XVII

La calle Portal de l’Àngel une la Catedral de Barcelona con Plaça Catalunya, y suele estar llena de turistas y compradores potenciales que observan los escaparates de las tiendas que se esparcen por allí.

Sin embargo, ese día las tiendas estaban cerradas.

Una legión de hombres con piezas protectoras negras y escudos transparentes, armados con porras reglamentarias y pistolas de balas de goma descendían con paso marcial por la normalmente concurrida calle. Estaban perfectamente encuadrados en filas, y su movimiento era como el de máquinas bien engrasadas… y sin emociones.

La Brimo.

Los antidisturbios, que formaban un grupo realmente especial dentro de la policía autonómica, tenían su propio escudo y su símbolo: el dragón negro.

Dragones negros de coraza de plástico…

Capitaneando este pequeño ejército, los policías con más rango hablaban con cuatro hombre vestidos con lujosos trajes negros y camisas blancas.

―¿Lo han entendido? ―dijo Martin.

―Sí ―dijo el policía―. Si vemos a cualquiera de esas cuatro personas los tendremos que detener y posteriormente entregarlos a ustedes.

―Exacto.

―Pero, una cosa…

―¿Qué? ―preguntó Martin, con impaciencia.

―¿Cómo saben que están aquí?

Los compañeros del francés (más que compañeros parecían clones, ya que vestían igual, llevaban el pelo con el mismo corte y lucían las mismas gafas de Sol) sonrieron al escuchar la pregunta.

―Eso es algo que ellos nunca sabrán ―dijo uno de los clones, con acento alemán y sin borrar la extraña sonrisa de su rostro.

El jefe de los antidisturbios decidió no insistir.

Entonces lo vieron.

Una turba enfurecida avanzaba lentamente hacia los policías de oscuro uniforme. Sus armas… No tenían armas. Llevaban pancartas, carteles y algunas banderas.

Por un momento, Martin pensó en que quizás los manifestantes podrían dar la vuelta y evitar a los Mossos. Pronto se disiparon sus dudas: los indignados individuos que se acercaban lentamente a ellos no parecían tener la intención de huir.

Sabían de sobra lo que iba a pasar.

―¡Cuidado!

Los manifestantes estaban a pocos metros de ellos, pero era lo suficientemente cerca para que cayeran sobre unos cuantos misiles caseros.

Cócteles Molotov.

Uno de los secuaces de Martin fue alcanzado por uno y una llamarada se abalanzó sobre su pecho. Sus gritos no pudieron apagar el fuego…

El hombre empezó a rodar por el suelo intentando eliminar las llamas.

―¡Qué se lo lleven! ―ordenó el jefe de los antidisturbios―. Os dije que teníais que llevar protección ―le dijo a los de los trajes.

―No era necesario ―dijo, quitándose las gafas de Sol―. Si no hubiera pasado, ¿tendríais una excusa para usar la fuerza?

De nuevo el brutal sonido de represión.

La primeras filas de indignados estaban formadas íntegramente por radicales anarquistas que cansados de recibir golpes de la policía se había armado con bombas caseras, navajas, bates de baseball, palos de fregona y todo aquello que se les pusiera a mano.

En mitad del colosal campo de batalla en el que se había convertido la calle, David e Iván intentaban abrirse camino para conseguir llegar hasta su meta.

«Coger el tren», pensó el detective.

«Eso es lo importante: coger el tren y huir de aquí».

Alicia se había quedado con José en un pequeño e improvisado campamento en el que los heridos había comenzado a formar cuando se acercaron varias ambulancias hasta la Plaça Antoni Maura. Allí mismo, el grupo de activistas se había reorganizado para volver a conquistar Plaça Catalunya, al ser esta desalojada hacía alrededor de dos horas.

El detective y el escritor decidieron entonces unirse al río de personas que peregrinaba hasta la plaza más importante de la ciudad, con la esperanza de estar más seguros.

Por supuesto, David no esperaba que uno de los hombres trajeados avanzara hasta él con una pistola en la mano.

No había tiempo para pensar.

Antes de que el asesino a sueldo de la Europol pudiera reaccionar, el detective estrelló la porra contra su cráneo.

Cayó al suelo.

―Mira ―dijo Iván.

El escritor se refería a los otros dos matones, que se acercaban a ellos con sigilo entre el caos de las peleas. Eran como dos lobos observando a su presa.

Los antidisturbios no los detenían: sabían quiénes eran.

Recularon para poder huir de ellos. David sabía de sobra que tendrían que ir hacia atrás sin tropezarse con antidisturbios que les atacaran y sin llamar mucho la atención.

Demasiado tarde.

Los dos asesinos se había separado uno del otro para poder rodearlos. Cada vez era menos la gente que se extendía en el espacio entre ellos. Un espacio que en esos momentos era sinónimo de supervivencia.

El matón con acento alemán alzó su revólver.

Estaba justo delante del detective, a más o menos cinco metros de él y sin nadie que se interpusiera en la trayectoria de la bala.

David vio su vida en tan solo un segundo, como si fuera una película reproducida a una gran velocidad, y notó un extraño vacío en su interior. Pensó en sus padres, en Nadia, en el Jefe, en el orgasmo que compartió con  Flordeneu…

«Es el fin», pensó.

Se oyó el sonido del disparo y de pronto las peleas entre policías y manifestantes pararon. Todos miraron a la persona que había recibido el disparo en sus carnes.

Verum
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