CAPÍTULO XVIII

Brade se quedó inmóvil, asombrado y pensativo, mirando primero a Kinsky y después a Anson, cuyos pálidos labios resecos se habían adelgazado al apretarse ofendidos ante el recuerdo del último encuentro, cuando justamente ese tema se había presentado.

¿Qué digo?, pensó Brade.

Intentó la evasión:

—Aún no ha habido tiempo de pensar bien en el asunto, doctor Kinsky.

Pero Anson se interpuso con mal humor.

—Está pensando en continuarlo. Contra mi consejo, podría agregar. Envejezco, Kinsky. En los viejos tiempos mis muchachos aceptaban mis consejos.

—Bueno —dijo Kinsky incómodo—, todos envejecemos.

Pero se había hecho un silencio y la incomodidad del intercambio les cuberió como una manta a los tres.

Kinsky se puso en pie por fin y dijo:

—Ha sido un placer conocerle, Brade. Si alguna vez pasa cerca de mi casa, por favor no deje de visitarme.

—Gracias. Lo haré —Brade le estrechó la mano.

—Y Brade, hoy vendré a las cinco para dar esas conferencias sobre seguridad con usted —dijo Anson, aún con huellas de aspereza—. A las cinco en punto.

A las cinco —repitió Brade como un eco. Era típico del Capitán no preocuparse por la posibilidad de que Brade pudiese tener otro compromiso a las cinco.

—Y cuando el Capitán dice a las cinco no quiere decir a las cinco y un minuto —dijo Kinsky— .¿O ha cambiado?

—No ha cambiado —dijo Brade.

Lo que Brade sentía ahora era una extraña amargura; la pérdida de un padre de cuya existencia no se había dado cuenta por completo. ¿Pero acaso el Capitán Anson no era una especie de padre?

Ahora se daba cuenta. Ahora que lo había visto parado allí con el hijo mayor, el hijo exitoso, el buen hijo, el que le había retribuido con orgullo y honor, el que había hecho lo que le ordenaban y se había quedado quieto para que el capitán de la nave le despellejara.

En cambio Brade: el inútil, helado e inamovible en un trabajo y perdiéndolo al fin. Apremiado a tomar una nueva dirección por el pobre Capitán y negándose hoscamente.

¡Pobre Capitán! Envejecido con honores y renombre y terminado inseguro de todos modos. El Capitán y su libro.

Brade pensó: Doris está volviendo a mí, pero todo lo demás se va. Mis estudiantes graduados se mueren. Mi investigación se desmorona en un fraude. Mi trabajo desaparece. Y el Capitán Anson...

Pensó en amarga burla de sí mismo: y mi padre no me ama.

Se puso en pie y pasó a su laborarorio por la puerta comunicante. Una vez había formado parte de la oficina, allá en los primeros años de Anson, pero Anson había hecho levantar una parrd y lo había equipado con tubos de vacío, agua corriente fría y caliente, escape para los vapores y tuberías de gas.

Anson siempre había sostenido la tesis de que todo profesor, por más viejo y por más oxidadas que tuviera las articulaciones nunca debía permitirse olvidar el tacto de un tubo de ensayo o de un par de pinzas. Siempre debía haber algunos experimentos ejecutados por sí mismo, por más poco importantes que fueran.

Brade también seguía a Anson en ese aspecto. Los ordenamientos de la catálisis por ácido bajo atmósfera de oxígeno de Brade eran una cuestión menor, pero no importaba. Como decía Anson, daba placer hacer algo con las propias manos.

Pero en ese momento Brade miró con tristeza el equipo hasta cierto punto desvencijado y se preguntó hasta donde podría encontrar ese placer. Por el momento, el recipiente de la reacción, empastado, era sólo desagradable. Desagradable por su contenido endurecido, desagrable por los recuerdos que convocaba.

No lo había tocado desde el jueves a la tarde, cuando había entrado al laboratorio de Ralph, en busca de ácido standard y encontró un cadáver. El equipo dispuesto había quedado en animación suspendida desde entonces, desde el matraz de reacción, pasando por los tubos de cristal y plástico hasta el cilindro voluminoso verde claro del oxígeno comprimido.

Automáticamente, miró el cilindro. ¡Extraño!

¿Estaba vacío el cilindro? Estaba seguro de haber cambiado antes del último experimento. El manómetro interno, el que conectaba con el cuerpo del cilindro de un metro y medio, debería marcar al menos 1.800 libras por pulgada cuadrada, pero no era así. Marcaba cero.

¿A qué se debía?

¿Lo había dejado abierto y el gas se había escapado? El otro manómetro, el que conectaba con el mundo externo, también marcaba cero. Comprobó la llave y estaba cerrada. No había pérdidas.

Bien, ¿entonces había cerrado la válvula principal, vaciando los manómetros de su pequeño contenido de oxígeno, y después cerrado también la válvula secundaria? Habría sido lo correcto, pero no recordaba haberlo hecho.

Apoyó la mano sobre la válvula principal que coronaba el cilindro y aplicó presión en el sentido de las agujas del reloj. No se movió. Era obvio que también estaba cerrada.

En forma automática, la mane ejerció presión en sentido contrario a las agujas del reloj para obligar al oxígeno a entrar en el manómetro y ver cómo se movía la aguja... y se detuvo.

Sin duda, su vida quedó en equilibrio en ese segundo y al hacer una pausa, la salvó.

No fue el ojo consciente el que lo vio, sino el ojo de químico; la visión interna que gracias a veinticinco años de costumbre captó lo que no encajaba y se detuvo.

Lo-que-no-encajaba se reveló al ojo consciente como un pequeño destello, como un reborde de líquido aceitoso en el canto de rosca que quedaba a la vista entre el manómetro principal y el cilindro mismo. Lo raspó con la uña y después olfateó.

Pareció encontrarse a solas en un vasto silencio mientras se estiraba para alcanzar la llave y aplicaba el extremo indicado a la junta hexagonal. Hizo fuerza y la válvula se desenroscó con un curioro deslizamiento que no debería tener.

El manómetro se desprendió y toda la rosca estaba mojada. No pudo identificar el líquido con certeza pero tenía la densa consistencia del glicerol.

Si hubiera girado realmente la válvula principal en el sentido contrario a las agujas del reloj, era probable que toda la pared del laboratorio hubiese volado con la fuerza de la explosión.

Brade dejó que el manómetro cayera con estrépito sobre un banco de laboratorio y se sentó con un sacudón. La cercanía de la muerte le hacía temblar con violencia.

Cuando el temblor se calmó (no supo cuánto tiempo había transcurrido) se puso en pie y se aseguró de que la puerta del laboratorio estuviese cerrada con llave. Entonces cerró con llave la puerta de la oficina. Que supusieran que había salido a almorzar. (¿Almorzar? Sintió náuseas.)

Se descubrió mirando los manómetros, las roscas húmedas, brillantes y mortíferas.

Había usado el cilindro el jueves, el día en que Ralph había muerto. Era evidente que en ese momento estaba en condiciones. No lo había empleado desde entonces y cualquiera podía haber entrado en la oficina y el laboratorio desde entonces. El no era Ralph. Podía cerrar con llave la oficina a las cinco, cuando partía... si lo pensaba. Por cierto no cerraba con llave cuando iba al laboratorio de estudiantes, a la biblioteca, o incluso cuando salía a almorzar.

Desde luego, el Capitán Anson había estado en el laboratorio dos veces desde el jueves (tuvo una momentánea visión del Capitán matando al díscolo estudiante que se había rebelado contra él y eso no consiguió más que arrancarle una pálida sonrisa) y Kinsky había estado con él la segunda vez. Roberta había estado en el laboratorio de Ralph, podría haber estado en el de él, también. ¡Demonios! Cualquiera podría haber estado en su laboratorio.

De mala gana, volvió a pensar en Kinsky. El hombre había estado en su laboratorio. El Capitán Anson había estado con él, pero era notorio que el Capitán era capaz de interesarse en algo que Kinsky podía indicarle en un libro, y de no saber nada del mundo que lo rodeaba durante un período de tiempo. Kinsky habría conocido tal característica. Con seguridad.

Sin ni siquiera quererlo, Brade se encontró bosquejando en detalle la estructura. Kinsky había conocido a Ralph. Ralph había alardeado de que su trabajo demostraría que Kinsky era un asno. ¿Era Kinsky lo suficientemente orgulloso de su cerebro como para combatirlo por cualquier medio, incluso matando a Ralph? ¿Planearía después matar a Brade para evitar que el trabajo del discípulo fuera continuado por el maestro? Había preguntado con tanta ansiedad si Brade planeaba continuar el trabajo: el cilindro ya estaba untado. ¿Habría quitado el glicerol si Brade le hubiese convencido de que planeaba abandonar la investigación? ¿O el asunto ya estaba más allá de toda corrección y Kinsky simplemente se entregaba a una mórbida curiosidad?

¡lmposible! ¡Era todo imposible! Kinsky había estado en la ciudad el día de la muerte de Ralph, ¿pero cómo podía conocer los detalles de las costumbres experimentales de Ralph con la suficiente precisión como para planear los detalles del asesinato?

Brade se llevó las manos frías a la frente enrojecida. No, eran los celos que sentía hacia Kinsky los que le estaban llevando a esas ideas, no la razón.

Cómo podría un químico, a menos de ser absolutamente psicótico, soñar en combatir la verdad asesinando cuando otro volvería a descubrir...

Pero cualquiera podía ser psicótico.

¿Y qué pasaba si esto no estaba vinculado con la muerte de Ralph? (¿Dos asesinos a la vez? ¿Coincidencia imposible?) ¿Pero podía alguien tener un rencor independiente contra el propio Brade? Después de todo, recién el sábado a la noche había ofendido agriamente a Foster... y a Ranke. ¿Al extremo del asesinato?

Recordó la cordialidad incongruente de Ranke en la escalera aquella mañana con un estremecimiento nuevo. ¿Era sólo la cordialidad condescendiente de un asesino para con la víctima que ya daba por muerta y en la que ya no valía la pena derrochar adrenalina?

¿O Littleby? Brade también le había dado un golpe en la nariz a Littleby, y el rápido memorandum de la mañana podía ser justamente ese tipo de regalito condescendiente, también.

¿Littleby? ¡Por Dios! Brade estaba girando en redondo. Estaba viendo fantasmas bajo la cama si creía a Littleby capaz de ese tipo de cosas. ¡Basta!

En todo caso, Doheny debía saber aquello, porque, fuera como fuese, quienquiera fuese el culpable, no podía ser el Profesor Adjunto Louis Brade ahora y, si sólo hubiera un asesino, eso significaba que además era inocente en el caso de Ralph.

Casi con frialdad, tomó el teléfono. Discó un número y una voz precisa dijo:

—Seccional policial Nueve. Habla el oficial Martinelli.

Brade dijo con una voz cuidadosamente serena:

—¿Puedo hablar con un detective llamado Jack Doheny? ¿Cuándo esperan qune regrese? Entiendo. No, no —(con rapidez)— no quiero hablar con otro. No es una emergencia. Escuche, cuando llame o vaya por allí, diganle que Ilamé. Soy el profesor Louis Brade. Me conoce. Díganle que tengo que verle lo antes posible. Mi número es Universidad 2 − 1000, Interno 125. Sí. Sí. Gracias.

Colgó y miró el teléfono por largo rato.

Será mejor que coma, pensó.

No salió a comer, sino que se trajo un sandwiche a la oficina, caminando con rapidez y evitando a la gente. Sentía una nítida resistencia a aventurarse en el mundo mientras no supiera quien era su aspirante a asesino. Allí, detrás de las puertas cerradas con llave...

Sin embargo allí, tras las puertas cerradas con llave, le había esperado la muerte.

Bebió el café directamente del envase sin esperar a que se enfriara y sólo después notó que no le había agregado crema.

Era cerca de la una y pcnsó: iré al laboratorio.

Cerró la puerta con llave tras él, probando el picaporte una y otra vez, verificando (sería capaz de dejar la puerta de la oficina sin llave otra vez? ¿Alguna vez?) y recorrió el pasillo hasta el laboratorio de estudiantes.

Charlie Emmett estaba haciendo preparativos para la demostración de la formación de semicarbonatos bajo presión. Significaba que en unos quince minutos, Emmett formaría una "bomba" de cristal, haciendo herméticas las gruesas paredes pasando por dentro de una llama, que producía un cierre sin adelgazamientos, tensión ni debilidad; uno que soportaría las varias atmósferas de los vapores recalentados del interior cuando la mezcla en reacción fuera calentada.

A Brade siempre le preocupaban tales demostraciones. La posibilidad de accidente siempre existía, y sin embargo había que hacer la demostración a los estudiantes.

Por supuesto, Emmett era bueno en eso. Brade le había visto hacer un tubo bomba antes. Había contemplado ojos firmes fijos sobre una llama firme y manos firmes doblando el extremo en contracción del tubo hacia el calor amarillo.

Era necesario tener manos firmes y un corazón helado para poner glicerol en la rosca de un manómetro de oxígeno.

A Brade le avergonzó el pensamiento. ¿Charlie Emmett? ¿El incoloro Charlie Emmett? ¿Con qué motivo? Dios nos libre, ¿con qué motivo? (Entró Roberta Goodhue, le dirigió una sonrisa leve y temblorosa, y después se apresuró hacia un banco lateral para manipulaciones de último momento con la provisión química preparada por la mañana para los experimentos del día.)

Brade miró su reloj de pulsera. Faltaban cinco para la una. En cinco minutos precisos, los estudiantes se volcarían al interior.

Meditó con tristeza en el modo en que la vida del maestro estaba atada al reloj en media docena de períodos de disertaciones, sesiones de laboratorio, seminarios y reuniones de facultad.

El minutero tocó, las doce, y un estudiante entró, desplegando su delantal negro de goma mientras entraba y deslizándose el nudo de un extremo por encima de la cabeza.

—Hola, profesor Brade —dijo con respeto, colocó sus libros sobre uno de los escritorios y abrió un manual de química quemado con ácido.

Al hacerlo, un mazo de papeles doblados cayó del libro y el estudiante los miró, primero con asombro y después con consternación. Caminó con rapidez hasta donde estaba Emmett, en la otra punta del laboratorio.

—Oiga, señor Emmett —dijo—, creo que olvidé entregar mi informe sobre mi primera incógnita el viernes. ¿Puedo dárselo ahora?

Parecía ansioso.

—Está bien, después le daré un vistazo —dijo Emmett con ceñuda autoridad, tal vez consciente de los ojos de Brade puestos sobre él—. Pero que no vuelva a repetirse.

Abstraído, Brade observó cómo los papeles eran entregados a Emmett. Ahora entraban caminando con rapidez otros estudiantes. El tiempo había hablado. El tiempo, que corta el día del maestro en fragmentos y lo clava al reloj en una especie de crucifixión temporal.

El tiempo... y lo que acababa de pasar. Por Dios, pensó...

Era como si los estudiantes hubiesen desaparecido y el laboratorio con ellos, y él estuviese solo en el universo con una idea, una idea retorcida, horrible.

Abandonó el laboratorio abruptamenre. Dos o tres pares de ojos se dieron vuelta para mirarlo con curiosidad, pero no le importó.

Estaba otra vez junto al teléfono y tuvo que buscar el número en un libro.

—Pero me es necesario —le explicó a la voz joven y eficiente que contestó—. Es muy importante y sólo tomará uno o dos minutos. No, en realidad no puedo esperar hasta las tres de la tarde.

Y no podía. Tenía que saberlo en ese momento. En ese minuto.

La espera fue insoportable y se encogió por dentro ante la idea de la turbación y el temor que aquello representaría.

La aguda vocecita que sonó en su oído estaba asustada y le pidió que se identificara con pequeños jadeos, sin aliento.

—¿Es seguro? —dijo Brade, por fin—. ¿Es seguro? ¿Eso es lo que pasó con exactitud? ¿Exactamente?

Sugirió alternativas, una y otra vez, hasta que se detuvo por simple temor a provocar histeria.

Preguntó una sola vez más:

—¿Es seguro? —y después cortó.

Así que lo supo. Tenía el motivo, la secuencia de los hechos, todo.

O al menos creía saberlo.

Excepto que no era un experto policía. ¿Cómo hace uno para probar una sospecha? En cuanto a eso, ¿cómo hace uno para probar una certeza?

Se sentó inmóvil pensando hasta que el sol bajó lo suficiente como para darle directamente en los ojos así que tuvo que ponerse de pie para bajar la persiana. Fue entonces que sonó un golpecito discreto en la puerta.

Esta vez reconoció la silueta corpulenta que abultaba al otro lado del panel de vidrio esmerilado de la puerta y la abrió con rapidez.

—Entre, señor Doheny —cerró la puerta con llave cuidadosamente.

—Buenas tardes, profesor —dijo Doheny—. Me enteré tarde del llamado y pensé que era mejor venir. Lamento no haber estado.

—No tiene importancia.

—Espero no estar interfiriendo con sus clases.

—No.

—Perfecto, profe. ¿Qué tiene en mente? Me imagino que un tipo como usted tiene que tener bastante en mente para llamar así a la policía.

—Me temo que sí —observó al compacto detective sentarse y enfrentarlo. Dijo, con rapidez—: Vea, atentaron contra mi vida.

Y Doheny, que estaba buscando un cigarro en el bolsillo del chaleco, se congeló, y la cordialidad de los ojos desapareció de pronto. Se volvieron fríos, y dijo:

—¿Ah, sí? ¿Lo hicieron?

—No. Me salvé. Pero un momento más y estaría listo.

—¿Una escapada por un pelo?

—Eso es.

Pero una impresión de frío se asentó en el estómago de Brade. No había dudas de que el detective le miraba con hostilidad. No, más que eso; por primera vez, Doheny miraba a Brade como si por fin hubiese llegado a considerar al profesor como probable asesino.