficiente confianza en sus conocimientos químicos para arriesgarse a cambiar un elemento por otro? ¿Conocería lo suficiente la investigación de Ralph como para hacerlo con inteligencia? Él podía habérselo contado. Ella podía haber seguido un curso universitario de química. (¿Había realizado algún estudio superior? Tenía que averiguarlo.)

En cuanto a eso, ¿qué pasaba con Roberta?

El joven que había abandonado a una muchacha, bien podía abandonar a otra. Era de suponerse que Roberta, abandonada, habría estado tan furiosa como Jean Makris, abandonada, y mejor equipada en lo intelectual para el asesinato.

¿Era posible que un muchacho que sospechaba tanto del mundo, que era de naturaleza tan paranoide, siguiera mucho tiempo con cualquier muchacha, por más enamorada y simpática que fuera? ¿Cuánto demorarían los pequeños deslices o malentendidos (reales o imaginarios, eso no importaba) en crecer hasta llegar a la desconfianza corrosiva y el odio en su oscuro y solitario corazón?

Ralph no le había dado un anillo a Roberta. No le había contado a nadie el compromiso. Por ejemplo Charlie Emmett no lo había sabido. Al parecer ni la madre se había enterado. No había ningún signo objetivo seguro de que pretendiera casarse realmente. Nada aparte de su propia declaración a Roberta.

Ella debía haber tenido conciencia de la debilidad de su posición. Con seguridad una muchacha era más sensible a los matices de la propuesta matrimonial que a cualquier otra cosa del mundo. ¿Qué ocurría si él se enfriaba o no había pasado de la tibieza desde un principio? ¿Qué pasaba si ella lo presionaba por algo más definido, una fecha concreta para el casamiento, un anillo, un anuncio público? ¿Qué pasaba si él la hubiera eludido?

Por Dios, ¿qué pasaba si una tercera muchacha sencilla aparecía en escena?

Lo cierto era que Roberta conocía lo suficiente de química como para matarlo, y si lo había hecho, no era necesario que su actitud presente fuera actuada. Su pena había parecido desesperadamente sincera, pero podía seguir amándolo con una parte de sí misma habiéndolo matado por el abandono. Podía seguir llorando sobre su víctima y sentirse desolada.

Y ella conocería los detalles de la investigación. Podía conocerlos con más probabilidad que cualquiera. Incluso más de lo que Emmett pensaba. Los estudiantes investigadores siempre hablan sobre su investigación, y si Ralph no era como los demás y se los guardaba para sí por sospechas patológicas, con seguridad haría una excepción a favor de su amada, el único ser humano en quien podría confiar.

Pero, maldición, ¿cómo podía probar algo? Las teorías eran espléndidas; podía fabricar una docena. En cierto sentido fabricar teorías era su profesión. Pero en química sabía cómo poner a prueba una teoría. Como detective no tenía la menor noción de algo parecido a la mecánica prosaica de separar la prueba de la posibilidad.

Estaba marchando en círculos, y abandonó.

Miró el reloj. Las cuatro pasadas.

Veinticuatro horas antes, estaba pensando en volver a casa para la cita de las cinco con el Capitán Anson. Habría tomado el manuscrito, compartido un aperitivo con el viejo, discutido uno o dos puntos, probablemente lo habría invitado a cenar.

Pero entró en el laboratorio de Ralph en busca de un poco de ácido standard y para la despedida usual de la tarde (otro de los numerosos hábitos menores que había recogido de la forma de hacer las cosas de Anson en su época)... y todo había empezado.

Ahora estaba pensando otra vez en volver a casa, pero sin placer ni expectativa. El manuscrito de Anson seguía sin leer. No lo había sacado del portafolios. El último preparado para oxigenación seguía sin desmantelar, plantado en su laboratorio privado, impregnándose de resina.

Todo era un embrollo.

Ahora se acercaba el fin de semana. Con gesto cansado miró a su alrededor para ver qué le convenía llevarse a casa. Doris desaprobaba la costumbre que tenía de llevarse a casa ensayos, revistas, y cosas diversas (o lo que él llamaba trivialidades de fin de semana) pero, en realidad ningún miembro de la facultad que limitara el trabajo a las horas laborables podía mantenerse al día.

Suspiró. No tenía la menor gana de llevarse a casa nada relativo al trabajo docente ni a literatura de consulta. Ya llevaba el manuscrito de Anson en el portafolios. Tendría algo para leer a la noche. Después, el sábado, iría Anson, habría que llevar a Ginny al zoológico, y por la noche estaba la reunión de Littleby. Y el domingo bien podía desplomarse. Lo esperaba un fin de semana pesado.

Así que sólo se llevó el manuscrito. Cerró con un chasquido el portafolios, dobló el sobretodo sobre el brazo y tomó el sombrero.

Se volvió hacia la puerta y lo alarmó de inmediato la silueta difusa que se veía a través del vidrio esmerilado, un instante antes de que sonara un golpecito.

No era un estudiante, ni, a primera vista, alguien de la facultad. Uno se acostumbraba a distinguir por el vago contorno general quien podía ser.

Abrió la puerta con inquietud y un extraño de mejillas gordas se adelantó, sonriendo con labios húmedos y diciendo con jovialidad:

—Hola, profe. ¿No se acuerda de mí?

Pero Brade lo recordó apenas oyó la voz. Era el detective, el que había estado la tarde anterior. Jack Doheny.