Capítulo tercero
El telegrama que el conde Bertil Jacobsson leyó en Estocolmo a las 4.30 de aquella tarde había sido enviado casi cinco horas antes, a las 11.43 de la mañana, desde un moderno dormitorio danés en el sexto piso del Hotel Tre Falke de Copenhague. Aunque estaba firmado por Andrew Craig, él no tenía arte ni parte en su redacción. Fue escrito y cursado por su cuñada Leah Decker.
Lo que despertó a Andrew Craig de su modorra fue la intensa y aguda voz de Leah que, en la habitación contigua, leía el telegrama en voz alta a alguien. Leyó el texto para merecer la aprobación de aquella persona desconocida, y esta lo aprobó. Más tarde Craig había de deducir que aquella persona desconocida era míster Gates, el primer secretario de la Embajada de los Estados Unidos en Copenhague.
Completamente despabilado, Craig trató de reconocer el lugar donde se hallaba. Estaba tendido sobre la colcha a cuadros negros de una cama, con los pies colgando por el borde, en una extraña habitación de un espantoso color alimonado, rodeado por muebles de teca de ángulos severos, fabricados sin duda en una empresa monopolizada por los cubistas. La estancia era funcional, inmaculadamente limpia y sin vida. Se dio cuenta de que le habían quitado la chaqueta y los zapatos. Sentía palpitaciones en la cabeza y su lengua tenía la consistencia correosa de una bota de cazador. Supuso que había estado bebiendo más de la cuenta y que aún no estaba sereno del todo, sino víctima aún de la resaca y muy sediento.
Escuchó las dos voces que le llegaban a través del breve vestíbulo que enlazaba con la estancia contigua.
Se presentó un botones en busca del telegrama y le ordenaron que lo cursase inmediatamente. Leah temía que, después de anular el vuelo en avión, no pudiesen obtener reservas para el tren. Míster Gates le aseguró que no se quedarían sin las reservas y que, si así fuese, siempre quedaba el recurso de tomar otro avión. Pero Leah no quería correr ese riesgo. El viaje era demasiado rápido y su cuñado no tendría tiempo de descansar. Sobre todo, necesitaba reposo. Suplicó a míster Gates que telefonease de nuevo a la Estación Central y míster Gates, muy complaciente, así lo hizo. Recordó al empleado que le atendió, que él pertenecía a la Embajada americana y que había reservado dos plazas para el expreso del Norte, añadiendo que era algo muy urgente e importante. Tras algunas esperas y frases murmuradas a media voz, resultó que, efectivamente, podían contar con aquellas reservas.
La conversación que sostenían en la habitación contigua era algo confusa y Craig no se esforzó por oírla. De pronto oyó unas leves pisadas —de Leah, supuso— y adoptó una decisión instantánea. Volviéndose de cara a la pared, cerró fuertemente los ojos y fingió dormir. Para hacer más real su comedia, simuló una respiración trabajosa. Por un momento notó la presencia invisible de Leah a su lado. La oyó olfatear por dos veces, luego carraspeó y se fue.
Cuando se reanudó la conversación en la habitación contigua, esta vez con mayor claridad, él volvió a abrir los ojos y escuchó de nuevo.
—Está dormido como un tronco —decía Leah—. Tiene para varias horas.
—¿Entonces, podemos irnos?
—No creo que haya inconveniente.
—Muy bien. Pasaremos a recoger los billetes por la Estación Central. Luego iremos a almorzar a «Hoscar Davidsen». Si aún hay tiempo, podemos llegar a visitar el castillo de Elsinor en automóvil. No son más que dos horas, ida y vuelta. ¿Está usted segura de que míster Craig no desearía acompañarnos?
—Lo que más le conviene es dormir. Me interesa que duerma, por encima de todo. Apenas tendrá bastante con el descanso de esta tarde y lo que pueda dormir esta noche en el tren. Espero que este retraso no haya incomodado a la Fundación Nobel.
—Estarán encantados de recibirlos, si no es hoy, mañana.
—Así sea.
Luego se oyeron unas frases confusas, movimiento por la estancia y el ruido de la puerta al abrirse y cerrarse.
Andrew Craig permaneció inmóvil en el lecho. Era preferible darles tiempo para que se fuesen. Además, se sentía demasiado mal para levantarse. Quería que cesase el latido de sus sienes. Con tiempo, terminaría por desaparecer. ¡Pero aquella sed! Era insoportable. Sin embargo, él demostraría que tenía voluntad. Esperaría diez minutos. Trató de humedecerse la lengua contra el paladar, pero de nada sirvió. Por último lo consiguió pasándose la lengua por la parte interior de las mejillas. Diez minutos. Continuó esperando.
Los quince días transcurridos en Miller’s Dam antes de la partida le resultaban difíciles de recordar. El Premio Nobel lo sorprendió al principio de una de sus largas borracheras. Después de la muerte de Harriet, durante su convalecencia, no bebió mucho, sino igual que cuando ella vivía. Fue después —cuando estuvo vestido y sin saber adónde ir… ¿no era esta la antigua expresión?— cuando el whisky le hizo soportables los días. Durante el primer año, bebió ciegamente, de una manera constante. Cuando el dolor fue sustituido por una lúcida sensación de vacío, inició su ciclo alterno. Fue Lucius Mack quien le dijo que era un ciclo. ¿O fue Leah? Quince días borracho y quince días sereno…, bueno, casi sereno. Durante el último año, esto se convirtió en tres semanas borracho y una sereno, y apenas escribió una veintena de páginas para añadirlas a las pocas que llevaban el título de Retorno a Itaca. La notificación del premio le llegó al comenzar su período de tres semanas de embriaguez, y, por lo que podía conjeturar, el período aún no había terminado.
Es imposible recordar más que fragmentos del pasado, por reciente que este sea, cuando se ha estado bebiendo sin tasa. La botella de whisky era el carro que cargaba con todo. En él podía meterse la literatura, el amor, la esperanza, el recuerdo, para macerarlos y disolverlos hasta que dejaban de ser reconocibles. Apenas podía recordar nada de lo que ocurrió entre la noche en que recibió el telegrama hasta la mañana en que lo llevaron en automóvil a Chicago. A veces surgían algunos rostros, como el de Lucius Mack y el de Jake Binninger, que se interponían entre él y los periodistas; o la cara de Leah, que se afanaba cuidándole y quejándose; o la del profesor Alex Inglis, del Colegio de Joliet, que lo reverenciaba e imploraba en silencio.
Fue el día anterior por la mañana —sí, fue ayer— que Lucius Mack los condujo a Chicago en su furgoneta. Leah se hallaba de un humor excelente. Se había puesto un traje nuevo de punto verde musgo y la chaqueta negra, nueva también, que Craig le dio como regalo de bon voyage y para agradecerle sus cuidados. (A decir verdad, él no lo compró personalmente, permaneciendo sentado en una taberna de Milwaukee mientras Lucius salía a comprarlo e incluso le prestaba el dinero, a devolver cuando cobrase el premio). Una de las principales causas del buen humor de Leah era la promesa que Craig le había hecho la víspera, de que no bebería más —con excepción de los actos y recepciones públicas— hasta que terminasen las ceremonias de concesión del Premio Nobel. Aquellos dos regalos y la excitación del viaje ablandaron las duras facciones eslavas de Leah y su cuerpo inflexible. Su aspecto se hizo más femenino y el orgullo que sentía por Craig —y que antes llegó a molestar a este, al considerar que Leah se metía demasiado en sus cosas— hizo que él se enorgulleciese fugazmente de su proceder, pero por un espacio muy breve, como a menudo había conseguido Harriet que se sintiese.
El banquete en el «Pump Room» fue un festín de despedida digno de Lúculo —muy animado por las sombrías especulaciones que hacía Lucius Mack acerca de los centímetros de publicidad que tendría que conseguir en Miller’s Dam para pagar los numerosos platos de aquel ágape—, y después fueron en automóvil al aeropuerto para tomar el «Boeing 720» con destino a Nueva York. Lo que hizo soportable a Craig las dos horas y media de vuelo, fueron las dos copas que le permitieron beber en el «Pump Room» y las otras dos que tomó a bordo del avión. Al aterrizar, fueron recibidos por el agente literario de Craig, su editor y su crítico favorito, y todos se fueron a un restaurante donde se reunían las mayores celebridades y donde, a la luz de las velas, Craig se sintió muy desdichado, pues no le interesaba la charla sobre literatura ni la conversación sobre su futuro, sino únicamente el medio de aplacar su sed abrasadora. Le permitieron tomar un scotch doble, pero debido a las circunstancias del momento le fue imposible tomarse una segunda y una tercera copa. La conspiración contra él se veía reforzada por un editor que pedía las bebidas y que estaba decidido a que le entregase un nuevo libro, un agente literario que sufría de úlcera, un crítico que consideraba un atrevimiento tomarse una copita de jerez y una señora que lo vigilaba como una de las más celosas afiliadas de la Liga Antialcohólica.
El vuelo nocturno de las 7.30, en el reactor DC-8-C de las Líneas Aéreas Escandinavas, ofrecía mayores esperanzas en lo tocante a la bebida. Como Leah se sentía muy satisfecha y melosa, bebió con él una copa de champaña volando sobre el Canadá y ambos brindaron de nuevo al pasar sobre Terranova, y luego, con gran galantería, él la obligó a beber una tercera copa (en la que no la acompañó, con lo que ella quedó completamente desarmada) al empezar a cruzar el Océano Atlántico. Después de tomarla, se quedó inmediatamente dormida en su butaca extensible, y Craig vio el cielo abierto.
El renombre de Craig y el motivo de su viaje le habían precedido a bordo del avión, y cuando se dirigió al bar para conversar y bromear con las azafatas, el maítre de cabine y varios pasajeros, estos lo recibieron como al invitado de honor. Mientras la mayoría del pasaje dormía, algunos mal y otros a pierna suelta, como Leah, Craig se dedicó a organizar su ciclo. Rechazando el champaña —bueno para turistas, dijo— se concentró en el scotch. Durante toda aquella alegre noche no paró de beber. Cuando despuntó el alba, que llegó demasiado pronto, seguía bebiendo. Al pasar sobre Escocia e Inglaterra, seguía bebiendo.
La luz del nuevo día, cenicienta e implacable al otro lado de la neblinosa ventanilla, le encontró en su butaca, después de haber triunfado en su empeño de correr una cortina sobre Harriet y su arte, dispuesto a entregarse a los acogedores brazos de Morfeo. El interfono despertó a los pasajeros, y entre ellos a Leah. La joven fue corriendo al tocador para regresar perfectamente peinada, con la cara pintada y su traje de punto sin una arruga.
Cuando se dejó caer a su lado, fresca y arreglada, le preguntó:
—¿Has dormido bien?
—Ma…mara…villosamente —murmuró él.
Ella miró por la ventanilla.
—Eso que se ve entre las nubes debe ser Dinamarca. —Sin volverse, preguntó—: ¿No lo encuentras emocionante?
—Ma…mara…villoso.
Cuando la azafata les rogó que dejasen de fumar y se asegurasen los cinturones, Craig encendió la pipa, sin abrocharse el suyo. Pero nadie lo advirtió, afortunadamente.
Después de aterrizar —mientras Leah se felicitaba por hallarse ambos sanos y salvos en tierra— él la siguió hacia la portezuela del avión arrastrando los pies. Al salir de la plataforma móvil trató de poner el pie en el primer peldaño, pero sus rodillas se doblaron. Se apoyó en la barandilla y Leah evitó que cayese rodando, pues la tenía delante. Entre ella y los fuertes brazos de dos pasajeros, lo sostuvieron.
Mientras le ayudaban a bajar la escalerilla, Leah le notó el aliento. Su rostro se endureció; el armisticio se había roto.
De lo que siguió, apenas se acordaba Craig. Les esperaba un hombre al pie de la escalerilla, vestido como un carnicero en domingo. En el bar del aeropuerto tomó un café muy cargado. Pudo oír un fragmento del diálogo que sostenía Leah con el desconocido:
—No bebe nunca. No está acostumbrado. No cesan de importunarlo, de invitarle a beber unas copas para festejar su triunfo, y él no sabe decir que no. Y ahí tiene el resultado.
De nuevo volvió a oírla ante la ventanilla del cambio de moneda:
—No podemos irnos dentro de dos horas. Tampoco puedo permitir que visite Estocolmo en este estado. Él es muy distinto. Sería lamentable.
Luego fueron a la cabina telefónica y su acompañante les encontró unas habitaciones en un hotel. Se metieron en el automóvil del desconocido y efectuaron una carrera interminable. Llegaron a un hotel rutilante, con una pista para automóviles que describía una curva hasta una entrada imponente. Un bullicioso vestíbulo, con el mostrador de conserjería a la izquierda y los ascensores a la derecha. Sexto piso. Por aquí, hagan el favor.
Todos los demás detalles estaban embotellados en alcohol. Un alto alcoholismo es igual a un bajo poder de recordar. Una ecuación muy sencilla.
Se incorporó en el lecho. Habían transcurrido más de veinte minutos desde que Leah se marchó. Se puso los zapatos y se los ató. Pasó al cuarto de baño y se chapuzó la cara con agua fría, se mojó el cabello y se peinó. Deshizo el nudo de su corbata para hacerlo de nuevo. Se puso la chaqueta de su traje gris oscuro y fue a la habitación de Leah, gemela de la suya. Una maleta estaba abierta y el resto del equipaje en el suelo, atado aún con las correas.
Volvió a su habitación para buscar la trinchera y entonces se dio cuenta de que había una nota sujeta a una silla con un alfiler, al lado de la cabecera. La desprendió para leerla:
ANDREW. Por si despiertas antes de que yo vuelva, he salido a almorzar con un señor de la Embajada Norteamericana. Tuvimos que anular los pasajes del avión a Estocolmo porque tú estabas demasiado bebido. Hemos tomado estas habitaciones en el hotel para que descanses, y tomaremos esta noche el tren para Suecia por la misma razón. Volveré a las cinco. Pórtate bien. LEAH.
Examinó el membrete de la carta. Estaba alojado en el Hotel Tre Falke, 9 Falkoner Alle, Copenhague.
Estrujó la nota en su mano, la tiró a la papelera de mimbre y se dirigió al ascensor. Después de pulsar el botón, la espera se le hizo interminable. Sacó la pipa, y cuando llegó al ascensor, ya estaba fumando. Se abrió la puerta automáticamente y descendió hasta la planta baja sin detenerse.
Preguntó a un botones dónde estaba el bar, y el jovencito barbilampiño lo acompañó al otro lado del vestíbulo y entonces señaló a la izquierda. La barra curvada, en forma de herradura, situada después del comedor, estaba desierta con la excepción de un joven rubio y de mentón huidizo, con traje negro y delantal blanco, que estaba detrás de la misma.
Cuando Craig se acercó, vio que el barman lo miraba con atención. Encaramándose sobre un taburete, dijo:
—Un scotch doble.
El barman vaciló:
—Perdón, señor. ¿Es usted míster Craig, que tiene las habitaciones 607 y 608?
—Sí.
—Lo siento muchísimo, señor, pero tengo órdenes muy rigurosas de no servirle.
Craig se quedó más sorprendido que enfadado.
—¿Y cómo me ha reconocido usted?
—Su esposa me dijo cómo era, señor.
—No es mi esposa.
—Pues la señora que le acompaña. Me dijo que usted estaba gravemente enfermo —le ruego que me disculpe— y que el médico le había prohibido terminantemente la bebida.
—¿Está usted loco? Esto es un bar abierto al público. Yo soy un cliente como otro cualquiera. Le he pedido una copa y le ruego que me la sirva.
El barman rubio vaciló, pero se mantuvo firme.
—Nos podrían denunciar, señor, si usted cayese enfermo. El reglamento del hotel nos autoriza a servir a los huéspedes a nuestra discreción. Puede leerlo en su propia habitación pegado a la puerta.
El furor de Craig no se dirigía contra aquel estúpido, sino contra Leah. No quiso discutir. El sólo deseaba unas copas.
—Muy bien, muchacho. Yo no estoy enfermo y ella no ha hecho más que tomarte el pelo, pero no vale la pena que discutamos. —Se incorporó—. Ponme una sola, entonces…, una sola para que pueda salir a la calle. Nadie lo verá.
El barman vaciló. Su único deseo, que mostraba bien a las claras en su expresión, era que aquel embarazoso cliente se fuese lo antes posible. Con gesto de asentimiento, sacó una botella y una copita del bar y le sirvió.
—No debiera hacerlo —dijo, mientras acercaba la copa al norteamericano.
Craig la apuró de un trago. El líquido, al humedecer su boca, quemarle la garganta e irradiar su calor por el pecho, lo reanimó.
—¿Qué te debo?
—Nada, señor. —E hizo un chiste solemne—. Recuerde que no ha tomado nada.
Craig sonrió con amargura.
—Es la mejor copa que he bebido en mi vida. —Se deslizó del taburete—. ¿Dónde está el centro de la ciudad?
—A veinte minutos de aquí, señor. Se llama Raadhuspladsen. Es la parte más céntrica. No tiene pérdida. Encontrará taxis frente al hotel, o puede tomar el autobús. No olvide cambiar los dólares por coronas.
—Gracias, amigo.
En el vestíbulo, junto al mostrador de la recepción, se hallaba la empleada de cambio de moneda, con su máquina calculadora. Él le dio un billete de veinte dólares, recibió a cambio un puñado de coronas, se metió la moneda danesa en la cartera mientras observaba los periódicos y revistas americanos, ingleses, alemanes y franceses que se exhibían en el puesto contiguo, y luego salió a la calle.
El día se había aclarado, pero el aire era frío. Vio varios automóviles aparcados frente al hotel, pero ni un solo taxi. Después de esperar un momento se acercó al portero que conversaba animadamente con un mozo de equipajes de raídas vestiduras.
—¿Dónde está la parada del autobús?
—¿El autobús? —repitió el portero. Luego señaló con el dedo—. Allí. Va a salir dentro de un momento.
Craig le dio las gracias y se dirigió a grandes zancadas hacia el gran autobús azul y blanco, parado en el arroyo ante la puerta de un cine.
Subió al autobús y el achaparrado conductor, que usaba gafas y estaba sacando brillo con una gamuza al enorme volante, le saludó con una inclinación de cabeza:
—¿Su billete, por favor?
—No lo tengo.
—Es igual, puede sacarlo ahora…
Craig buscó su cartera, sacó un fajo de billetes daneses y lo tendió confiadamente al conductor. Este se quedó varios y le devolvió el resto a Craig.
Al penetrar en el interior del autobús, Craig vio que estaba casi lleno, principalmente de jóvenes escandinavas. Se dirigió al fondo y se sentó en una estrecha butaca que apenas le dejaba sitio para las piernas. A los pocos minutos, el motor del autobús empezó a rugir. Las marchas rechinaron. El pesado vehículo se apartó de la acera, recorrió dos manzanas hacia la derecha, torció luego a la izquierda para meterse en una calle muy populosa y avanzó por ella.
Craig aún no había visto Copenhague. Cuando él y Harriet realizaron su viaje de bodas de seis meses después de la guerra, fueron a Göteborg por mar, pasaron una semana en Estocolmo, fueron en avión a Amsterdam y allí tomaron el tren hasta París. No sentían deseos de abandonar la capital de Francia, a pesar de que ya llevaban seis semanas en ella, pero finalmente alquilaron un «Citroën», con el que fueron a San Sebastián, luego a Madrid y Barcelona, de allí a Niza, para detenerse en La Spezia, recorrer las montañosas carreteras de la región y descender por la península italiana hasta Roma. Más tarde, fueron hacia el norte, pasando por Milán y Berna, y regresaron a París, donde devolvieron el «Citroën». En el barco, de regreso a su país, no hacían más que hablar de su maravilloso viaje, y todas las noches decían que el próximo verano regresarían a Europa. Pero la vida los asedió con sus exigencias y nunca pudieron regresar juntos, y allí estaba él entonces, en Copenhague, solo, sin mirar por la ventanilla del autobús porque todo aquello le importaba un bledo.
Se escuchó un carraspeo y luego se oyó la voz del conductor, que hablaba por el micrófono.
—Sean ustedes bienvenidos a nuestra visita invernal diaria de Copenhague —anunció el conductor con tono profesional—. Es la una y media de la tarde. La visita tiene tres horas de duración. Terminará en la Plaza del Ayuntamiento —que en danés llamamos Raadhuspladsen— a las cuatro y media. Haremos cinco paradas con sus correspondientes visitas durante el recorrido, para que quienes lo deseen puedan tomar fotografías. Las paradas se efectuarán en la iglesia de Grundtvig, la fuente de Gefion, la estatua de la Sirenita en el puerto de Copenhague, el Langelinie y el Castillo de Amalienborg. En los demás puntos que ofrecen interés histórico…
Al comprender finalmente dónde se encontraba, Craig se sintió anonadado. Aquel no era un autobús ordinario para el servicio de la ciudad. Estúpidamente, se había metido en un autobús de turistas. Su primer impulso fue accionar la señal de alarma, o acercarse al conductor y explicarle la equivocación que había cometido, para pedirle que le permitiese apearse a la primera luz roja. Pero luego pensó que no había motivo para hacer tanto alboroto. Lo que él quería era encontrar un bar, únicamente un bar, donde fuese, y aquel ridículo medio de transporte podía llevarle a su destino con la misma rapidez que otro vehículo cualquiera.
A pesar de lo incómodo que se sentía y de su sed abrasadora, aún estaba lo bastante tranquilo para reírse de su situación. Pensó que no tardaría en establecer la marca mundial del turista que había permanecido menos tiempo sentado en el curso de una visita a Copenhague.
La carrera no llevaba trazas de acabar, pero por último el autocar frenó y el conductor dijo por el altavoz:
—El Castillo de Amalienborg, donde en el siglo XVIII empezaron a residir los reyes de Dinamarca. Pueden ustedes apearse si lo desean.
Todos los ocupantes del autocar se levantaron a la vez y se apiñaron frente a la salida. Los turistas empezaron a descender. Muy esperanzado, Craig los siguió.
Una vez en el exterior, el grupo de jóvenes se reunió en torno al guía. Craig escuchó el principio del discurso: —«Estas residencias reales se consideran uno de los mejores ejemplos del estilo rococó en Europa»— y se alejó. Paseó la mirada a su alrededor. Se encontraba al extremo de una gran plaza, totalmente rodeada por cuatro altivos palacios, idénticos entre sí. La guardia real, con morriones de piel de oso, hacía de centinela. Por ningún lado se vislumbraba nada que tuviese trazas de bar, taberna o casa de bebidas.
A Craig se le cayó el alma a los pies. Se sentía tan defraudado como un personaje de Kafka. Examinando de nuevo los desolados alrededores, advirtió una persona que se había separado del grupo de turistas y que, inclinada sobre su máquina fotográfica, parecida a la Rolleiflex de Leah, trataba de enfocar a los centinelas, a unos metros de distancia de donde él se encontraba. Una vez tomada la fotografía, se incorporó y se dedicó a enrollar la película con gravedad.
Craig se dirigió apresuradamente hacia ella. Vio al instante que era una mujer joven, una muchacha que no aparentaba más de veinte o veintiún años. Inclinado de forma precaria sobre su cabeza, llevaba un sombrero blanco en forma de sartén. Sus áureos y sedosos cabellos le descendían en cascada hasta los hombros. Un grueso suéter de color rojo coral, demasiado grande para ella y que llevaba desabrochado, cubría en parte su blusa blanca y la porción superior de su falda plisada azul marino. Cuando Craig llegó junto a ella, vio que sólo le llegaba al pecho.
Ella lo miró con sorpresa. Sus facciones eran anchas y bonitas. Tenía los ojos de un azul desvaído, con patas de gallo en sus extremos causadas por la risa. La nariz era recta y ancha, las mejillas de pómulos altos (como las de Harriet) y sus labios, llenos de grietas, rojos y carnosos. La negra mancha de una peca que mostraba a la derecha del labio superior, atraía la vista hacia la boca entreabierta y su blanca y perfecta dentadura.
Craig no fue indiferente al atractivo de la joven, y esto le impacientó y disgustó, porque tenía la mente ocupada en cosas más importantes.
—Perdone, señorita —le dijo—. Yo soy uno de los pasajeros del autocar…
Ella asintió con la cabeza.
—Desearía saber… quizás usted pueda decírmelo… si hay algún bar por ahí cerca.
—¿Un bar? ¿Quiere decir un restaurante con autoservicio?
—No… no… un sitio donde se pueda beber… un poco de whisky.
—Ah. —Indicó los palacios con un ademán—. Esto es Amalienborg.
—Si, ya lo sé.
—Aquí no hay bares ni nada parecido.
—¿Pero no los habrá por aquí cerca?
Ella se encogió de hombros.
—Yo no conozco muy bien esta plaza. Tal vez más adelante… —De pronto, sonrió con el entusiasmo de un conspirador—. Cuando vea uno, ya se lo indicaré.
—Se lo agradeceré mucho.
Metió sus manos heladas en los bolsillos de su trinchera, hundió la cabeza entre los hombros y regresó apresuradamente al autocar. Al subir a él, observó que la joven lo miraba. Ojalá se acuerde de avisarme, pensó.
Para Craig, aquel recorrido turístico pasó del tedio a la monotonía y de esta al hastío. Las soporíferas explicaciones del guiá-conductor rozaban sus oídos sin penetrar en ellos. Permaneció acurrucado en su asiento, esperando, mientras ante sus ojos aburridos pasaron sucesivamente la Gliptoteca Ny-Carlsberg («pintores franceses y daneses»), la Jefatura Superior de Policía, el Castillo de Frederiksberg («renombrada academia militar»), el Parque Zoológico, y finalmente Nyboder («edificado hace tres siglos por el rey Cristián IV»).
Se detuvieron de nuevo, se apearon del autocar y se colocaron en semicírculo alrededor del guía, a un extremo del puerto, frente a la estatua de una sirena encaramada en un peñasco. Craig, balanceándose ora sobre un pie ora sobre otro, permanecía detrás del grupo, encogido dentro de su trinchera, anhelando desesperadamente lo único que podía infundirle calor.
Alguien le tiró de la manga. Volviéndose, vio a la joven a su lado, con su sombrerito blanco sobre sus rubios bucles. Su amplia sonrisa era cautivadora y continuaba con el suéter rojo coral desabrochado, a pesar de la baja temperatura. Sana y cordial sirenita, se dijo. Pero entonces vio que ella también debía de sentir el frío porque los pezones de sus pechos se habían endurecido y se marcaban visiblemente bajo su blusa blanca. Por primera vez reparó en el tamaño de sus senos, que levantaban la blusa, turgentes, rompiendo casi las perlas que la abrochaban, de tan tirantes.
Ella le indicó algo con un ademán.
—Allí.
Craig miró hacia donde ella le señalaba y vio un grupo de tiendas.
—En la más próxima encontrará lo que desea —añadió.
Él se llevó una mano al sombrero para darle las gracias, pero interrumpió su ademán cuando ella le hizo un guiño, para recordarle su complot. Luego vio cómo iba a reunirse con otras muchachas del grupo.
Él se alejó entonces deliberadamente, cruzó la calle y entró en la primera tienda. Era un bar, con varias mesas y sillas y nada más. Una mujerona surgió de la cocina, secándose las manos con una toalla. Él pidió ansiosamente un scotch doble, pero la mujer no entendía inglés. Craig miró las botellas que se alineaban en los estantes del bar e indicó con el dedo una de Ballantine. Sonriendo, la mujer, tomó la botella y empezó a servirle una copa cuando él levantó la mano, y por medio de una viva pantomima, le indicó que deseaba servirse él mismo y que dejase la botella en el mostrador.
Bebió tres copas seguidas, mientras la dueña lo observaba y las contaba desde un rincón oscuro, antes de comprender que no había necesidad de que se diese prisa. Disponía del día entero. Llenó por cuarta vez la copita, con los músculos ya más suavizados por el licor, y esta vez saboreó la bebida despacio, paladeándola.
Oyó la campanilla de la puerta cuando esta se abrió y se volvió, dispuesto a dar la bienvenida a un miembro de su gremio. Vio en seguida que era ella, con su sombrerito blanco aún inclinado precariamente sobre sus áureos cabellos.
—El autocar se va —le gritó—. ¡Sólo le esperan a usted!
Comprendió inmediatamente que no podía desertar de la legión extranjera. Hubiera sido un gesto casi antinorteamericano. De muy mal efecto propagandístico. Todos le esperaban. Si él se negaba a acompañarlos y prefería quedarse en una tabernucha en lugar de continuar la vida turística, ellos podían interpretarlo como un acto deliberadamente antidanés, que invalidaría diez años de esforzada labor por parte de la Casa Blanca. Le disgustaba tener que irse, pero las obligaciones de un norteamericano en el extranjero pesaban mucho en su ánimo. Además, estaba ya un poco achispado.
—Ya voy —dijo.
Apuró la cuarta copa, volvió a llenarla con precipitación vertiendo parte del whisky y la apuró también de un trago. Entonces sacó la cartera. La mujerona separó el importe de las bebidas. Él le dio otro billete —para agradecerle su hospitalidad— recogiendo el resto, lo metió en el bolsillo de su chaqueta y se fue hacia el autocar detrás de la joven rubia.
Esta vez se sentaron juntos, ella a la ventanilla y él con sus largas piernas en el pasillo. Ocuparon las dos últimas butacas. Una vez satisfecha su principal necesidad, Craig ya estuvo en disposición de observarla más atentamente. Las anchas facciones de la joven eran indudablemente hermosas. Todos sus rasgos fisonómicos estaban separados entre sí, sin apretujarse, como obras de arte sabiamente colocadas en una buena galería. Sin embargo, el efecto final que esto producía era único… un efecto de perfección nórdica, pero que, de manera curiosa, no tenía nada de nórdica por su suavidad, su falta de altivez y su contagiosa sonrisa. Nada de artificial empañaba aquellas facciones, con excepción de la pintura aplicada a los labios para ocultar sus grietas y, posiblemente, la peca junto a la comisura de la boca.
—¿Es de verdad esa peca? —le preguntó él.
El recorrido ya duraba media hora y, casi constantemente, ella estuvo mirando por la ventanilla hacia los lugares indicados por el guía, y sólo de vez en cuando le dirigía una sonrisa. Al oír esta pregunta, la joven se volvió.
—Naturalmente que lo es. ¿Pues qué creía usted?
—Algunas mujeres se las pintan para llamar la atención.
—Yo no necesito llamar la atención.
La joven dijo aquellas palabras sin petulancia, sólo para exponer un hecho de orden práctico.
—Estoy de acuerdo con usted —replicó él al instante—. Es usted muy bonita —y añadió—: y… muy amable.
Ella, en lugar de agradecerle el piropo, le miró de hito en hito hasta hacerle pestañear.
—¿Por qué tiene que beber? —le espetó de pronto.
Lo directo de la pregunta le hizo dar un respingo. Nunca le habían hecho tal pregunta.
—He estado enfermo —contestó. Podía escoger entre un centenar de respuestas, disgresiones e implicaciones, pero en el fondo todas iban a parar a lo mismo.
Ella asintió y pareció darse por satisfecha.
—Es que lo supuse —dijo—. ¿Y ahora, se encuentra bien?
—Me siento mejor.
—Me alegro por usted.
Craig estaba encantado. Por primera vez en muchos meses, sentía interés por algo externo.
—Me disponía a disculparme —dijo—, pero quizás ahora usted lo comprenda. Verá, no es que me disgustase visitar la ciudad…, tampoco tengo nada contra su país…
—Este no es mi país. Yo soy sueca.
—Perdone, no lo sabía…
Ella sonrió.
—Todas las escandinavas son iguales en la oscuridad. Es una frase muy tonta que oí pronunciar una vez a un chico inglés. ¿Y usted, qué es? ¿Inglés? ¿Americano?
—Americano.
—¿De dónde?
—De Wisconsin.
—¿Está eso cerca de California?
—No, muy lejos. Está entre California y Nueva York. Es un estado, una provincia, lo llamarían ustedes, situado a orillas de los Grandes Lagos.
—Ah, Chicago.
—Cerca.
—¿Y hay gangsters de verdad por allí?
—No como los que se ven en las películas. Pero hay algunos. Y también vaqueros e indios, pero no muchos. La mayoría son personas como las de Suecia. ¿De qué punto de Suecia es usted?
—De Estocolmo. ¿No le gusta? Es muy bonito.
—Sí, ya lo conozco.
—¿Ha estado usted en Suecia?
Craig asintió.
—Sí, hace mucho tiempo —dijo, deseando cambiar de tema—. Y usted, ¿qué hace aquí?
—Este invierno tengo una semana de vacaciones —contestó ella—. El año pasado, mis amigas y yo fuimos a Dalarna a practicar los deportes de invierno.
—¿Y qué deportes practica usted?
—Me gusta mucho patinar, esquiar y el bobsleigh. Este año, mis amigas desearon visitar Dinamarca. Es un país muy bonito, pero yo prefiero Suecia. Me gustan más los deportes que visitar catedrales, palacios y estatuas. Más que ver cosas, me gusta hacerlas.
Él apenas la escuchaba, tan absorto se hallaba contemplando su cara.
—Ya sé a quién se parece —dijo de pronto—. Sabía que la había visto antes.
—¿Dónde?
—En una pintura al óleo de Anders Zorn que vi en Estocolmo la última vez que estuve allí. Es un desnudo femenino, de pie sobre una cornisa de roca… Representa a una joven de cabellos dorados —a decir verdad, rojizos— que el viento le arroja sobre el rostro… mientras se halla en una actitud de absoluto reposo, contemplando las aguas azules de un río…
—Tal vez yo hice de modelo para ese cuadro —dijo ella, bromeando.
—Entonces, usted no era más que un resplandor en los ojos de su abuela. Zorn pintó ese cuadro en 1904. ¿Le gusta Zorn?
—Nunca oí hablar de él —dijo ella con sencillez.
Una ninfa terrenal, se dijo Craig, una aparición del presente, sin pasado, sin el fardo de la historia y del saber, un espíritu eternamente juvenil. Los vínculos que le unían a la historia y su dependencia al pasado hicieron que la envidiase.
Advirtió que el autocar se había parado y que los pasajeros desfilaban hacia la puerta.
—Stroget —dijo ella—. Es la calle principal de Copenhague. No está en el programa, pero nos conceden un cuarto de hora para que compremos algunos recuerdos.
Se levantó, alisándose la falda plisada. Él también se levantó.
—¿Quiere comprar algún recuerdo? —preguntó a la joven sueca.
—No es que lo desee especialmente…
—La invito a beber algo.
Ella le miró con expresión solemne.
—Si bebe mucho, se le subirá a la cabeza.
—En efecto.
—¿Tanto lo desea?
—Sí.
—¿Por qué quiere que le acompañe?
Había varias respuestas para aquella pregunta, algunas deshonestas y otras honestas y halagadoras.
—Bebo más despacio en compañía —repuso.
Ella se echó a reír.
—Es la mejor excusa que podía darme. —Se salió al pasillo y le sonrió—. Muy bien, vamos.
Luego le precedió hacia la salida.
Ambos anduvieron juntos por la bulliciosa calle, chocando de vez en cuando con los viandantes y abriéndose paso entre ellos, hasta que salieron a una gran plaza llena de vehículos: Raadhuspladsen.
Ella extendió el brazo ante el pecho de Craig, para señalar.
—Ahí está el Palace Hotel. Es donde tomé unas copas con mis amigas la primera noche. Está muy bien.
—Entonces, al Palace Hotel se ha dicho.
Recorrieron una manzana de casas a paso lento y penetraron en el vestíbulo del Palace. Craig tuvo la impresión de hallarse en una vieja y aristocrática mansión, tranquila y discreta y le agradó el buen gusto que demostraba la joven.
—Allí está el Jardín de Invierno —dijo ella—, o podemos ir a un saloncito muy acogedor que hay a la izquierda.
—¿Qué prefiere usted?
—El saloncito.
Cruzaron una sala y penetraron en el bar, de ambiente serio, sosegado y grave, con sus viejos paneles de madera, que evocaban el rugiente fuego del hogar. Los acompañaron a un reservado oculto tras una columna y se sentaron a ambos lados de una mesita, frente a frente.
Ella tomó lo mismo que él, con la diferencia de que la joven bebió una copa y él dos dobles. Después de todo, tenía que mantenerse fiel a su ciclo.
Había transcurrido media hora cuando él consultó su reloj.
—¿Ya sabe usted que hemos perdido el autocar?
—Sí, ya lo sé.
—¿No estarán preocupadas sus amigas?
—¿Por qué han de estarlo? No soy una niña.
—¿Cuántos años tiene usted?
—Veintitrés.
—Supongo que no está casada.
—No. ¿Y usted?
El vio que la copa de la joven estaba vacía y llamó al camarero para pedirle un scotch para ella y un doble para él.
—Lo estuve —dijo finalmente. Le era menos difícil hablar de ello a través de los vapores del alcohol—. Mi esposa murió… en un accidente… hace tres años. Fue un accidente de automóvil. Conducía yo. Había bebido unas copas de más. Creo que fue culpa mía.
—Nadie mata a un ser querido de esa forma. Fue un accidente.
—Llovía. No pude dominar el coche.
—Fue un accidente —repitió ella.
Él asintió, aturdido por el whisky.
—¿De veras no le importa no continuar visitando la ciudad?
—Ya le dije que las catedrales me aburren. Me gusta hacer cosas, no verlas.
—Pero lo que hacemos ahora, no puede decirse precisamente que sea practicar un deporte de invierno.
Ella sonrió.
—Pero resulta tan estimulante y divertido como un deporte.
Les sirvieron las copas y, cuando Craig tomó la suya, pidió al camarero que luego le trajese otro doble.
—Pronto cumpliré cuarenta años —dijo.
—¿Debo entender por eso que tiene treinta y nueve? ¿Pues por qué no lo dice?
—Me siento como si tuviese cuarenta… cincuenta o sesenta. Sí, tengo treinta y nueve años. ¿Por qué está con un hombre de treinta y nueve años? Es lo mismo que visitar un viejo edificio histórico.
—Usted me hace gracia.
—¿Por qué ha venido conmigo? ¿Por instinto maternal… porque me compadece?
—¿Por qué tendría que compadecerlo?
—No sé. ¿Por qué me acompaña, pues?
—Porque usted me hace gracia, me divierte. Y como me gusta divertirme, aquí estoy.
Pensar que alguien le considerase como un hombre que hacía gracia, como un sujeto divertido, era algo que escapaba al entendimiento y a la comprensión de Craig.
—Se burla usted de mí.
—¿Yo, burlarme? ¿Quiere usted decir que bromeo? No. ¿Por qué tiene un concepto tan bajo de sí mismo?
—¿Cree usted que lo tengo? Sí, en efecto, así es. Usted me hace bien. Debería llevarla como un talismán. —Apuró el licor que quedaba en su copa, cuando le sirvieron la que había pedido—. ¿Qué dicen en su país para brindar…?
—Skol.
—Pues skol por usted.
Terminó de beber la copa y buscó inmediatamente la que acababan de traerle.
—¿Qué hora es? —preguntó ella.
—Alrededor de las cuatro.
—Tengo que volver al hotel. Aún no he hecho el equipaje. Regreso a Estocolmo esta noche.
—Yo la acompañaré.
Apuró su última copa, pagó las consumiciones y se apoyó en el brazo de ella cuando atravesaron el hotel y salieron a la calle.
En el taxi, la joven le preguntó:
—¿Qué tal se encuentra?
—Borracho. Muy bien. Muy bien y borracho, y con ganas de dormir.
—Me alegro. Le dejaré en su hotel. ¿En cuál está?
—No, eso no está bien. Como quiera. Tre y no sé qué más… Ah, sí… Falke.
El taxi corría a gran velocidad y en menos de veinte minutos llegaron al Hotel Tre Falke.
—¿No quiere subir? —le preguntó él con voz pastosa.
—No. Ande, váyase a descansar.
—Sí.
Salió del taxi con ayuda del portero, pero se desasió y volvió junto a la portezuela abierta.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó meticulosamente.
—Lilly Hedqvist.
—¿Cómo?
—Lilly.
—Yo me llamo Andrews… Andrews… Andrew Craig… ce, erre, a, i, ge… Craig.
—Tanto gusto de conocerle, míster Craig.
—El gusto ha sido mío.
Sólo cuando ella se hubo marchado él se acordó de que no había pagado el taxi, de que no sabía en qué hotel se hospedaba ni se acordaba de su apellido…, sólo de su nombre de pila, Lilly.
Se dirigió con paso torpe al ascensor y una vez dentro oprimió el botón del sexto piso. Cuando la puerta del ascensor se abrió, encontró en seguida su habitación, sacó la llave del bolsillo, abrió la puerta y luego la cerró. Quitándose la trinchera y la chaqueta, se acercó a la cama, se quitó los zapatos y se tumbó en ella, sumiéndose en un bienhechor olvido.
No supo por cuanto tiempo permaneció dormido —más tarde supo que había dormido más de tres horas y media—, pero volvió a la vida cuando notó que alguien lo zarandeaba. Abriendo los ojos, vio la cara de Leah.
—¿Estás bien? —le preguntó ella con ansiedad.
Volvía a tener la boca seca y notaba dolor en la parte interna de los ojos. Fuera de esto, se sentía bien.
—Estoy perfectamente —dijo incorporándose.
—Has dormido nueve horas de un tirón. ¿Sabes dónde estás?
—Claro que lo sé. Me levanté para ir al cuarto de baño y vi tu nota.
—Pronto van a dar las ocho. El tren sale a las nueve y siete minutos. Míster Gates nos llevará en su coche. ¿Quieres un bocadillo?
—No.
Ella lo miró con expresión cansada.
—Te estás matando. No sé si sabías que tuve que cancelar las reservas.
—Gracias, Leah. Ahora me arreglaré.
Llegaron a la Estación Central, parecida a un inmenso hangar, un cuarto de hora antes de la salida del tren. Mientras seguía al mozo que les llevaba los equipajes al expreso del Norte, Craig hizo una breve parada ante el cochecito blanco de un vendedor para comprar algunos cacahuetes y un Reader’s Digest. Al llegar al coche cama, un revisor bajito y amable que tenía en sus manos una lista, comprobó su identidad y examinó sus pasaportes.
Una vez en el vagón, Craig vio que habían repartido su equipaje entre dos compartimientos contiguos, el 16 y el 17, observando también que las camas estaban hechas y que no había ningún sitio para sentarse.
Saliendo de nuevo al pasillo, bajó una ventanilla para Leah y otra para él. Gates estaba abajo, en el andén, con una sonrisa diplomática en su cara, como un banderín de la Embajada. Leah le agradeció sus dos invitaciones a comer, por la visita a Elsinor y Gates respondió que no tenía por qué agradecérselo, pues para él había sido un placer acompañarla.
Parecía estar ansioso por hablar con Craig.
—Todos nos sentimos muy orgullosos de usted, míster Craig. Seguiremos con el mayor interés el desarrollo de las ceremonias para la concesión de los premios.
—Ha sido usted muy amable —dijo Craig—. Cuando tenga tiempo, escribiré al embajador para recomendar su ascenso.
Gates trató de restar importancia a lo que había hecho con un modesto movimiento de cabeza.
—No hace falta que se moleste —dijo—. Pero hay una cosa que le agradecería muchísimo… Mi esposa Esther es una admiradora de usted, como yo. No sabe cuánto nos gustaría tener un ejemplar de su próxima novela, dedicado.
Amigo, para cuando esté terminada, podrán leerla sus nietos, hubiera querido decirle Craig. Pero ya estaba casi sereno y se proponía mostrarse cortés.
—Cuente usted con ello —le dijo.
—Por si se olvida, yo se lo recordaré, míster Gates —añadió Leah con firmeza.
Craig ya empezaba a cansarse de estar asomado a la ventana entreabierta.
—¿No hay bar o restaurante en este tren? —preguntó.
—Lo siento —respondió Gates—, pero los ferrocarriles europeos no tienen bar. Es uno de sus mayores signos de barbarie. Si su compartimiento ya está arreglado, puede bajar el pequeño trasportín del pasillo y sentarse a leer…
Craig casi lo había olvidado. Estaba apoyado precisamente junto al pequeño asiento plegable.
—… y en cuanto a vagón restaurante —siguió diciendo Gates—, este tren no lo lleva. Suponen que todos los pasajeros han cenado y ustedes llegarán a Estocolmo a las nueve menos cuarto de la mañana, a tiempo de desayunar. Pero voy a decirle una cosa, míster Craig… Si usted tiene apetito, dentro de quince minutos, sólo quince minutos después de la salida del tren, trasbordarán estos vagones al ferry-boat de Malmö. Es un brazo de mar de veintisiete kilómetros de ancho que separa a este país de Suecia y la travesía suele durar dos horas. Cuando esté en el ferry, puede abandonar este coche cama y encontrará un par de sitios donde podrá comer. Ya lo tiene resuelto.
—Imagínate —dijo Leah—, un tren sobre un ferry. Me muero de ganas de verlo.
—Sí, es muy curioso —dijo Gates—. Están cerrando las puertas. El tren está a punto de salir.
—Gracias por todo —dijo Craig, cerrando la ventanilla y entrando en el compartimiento, dejando que Leah terminase de despedirse. Se sentó en su litera, contemplando las lujosas y desgastadas paredes de madera marrón del reducido compartimiento. Llenando la pipa, la encendió, y un momento después el expreso del Norte empezó a moverse.
Leah se acercó a la puerta abierta.
—Nos vamos —dijo.
—Gracias a Dios.
—¿Pero no estás nada emocionado?
—Lo único que me emociona es pensar que cobraré esos cincuenta mil dólares del ala.
—¿Cómo es posible… que te hayas vuelto tan interesado?
—¿Qué esperabas que dijera, Leah? Ya no soy un colegial.
—¡Es el más alto honor que puede alcanzarse en este mundo!
—Y me siento muy honrado. También sé que llevo varios años sin escribir un solo libro. Tengo la sensación de que acepto un premio que no merezco.
—No digas eso. He estado leyendo una biografía de Alfredo Nobel. Dice que él concibió el premio de literatura como una ayuda para escritores jóvenes y de media edad, que así podrían proseguir su labor idealista y de apostolado…
—La verdad es que temo que Alfredo Nobel haya hecho una mala inversión esta vez.
La reacción de Leah fue exasperada.
—¿Por qué siempre esa manía de menospreciarte, Andrew?
Él la miró vivamente, recordando que la joven sueca de cabellos de oro le había dirigido casi las mismas palabras aquella misma tarde.
—No me menosprecio —dijo, poniéndose a la defensiva—. Sencillamente, veo mi obra de una manera realista… Lo mismo que mi futuro.
—Supongo que no adoptarás esa actitud en Estocolmo. Todos te consideran mucho y también esperan mucho de ti.
Él se sentía inquieto y no estaba de humor para escuchar sermones de su cuñada.
—Te prometo, mi querida Leah, que en Estocolmo seré un auténtico modelo de lo que debe ser un gigante de la literatura.
—Déjate de bromas.
—No bromeo. Tú espera y verás.
Ella se disponía a irse.
—Pronto estaremos en el ferry-boat. ¿Piensas comer algo?
—No sé.
—Si vas a comer algo, llévame contigo. Me gustará acompañarte.
Sí, claro, mi querida enfermera, tú quieres acompañarme… ¡Un cuerno me acompañarás!, se dijo.
—Muy bien, Leah. Ya te llamaré si pienso salir.
Cuando ella lo hubo dejado y escuchó su puerta al cerrarse y el ruido de los colgadores de ropas del compartimiento contiguo, salió de nuevo al pasillo. Acodándose en la ventanilla, contempló las hileras de luces distantes, y su garganta y su estómago se contrajeron, dominados por la necesidad de bebida. Por último bajó el asiento plegable y se sentó en él de lado, con las piernas extendidas. Luego se puso a fumar. Se preguntó por qué no había empezado por decir a Leah que se fuese al infierno para luego llenar una maleta de botellas de whisky, con lo que ya no habría problema. Tal vez fuese el temor de perderla —aunque esto parecía improbable—, pues la soledad aún le causaba más espanto que la falta de alcohol. Quizá fuese algo completamente distinto. La gente vivía de acuerdo con minúsculos hitos: en estas vacaciones empezaremos una dieta, en tal cumpleaños empezaremos a hacer economías, o por Año Nuevo iniciaremos un programa de trabajo. Estos eran los pequeños rejuvenecimientos, los símbolos de caza y las esperanzas artificiales con que la gente se engañaba. En su esfuerzo por romper los vínculos que lo unían a la botella, para dejar tras de sí la inercia y la derrota, él consideró aquel Premio Nobel como uno de tales puntos decisivos. Una noche en que estaba medio borracho, después de recibir el telegrama, se obligó a creer que podría ir a Suecia sereno, recibir el premio sin que la cabeza le diese vueltas y, después, cargar con su responsabilidad de reciente miembro abstemio de la comunidad humana.
Pero entonces vio con lucidez cuán falaz había sido aquel sueño. Nada había en este mundo que le impidiese beber. ¿Qué importaba o dejaba de importar que fuese a Estocolmo sereno, erguido y firme para recibir el premio? ¿Qué importaba o dejaba de importar que renovase su suscripción a la especie humana, que trabajase, votase, diese fiestas, asistiese a otras, leyese, pescase o amase? ¿Para qué, y para quién? El argumento a favor de la euforia permanente creada por el alcohol tenía más sentido. Era la mejor medicina que le podían dar los brujos para ahuyentar el espíritu de su perdida Harriet y de su culpa, de los libros por escribir y de las promesas no cumplidas que le hiciera la vida.
El tren se había detenido. Por la ventanilla vio una pequeña estación, un apartadero, luces amarillentas y grupos de empleados ferroviarios. El tren dio una sacudida, luego otra y otra. Craig se levantó, dejando que el asiento plegable se cerrase con estrépito, y abrió la ventanilla. La ráfaga de aire helado le produjo un escalofrío, pero siguió en la ventanilla. Tuvo que esperar a ver la borda y el brillo del agua junto a ella para comprender que estaban embarcando en el ferry-boat de Malmö.
Hubo un nuevo choque metálico y el tren volvió a detenerse. Sin hacer ruido, Craig cruzó frente al compartimiento de Leah y siguió el pasillo hasta el extremo del coche-cama. El revisor le ayudó a descender a la abarrotada cubierta del transbordador. Atrapado entre el tren, que de pronto se veía enorme y parecía que fuese a aplastarle, y unas cabinas de madera a la derecha, experimentó un sentimiento de opresión. Olvidó tomar la gabardina y el aire nocturno que penetraba a través de la tela de su traje parecía clavarle agujas de hielo.
—¿Dónde podría beber algo para calentarme? —preguntó al revisor.
—Suba por esa escalera a cubierta —repuso el empleado—. En el comedor de primera clase hay servicio de restaurante y bar. Vaya hacia proa.
El revisor y él se apoyaron de espaldas contra el vagón cuando un grupo de pasajeros, todos cubiertos con gruesos gabanes y suéters, pasaron en dirección a la escalerilla del transbordador. Craig vio pasar a una mujer muy alta con un largo cigarro en la boca. Luego pasaron varios adolescentes de voces roncas, casi todos ellos fumando cigarrillos. También vio a algunos caballeros bien vestidos.
—¿Quiénes son esos? —preguntó Craig—. ¿Iban en nuestro tren?
—Oh, no. Nuestro expreso procede de París —dijo el revisor—. Esos vienen todos de la sala de espera de arriba. Los jóvenes están de vacaciones, los suecos van a pasarlas a Suecia y los daneses les acompañan, como invitados o amigos. Las personas mayores van en viaje de negocios.
Craig se mezcló con los rezagados y subió por la escalera metálica hasta una puerta que se abría y se cerraba continuamente. Pasando por ella, se encontró en la cubierta superior del ferry-boat, batida por el viento y abarrotada de pasajeros, suecos y daneses, sentados en bancos, formando grupos de pie o paseando, en medio de gran bullicio y algazara.
Cuando se abrió paso a codazos entre la apretada multitud, el barco empezó a hacer girar sus hélices y a moverse con crujidos. Un rótulo iluminado indicaba el restaurante de primera y Craig avanzó hacia su objetivo. Una puerta vidriera daba paso a un vestíbulo, cálido y acogedor como una cámara de descompresión después de las apreturas y agitación exteriores y del frío que hacía en cubierta. La segunda puerta vidriera daba paso a un inmenso comedor recientemente decorado. Quedaba totalmente ocupado por sillas y mesas, aunque apenas había nadie sentado. A su izquierda, casi al alcance de la mano, Craig vio un mostrador circular, en el que se exhibía gran cantidad de bocadillos de smorgasbord y dulces. Tras el mostrador se hallaba un danés de cabellos grises y una joven delgada, ambos de uniforme.
Craig se acercó al mostrador.
—Me han dicho que aquí podría beber algo.
—¿Qué quiere? ¿Café o té? —le preguntó el hombre de cabellos plateados.
—Scotch.
—¿Whisky?
—Sí. Sírvamelo doble y con hielo. No me ponga soda. Mejor aún: sírvame dos copas dobles. —Aquello requería una explicación—. La otra es para una persona que espero —añadió.
El ferry se balanceaba ligeramente y él se dirigió, separando las piernas para mantener el equilibrio, a una mesa del costado de babor, situada junto a una ventanilla. Por ella no podía ver Suecia, sino únicamente la proa de la embarcación y el reflejo de las luces de a bordo en el agua.
No tardaron en servirle ambas copas, una frente a él y la otra en el lado opuesto de la mesa. Necesitaba terriblemente el alcohol y vació la primera copa como si fuese agua. Tomando luego la que habían dejado al otro lado de la mesa, la apuró más despacio. Cuando la hubo bebido también, se sintió en paz y armonía con lo que le rodeaba, tranquilo y descansado. El ardor del scotch se le subió a la cabeza y, por primera vez, Estocolmo y todo lo que este nombre representaba le parecieron más aceptables. Sin embargo, aún no estaba suficientemente desarmado para olvidar el peligro que le esperaba. Le esperaba la negra noche y él no quería pensar.
El camarero de cabellos plateados estaba sentado ante una mesa próxima y Craig le hizo una seña:
—¿Venden ustedes botellas en el ferry?
—No solemos hacerlo, señor.
—Yo viajo en el expreso del Norte y hemos organizado una pequeña fiesta. ¿No podría usted venderme una?
—Tendré que tomarla de las que tenemos en el bar. ¿Qué desea usted?
Él golpeó su copa.
—De lo mismo. De la marca que sea.
—Veré lo que puedo darle.
Mientras esperaba, Craig llenó la pipa y su mirada ausente vagó distraídamente por la pieza. Vio a la joven antes de que ella pudiese reconocerlo. Llevaba aún el sombrerito blanco sobre sus áureos cabellos, la blusa que parecía que iba a estallar sobre su pecho turgente y el suéter rojo coral abierto. La falda era otra. En vez de la azul marino, se había puesto una falda gris, de lana y más larga. Había franqueado la puerta vidriera, tímidamente, dispuesta a irse, como si buscase a alguien.
Él se puso en pie de un salto y cruzó el comedor en su dirección. Ella lo reconoció sólo cuando lo tuvo a pocos metros.
—Hola —le dijo Craig, con auténtico placer. Le era imposible recordar su nombre.
—¡Qué sorpresa, míster Craig! —La joven le tendió la mano con mucha corrección y él se la estrechó—. No se acuerda usted de mi nombre, ¿verdad? Soy Lilly Hedqvist.
Él sonrió.
—No creo que estuviese en un estado muy apropiado para acordarme de su nombre. Ahora ya no se me olvidará.
—Estoy buscando a mis amigas. Deben de estar abajo, en el bar de segunda.
—¿No quiere usted tomar primero una copita conmigo?
Mientras hablaba, su mirada distinguió, a través de la puerta vidriera, a Leah Decker, que sostenía abierta la puerta de cubierta, sin penetrar del todo en el vestíbulo, mirando hacia atrás para ver dónde se había metido.
Aquel espectáculo galvanizó a Craig. Sujetó con tanta fuerza el brazo de Lilly, que la joven dio un respingo.
—No podemos quedarnos aquí. Venga conmigo. Trato de escapar de alguien.
Rápidamente, la empujó haciéndola pasar al otro lado del mostrador circular y casi la arrastró hacia la puerta opuesta.
—¿Dónde podemos escondernos? —dijo con voz suplicante.
—No sé…
—Sígame.
Salió a cubierta, seguido por Lilly. De momento, el alcohol lo inmunizaba contra el frío y el aire helado. Atisbó hacia cubierta, descubrió algo, al parecer, agarró a Lilly por el brazo y la condujo hacia una puerta, sobre la que se veía un rótulo indicador. Era el comedor de segunda clase. Entraron. Todas las sillas y sofás estaban ocupados. Permanecieron de pie apoyándose en una pared oscura. Lilly mostraba una expresión preocupada.
—¿Pero qué le pasa? ¿Es usted un criminal?
—No, es algo mucho menos novelesco. Tengo un guardián.
—¿Un guardián? ¿Cómo?
—Es mi cuñada. Me acompaña para cuidar de mí. No quiere que beba. Es una antialcohólica aficionada. Cuando nos hemos encontrado hace un momento, la vi que trataba de dar conmigo. No quiero que me encuentre.
—¿Por qué le da tanto miedo un pariente?
Él trató de hallar una respuesta, sin conseguirlo.
—La verdad es que no sé de qué tengo miedo. —Miró a su alrededor—. Estamos en segunda clase, ¿verdad?
—Sí.
—Ella tiene demasiados humos para empezar a buscarme por aquí. Pero cuando no me encuentre en primera, vendrá. Oiga, guapa, ¿quiere usted hacerme un favor?
—¿De qué se trata?
—En el tren me espera una noche muy larga… Viajo en el expreso del Norte…
—Yo también.
—¿En qué compartimiento?
—No, voy en el vagón de segunda…, somos seis en el compartimiento. Dormiremos sentadas.
—Puede usted utilizar mi cama, si lo desea. Yo ya me arreglaré…
—No. Prefiero estar con mis amigas. Cuando viajo no puedo dormir. ¿De qué favor se trata?
—Poco antes de que usted viniera, pedí una botella de whisky en el restaurante. Me hace mucha falta. He pensado en usted…
—Iré a buscarla.
Él le ofreció sus últimas coronas.
—Vaya usted con Dios.
Cuando la joven se hubo ido, él se apoyó en el mamparo, dando nerviosas chupadas a la pipa, esperando, y mirando con sobresalto a la puerta, por si aparecía Leah. A los cinco minutos, Lilly regresó. Llevaba un paquete que no disimulaba en absoluto su contenido: una botella.
Ello tomó en sus manos junto con el cambio.
—Le daría a usted un beso —dijo—. ¿Todavía piensa en buscar a sus amigas?
—¿No me ha invitado usted a una copa?
—Desde luego, y la invitación sigue en pie. ¿Pero, dónde?
La lisa frente de la joven se frunció en una arruga y luego su expresión se iluminó. Sonrió satisfecha y dijo:
—Ya sé dónde podemos escondernos.
—¿Conoce usted este barco?
—No, nunca he estado en él, pero mis amigas sí. Sígame. Es un sitio muy curioso.
Él la siguió y del restaurante pasaron a la venteada cubierta. La joven esperó, mientras él miraba para cerciorarse de que Leah no andaba por los alrededores. Luego hizo un gesto afirmativo. Tomándole la mano, ella le guió hábilmente entre los grupos de pasajeros y luego le hizo bajar la escalera metálica hasta la cubierta inferior. Vieron ante ellos los coches camas, altos e inmóviles. Aquel lugar estaba cargado de humedad, era desapacible y desprovisto de vida. Soltándole la mano, ella lo precedió con paso vivo. Craig la seguía dando zancadas. Así salieron a la oscura y despejada proa del ferry. Aparcados en dos hileras frente al tren había ocho automóviles.
Ambos se detuvieron tiritando y ella indicó alegremente los vehículos:
—¿Cuál prefiere?
—No la entiendo.
—Los hombres de negocios viajan en automóvil y utilizan el ferry para transbordar sus coches. Hace demasiado frío para quedarse dos horas encerrados en el automóvil y prefieren irse al restaurante. Por lo tanto, los coches están vacíos. Escoja uno. Es un escondrijo perfecto.
—Desde luego, es usted lista —dijo él, divertido—. ¿Y usted, cuáles son sus preferencias?
—El «Volvo».
Era un pequeño coche utilitario sueco, colocado en el centro de la pequeña hilera, oculto por la oscuridad y los otros vehículos, pero no por ello menos expuesto al viento. Él la precedió, abrió la portezuela delantera y la ayudó a entrar. Castañeteándole los dientes y abrazando su precioso paquete, rodeó después el automóvil y fue a sentarse ante el volante. Únicamente estaba abierta la ventanilla del lado del conductor y él la levantó.
—Herméticamente cerrado —dijo—. ¿Tiene calefacción este coche?
Él no pudo descubrir que la tuviese. Desenvolviendo la botella de scotch, rasgó el precinto con la uña y la descorchó.
—Usted primero —dijo a la joven. Esta tomó la botella. Los ojos de Craig se habían ido acostumbrando a la oscuridad y pudo ver claramente a la sueca. Esta permanecía acurrucada y encogida a causa del frío, pero entonces se enderezó para llevarse la botella a los labios, inclinando la cabeza hacia atrás. Su suéter color rojo coral se separó, revelando su pecho, y él no pudo dejar de ver, clavadas en la blanca blusa, las dos duras puntas que le habían llamado la atención aquella tarde.
Ella terminó de beber y observó lo que él estaba mirando.
—No llevo sostenes —dijo—. ¿Le parece mal?
Él se quedó de una pieza ante su franqueza y desparpajo.
—¿Mal? Lo encuentro muy hermoso. —Como no sabía qué decir, se refugió en el intelectualismo—. Durante la Restauración, las grandes damas eran de este mismo parecer. A veces practicaban orificios en sus corpiños para… para exhibir los senos. Y en Francia, en tiempos de Napoleón, las damas exponían el pecho a la admiración de los caballeros, siempre que les era posible. María Antonieta tenía una copa hecha con el vaciado en yeso de uno de sus senos. Hoy puede verse en Sèvres.
Ella le escuchaba perpleja y luego le pasó la botella.
—¿No bebe usted, míster Craig?
—Yo…, pues sí, ahora bebo.
No podía acordarse de cuánto tiempo hacía que había dejado de beber para seguir una conversación. Llevándose la botella a los labios, echó un buen trago, notando con voluptuosidad cómo el ardiente líquido esparcía su calor por su garganta y pulmones.
—¡Uf! —exclamó—. ¡Qué bueno!
El calor corría ya por sus venas y él apoyó la cabeza en el asiento. Volviéndose, observó entonces que ella le miraba fijamente.
—¿Me permite que le haga una pregunta de índole particular, míster Craig?
—Pregunte usted lo que quiera.
—Hace tres años que falleció su esposa, ¿verdad?
Él asintió.
—¿Cómo resuelve un hombre en su situación la cuestión amorosa?
Él se enderezó como impulsado por un resorte. Estaba verdaderamente sorprendido y se disponía a tomarse la pregunta a broma, cuando observó la expresión solemne de la joven en la semioscuridad.
¿Qué podía decirle a aquella criatura tan seria, para ser sincero? ¿Que no se había acostado con ninguna mujer impulsado por el deseo y el amor durante tres años? ¿Que una vez al mes, la semana en que estaba sereno, iba en automóvil a una casa de huéspedes que estaba a cincuenta kilómetros de la población y donde una tal señora Risten tenía tres jóvenes pupilas y que, como quien va a cumplir una obligación, y con los minutos contados, aliviaba su tensión con una de aquellas muchachas? ¿Qué apenas podía recordar las caras que estas tenían, porque pagaba veinte dólares por visita para utilizarlas como receptáculos y nada más? ¿Que no había acariciado con pasión a ninguna mujer desde que murió Harriet?
—Un hombre como yo puede pasar sin amor —dijo con sencillez.
—¿Cómo es posible tal cosa, tratándose de un ser humano?
Su mano sopesó la botella.
—La bebida lo hace todo posible.
—¿Pero usted debe de acostarse con alguna chica?
—Sí, pero sin amor. El amor no se paga.
—Esto es terrible. —Su cara se ablandó—. Siento pena por usted.
—Pues ya somos dos —dijo él con tono festivo—. Además, ¿qué sabe usted de eso, Lilly? ¿No me dijo que tenía veintitrés años? Aún está echando los dientes.
—Tengo edad suficiente para haber tenido ocho hijos.
—Y para tener más experiencia.
Ella rió con una risa profunda.
—Sí, tengo experiencia. Ahora beba usted, y después yo echaré otro trago.
Él bebió copiosamente, una y otra vez. Luego le tendió la botella y se repantigó en el asiento. Poco a poco, le iba envolviendo el suave manto de la embriaguez.
—Dígame… esa cuñada… ¿Es bonita? —preguntó Lilly.
—No tanto como usted. Pero no está mal.
—¿Se parece a su difunta esposa?
—No mucho. Tiene cosas a favor y cosas en contra.
—¿Se ha acostado usted con ella?
La pregunta se esforzó por atravesar las nieblas de su embotado cerebro y por último lo consiguió.
—¡Vaya pregunta de hacerme!
—Es una pregunta normal.
—No, Lilly —dijo, divertido—, no me he acostado con Leah.
—¿Qué clase de vida hace? ¿Es usted rico?
—Soy pobre, pero vivo mejor de lo que me permiten mis medios.
—¿En qué se ocupa usted? ¿Es abogado acaso?
—Soy escritor, Lilly. Escribo…, mejor dicho, escribía.
—¡Lo adiviné! —exclamó ella, alborozada—. Lo adiviné, pero no estaba segura.
—¿Y cómo lo adivinó? —preguntó él, con voz cansada.
—Por muchos motivos. Usted es joven aún, pero parece viejo. Es un tipo raro. Fuma en pipa. Sobre todo, por el modo como bebe. Strindberg también bebía.
—Se diría que usted ha conocido a muchos escritores.
—Sí, a algunos.
Él clavó la vista en el leve resplandor que reflejaba el techo del auto y escuchó el rumor de las aguas, hendidas por la proa de la embarcación. Guardaron un rato de silencio.
—Lilly.
—¿Qué?
—¿Y usted, qué hace? ¿Vive con sus padres?
—Mi padre murió. Tenía una tienda de encajes en Vadstena. Mi madre volvió a casarse y vive en Lund. Como no me gusta su marido, que tiene las manos muy largas…, me trasladé hace cuatro años a Estocolmo. Ocupo un bonito apartamiento de una habitación con cocina y un pequeño cuarto de baño, por el que pago ciento cincuenta coronas al mes.
—¿Cuánto es eso en dinero americano?
—Unos treinta dólares.
—¿Cómo se gana la vida?
—Vendo vestidos en la «Nordiska Kompaniet».
Él no conocía aquella casa.
—¿Y eso qué es?
—Unos grandes almacenes.
—¿Es usted feliz?
—Sí. ¿Por qué no he de serlo?
—¿Por qué no se casa?
—Me casaré, cuando sepa que el matrimonio contribuye a mi felicidad.
—¿Por ningún otro motivo?
—¿Es que hay algún otro motivo para casarse?
Él se volvió para mirarla.
—Lilly, si usted es sueca, creo que me gustará Suecia.
—Desde luego, le gustará.
—La última vez que estuve, me gustó, pero entonces era joven…, estaba en plena luna de miel. Y esta vez, la verdad, no sentía interés alguno.
—Le gustará. —Guardaron silencio por un momento y luego ella le tocó en el brazo—. Míster Craig, tenemos que salir del coche. Estamos a punto de llegar.
Él se incorporó, frotándose los ojos, y se esforzó por mirar a través del parabrisas. Ante ellos se extendían las luces de Malmö.
—Muy bien —dijo. Se disponía a abrir la puerta, cuando se le ocurrió algo—. Lilly…, quiero pedirle otro favor.
—¿También se trata de su cuñada?
—Exactamente. No podré pasar esta botella bajo sus narices sin que haga una escena. ¿Puede guardármela usted?
Ella la tomó de su mano.
—Le indicaré cuál es mi vagón cuando pasemos frente a él. Ocupo el compartimiento número diecisiete. ¿Se acordará?
—Sí, el diecisiete.
—En cuanto salgamos de Malmö, ya puede traérmela. ¿No le importa?
—En absoluto.
—¿Se me nota muy borracho?
—No mucho.
—Bueno. Gracias por su compañía.
Ambos salieron del «Volvo» y afrontaron el viento helado, que cortaba como un cuchillo, pero que no notaron tanto, al hallarse a resguardo entre el tren y la hilera de camarotes. El lugar se hallaba atestado de pasajeros, y se vieron obligados a caminar lentamente para acercarse al vagón de Craig.
El escritor se lo indicó.
—Este es. El diecisiete.
Ella inclinó afirmativamente la cabeza, diciendo:
—Tack för i kväll. Det var mycket trevlig.
—¿Qué es eso?
—Gracias. Lo he pasado muy bien.
—Craig sonrió.
—¿Cómo se dice «Espero volver a verla pronto»?
—Jag hoppas vi ses igen snart.
—Pues bien, jag hoppas…
Pero ella ya había desaparecido entre el gentío.
Craig saludó al revisor, subió trabajosamente la escalerilla y penetró en el coche-cama. Leah le estaba esperando en su compartimiento, muy agitada, como él ya suponía.
—¿Pero dónde has estado, hombre de Dios? —exclamó—. Llegué a temer que te hubieses caído por la borda. Registré todo el barco, por arriba y por abajo…
—Tenía hambre —contestó él con placidez— y me fui a comer algo al bar de segunda.
—Pues yo también miré allí y tú no estabas.
—Claro que estaba. Me había disfrazado de danés. Estoy muy bien, Leah. Nunca me había sentido mejor. Completamente a punto para enfrentarme con míster Nobel.
Ella le miró con suspicacia, sin atreverse a acercarse más para olerle el aliento.
—¿No has bebido?
—Te lo juro.
—Yo sólo pienso en Harriet. No puedo apartarla de mi pensamiento. Quiero hacer por ti lo que ella hubiera hecho. —Su voz parecía suplicarle que la comprendiese—. También pienso en ti, Andrew. Quiero que te respeten y que te sientas orgulloso de ti mismo.
—Eres muy buena, Lee.
Un golpe sordo, de madera contra madera, resonó por todo el barco, haciéndoles tambalearse momentáneamente.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Leah, asustada.
—Estamos en Malmö. Dentro de unos minutos habremos desembarcado, engancharán los vagones y seguiremos. Voy a desnudarme y ver si puedo dormir un poco.
Ella se quedó a la puerta.
—No pienses que me gusta regañarte, Andrew. Cuando has tenido necesidad de la bebida, yo he sido la primera en procurártela, que Dios me perdone. Tú lo sabes muy bien.
Él asintió obedientemente.
—Pero ahora creo que no la necesitas, y que, por el contrario, tienes que esforzarte por vencer ese deseo. Es demasiado importante lo que está en juego. —Esperó a que sus palabras le produjesen el efecto deseado y luego prosiguió—: Sé más que nadie en el mundo lo que vales y lo que puedes llegar a ser, y sólo esto me ocupa el corazón y el pensamiento.
—Te lo agradezco, Lee…
Entretanto, se preguntaba qué pasaría si Lilly se materializase de pronto con la botella. Rogaba al Cielo que aún se demorase un poco.
—Cuando subas al estrado en Estocolmo, erguido y digno —continuó Leah—, cuando aceptes el premio, esto compensará todo lo que ha ocurrido hasta ahora.
Ella hundió profundamente la lanza en la herida y él rehuyó la mirada de su fiscal. Hasta compensará el asesinato, parecía insinuarle ella. Yo, Leah Decker, soy el custodio del marido de mi hermana, el funcionario de prisiones que lo somete a prueba hasta que haya cumplido su condena y sea de nuevo responsable de sus actos, y le pondré en libertad cuando llegue el momento, si alguna vez llega. Esto es lo que ella parecía estar diciendo.
—Empezará una nueva época para nosotros —concluyó.
—Buenas noches, Lee.
—Buenas noches, Andrew.
Ceñudo, él cerró la puerta, se quitó la chaqueta y la corbata y esperó que el tren reanudase su marcha y que viniese Lilly Hedqvist. Oyó cómo enganchaban el convoy a una locomotora y pronto empezaron a moverse. Llamaron con los nudillos a la puerta. Pero no era Lilly, sino el revisor, con expresión radiante.
—Dije a los funcionarios de aduanas quién era usted. Se quedaron muy impresionados. Han dicho que no le molestarán en lo más mínimo.
—Gracias, amigo.
—Yo he leído todas las obras de Jack London y Upton Sinclair, pero siento decirle que no conozco las suyas. ¿Están traducidas al sueco?
—Sí, lo están.
—Cuando se lo diga a mi mujer, querrá comprarlas.
—Siento no tener aquí algunos ejemplares, pero no hubiera tenido dónde meterlos.
—No… no…, mi mujer los comprará. —No parecía sentir muchos deseos de irse, pero notó el gesto de impaciencia de Craig—. Si me necesita por la noche, toque el timbre. Estoy en el fondo del pasillo ante mi mesa. ¿A qué hora quiere que le despierte por la mañana?
—Llámeme una hora antes de la llegada.
—Descuide, que así lo haré, míster Craig.
Cuando el revisor se hubo marchado, Craig se quedó de pie en la puerta abierta. Inclinándose, atisbó por la ventanilla. A lo lejos, tras el foso de tinieblas, una ciudad sueca, iluminada por las luces fluorescentes del alumbrado público, llenó por un momento la ventanilla para desaparecer rápidamente. A los pocos momentos otra población, también provista de iluminación fluorescente, apareció para desaparecer también rápidamente. Cuando la tercera población cruzó por su vista para esfumarse como las anteriores, Craig cerró la puerta.
Arrodillándose, abrió su bolsa de noche de la que sacó el pijama, el cepillo de dientes y la pasta dentífrica, para colocarlo todo ordenadamente a los pies de su litera. Se descalzó, se sentó en el lecho, balanceándose a compás del movimiento del tren y luego se tendió de espaldas. No tenía sueño, pero se sentía algo amodorrado. Estaba desorientado, sin integrarse en aquel tiempo y lugar, pero le producía contento hallarse al margen de las cosas. Había bebido más de lo que había supuesto. Se preguntó cuándo aparecería Lilly con el whisky que quedaba en la botella, y cómo debía portarse. ¿Estaría bien o estaría mal invitarla a beber con él…? My cket trevligt…, si, él también lo había pasado bien, y sería agradable beber juntos como lo habían hecho en el automóvil aparcado en la proa del ferry-boat. Sin embargo, no tenía ganas de hablar. Deseaba su presencia femenina. Y deseaba más aún desabrocharle la blusa blanca…
El erotismo de sus pensamientos le sorprendió. Se sintió poco maduro, avergonzado e infiel a Harriet. Trató de explicárselo a ella y partió en su busca, como hacía tan a menudo, e inmediatamente se sintió a gusto en el pasado, que estaba todo resuelto con sus principios, sus partes medias y sus finales, mejor que en el presente, que sólo le ofrecía comienzos y enigmas. Era agradable regresar a su patria, donde todo había ocurrido y estaba terminado, donde no había cargas ni se le ponía a prueba, donde no se exigía nada de él ni había misterios, porque todo estaba consumado…
Corría el invierno que siguió el final de la guerra, y Nueva York se hallaba cubierto por un manto de nieve. Dos días antes, fue licenciado con todos los honores del Cuerpo de Señales en Fort Dix, Nueva Jersey, y a la sazón se encontraba en un viejo hotel de la calle Cuarenta y Cuatro, cerca de la Sexta Avenida, esperando que terminasen las fiestas navideñas para visitar a varios directores de revistas antes de marcharse de aquella ciudad que siempre le producía una sensación de inseguridad e insatisfacción.
Aquel día, el segundo en que disfrutaba su regreso a la vida civil, pensando en su flamante «Dunhill», se puso a mirar la calle en la que se alzaba el hotel —incluso la nieve era sucia allí— sin poder comprender a los que se deshacían en líricas alabanzas de aquella ciudad. ¿Qué tenía que valiese la pena y que hablase a su favor? No tenía cielo, ni tierra con flores y verdor, ni aire particular para henchir con él los pulmones, ni belleza estética, ni vecinos corteses, ni lugares para soñar despierto o meditar tranquilamente. Pero sus panegiristas profesionales, dando muestras de gran cinismo, consideraban estos defectos como sus más excelsas virtudes. Era una ciudad viva y trepidante, que infundía nuevas energías a los hombres, el ombligo de la civilización. ¿El ombligo de qué? Esto es lo que él hubiera querido saber. Las comedias eran ramplonas, representadas por actores hinchados por la propaganda, sin talento de verdad, en cochambrosos y miserables barracones. Los conciertos no eran mejores, y las vocecitas y raquíticos sones orquestales que en ellos podían escucharse se arrojaban a través de pseudo-especialistas y estetas librescos que proferirían los mismos sonidos si se les dejase cantar en una sala particular. Pero lo peor era el mundo de los negocios, porque allí los competidores se amontonaban unos encima de otros como gigantescos bocadillos, aunque se esperaba de ellos que depusiesen su belicosa actitud y se tratasen con urbanidad en almuerzos y banquetes, lo cual era antinatural y explicaba las elevadas cifras estadísticas de martinis secos, úlceras de estómago y número de prósperos psiquiatras.
Craig no quería saber nada con aquella sociedad antinatural. Antes de la guerra, cuando trabajaba como redactor en un periódico de Saint Louis, hizo algunos pinitos literarios. Cuando aprendió la fórmula y dio el suficiente equilibrio a los cuentos que pergeñaba, empezaron a tener salida. Se hallaba resuelto a vivir únicamente de la pluma, como escritor independiente, pero lo de Pearl Harbour hizo que se dedicase a muy distintas actividades. Durante los tres años que permaneció en filas, especialmente durante los meses transcurridos en Inglaterra y Francia, dedicó sus permisos a una mínima cantidad de pendoneo y a una máxima dosis de escritura. Los cuentos que salieron de su pluma en esta época tenían más calidad y las revistas se los pagaron mucho mejor. Y entonces, al hallarse finalmente libre, supo también lo que haría.
Tenía intención de pasar la primera semana del Año Nuevo en Manhattan, visitando con su agente literario a los directores de revistas más conocidos para exponerles algunas de sus ideas. Con varios encargos bajo el brazo, regresaría a Cedar Rapids, donde le esperaban un padre achacoso, una robusta tía y un tío, junto con varios amigos, para encerrarse allí a escribir. Con el dinero que le procuraría esta actividad, se trasladaría más al oeste, para vivir de una manera frugal, pero como un rey, en Taos o Monterrey, para ponerse a escribir las novelas que le consumieron interiormente durante los años de la guerra.
Pero existía otra posibilidad. Podía irse al Perú por un año. Había leído que la vida en aquel país era muy barata. Una vez allí, se dedicaría a una labor de investigación. Entre varias ideas, tenía una sobre Francisco Pizarro. El conquistador español y su pintoresco grupo de 183 hombres que reclutó en Panamá, le darían tema para una novela histórica. En ella expondría las vicisitudes por que pasaron el caudillo y sus hombres, sus conflictos y su corrupción, así como su fortaleza, desde el día en que desembarcaron en Tumbes hasta que se hicieron a la mar rumbo a la patria lejana. Expondría en crudos términos humanos la increíble epopeya de aquella pequeña partida de hombres fanáticos y perecederos, armados únicamente con tres mosquetones y veinte ballestas, que subyugaron a Atahualpa y a sus diez millones de incas, conquistando un inmenso imperio. La idea original se vio reforzada más adelante con la ascensión al poder de Adolfo Hitler y su pequeño grupo, y su caída subsiguiente, pero los nazis eran un episodio demasiado reciente para verlo en su debida perspectiva. Esta se conseguía mejor con la historia de Pizarro, de la que podrían deducirse útiles enseñanzas y paralelos con la moderna tragedia.
Pero cuando sonó el teléfono y Craig se apartó de la ventana y sus meditaciones para responderlo, cuando concluyó, había terminado también con Taos, con Monterrey y con el Perú, aunque entonces aún no lo supiese. Tampoco sabía que acababa de ingresar en la sociedad neoyorquina para más de cuatro años.
La llamada telefónica fue una invitación a la fiesta de Nochevieja que daba un antiguo compañero suyo del ejército, de nombre Wilson, con el que fue licenciado en Fort Dix. Wilson no era precisamente uno de sus amigos íntimos. Era un peso ligero y un muchacho rico, o al menos lo era su madre, y Craig aceptó porque supuso que la comida sería buena y abundante y, además, porque fue la única invitación que tuvo para la Nochevieja.
Tonificado por un par de copas, llegó al afelpado piso de su amigo después de las diez. Le ofrecieron, desde luego, una exquisita colación, pero lo mejor de todo fue miss Harriet Decker. Mientras Wilson le presentaba a los beodos más próximos, Harriet estaba tendida sobre un sofá, descalza y con la cabeza apoyada en las rodillas de uno de los invitados, según era moda entonces entre la gente joven. Ella era una de las muchas personas invitadas que se hallaban en posición horizontal, pero era la única que estaba completamente serena. Saludó a Craig entornando los ojos, midiendo su enteca figura con la mirada y diciendo:
—¿Qué tal se está ahí arriba?
Él fue solo a la fiesta, pero a las tres de la madrugada se fue en compañía de Harriet. A las cinco de la madrugada del primer día del Año Nuevo, Harriet y él estaban sentados en el «Automat», donde supo que ella tenía a sus padres y a una hermana más joven en Springfield, población de Illinois, que había sufrido una operación en el mastoides a los trece años, que había leído tres veces De la Servidumbre Humana y Mi Vida y mis Amores, de Frank Harris en una edición ciclostilada, que había dejado el Colegio Barnard al tercer año para trabajar en una gran agencia de publicidad, y que estaba tan enamorada de él como él de ella.
A partir de entonces, Craig descubrió que la vida en Nueva York le resultaba menos deprimente. Se dedicó a escribir de día y a ver a Harriet todas las noches, y cuatro meses después de conocerse, eran ya marido y mujer. Alquilaron un espacioso piso sin amueblar en Long Island y lo decoraron juntos buscando no la ostentación, sino la comodidad. Al finalizar el primer año de casados, Harriet tuvo un aborto y él ya había reunido bastante dinero para ofrecerle el aplazado viaje de bodas al extranjero.
El viaje resultó maravilloso. Ellos se sentían más jóvenes que la misma juventud. ¿Y quién se atrevió a llamar Viejo Mundo al nuevo mundo que ambos descubrían juntos? Se sentían ricos después de cambiar dinero en el mercado negro, en la esquina de cualquier calle; compraron una silla de cuero y madera de teca en Estocolmo, unos zuecos en Amsterdam, una punta seca de Picasso y un bidé antiguo en París, un juego de escritorio de Toledo y una bota de cuero en Madrid, y una araña de cristal en Venecia.
La primera tarde de su estancia en Roma fueron a realizar una peregrinación. Ante el modernísimo Hotel Mediterráneo tomaron un destartalado taxi que los llevó al Cementerio Protestante, donde despidieron al vehículo. Esperaron unos momentos a la puerta hasta que acudió a abrirla un mozuelo de ojos negros y luego subieron por el paseo enarenado, para torcer después a la izquierda y continuar por el empinado sendero contiguo a la antigua muralla romana. Finalmente encontraron la blanca lápida puesta sobre la tierra, sobre la que se leía el nombre de Percy Bysshe Shelley… Bajo aquella lápida descansaban los restos de Shelley, o lo que pudo recuperarse de la pira funeraria que los consumió en la playa de Viareggio. A su lado, contento de acompañarle en la muerte, yacía el hombre que lo enterró allí, el viejo pirata Edward John Trelawny.
Mientras Harriet y Andrew Craig permanecían de pie, en piadoso silencio, los rayos del sol atravesaron los grandes árboles tranquilos y besaron las dos tumbas, y el suave silencio que allí reinaba hizo que la muerte pareciese algo bello y posible, cual el apacible descanso tras la larga tarea. Más tarde ambos descendieron dándose la mano, pasando ante la pirámide de Cestio, para llegar a la parte inferior del cementerio y a su extremo más alejado, donde se alza el majestuoso astil sin nombre —escrito sobre el agua— y, a su lado, fiel, vigilante, el lugar donde descansa para siempre Joseph Severp.
Shelley y Keats. Aquel día, Craig experimentó un sentimiento de afinidad con los dos grandes poetas románticos, compartió su sentido de la historia, sintió que él no era uno de los innominados del mundo, de los seres sin rostro que se esfuman en la nada tras una breve estancia en el tiempo, olvidados y sin que nadie los recuerde, como la arena que arrastra el viento en la playa. Él también hincaría un astil en la tierra, que se alzaría mientras hubiese hombres y estos pudiesen inclinar su cabeza ante él. Aquel día, en Roma, comprendió su fuerza y supo cuál era su objetivo, y le embargó la grandeza de su destino y de la misión que tenía que realizar.
Los sentimientos que conoció en su visita al Cementerio Protestante se expandieron y solidificaron en los siguientes días mientras recorría la Ciudad Eterna en compañía de Harriet. Una tarde, después de pasar frente al Coliseo y el Templo de Venus, después de dejar atrás el Arco de Constantino, penetraron en las ruinas del Foro Romano, calcinadas por el sol implacable. Frente a ellos, más allá de los fragmentos esparcidos de una pretérita civilización, cruel y poderosa, Craig distinguió las columnas truncadas y las piedras esparcidas del que antaño fuera Palacio Imperial. Dominándolo quedaban aún unas cuantas, muy pocas, de las columnas tras de las cuales Julio César, debatiéndose como un animal acorralado al pie de la estatua de Pompeyo, recibió las veintitrés puñaladas que pusieron fin a su vida.
La grandeza y la miseria del hombre y, aún más que eso, su continuidad y su eternidad, subyugaron a Craig, haciéndole guardar silencio. Unos minutos después, sin dejar de contemplar aquel paisaje de desolación, tomó a Harriet por el brazo:
—Creo que por último he comprendido lo que sintió Edward Gibbon[12]… Cómo consiguió inspirarse para abordar su gigantesca obra…
Harriet asintió y, en voz queda, recitó las palabras de Gibbon: «Fue hallándome en Roma, el 15 de octubre de 1764, mientras permanecía sentado meditando entre las ruinas del Capitolio, mientras los frailes descalzos cantaban las vísperas en el templo de Júpiter, cuando surgió por primera vez en mi mente la idea de escribir sobre la decadencia y la caída de aquella ciudad».
Cuatro semanas después los Craig llegaron a la ciudad de Nueva York. Y transcurridas cinco semanas, Andrew Craig escribió la primera página de su primera y mejor novela, El Estado Perfecto.
La novela tenía sus raíces en la Historia. En el curso de sus lecturas, Craig supo que Platón, después de exponer sus ideas radicales contenidas en la Utopía a sus discípulos, en el famoso jardín de las afueras de Atenas conocido por el nombre de Academos, tuvo ocasión de poner en práctica lo que había predicado durante tanto tiempo en sus treinta y seis Diálogos. Dionisio II, tirano de Siracusa, monarca que entonces sólo contaba veinticinco años de edad, invitó al filósofo ateniense para que introdujese reformas en el gobierno de la ciudad y en sus propias costumbres. En el año 367 a. de J. C., Platón fue a Siracusa para poner en práctica su Utopía. No sólo trató de establecer lo que hoy se llamaría una monarquía constitucional, sino que quiso implantar el perfecto Estado socialista —la República—, en la cual los ciudadanos serían escogidos para determinados menesteres y ocupaciones después de pasar por una especie de pruebas eliminatorias. Los más inteligentes continuarían estudiando la filosofía hasta cumplir cincuenta años, a cuya edad se convertirían en gobernantes, viviendo en comunidad, sin ventajas ni prebendas personales; los niños serían arrebatados a sus progenitores al nacer, para ser criados y educados por el Estado; las mujeres se emanciparían y podrían seguir diversas carreras, y sólo se les permitiría contraer matrimonio ateniéndose a normas de eugenesia; el comercio exterior sería eliminado y los beneficios quedarían tan limitados, que ningún ciudadano podría reunir una riqueza cuatro veces superior a la de su vecino.
Este era el Estado perfecto que Platón intentó poner en práctica en Siracusa. Pero las ideas del filósofo horrorizaron y alarmaron a Dionisio, el cual se opuso a ellas, vendió al desvalido Platón como esclavo, y volvió a su amada tiranía, sus festines y su vida lujuriosa. Entretanto, Platón fue manumitido por uno de sus discípulos, Aniceris, y regresó a Atenas y a los jardines de Academos bastante desilusionado y resuelto a dejar a su República en el terreno de las puras utopías.
Manejando hábilmente estos hechos históricos, Craig trazó el argumento de su primera novela. El relato de la acción lo ponía en boca de Aniceris, el joven discípulo de Platón que acompañó a su admirado maestro a Siracusa para implantar allí la República. Tomándose ciertas licencias con la Historia, Craig hizo que Platón llegase a poner en práctica sus ideas reformistas. Con gran sagacidad, demostró que no fue Dionisio quien dio al traste con la obra platónica, sino el pueblo. El comunismo filosófico de Platón tuvo que batirse en retirada ante la naturaleza humana. Los hombres no querían que les impusiesen de una manera inflexible el trabajo que debían realizar de por vida, y tampoco querían limitaciones para su iniciativa y sus ganancias. Las mujeres no querían que se regulasen científicamente sus relaciones amorosas, y tampoco querían que el Estado les arrebatase a sus hijos para educarlos. En la novela, mientras la utopía se desmorona a su alrededor, incluso se tambalea la fe que sentía Aniceris por su maestro y por el estado perfecto. Por último después de salvar a Platón del furor desencadenado del populacho, Aniceris vuelve a Siracusa, simbolizando así la preferencia del hombre por la libertad individual, a pesar de los males que esta acarrea.
Aunque Craig situó la acción de su novela en el siglo IV a. de J. C., esta era una crítica deliberada del Comunismo del siglo XX. Si bien el argumento exponía un drama que se desarrolló en la Antigüedad, le servía perfectamente a Craig para exponer sus más profundos sentimientos e ideas acerca de las teorías de Marx y Engels, que tanta difusión han alcanzado. La novela se publicó poco después de su segundo aniversario de boda. Los críticos la consideraron como un pequeño clásico, un relato magistral, desbordante de ingenio e ironía y estallidos de pasión. Pero el ambiente de la obra, tan remoto en el tiempo, y su sutil alegoría, ejercieron poco atractivo sobre la masa de los lectores. Se hicieron de ella dos ediciones, totalizando 7500 ejemplares, y no hubo una tercera edición. Pero Craig ya era alguien en el mundo literario, pues tenía admiradores y una reducida cuenta abierta con sus derechos de autor.
Craig tardó dos años en crear su segundo libro, porque se veía obligado a hacer constantes interrupciones y a comenzar de nuevo, por la necesidad que tenía de escribir cuentos de tipo corriente, para vivir Harriet y él. La segunda novela se tituló El Salvaje. En ella, Craig volvió a embellecer con su arte un personaje y un incidente reales. La acción de la novela transcurría en 1782 y su héroe era Simon Girty, un feroz y pendenciero aventurero americano de la frontera, que abandonó a los suyos para convertirse en cabecilla indio y capitanear a los pieles rojas de la tribu Shawnee en sus incursiones por Ohio, Kentucky, Pensilvania y Virginia. La historia presenta a Girty como un vulgar renegado. Craig lo vio como algo más, como un inconformista y el defensor de una causa perdida. Al evocar la figura de Girty, Craig se refería a los hombres de todas las épocas, pero especialmente de la suya, que se exponen a la crucifixión al erigirse en paladines de la lucha contra la injusticia.
Con este libro, Craig no consiguió lo que se proponía. Tanto su agente literario y su editor como sus críticos y sus lectores, no vieron cuál era su oculta intención. Vieron únicamente la anécdota: un héroe rudo y emocionante, una novela de acción, un fragmento de la epopeya americana, un western de gran calidad y esto para ellos era más que suficiente. Se vendieron 22 000 ejemplares de la edición en tela. Un editor adquirió los derechos para una edición popular en rústica y una importante empresa cinematográfica adquirió por 50 000 dólares los derechos para una película.
Los beneficios totales que proporcionó El Salvaje no fueron una fortuna, pero aun deduciendo los impuestos fueron más que suficientes para liberar a Craig de la agobiante necesidad de escribir cuentos e historias cortas. Se sentía en plena fiebre creadora y rebosando proyectos. Uno de ellos le atraía especialmente. Si podía llevarlo a cabo, sabía que conseguiría algo sensacional. Puso a esta obra futura el nombre de El Agujero Negro, y un día, almorzando con su editor en «Veintiuno», le habló de ella. Según le explicó, su fondo histórico sería muy exacto. En 1756 la India se alzó contra los ingleses. El nuevo soberano hindú, Sirej-ud-daula, un jovenzuelo de diecinueve años, demasiado joven para saber lo que era la piedad, capturó a 146 ingleses fugitivos de la guarnición y los encarceló en una mazmorra militar de Calcuta que sólo tenía 5,50 metros por 4 metros de lado. En su novela, Craig quería pintar con tintas dramáticas el infierno que fue aquella noche de junio en el Agujero Negro de Calcuta, la influencia que tuvo aquel calvario en el espíritu y el temple de aquellos hombres, explicando por qué veintitrés de ellos consiguieron sobrevivir, y cómo, y por qué, 123 no sobrevivieron a aquella noche infernal, y de qué modo murieron. Esto fue lo que Craig expuso a su editor, y nada más. Lo que no reveló fue el tema oculto tras la máscara de la historia: una polémica contra el colonialismo y la superioridad blanca. El entusiasmo del editor no conoció límites y el anticipo que le ofreció fue muy generoso.
La ganancia inesperada que le produjo El Salvaje libertó a Craig de su esclavitud a las revistas; aquel anticipo le libertó de Nueva York. Tanto él como Harriet estaban ya cansados de Nueva York y ambos se sentían llenos de nueva vida, ella con la del hijo que llevaba en su seno y que no quería criar en la ciudad, y él con la nueva novela que tomaba forma en su espíritu. Asimismo, estaba harto de la vida literaria de Nueva York. Finalmente tuvo que mostrarse de acuerdo con la observación que hizo Bernard Shaw a John Galsworthy de que «los literatos no deben relacionarse, no sólo a causa de sus camarillas, odios y envidias, sino porque sus mentes se fecundan mutuamente, produciendo abortos».
Durante meses, Harriet y él hablaron con nostalgia de un pueblecito de Wisconsin, por el que pasaron una vez en automóvil, cuando fueron a Madison para ver a Leah, hermana de Harriet, que a la sazón estudiaba en la universidad de esta última población. Después de pasar cuatro años en Nueva York, Miller’s Dam les parecía un verdadero paraíso. Cuando llegó el dinero de El Agujero Negro, los Craig, impulsivamente, levantaron el campo y regresaron a sus tierras del Midwest, de donde eran ambos oriundos.
Miller’s Dam se hallaba situado a casi cien kilómetros al noroeste de Milwaukee. Viniendo del lago Michigan, la campiña subía y bajaba en graciosas ondulaciones semejantes a largas y perezosas olas oceánicas. Era una tierra rica, rural, y en todas las lomas parecían pulular invisibles pequeños seres vivos. Aquel año, el paisaje era radiante, claro y uniforme, exceptuando alguno que otro anuncio junto a la carretera y los indicadores que anunciaban la proximidad de una estación de gasolina o un restaurante, que surgían entre los interminables molinos de viento y graneros rojizos, pajares amarillentos, maizales cargados de pesadas mazorcas y rebaños de vacas moteadas que pastaban con indolencia en las laderas verdes y secas.
De pronto empezaron a aparecer casas en el paisaje y se encontraron en Miller’s Dam, que, con sus 1475 almas, constituía un amasijo de tiendas, una droguería, almacén, la oficina del sheriff, un hotel, un banco, una cooperativa, un teatro, todo ello partido por la pequeña carretera asfaltada, por la que apenas circulaba nadie. En la población se trabajaba, pero no se vivía, habitando únicamente en ella los consabidos viajantes de comercio, que se alojaban en el hotel, y algunos matrimonios ancianos, que moraban en la trastienda de sus establecimientos. Casi todos vivían en las afueras de la población, donde había abundancia de terreno, en casitas de dos pisos o bungalows de madera con pórtico delantero, o más lejos aún, en terrenos dedicados al cultivo. Harriet y Andrew Craig se adaptaron a los usos del pueblo, y lo hicieron muy a gusto, porque deseaban una morada espaciosa. Así, compraron la casa Hartog, una gran construcción de estuco y madera que ocupaba casi una hectárea y estaba a unos cinco kilómetros al norte de la calle principal del pueblo, al pié de la carretera de Wheaton.
Desde el primer día, se sintieron plenamente identificados con aquel idílico y apartado lugar y se mantuvo su sensación de haber vuelto al hogar, aun después del dolor que les produjo el segundo aborto de Harriet, sobrevenido al quinto mes de su embarazo. Poco tiempo después de aquella sensible desgracia, la vida volvió a parecerles agradable y llena de interés. Craig aporreaba furiosamente su máquina de escribir toda la mañana, y después de almorzar volvía a sentarse ante ella, hasta las dos de la tarde. Entonces leía en el patio trasero, o jugaba al golf, o recortaba y podaba los setos y plantas del jardín. Con frecuencia, tomaba el coche para ir al pueblo a charlar con Lucius Mack, o entraba en la cooperativa de Randolph para echar un vistazo a los resultados del béisbol que llegaban de Chicago, jugar una partida de billar o recoger al doctor Marks para ir a nadar con él al lago de Lawson. Harriet ingresó en la Sociedad de Damas Filántropas y alternó con las esposas de los profesores de Joliet, yendo a trabajar a veces, especialmente en verano, en la compañía ganadera del lago de Lawson, en el condado de Marquette. Ambos pertenecían al Club Rural de Lawson y asistían puntualmente a los bailes de los viernes por la noche. Cuando deseaban mayor animación, iban a pasar el fin de semana a Milwaukee o Chicago.
Hasta que los padres de Harriet se trasladaron a California, les hicieron frecuentes visitas desde Springfield. Luego fueron sustituidos por la hermana de Harriet, Leah, que había terminado sus estudios en la Universidad de Wisconsin y daba clases en una escuela de primera enseñanza del norte de Chicago. En los cuatro años de idas y venidas de Leah, Craig apenas reparó en ella. Sabía que la intimidaba, con su aureola de profesional de las letras. Sabía también que idolatraba a su hermana. Pero no supo, hasta que Harriet se lo dijo, que era desdichada. No le gustaba la enseñanza. Aborrecía la vida de Chicago. Tampoco le gustaba permanecer soltera, pero no podía decidirse a casarse con un joven tímido y desconfiado llamado Harry Beazley, maestro también, con el que tuvo relaciones durante un año.
Craig estaba en plena actividad productora en Miller’s Dam. El Agujero Negro fue terminado en un año y Craig se sintió orgulloso de su obra. Su editor puso grandes esperanzas en ella e hizo una primera tirada de 10 000 ejemplares. Pero el público no se interesó por la novela y quedaron 3000 ejemplares en almacén. Le pidieron los derechos para dos obras teatrales, pero no se concretó nada. Aunque entonces esto a Craig ya no le importaba, porque estaba escribiendo Armageddon, fruto de su detallada labor de investigación y estudio.
Su cuarta novela estaba basada en la explosión volcánica de la isla tropical de Krakatoa, perteneciente a las Indias Orientales Holandesas y que ocurrió el mes de agosto de 1883. Esta tremenda explosión, que borró a Krakatoa del mapa, produjo una ola de veinticinco metros de altura que dio la vuelta al mundo. A consecuencia de ella, numerosos bloques de piedra pómez fueron proyectados hasta Australia y zozobraron barcos de pesca en puntos tan alejados del lugar de la catástrofe como el Canal de la Mancha. En Texas, produjo un ruido atronador. En Moscú, rompió varios sismógrafos. Redujo a cenizas 163 poblados y 36 380 seres humanos. El relato de Craig presentaba las reacciones de una serie de personas al parecer heterogéneas y sin relación alguna entre sí, esparcidas entre el estrecho de la Sonda y Singapur hasta Washington, bajo los efectos de un cataclismo natural mayor que la lluvia de lava y cenizas que cubrió a Pompeya o el terremoto que aniquiló a San Francisco.
La novela se publicó durante el cuarto año de estancia de Craig en Miller’s Dam. Nadie dejó de ver su parábola. Krakatoa era una anticipación de la bomba atómica y de la guerra nuclear. Lo que hacía aceptable aquella terrorífica advertencia y la lección que de la misma se desprendía era el hecho de que describía unos sucesos pretéritos, que podían ser asimilados y comprendidos mientras aún había esperanza. Se vendieron 40 000 ejemplares de Armageddon[13]. Craig recibió un importante anticipo de un editor que iba a publicarlo en rústica. Se tradujo a diecinueve idiomas y una red de televisión adquirió los derechos para un programa espectacular de dos horas de duración, en el que se ofrecía una versión teatral de la obra.
Aquel dinero llegó cuando más falta hacía. Craig lo invirtió en acciones y obligaciones, pues sabía la suerte que podían correr sus próximas novelas, pintó y reparó la casa, permitió que Harriet comprase nuevo mobiliario y él se permitió el lujo de adquirir el último modelo de furgoneta que se vendía a precios populares.
Aquel fue su año más feliz en Miller’s Dam y el mejor de sus ocho años de vida conyugal. Un mes antes de su cumpleaños, muy avanzado ya aquel año, alentado por Harriet, Craig aceptó el único reto interior al que hasta entonces no se había atrevido a hacer frente. Se lo había impedido su persistente búsqueda en el pasado de escenarios adecuados para sus novelas. Esto parecía ser un modo inconsciente de rehuir las duras realidades cotidianas, un continuo esconderse de los hombres actuales y sus problemas, y también de sí mismo, tras los trajes de época. La nueva novela sería actual y, provisionalmente, la bautizó con el nombre de Retorno a Itaca.
La mañana del día de su cumpleaños dio a leer a Harriet el primer capítulo. Por la tarde, fueron a merendar al campo y, en el curso de la conversación que sostuvieron, decidieron adoptar un niño. Por la noche llovió y, a pesar de sus protestas, Harriet lo arrastró al Club Rural de Lawson, donde él se quedó sinceramente sorprendido al ver la fiesta que ella había preparado en su honor, y que le guardaba como sorpresa final. Después de una opípara cena, él hizo las partes del pastel de cumpleaños y abrió los regalos. Después bailaron. Había tomado cuatro copas y Harriet dos. Craig bebía muy poco, excepto en las fiestas, y aquel número de copas era el doble del que solía tomar. Se sentía maravillosamente y dijo a Harriet que quería volver a casa para hacerle el amor. Abandonaron la fiesta a medianoche y él embocó la resbaladiza carretera en la furgoneta, de regreso a su casa y al lecho. Diez minutos después, Harriet había muerto y Andrew Craig yacía sin conocimiento sobre el volante roto de su flamante automóvil.
Fue Leah Decker quien acompañó a Harriet a su última morada y cuidó de Craig en el hospital de Joliet, y fue Leah quien lo acompañó a la casa vacía que parecía burlarse de él. Durante los meses que permaneció en cama y después, cuando tuvo que valerse de las muletas para andar, no se mostró deprimido y sombrío. Tenía la cabeza como vacía, no pensaba, y se movía como un autómata. Leah estaba constantemente a su lado, haciendo la limpieza, cosiendo, cocinando y escuchando cuando él tenía deseos de hablar. Una vez, cuando ya estaba casi fuera de la convalecencia, le dijo que aquella noche tenía que salir y que Lucius Mack le haría compañía.
Al regreso de Leah, él le preguntó dónde había estado.
—En Chicago —repuso ella.
—¿Y qué fuiste a hacer allí?
—Fui a dejar libre mi piso. Recogí todas mis cosas e hice que las enviasen aquí.
—¿Y tu trabajo en la escuela?
—Oh, renuncié a él quince días después del accidente. Además, ya no me gustaba mucho.
—¿Y ese muchacho… Beazley… Harry Beazley?
—Ya se acostumbrará a pasar sin mí.
—¿No estabais prometidos?
—A decir verdad, no. Era Harriet quien solía decirlo. Harry es muy buen chico, pero no creo que sea mi tipo. De todos modos… podría venir aquí en verano, a pasar una semana durante las vacaciones escolares.
—Esto no me parece bien, Lee. No quiero tenerte en cautiverio.
—No es ningún cautiverio. Lo hago con gusto. Tú me necesitas.
—Sí. Pero esto no es motivo para que trastornes de ese modo tu vida.
—Es mi deseo.
—Aun así, no me agrada. No me parece bien. Yo nunca podré recompensártelo.
—Tú ponte bien y vuelve a escribir. Esto es lo único que quiero.
En los tres años que siguieron, no mencionaron ni una sola vez la posibilidad de que se fuese. Durante aquellos años, Craig ni siquiera sabía con certeza si él necesitaba a Leah porque necesitaba a quien fuese, o si era ella quien se hizo indispensable porque necesitaba a alguien. Desde luego, cuando dejó las muletas reales, conservó otras dos en sentido figurado. Una era Leah. La otra era el whisky.
El período peor comenzó cuando el doctor Marks suprimió los somníferos y Craig fue dado de alta y se encontró nuevamente en pie. Fue entonces cuando comprendió plenamente lo que había perdido. La desaparición de Harriet en su vida, fue algo demasiado fuerte para aceptarlo de buenas a primeras, y cuando aún estaba en cama, atiborrado de calmantes y barbitúricos, no se vio obligado a aceptar aquel hecho. Pero después siempre estaba preparado para recibirla, restablecido, con la cabeza clara, y ella no volvía. Mirase a donde mirara, ella no estaba allí. Estaba en una fosa abierta en el suelo, tan inanimada y rígida como el féretro que la contenía, y allí estaría mientras él siguiera viviendo, y por toda la eternidad. Aquella realidad resultaba tan increíble que sentía deseos de llorar. No podía dormir, y cuando el sueño acudía a él, no hubiera querido despertarse. Respiraba porque no sabía cómo detener su respiración, y vivía porque las horas y los días iban pasando. Le faltaba paciencia para ponerse a trabajar, para hablar con Leah o con sus antiguos amigos y para continuar su anterior vida rutinaria.
Fue Leah quien introdujo la primera botella de whisky en la casa y quien durante los primeros meses bebió con él. Más tarde, como el alcohol no le gustaba, cedió su lugar a Lucius Mack.
Al principio, el whisky le sirvió de muy poco y le ofreció escaso consuelo, porque Craig bebía como antes lo hiciera en las reuniones de sociedad, y la embriaguez le duraba muy poco. Gradualmente, pudo consumir mayores dosis de alcohol y se sintió mejor, dándole un objetivo concreto para cuando se levantaba de la cama todas las mañanas. La bebida volvió a dar un carácter irreal a la ausencia de Harriet, lo que en cierto modo era consolador, de todos modos también era cruel.
Durante el primer año, después de emborracharse por las mañanas, intentó reanudar sus largos paseos. A menudo regresaba a casa medio borracho, para subir dificultosamente a su habitación y sentarse ante su mesa para contemplar la fotografía de Harriet, colocada en su marco de cuero. Permanecía mirándola fijamente y deseaba compartir con ella algún pequeño gozo que le ofreciera el día, algo que había visto, oído, leído o sentido, y llegaba a hablar con ella, o así le parecía, hasta que con una punzada de dolor comprendía que ella no entendía ni oía nada, porque no era más que una lisa imagen en blanco y negro sobre papel brillante, tamaño 20 por 25.
Momentos después solía hundirse en una negra desesperación ante la futilidad de la vida. Entonces bebía de nuevo, sin moverse de la mesa ni dejar de mirarla, comprendiendo que nada habían compartido, ni chismes ni noticias, como qué edictos se habían proclamado en Washington, Moscú y Pekín, que se habían realizado descubrimientos, que habían salido nuevos libros y películas, que se había celebrado la Final de Liga y que todas estas cosas, que él sabía, ella las ignoraba y las ignoraría siempre. Aquel falaz espejismo también ocurría por las mañanas. A veces, leyendo el periódico, levantaba la mirada con intención de leer en voz alta algo que ella encontraría divertido, pero ella no estaba allí para compartir su gozo, porque no existía ya ni jamás volvería a existir. Él llevó una vida muy especial desde su muerte, repleta de noticias y sentimientos que no podía compartir con ella, por lo que aborrecía la vida en todas y cada una de sus partes.
A veces, cuando bebía más copiosamente que de costumbre, o surgía —cosa muy poco frecuente— el reseco desierto de un día de templanza, sentía un desesperado afán de vivir. Este afán adquiría caracteres extraños y perversos. En tales ocasiones, la posibilidad de morirse le convertía en un neurótico… Movía las cerdas de su cepillo de dientes sobre su dentadura doce veces, ni una más, ni una menos, como ensalmo contra la muerte, o ponía el tubo de dentífrico según cierto ángulo, con la misma finalidad, o tocaba dos veces el picaporte en el mismo sitio, todo ello para precaverse contra la muerte. En tales ocasiones, se preguntaba por qué sentía tal afán de vivir. De manera consciente, suprimía aquellas pequeñas acciones supersticiosas, maravillándose de que aún sobreviviese en su interior una mortecina esperanza de que era todavía un hombre valioso para sí mismo y para sus semejantes. Cuando trataba de abordar esta esperanza, de estudiarla, quizá de emplearla, se asustaba y volvía a la botella. No quería morir, pero, en constante contradicción, tenía miedo de vivir.
Con el miedo, y con el desprecio a sí mismo que aquel le hacía sentir, vino su nueva valoración del lugar donde vivía. En compañía de Harriet, aquello le pareció el paraíso. Al encontrarse solo, le pareció el limbo. En la semana de cada mes en que estaba sereno, contemplaba con ojo crítico a Miller’s Dam y se preguntaba si él pertenecía realmente a aquel villorrio. Aquellos poblados del Midwest, pequeños, esparcidos y atrasados, tenían un aire arcaico. Eran los proveedores de los grandes mercados urbanos, desde luego, y se hablaba mucho del importante voto de los agricultores y de los subsidios que había que darles, y cultos comentaristas se referían en los escritos a la economía agraria, pero en el fondo dominaba el sentimiento de que todos hablaban en realidad de un museo. Craig se preguntaba qué ocurriría cuando los productos de la tierra fuesen suplantados por los productos salidos del laboratorio químico, cosa que ocurriría de manera inevitable. ¿Dejaría de existir Miller’s Dam? ¿Cómo justificarían las personas que vivían en Miller’s Dam —que «se ocultaban» allí sería la palabra apropiada—, cómo justificarían quedarse al margen de las corrientes principales de la nación?
Craig trató de no engañarse. Trató de decirse las cosas sin rodeos ni subterfugios. Los miles y millones que poblaban los Miller’s Dams de la nación eran gentes que tenían miedo a la vida. Esta era la verdad. Eran gentes antivitales. Quizá Thoreau no hubiera estado de acuerdo con él. Quizá Thoreau, a quien él admiraba, diría que en aquellos poblados se conservaba la esencia de la vida, con el cielo y la tierra tan cerca, la fragancia de los prados, el rumor de los arroyos y la libertad de meditar. Pero, para ser sinceros, ¿a qué clase de meditaciones se entregaban aquellos seres? No, estaba seguro de tener razón y de que su pobre y mal orientado amigo de Walden’s Pond estaba equivocado. En el siglo XX Miller’s Dam era la antivida, un perfecto escondrijo para huir de la competencia, del juicio, de la acción, de los guantes que nos arroja al rostro la existencia urbana. Miller’s Dam era un refugio para cobardes. Los hombres que se quedaban allí lo hacían porque tenían miedo de irse, tenían miedo de lo que podrían saber de ellos, y aquel campestre seno maternal constituía una mejor preparación para morir sin desilusionarse. Una y otra vez él se preguntaba: ¿Por qué estoy aún aquí? Y se respondía: porque aquí no se hacen preguntas ni se exige nada. Porque aquí está la «saludable tumba» de Sidney Smith, el cementerio de elefantes donde los paquidermos van a morir solos, sin que nadie los vea ni los compadezca…
Lo que le arrancó de su ensueño, transportándolo en un santiamén de Miller’s Dam al tren que salía de Malmö para Estocolmo, fue la serie de fuertes golpes a la puerta.
Lilly.
Saltó de la cama y se despabiló. Ella había llegado a tiempo, y él la bendijo. Había recordado demasiadas cosas, la introspección había sido excesiva, y hubiera continuado hurgando en el pasado, si algo no hubiese venido a impedírselo. Lilly y la botella eran el smorgasbord que lo impedirían.
Se acercó a la puerta y la abrió. No había nadie a la vista. Miró el pasillo vacío. Desierto. Volvió la cabeza y vio únicamente al revisor en un extremo, sin la gorra y dormitando sobre su mesita plegable. Entonces, a sus pies, distinguió la botella.
Recogiéndola, entró y cerró la puerta. Al levantarla, vio que tenía un papel sujeto con una goma. Quitando el papel, lo desplegó y pudo leer: «Bien venido a Suecia. Lilly Hedqvist. Polhemsgatan 172C, Estocolmo».
Él hubiera deseado verla, pero no le importó, porque se sentía cansado y con la botella tenía bastante. Aún estaba medio llena. La dejó sobre la litera, se metió la nota en el bolsillo y luego se puso el pijama y se limpió los dientes.
Los vasos eran de papel y, cuando echó whisky en uno de ellos, observó fascinado cómo el vaso absorbía el líquido. Tirando el vaso inútil, se sentó en el centro de la litera, con las piernas cruzadas, y bebió directamente de la botella. Sus tensos nervios acogieron agradecidos el ambarino fluido, y él continuó complaciendo a su cuerpo mediante largos y frecuentes tragos.
Al cabo de una hora la botella estaba vacía y sintió calmada su sed. Gracias, dijo a la botella sin hablar, y gracias en nombre de mi cuerpo. Ocultó la botella bajo la cama, apagó las luces y se metió bajo las mantas.
Tendido e inerte en el lecho, sintió unas náuseas momentáneas. Tras sus párpados se reprodujo la escena. Llevaban una velocidad moderada, porque la carretera estaba resbaladiza. Él había tomado centenares de veces aquella curva cerrada. Sin pensar, movió ligeramente el volante, y el coche no le obedeció, se escurrió bajo él, como las piernas de un niño el primer día que se pone los patines. Harriet, con la cabeza apoyada en el asiento, decía perezosamente: «Qué día tan encantador, ¿verdad?». Pero él no pudo contestar, porque le ocurrió aquella cosa tan insólita y sorprendente. El coche dio completamente la vuelta sobre sí mismo, patinando, para chocar contra la cerca que se alzaba al margen del terraplén, dando una vuelta de campana para caer al barranco, chocando de nuevo cual surtidor de metal, madera y vidrio contra una encina. Así sucedió y esto fue todo. Más tarde recordó que él había tomado cuatro copas y que iba a responder a Harriet: «Sí, sí, querida, ha sido el día más encantador de nuestra vida».
Pasaron las náuseas, desapareció la escena y él se acurrucó de costado para dormir. Pero el sueño no vino inmediatamente. En lugar del sueño, un recuerdo que había olvidado flotó hasta la superficie. La última vez que durmió con Harriet fue tres días antes de su cumpleaños, por la mañana, cuando la despertó con un beso y ella le obligó a tenderse de nuevo a su lado.
Su cerebro se esforzó débilmente por recordar los detalles de su última escena de amor. El frío se había dejado sentir agudamente en la proa del ferry y dentro del coche, igual que en el día que rememoraba, por lo que, cuando en su imaginación escrutó el rostro que creía tener entre sus brazos, no le sorprendió ver que era el de Lilly.
Apoyó la cabeza sobre la almohada de cabellos de oro, oprimiéndola fuertemente y ya no recordó nada excepto…
Bien venido a Suecia.