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¡RRRIIIINNNNNNNNNGGG!

El despertador jamás es misericordioso.

08:30

David apagó el chisme y abrió las persianas de su habitación. El cielo nublado le dio la bienvenida al nuevo día y un viento húmedo le ayudó a espabilarse.

Desde que había abandonado para siempre su habitación compartida con José en la residencia vivía en el 221b de la calle Pere IV, en el barrio post-industrial de Poblenou. Al lado de su edificio, todavía se conservaba una antigua chimenea de ladrillo.

―Hoy es lunes ―se dijo, todavía tumbado en la cama. Le esperaba un viaje a la agencia para ver si había algún caso pendiente el cual pudiera resolver.

A esas horas de la mañana, David Ibáñez desconocía que no iba a ser un día corriente.

Una ducha rápida. Un café y un par de galletas. Abre el armario y coge lo primero que pilla. Intenta peinarse. Enciende el móvil.

Hay un nuevo mensaje.

Le sorprende ver que es de José, y sonríe, sintiéndose agradecido con el mundo y el destino. No sabía absolutamente nada de él desde hacía más de dos semanas y, realmente, no había hablado con nadie desde entonces.

David era ahora un solitario, un alma independiente, y no había sido consciente del proceso que lo había llevado a convertirse en un ser asocial.

Pero, al parecer, todavía alguien se acordaba de su persona: José.

«Eii, ¿quedamos esta tarde?»

Tardó menos de medio minuto en responder al mensaje con un «Si, en el bar de siempre a las cuatro». Le alegraría volver a ver a José.

Las calles de la Ciudad Condal estaban abarrotadas de gentes que se dirigían a sus lugares de trabajo, a colegios, universidades… Y los mendigos de las calles más bulliciosas levantaban sus manos pidiendo limosna, como si fueran estatuas fijas.

El edificio de Verum, por su parte, estaba igual que de costumbre. Caótico, estrafalario y con montones de personas moviéndose con rapidez de un sitio a otro.

―¿Estás cansado? ―le preguntó Puig, provocando un sobresalto en David, al tocarle la espalda de repente. David se giró y saludó a su compañero.

―Supongo que se nota mucho ―dijo David―. No he dormido mucho, la verdad.

―Entonces eres casi uno de los nuestros ―dijo Puig, que ese día portaba una corbata verde pálido―. Te cuesta dormir, porque siempre estás soñando.

―Es una visión muy bohemia de éste oficio ―David no estaba de humor―. Nosotros no evadimos la realidad, no nos perdemos en sueños y fantasías. Nos sumergimos en lo real y lo real duele.

―Por eso mismo necesitamos soñar tanto ―Daniel Puig sonrió misteriosamente―, justamente por eso…

Pronto se le asignó un nuevo caso.

―No hacía falta que fuéramos a un sitio tan caro.

David y José entraron en un restaurante de paredes blancas, decoración minimalista y mobiliario extravagante, de formas curvas. Se escuchaba una música relajante, pero a la vez extraña y alternativa.

Bastaba con ver a los comensales para deducir que aquel era uno de esos lugares escogidos por la jet-set para reunirse, cuchichear, plantear estrategias empresariales o políticas, o tal vez impresionar a una potencial pareja.

―Esto apesta a ostentación de ricos ―dijo David―. Pero me gusta.

Después de colgar sus abrigos, pasaron delante de una pecera cuya agua cambiaba de color y se sentaron en una mesa cuyas patas eran columnas salomónicas.

―No te preocupes por los precios ―le dijo el detective a su amigo, que estaba en un estado de excitación cercano al de un alucinado―. Ahora soy rico ¿recuerdas?

―¿Cuánto te dieron por el caso del médico alemán?

―Treinta mil euros.

―Madre de Dios ―a José aquello le parecía algo sospechoso―. Pero, ¿no te has preguntado nunca de dónde sale el dinero de la agencia?

―Sí ―David se notaba incómodo en la vanguardista silla, cuyo asiento curvado como una ola hacía que le dolieran las posaderas―. Pero de momento no he encontrado una respuesta.

―Debe haber algo turbio ―José frunció el ceño.

―A mí me importa tres pepinos, mientras pueda seguir resolviendo casos.

―Tú mismo ―dijo José.

Al cabo de un rato apareció un camarero.

―¿Qué tomarán ustedes? ―preguntó, con una sonrisa tan verdadera como una moneda de tres euros.

―El menú de degustación, con sus mejores especialidades, tal y como promete la carta ―dijo David.

―¿De beber?

―Vino tinto, y para mí una Coca-Cola ―el camarero lo miró―. No tomo alcohol    ―aclaró David.

―Muy bien ―murmuró el camarero, que ya se iba.

―Espere ―le avisó entonces David―. Necesito que me haga un favor.

―¿?

―Necesito que avise al chef Maquiavelo, por favor ―el detective usó un tono más serio, mirando fijamente al confuso camarero.

―Probablemente estará muy ocupado.

―Dígale que se trata de un asunto relacionado con la muerte del señor Barceló       ―entonces el muchacho salió disparado, comprendiendo lo que sucedía.

―¡No me jodas! ―José era puro enfado―.  ¿Me has traído aquí para que vea como resuelves otro puto caso? Tío, no sabes lo egocéntrico que eres.

―Te equivocas, soy totalmente consciente de mi egocentrismo.

―¿Qué será lo próximo? ―José estaba muy enfurecido―. ¿Me dirás «elemental querido José»?

―En realidad Sherlock Holmes jamás dijo esa frase ―explicó David refiriéndose al típico Elemental, querido Watson―. Se usó en películas posteriores a los libros de Conan Doyle, y así quedó en la memoria colectiva, pero jamás se pronunció en las obras originales.

―Déjalo …―«no cambiará nunca», pensó José―. ¿Pero qué…?

Un ser extraño se acercaba a ellos.

Vestía como un cocinero, pero su aspecto recordaba más al de un payaso. Tenía el pelo largo, rizado y rojo, además de llevar el rostro muy maquillado (parecía el blanco nuclear de los rostros de las geishas) y portaba sombra de ojos (azul en el izquierdo, verde en el derecho). Sus largas uñas estaban pintadas formando un arcoíris de vivos colores y sus zapatos rojos medían más de medio metro.

―¿Me reclamaban? He oído que me llamaban ―dijo el cocinero, con voz aguda y algo inquietante combinada con un claro acento italiano. Movía mucho las manos.

―Usted debe ser Maquiavelo ―David se había levantado para estrechar la mano al personaje.

―Soy Maquiavelo, y Maquiavelo soy yo.

―Pues yo soy David, me envía la agencia Verum ―David intentó ser amable―. Y éste es José, un compañero mío.

―Me alegra su llegar, cansado estaba de esperar ―el cocinero les indicó que lo siguieran hacia un lugar más adecuado para hablar.

Atravesaron las cocinas.

―¿Te has fijado? ―preguntó José, cuando estaban unos pasos por detrás del cocinero―. Lo dice todo en verso. No parece estar muy bien de la sesera.

―Hay gente para todo ―respondió David, sin mucho entusiasmo.

Llegaron a un pequeño despacho de paredes violetas, suelo naranja y muebles difíciles de describir. Al menos, las sillas eran cómodas. Algo es algo.

―Le voy a referir toda la información que poseo, señor Maquiavelo, para asegurarme de que no hay ningún error.

―Hable, adelante, le escucharé con talante.

―El pasado domingo uno de sus cocineros, el señor Joan Miquel Barceló, despareció de las cocinas, sin que nadie supiera nada. Al cabo de un rato, uno de los comensales se quejó ante usted al encontrar un objeto metálico en su carne. Se trataba de un pearcing. Dicho pearcing pertenecía al desaparecido y pronto se dieron cuenta de que sus carnes habían sido cocinadas y servidas como si fuera carne de otros animales, sin que ningún cliente cayera en la cuenta. La prueba definitiva fue encontrar restos de vísceras y de pelo del fallecido entre las basuras.

―Exactamente, lo ha resumido fácilmente.

―Bien ―David continuó―. Decidieron no avisar a la policía, ya que corrían el riesgo de que Sanidad les impusiera un multazo de gran tamaño, lo que supondría el fin del prestigio del local. Por eso se pusieron en contacto con nosotros. Los sospechosos, según lo que cree vuestra merced, son los cocineros que se encontraban con Barceló entre las cuatro de la tarde y las nueve, que fue cuando comenzaron a servir platos con la carne del muerto.

―Así es, es así.

―¿Y ninguno del resto de cocineros ha dicho nada? ―dijo José, y David lo taladró con la mirada. «No-hace-falta-que-te-metas-en-esto», parecía estar pensando.

― No, están todos cohibidos ―dijo, con expresión triste―. Entre ellos éste tema parece estar prohibido.

―Ya veo ―dijo David, frotándose las manos―. ¿Podríamos verlos?

―¿Ahora? ―el cocinero parecía sorprendido―. ¿En ésta precisa hora?

―Sí, si no es mucha molestia, claro ―David intentó ser persuasivo.

―Enseguida los hago venir, pero un momento me he de ir ―el cocinero poeta se fue un momento, haciendo resonar los pisotones de sus enormes zapatos en los pasillos.

―¿Tú qué crees? ―le preguntó David a su amigo.

―¿Yo? ¿Se puede saber que pinto yo en esta movida?

―Podrías ser mi Watson ―a José no le hizo gracia―. Y te podría pagar generosamente…

―Pues creo que en realidad fue el chiflado este quien se lo cargó.

―Vaya, ¿y eso?

―Envidiaba al cocinero y lo mató, punto final ―dijo José.

―No está mal, pero no aciertas ―dijo David, pensativo.

―¿Ah, no? ¿Por qué no?

―En mis apuntes aparece que Maquiavelo llegó al restaurante a las siete de la tarde, cuando el chaval despareció más o menos a las cuatro. Es una coartada confirmada por varios testigos.

―Podría ser un complot.

―Sí, una conspiración judeo-masónica-comunista ―ironizó David.

―¿Qué sabemos del fiambre?

―Pues que tenía veintinueve años, que era homosexual, no tenía Facebook ni Tuenti, su cantante favorito era Mika (que solía escuchar con auriculares mientras cocinaba) y que estaba soltero. No descarto la posibilidad de que se trate de un crimen pasional, justificado por los celos.

―¡Aquí están los susodichos, como había dicho! ―Maquiavelo había regresado acompañado de cinco jóvenes vestidos con batas negras.

El primero de ellos era un hombre algo gordo, calvo y de expresión abúlica, el cual respondía al nombre de Carlos.

La segunda sospechosa era una chica recatada de pelo negro. No destacaba. Se llamaba Rebeca y parecía no haber roto un plato en su vida.

El tercero era Yao, un asiático de carnes enjutas. Estaba muy serio y especialmente sudoroso.

La cuarta persona era una chica alta y rubia (seguramente teñida) llamada Loli. Su rostro era melancólico y  tenía el rímel corrido, como si hubiera estado llorando con anterioridad.

Finalmente, Jaume era un chico alto, que lucía unas largas rastas y una barba de varios días. Su cara reflejaba que la situación era incómoda para él.

―¿Alguno de ustedes tenía algún problema con el fallecido? ―preguntó David, yendo al grano. Ninguno dijo nada.

Carlos abrió la boca, pero no salió ninguna palabra de ella.

―¿Sí? ¿Iba a decir algo?

―Bueno… No quiero ser un chivato, pero Loli y él discutieron el día de antes de que pasara… lo que pasó.

―¡Joder Carlos! ―gritó ella―. ¡Ahora pensarán que fui yo! ¡No hacía falta que lo dijeras! ―y la chica estalló en un monumental llanto. José, aprovechado hasta el final, intentó consolarla.

―¿Puede usted explicarnos lo que ha dicho Carlos? ―le pidió el detective a Loli.

―Pues… ―intentó calmarse―. Pues sí, discutimos, pero yo no lo maté.

―¿Por qué discutieron?

―Él me dijo que era una cocinera horrible, y que seguramente me despedirían                 ―relató Loli―. Entonces yo lo llamé «maricón de mierda» y nos empezamos a insultar el uno al otro.

―¿Solía hacer cosas así?

―Sí ―dijo Jaume, con voz vaga―. A mí me dijo lo mismo, no le caía bien a mucha gente, la verdad.

―Vale, haré la pregunta de otro modo ―dijo David―. ¿A quién le caía bien el señor Barceló?

Nadie dijo nada.

―Ya veo ―David estaba sorprendido―. Nadie.

―Era muy ofensivo ―dijo Yao, con un acento muy marcado―. A mí me llamó «chino cudeiro» y me decía que me fuera a un restaurante chino, que aquí no pintaba nada.

―Y una vez ―intervino Jaume―. Vino drogado a trabajar, se notaba un montón que estaba hasta las cejas de marihuana, pero nadie le dijo nada.

―Así que con su muerte, todos ustedes salían ganando ―dedujo David.

―¡No! ―dijo Loli, la histérica rubia―. En el fondo era buena persona ―los demás la miraron con escepticismo―. Era de esas personas que siempre están a la defensiva, porque han sufrido mucho en su vida.

―¿Lo conocías mucho? ―preguntó José, que no dejaba de comerse con la vista a la rubia.

―Una vez quedamos, y me di cuenta de las dificultades que había tenido ―dijo Loli―. Sus padres nunca aceptaron que era gay y solía tomar muchas drogas. Aun así, era un buen cocinero.

―No sé por qué lo defiendes ―dijo Jaume, el de las rastas―. Hay mucha gente que sufre, y no por ello son impresentables como él.

―Un momento, un momento … ―dijo David―. Señor Yao Zhen, ¿usted fue el que encontró los restos en la basura, no?

―Sí ―respondió el chino.

―¿Me podría decir que partes del cuerpo encontró?

―Pelo, algo de piel, intestinos, las dos manos, huesos de las piernas ―no le asqueaba nada tener que decir todo aquello―, un ojo, y restos de carne.

―¿Nada de ropa? ―preguntó David.

―No.

―¿Y no encontró nada más? ―insistió David.

―No, se lo juro ―el chino empezaba a parecer agobiado.

―Comprendo … ―David  se acercó a Maquiavelo, cuyo rostro era un poema―. Sólo una pregunta más, ¿con qué clase de carne se hizo pasar la carne del muerto?

―Por cerdo ―dijo el pintarrajeado cocinero―. Con muchas salsas y especias, aromas y esencias. Despistaba el paladar, era muy astuto, el plan.

―¿Qué clase de carne de cerdo?

―Solemos picarla ―dijo Yao―. Para que sea más manejable.

―¿En qué parte del cuerpo llevaba el señor Barceló su pearcing? ―la gente parecía cansada de la ingente cantidad de cuestiones.

―En el ombligo ―dijo Loli―. Él lo encontraba algo muy femenino, me lo enseñó cuando se lo hizo, hace más o menos un mes. Era de color azul, que era su color favorito. Por eso lo reconocí cuando lo encontramos…

―Suficiente ―dijo David y hizo ademán de salir de la estancia―. Estaré meditando un rato, aunque creo que estoy bastante seguro de que sé quién fue. Volveré enseguida. ¿Me acompañas, José?

Salieron al exterior del restaurante, donde los viciosos adictos a la nicotina fumaban cigarrillos. Hacía frío, pero a David le gustaba. El frío le ayudaba a concentrarse. Le refrescaba las ideas.

―¿Tienes aquí el portátil? ―le preguntó David a José.

―Sí.

―Necesito que busques el perfil en alguna red social de la señorita Rebeca Buendía ―le pidió David.

―¿Ésa niña? ¡Si sería incapaz de matar una mosca!

―Tú búscala ―dijo mientras su amigo encendía el pequeño portátil―. Es la única que no ha dicho nada de nada, y eso es sospechoso.

―Eso es una paranoia ―dijo José.

―Es ciencia pura ―le recriminó David―. Ha dejado que los demás se peleen para no llamar la atención.

―Aquí está ―había aparecido en la pantalla un perfil de Facebook―. ¿En vez de esto, no deberías estar deduciendo cosas?

―Los Sherlock Holmes del Siglo XXI usan Internet, querido ―dijo David, algo impaciente―. Es una fuente de información increíble, ya que los usuarios creen que tienen una cierta privacidad, que en realidad no existe. Todo lo que se cuelga en la red es público.

―La información se encuentra bloqueada para los que no hayan sido aceptados como amigos ―dijo José―. Pero si me das un par de minutos, puedo hackear la cuenta.

―¿Cómo?

―Tengo un programa que me pasaron hace un par de años especializado en ello             ―explicó José, con vocación―. Usa la fuerza bruta: introduce todas las combinaciones de contraseñas hasta que llega a la adecuada.

―¿Ves por qué quería que vinieras conmigo?

Pasaron diez minutos, y finalmente consiguió obtener la contraseña de Rebeca Buendía. El programa de José era eficiente y no ocupaba mucho espacio en el disco duro.

―La contraseña es «soledad100» ―anunció el informático.

―Entra en su cuenta, rápido ―dijo David, y pronto vieron el perfil de la chica.

Su último estado era «Me enamoré de alguien inalcanzable, y ahora nadie podrá tenerle».

―Esa frase encaja con la situación ―dijo David―. Es una chica tímida, introvertida y sin personalidad (basta ver la asquerosa música que escucha), se enamoró del chico, no pudo aceptar que jamás la querría al ser sodomita y decidió matarlo.

―No puedes basarte en una intuición para resolver un caso así ―dijo José.

―Una intuición es una deducción no consciente ―declaró David―. Y ahora sólo nos faltan pruebas, y sé el lugar concreto para encontrarlas.

Al volver al despacho de Maquiavelo, le preguntó a este:

―¿Tienen los cocineros su propio espacio en las neveras para guardar sus materiales reservados? ―preguntó el detective, a bocajarro. El pelirrojo cocinero tardó en digerir la pregunta.

―Emmmm… Sí, por supuesto ―respondió él―. Se guardan en una especie de cestos…

―¿Dónde?

―Ahora lo acompaño, las dudas me corroen ―dijo Maquiavelo―. La curiosidad me hace daño, las prisas me atemorizan….

Se dirigieron raudos hacia una puerta que parecía la de una sala protegida de un banco que quisiera garantizar la seguridad de sus tesoros. Al abrirla les golpeó un frío artificial y abominable.

Había cerdos, pescados, terneras, patos, langostas… y otras carnes de valor bastante alto. En algo así como una estantería, había cajones con los nombres de los cocineros.

David no tardó en abrir el de Rebeca, y sacar un trozo de carne humana.

Los demás pusieron expresiones aciagas al ver el miembro viril ultracongelado que el detective había sacado del cajón.

Era el falo del fallecido.

―¿Es una prueba o no es una prueba, José? ―preguntó el detective mostrando el pene helado en su mano enguantada.

―Rebeca …―dijo Maquiavelo.   

―La chica destripó el cuerpo de Barceló después de matarlo y se quedó con según que partes de su cuerpo como recuerdo ―David sacó un ojo, una oreja y unos testículos del cajón―. La razón, enamoramiento sin solución. Rebeca había hablado con él vía Facebook, cómo podemos ver en la pantalla ―José mostró un mensaje que la chica había enviado a Barceló, en el cual se declaraba y le hacía proposiciones eróticas―. Él rechazó a la chica, por lo que ella decidió que si no podía ser para ella, no sería para nadie. En una ironía sofisticada, las pudientes gentes de este local se comieron sus carnes como si fueran de cerdo. Muy sutil.

―Era un imbécil ―habló por fin la silenciosa asesina―. Y no me arrepiento de haberlo matado. Los maricones son el cáncer de nuestra sociedad, y esperaba poder cambiarlo, porque en el fondo me gustaba. Pero para él sólo había una solución.

―Mal de amores, homofobia y antropofagia en el mismo caso ―dijo David―. Fascinante, pero es hora de llamar a la…

Rebeca sacó un cuchillo de su bolsillo y se lanzó sobre el cuello de David. El detective intentó quitársela de encima, y gracias a que los demás abandonaron rápidamente su estado de «shock» y la agarraron entre todos para desarmarla e inmovilizarla pudo salvarse de la salvaje furia de la chica.

―¡A ti te haré lo mismo! ―gritó, con voz desgarrada―. Te abriré en canal y haré un pastel con tu carne. Te comeré mientras todavía estés vivo.

―¡Ay, mira como tiemblo! ―se burló David, moviendo las manos como si temblara.

Al final apareció la policía, a la que explicaron todo lo sucedido. Y justo después de aclarar que la agencia Verum se haría cargo del papeleo, David y José se largaron de ese nefasto restaurante.

―Odio estos sitios ―dijo David, cuando subían a un taxi―. La comida no llena, te cobran un ojo de la cara por tonterías como «ostras con esencia de jamón y su perla» y además está lleno de pijos y niños mimados.

―Pues te recuerdo que no hemos cenado ―dijo José, que se sentía agradecido por haber podido colaborar con su amigo―. ¿Vamos a un kebab?

―No me apetece carne, en estos momentos.

Verum
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