―Walter Paul.
David miraba su teléfono móvil como si quisiera comérselo.
―¿Qué ocurre? ―preguntó Flordeneu, despertándose. Estaban los dos en la cama de ella. Al principio habían intentado dormir abrazados. En las películas hollywoodienses parece mucho más cómodo de lo que realmente es…
―Walter Paul ―repitió el detective.
Era un amanecer frío y gris en la Ciudad Condal. Las apagadas y espectrales nubes cubrían el cielo, y éstas se mezclaban con la contaminación que los coches soltaban. Era un amanecer gris.
―Walter Paul.
El mensaje de texto que Ramírez le había enviado y que había sido recibido por su teléfono justo en ese preciso instante, sólo contenía dos palabras:
Walter Paul.
―WP … ―dijo Flor, y comprendió porque su amante estaba tan serio.
―¡WALTER PAUL! ―gritó David―. ¡No tengo ni idea de quién es! Pero es un principio, podría ser la llave con la cual solucionar el misterio.
Con un rostro perfectamente idéntico al de un loco de atar, David se levantó y empezó a vestirse.
―Espera ―dijo ella.
―¿Qué?
―¿Qué pasará con lo nuestro?
―…
―Tan sólo dime lo que sientes ―rogó ella.
―Sé que te quiero ―dijo él―. Pero también sé que debo hacer esto.
―Te puedo ayudar.
―No.
―Estoy a tu lado, por favor, no quiero que te pase nada ―dijo la psicóloga.
―Escucha, me siento casi curado.
―¿A qué te refieres?
―Me siento feliz, autorrealizado. Noto que mi vida tiene sentido.
―Me alegro, pero…
―Si consigo solucionar esto ―dijo mientras se ponía los pantalones―. Lo habré conseguido. Haré que el mundo sea un poco más justo. Y sabré la Verdad.
―No soy tonta ―dijo ella, con expresión de enfado―. ¿Crees que soy la típica mujer de historia de acción que tiene que ser salvada por el héroe?
―No, pero…
―¡No pienso permitir que te quedes solo en esto! ―gritó ella―. ¿O acaso sólo estás conmigo por el sexo?
―No ―dijo él, y la besó―. Pero prefiero que te quedes al margen de todo este asunto. Por tu propio bien.
Entonces ella le pegó un manotazo tan fuerte que se le quedó una marca roja con los cinco dedos totalmente definidos.
―Está bien ―dijo él―. Ayúdame si quieres.
Lo primero que David hizo fue encender el ordenador.
Flor fue un segundo al baño. Salió. Entró en la cocina. El ordenador iba un poco lento. Quizá los ordenadores siempre parecen más lentos cuando se tiene prisa. La chica volvió. Llevaba un brick de leche, un bote de zumo y dos magdalenas.
―¿Qué hora es? ―preguntó de repente el detective, girando la cabeza hacia ella muy rápidamente.
―Las diez y media de la mañana.
―Las nueve y media en Canarias ―dijo él.
―¿Qué?
―Nada.
Abrió el explorador. Google estaba como página de inicio. Tecleó con velocidad y se equivocó. Escribió «walteer paiul». Soltó una palabrota.
―¿Quieres algo? ―preguntó ella.
―No, gracias ―dijo David, con la mirada fija en la pantalla―. Si de todas maneras voy a comer dentro de poco.
―Como quieras ―Flor empezaba a devorar su desayuno.
Google no da resultados. Era de esperar. Walter Paul no debe ser alguien o algo muy famoso. Probó en Youtube. Nada. Yahoo! Nada. Algunos enlaces de personas normales y corrientes, la mayoría de los cuales se llaman Paul Walter.
―Si de verdad pensabas que ibas a encontrar algo de esta manera, es que eres bastante iluso ―dijo Flordeneu.
―Calla y come, reina de las hadas ―le dijo David, refiriéndose al origen de su nombre. Ella se levantó de nuevo.
―A partir de las once empezarán a venir clientes ―anunció ella.
―Entiendo.
―Antes o después tendrás que irte.
―Podría esconderme en un armario, ¿no es lo que se hace en estos casos?
―En serio.
―Era broma … ―David puso los ojos como platos―. Eureka.
―¿Lo tienes?
―Afirmativo ―dijo, y se levantó con nerviosismo.
―¿Cómo lo has hecho?
―«De como la difusión masiva de la cultura entre todas las clases sociales debilita el poder coactivo del Estado», de Walter Paul. Publicado en Oxford por la editorial del mismo nombre, en la lengua de Shakespeare, año 1997.
―Podría no ser él.
―Quizás ―David se puso su gabardina de cuero. Fuera hacía frío―. Sólo hay un modo de saberlo. Comprando billetes hacia Inglaterra.
―Que sean dos.
―¿Y los clientes?
―Ya lo solucionaré ―dijo ella, algo irritada por el comentario―. Basta con que me digas que día te vas.
―Mañana mismo.
―Eso es muy impulsivo.
―Soy impulsivo ―le corrigió David.
―No estoy segura de que pueda ir…
―Yo no te obligo ―dijo David.
―Mañana por la mañana te lo aclaro.
―De acuerdo ―dijo el detective, sin ganas ni ánimo.
Se besaron otra vez, y después se despidieron.
David estaba nervioso, excitado, ávido de conocer que pasaría, extremadamente impaciente. Su mente no paraba de planificar continuamente lo que debía hacer. Daba mil vueltas a sus pensamientos.
WP.
¡Al fin!
Poco a poco las piezas de puzle empezarían a encajar.
En ese momento a David se le cayó un pequeño libro del bolsillo de su abrigo. Era un libro menudo, de tapas rojas, semejante a una agenda. Lo cogió con ternura y maldijo que se le hubiera caído al suelo. Leyó algunas páginas.
Desde hacía mucho tiempo, David escribía poemas. Sobre todo, escribía para desahogarse, para expresar las tormentosas emociones que agitaban su mente y, a la vez, crear belleza. Escribía por razones estéticas, pero no era «arte por el arte», como decía Oscar Wilde. Para David Ibáñez, la poesía no era solamente belleza por la belleza. No. Era un mensaje.
Cuando sentía que el asco que le producía su existencia le llegaba a la boca del estómago y una náusea le recorría las vísceras, escribía. El asco le hacía vomitar verdades.
Leyó los dos últimos versos:
Todo lo que necesitas…
Es amor.
Y continuó caminando por las encapotadas y grises calles de Barcelona, buscando una agencia de viajes, mientras canturreaba una célebre canción de los Beatles.
«All you need is love, love.
Love is all you need…»