Capítulo sexto
Andrew Craig regresó al Grand Hotel a primera hora de la tarde.
Su talante no era tan sombrío como el día anterior. Físicamente, se sentía purificado y libre de antiguas toxinas, lo que le producía una sensación de descanso y alivio. Por primera vez desde hacía varios años, había conseguido dormir sin necesidad de recurrir a la bebida o a las drogas, y su sueño había sido tranquilo y sin pesadillas.
Al despertar de manera natural, encontró desocupado el lugar contiguo del lecho. Lilly había dejado una nota sujeta a la almohada con un alfiler:
«Mi querido míster Craig: El café está en el fogón y usted puede calentarlo. Yo me he ido a trabajar. Espero que volveremos a vernos. LILLY HEDQVIST».
Después de vestirse y tomar el café, añadió una línea como contestación a su nota: «Volveremos a vernos pronto». Después bajó a la calle. Frente a la entrada de la casa, el anciano portvakt, el portero sueco de la casa, estaba arrodillado, ajustando las luces navideñas. Craig casi tropezó con él. Pero en lugar de molestarle, el viejo lo saludó amistosamente, como si Craig fuese uno de sus inquilinos. El escritor conjeturó que Lilly debía de haber hablado de él al portvakt.
Ya era de día en la ciudad, no soplaba el viento y el aire era sorprendentemente tibio, casi fragante. El sol brillaba a gran altura en el cielo de cobalto y los peatones pasaban con cara risueña, como si saboreasen aquel veranillo de San Martín.
Con el abrigo al brazo, Craig se dirigió sin prisas a la plaza próxima, advirtiendo que los colores de todo cuanto veía —los vestidos de las mujeres, los tiestos de una ventana, los muebles amarillos de un escaparate, los paquetes atados con cintas rojas de aire navideño que vio en un estante— tenían más vivacidad que el día anterior, ya fuese a causa del sol o de que él no había bebido.
Al llegar a la plaza llamó a un taxi y este le llevó al hotel del que se hallaba ausente desde hacía diecisiete horas. Sólo cuando se encontró en el ascensor, subiendo hacia su piso, se acordó de pronto de Leah y del programa oficial para aquel día. No podía recordar cuál era exactamente el programa, pero confiaba en que no se tratase de nada importante, pero sí lo bastante para que Leah no estuviese en el hotel, lo cual sería muy de agradecer. Si Leah estaba en la suite, tendría que buscarse una excusa que fuese plausible —lo que resultaría muy difícil, se dijo tristemente, teniendo en cuenta que llevaba tanto tiempo sin escribir novelas— o bien someterse a su castigo. Lo que necesitaba era un breve respiro, que le diese tiempo para tramar una historia verosímil y rogó fervientemente que Leah no se encontrase allí.
Cuando entró en la suite, lo que vio le confirmó en su presentimiento. El cielo no había respondido a su plegaria. En la mesa del vestíbulo estaba el bolso de Leah, severo e inflexible, como un poste de aviso en una carretera.
Leah estaba sentada muy rígida en la silla marrón del saloncito, con el teléfono en el regazo y sus enfurruñadas facciones tan enojadas como las de una joven viuda.
—Vaya —barbotó—. Veo que al menos aún estás vivo. He llamado a todas partes menos al depósito de cadáveres.
Craig atravesó la pieza para tirar su gabán sobre el sofá.
—Lo siento, Lee. Desde luego, debiera haber telefoneado.
—¿Ah, sí? —exclamó ella con voz aguda—. ¡Qué desconsideradas son a veces las personas! Aquí estoy yo, extranjera, sin conocer a nadie en este país, a millones de millas de mi casa, sin un amigo, sin nadie excepto tú… ¿Y qué tengo que pensar? Por lo visto no te bastó con dejarme plantada anoche en palacio, no te bastó con humillarme de aquel modo, sino que, sabiendo que te habías ido borracho como una cuba, estuve sin acostarme toda la noche, hasta que me quedé dormida en esta silla, sin dejar de preguntarme qué podía haberte ocurrido… ¿Te habría atropellado un coche? ¿Te habrías caído al canal? Sólo Dios sabe las cosas que llegué a imaginar.
—No te encontré después de la cena —dijo él con mansedumbre—. Necesitaba respirar un poco de aire fresco. ¿No te dio el conde mi recado?
—No me dijo que estarías ausente hasta esta tarde.
—Yo no me proponía…
—Eres imposible —refunfuñó Leah—. En buena situación me has metido. ¿Qué van a pensar? Telefoneé al conde Jacobsson a la Fundación… a míster Manker, al Ministerio… incluso hablé con el profesor Stratman.
Craig se sonrojó.
—¿Con Stratman? ¿Y qué tiene que ver conmigo?
Leah ya no estaba tan segura y perdió algo de su agresividad.
—No sé… yo estaba frenética. Pensé… que, como estuviste con su sobrina anoche… Y como después de que el conde me comunicó que te habías ido, vi que el profesor Stratman se iba con su sobrina, yo me imaginé… qué sé yo, tal vez que te encontrarías con ellos…
—O con ella, ¿no? ¿No es eso lo que quieres decir? —Craig se enfureció de pronto—. ¿Y a ti eso qué te importa? ¿No podía encontrarme con ellos, o con ella? ¿No es eso cuenta mía? ¿O es que no tengo vida particular?
—Andrew, no está bien que hables así. Estaba preocupada por ti, por lo que hubiera podido ocurrirte en semejante estado. Además… además, tú me acompañaste a palacio y… yo no quiero ser una carabina, pero… no solamente lo digo por la etiqueta, sino que me parecía más correcto que tú también me acompañases a la vuelta.
—Lo que no me gusta es que te dediques a comunicar a todo el mundo mis menores movimientos. Tú temías lo que yo pudiese hacer… que no me portase bien, que diese un escándalo. Pues te aseguro que si hay escándalo, serás tú quien lo organizará, con tus telefonazos histéricos a diestro y siniestro.
Cuando se dirigía al dormitorio, el teléfono emitió un zumbido ahogado desde el regazo de Leah. Esta, sobresaltada, estuvo en un tris de tirarlo al suelo, y Craig se detuvo.
Su cuñada se había llevado el aparato al oído.
—Oh, muchas gracias, conde Jacobsson. Acaba de llegar ahora mismo… Está muy bien, sí. Había ido a visitar a unos antiguos amigos, unas personas que conoció la primera vez que estuvo aquí… ¿Cómo dice? Oh, sí, desde luego, en seguida estaremos listos. Le esperaremos en el vestíbulo.
Leah colgó el receptor y miró afligida a Craig. Este no deseaba aquella clase de victoria, y su cólera se evaporó. Estaban en Suecia. Donde fueres, haz lo que vieres. Por lo tanto, allí había que buscar las soluciones de compromiso. Pacifismo a toda costa.
—Vamos, Lee, no nos peleemos…
—Yo no quiero pelearme. Lo único que deseo es tu seguridad y tu bienestar. Siempre estoy pensando en la pobre Harriet… no puedo remediarlo.
En su interior él dio un respingo. Tenía defensas para todo menos para esto: la deuda que había contraído. Leah le había vuelto a presentar la factura de la cantidad pendiente, con sus intereses cada vez más elevados.
—Lee, ambos estamos equivocados. Tú te equivocaste al armar tanto revuelo. Yo me equivoqué al darte motivos para preocuparte. Estaba borracho como una sopa, anoche, y quería pasear para ver si la cabeza se me despejaba, por eso me fui del palacio. Hacía mucho frío y terminé dando con mis huesos en el bar de un hotel, donde tomé café. Luego me encontré mal, el dueño del bar lo advirtió, vio también que yo era americano y me ofreció una litera de la trastienda para que durmiera la mona. Supongo que lo necesitaba, porque he dormido toda la noche y parte de la mañana.
Ella hubiera deseado creerlo y también anhelaba la paz, pero no podía cambiar en un momento. Así es que observó:
—¿Y cómo es que tus ropas no tienen ni una arruga?
—Me las quité para dormir —respondió Craig pacientemente—. El dueño del bar me ayudó a quitármelas y las colgó.
—¿Y qué hubiera pasado si alguien hubiese descubierto quién eras? Un Premio Nobel en paños menores, durmiendo la mona en el jergón de un bar de mala muerte… Hubiera sido terrible.
Él asintió inclinando compungido la cabeza y pensó en lo que hubiera saboreado aquella anécdota la ladina joven que asistió el día anterior a la conferencia de prensa, Sue Wiley, de Consolidated Newspapers. Pero se dijo entonces que aquella historia no era cierta, y por lo tanto miss Wiley no constituía una amenaza. Pero acto seguido recordó lo que sí era cierto, resucitando en su memoria la fresca imagen de Lilly Hedqvist, la juvenil diosa nórdica, y su abandono sin complicaciones, su lozanía, y se preguntó qué pensaría de ellos miss Wiley y, también, qué pensaría su cuñada.
Al percatarse plenamente de la posición que ocupaba —aquella semana se hallaba en el primer plano de la actualidad internacional y el enorme microscopio del periodismo amplificaría y aumentaría hasta sus menores movimientos— comprendió que debía medir cuidadosamente sus acciones, si tenía en alguna estima su futuro. Hasta aquella mañana esto no le había importado lo más mínimo, pero entonces surgió en él cierta preocupación, de origen totalmente misterioso, y determinó ser muy discreto en lo tocante a beber en público y a fornicar en privado.
—Tienes razón, Lee —dijo—. No querernos titulares hasta que haya terminado la ceremonia de concesión y tengamos los cincuenta mil del ala.
—No es sólo eso.
—¿No ves que bromeo? Sí, tienes razón, Lee. Ahora estoy sereno y lamento lo sucedido. Además, tienes que saber que he prometido enmendarme. Añade a esto un factor meteorológico: el sol brilla en el cielo —algo excepcional en el invierno sueco, según me dicen— y tenemos todo el día por delante. Vamos a almorzar.
—Yo ya he almorzado y además tenemos una cita. ¿No recuerdas el programa, Andrew?
—No tengo ni la menor idea. Ya hemos estado en el palacio real. ¿Qué más tenemos que hacer?
—Hoy es el día consagrado a visitar Estocolmo. Yo aún no he visto nada de la ciudad. Míster Manker y el conde Jacobsson nos acompañarán. Vendrá con nosotros otra pareja, también de los premiados. Ah, y además, vendrá también tu editor sueco.
—¿Cómo se llama?
—Míster Flink. ¿No te acuerdas? Tiene un nombre de pila muy divertido. A ver si me acuerdo… margen… revés… ¡Ya está! Indent[18]. Trataba de recordarlo por asociación de ideas. Míster Indent Flink. Creo que este es otro de los motivos que obligó al conde Jacobsson a telefonearme. Deseaba cerciorarse de que tú formarías parte del grupo de visitantes… porque quería presentarte a tu editor.
—Lee, yo ya he visto Estocolmo con Harriet…
—Pero de eso hace mucho tiempo. Además, tienes que conocer a ese editor. Hasta cierto punto, sus ediciones te ayudaron a obtener el premio.
—Puedo saludarlo, presentar alguna excusa y después irme, mientras vosotros os vais a recorrer la ciudad. Yo preferiría deambular por la ciudad a mi gusto…
—No, Andrew, sería una descortesía.
—Cada día te pareces más a Harriet.
—Ojalá me pareciese.
Aquello era una mentira y, a pesar de que Craig lo sabía ignoraba por qué lo había dicho. Harriet hubiera conspirado con él para escapar a las formalidades y a las visitas protocolarias. O al menos así lo creía, si el recuerdo que tenía de ella era fiel. De pronto ya no estuvo tan seguro.
—Muy bien, Lee has ganado. —Se dirigió al dormitorio para cambiarse—. HSB, allá vamos.
—¿Qué es eso?
—Ya verás —dijo él, enigmático—. Ya verás.
—La primera parada que haremos en esta visita extraoficial —dijo míster Manker, cuando hizo girar el volante del coche oficial, separándolo de la acera del Grand Hotel—, estará dedicada a visitar las viviendas de la cooperativa HSB, en la isla de Reimersholme, en la parte sur de la ciudad. HSB son las iniciales de Hyresgästernas Sparkasse och Byggnadsförening, lo cual significa Sociedad de Ahorro y Construcción del Inquilino, título que no les repetiré para no cansarles. De ahora en adelante, me referiré a esta sociedad cooperativa únicamente por sus iniciales: HSB.
Craig se agitó en el asiento plegable y dirigió una mirada de reojo a Leah que se sentaba en el fondo. Esta sonrió satisfecha, cuando se le aclaró el enigma.
El señor Manker se pasó la mano libre por el ala del sombrero.
—Si a las señoras no les importa, me quitaré el sombrero para gozar de este sol tan agradable, domesticado desde hace tan poco por el profesor Stratman.
—Ninguna objeción por parte de miss Stratman ni de miss Decker, estoy seguro —replicó sonriendo Stratman.
El señor Manker depositó su sombrero en el asiento delantero, entre el conde Jacobsson y él, exponiendo con deleite a los rayos solares su alto copete, meticulosamente ondulado.
Craig hubiera deseado que Emily no se sentara detrás de él. Tenía sus largas piernas encogidas de manera inverosímil en el asiento plegable, y hubiera hecho falta la habilidad de un contorsionista para volverse a conversar con ella.
Cuando al entrar en el automóvil oficial con Leah se enteró de que los otros dos invitados que les acompañarían en la visita eran Stratman y Emily, Craig sintió un total desconcierto. Aun sin mirar a Leah, se dio cuenta, por la manera como saludó a los Stratman, que inmediatamente se había puesto en guardia. Él mismo saludó a Emily de una manera cordial pero excesivamente efusiva, como si deseara demostrarle que era un hombre nuevo, la personificación de la abstinencia, y que aquel era otro día. Ella, en cambio, lo saludó correctamente pero con indiferencia, sin dar a entender que lo había perdonado ni que aprobaba su actitud.
Todos guardaban silencio mientras el coche avanzaba entre el canal y las edificaciones. Leah, Stratman y Emily ocupaban el asiento posterior. Indent Flink, el editor, y Craig se sentaban en los asientos plegables. Flink resultó ser más sólido que su nombre. Era un hombre corpulento y de aspecto próspero que frisaba en los cincuenta años, vestido muy correctamente con un traje gris oscuro, un hombre de negocios que olía a cerveza danesa y a arenques del Báltico y que se enorgullecía de su dominio del inglés americano.
—Supongo que habrá visto los diarios de hoy —dijo el editor a Craig—. Le consagran mucho espacio, lo mismo que al profesor Stratman. Ustedes dos son la sensación. El conde Jacobsson tiene varios recortes para el profesor Stratman, y yo le guardo cinco para usted. —Sacándose los recortes de periódico del bolsillo, los entregó a Craig—. Veamos.
Cortésmente, Craig hojeó los recortes, que le parecieron tan misteriosos como las inscripciones rúnicas de la Piedra de Kensington.
—Lo siento, pero no entiendo el sueco —le dijo.
Cuando Leah vio que los devolvía a Flink, se inclinó hacia ellos para protestar.
—Pero Andrew, puedes guardarlos como recuerdo.
—Bien —dijo Craig—, pero me gustaría saber lo que dicen. No los lea, por favor… no quiero aburrir al profesor o a miss Stratman.
—A mí me interesan —dijo Emily.
Craig se retorció para darle las gracias, quedando de nuevo fascinado por ella, como le sucedió la noche anterior. Su cabello negro brillaba bajo los pálidos rayos del sol y la belleza de sus ojos verdes y de su nariz respingona se veía subrayada por el carmín de sus labios, aún húmedo y fresco y que era todo el maquillaje que llevaba.
Aun contra su inclinación, y notándose objeto del escrutinio de Leah, se volvió al editor para decirle:
—Deme sólo un resumen de lo que dicen.
—¿Un resumen? Con mucho gusto —repuso Flink.
Releyó por lo bajo los artículos y dijo a continuación que en dos de los periódicos se subrayaba el hecho de que, si bien míster Craig era el premio de Literatura más joven hasta la fecha, le parecía bien que aquella recompensa se concediese a autores de reputación, sin tener en cuenta su edad. Uno de los artículos reproducía la observación de Craig según la cual Gunnar Gottling, el discutido novelista sueco, era un «gran talento», que había sido pasado por alto por la Academia Sueca. Otro periódico dedicaba los primeros párrafos de su artículo a mencionar lo que Craig admiraba de Suecia y lo que no admiraba.
—¿Y a qué se refiere el último recorte, míster Flink? —preguntó Craig.
El editor se encogió de hombros.
—Son tonterías. Se refiere a un altercado que surgió entre usted y una periodista norteamericana, una tal miss Wiley, y que al parecer puso punto final a la conferencia de prensa.
Craig refunfuñó:
—¿Y dice algo más?
—Verá usted…
Inmediatamente, Craig comprendió que aquel artículo era sensacionalista y probablemente sacaba partido a la cuestión de su pretendida dipsomanía. Era lo último que hubiera deseado comentar en presencia de Leah y de Emily.
—No importa —dijo brevemente a Flink.
Pero Leah se había adelantado en el asiento.
—¿De qué están hablando? ¿Qué dice ese artículo? ¿Qué pasó en la conferencia de prensa, Andrew?
Con tono suave, desde el asiento delantero, Jacobsson intercedió por Craig.
—Nada en absoluto, miss Decker. Todos los años ocurre al menos uno de esos incidentes.
—¿Qué incidente? —preguntó Leah con voz aguda.
—Miss Wiley está al servicio de una agencia periodística norteamericana que se alimenta del escándalo —respondió Jacobsson— y, cuando no hay escándalo, tiene que inventarlo para seguir comiendo. Hizo unas preguntas de carácter personal a míster Craig y él consideró, muy correctamente, que su vida particular, sus costumbres y su matrimonio no eran temas para ser ventilados en una entrevista pública. Y esto es todo. Entonces, para evitar que aquella periodista siguiera molestándonos, yo suspendí la conferencia de prensa.
—¡Hay que ver la osadía que tienen algunos periodistas! —exclamó Leah, aún no repuesta de su sorpresa.
—¿Y ahora, profesor Stratman, le gustaría conocer el contenido de los recortes que a usted se refieren? —preguntó Jacobsson.
—También me bastará con un resumen —contestó Stratman.
—Todos ellos ponen de relieve que los detalles de su descubrimiento se mantienen en el más riguroso secreto por orden del Gobierno americano. En todos los artículos se reproducen sus predicciones acerca del futuro de la energía solar. Dos de los periódicos mencionan su vida en Alemania y…
Stratman, siempre sensible al odio que experimentaba Emily por su país de origen, alzó la mano.
—Con esto basta, conde Jacobsson. ¿Qué necesidad hay de resucitar el pasado con un día tan radiante y con Estocolmo esperándonos? —Se dirigió al señor Manker para preguntarle—: ¿Dónde están esas casas de la cooperativa que usted nos mencionó?
—Enfrente mismo de nosotros —respondió el señor Manker.
Las viviendas construidas por la cooperativa HSB formaban un pequeño pueblo en la isla de Reimersholme y consistían en casi un millar de pisos ocupados por tres mil ciudadanos suecos de la clase media. Las edificaciones eran difíciles de distinguir por separado. Todas eran limpias y modernas y parecían nuevas, aunque se construyeron en los últimos años de la guerra. Todas se alzaban a orillas del canal y en su construcción había intervenido la madera, el hormigón y el yeso. Estaban pintadas de blanco o de beige y ostentaban balcones minúsculos y orgullosos, que en aquellos momentos estaban casi todos ocupados por personas que tomaban el sol.
El señor Manker detuvo el coche frente a uno de los edificios. Durante varios minutos se dedicó a explicar la evolución económica de la vivienda colectivizada ante la que se había detenido. Cuando terminó les preguntó si les gustaría visitar su interior.
Todos descendieron del vehículo y se reunieron en la acera, bajo el tibio sol invernal.
Craig se volvió al señor Manker para decirle:
—Si no le importa, yo me quedaré aquí fuera fumando. Ya he visitado estas casas en otra ocasión.
—Como guste —repuso el señor Manker.
—Yo haré compañía a míster Craig —dijo Indent Flink.
El señor Manker condujo a los demás hacia la entrada del edificio. Craig contempló a Emily Stratman, mientras esta avanzaba al lado de su tío. Era más alta que este y llevaba una chaqueta gris de piel de Suecia con una falda azul muy ajustada y corta, que revelaba sus largas piernas y las perfectas curvas de sus pantorrillas, enfundadas en medias de nylón. Al andar, sus amplias nalgas y opulentas caderas se movían libremente, y Craig comprendió que no llevaba faja. Se había hallado tan absorto hasta entonces por sus virginales facciones, que en aquel momento le sorprendió ver que su figura pudiese ser más femenina y provocativa que la de Lilly.
Brevemente, presentó excusas a Lilly en su fuero interno, al recordar su espontánea ofrenda de sí misma, pero la diferencia estaba clara. Lilly estaba relacionada con la salud, la naturaleza y la espontánea cópula animal. Había que imaginársela en un bosque, con los rumores selváticos y un trozo de cielo en lo alto, para poseerla en seguida, sin demora, sólo en busca del placer carnal, sobre la tierra y la hierba. Pero a Emily Stratman… había que imaginársela reservada y contenida, como correspondía a su impoluta virginidad, esperando en tensión al ser amado. Aquella joven despertaba ideas de amor, novela y de largas esperas y añoranzas. Había que ponerla en un boudoir discretamente iluminado, mientras una brisa acariciadora entraba por las ventanas abiertas, junto con los rayos exangües de la luna y una música lejana, para abrazarla y besarla, acariciando su carne virginal, hasta que por último se encendía el fuego del deseo y entonces llegaba el momento de poseerla lentamente, muy lentamente, con arte y dulzura hasta que el fuego se convirtiese en un incendio.
Craig sacudió aquellos pensamientos de su mente. La incongruencia de aquella fantasía, elaborada en una prosaica acera de Estocolmo, ante una moderna serie de viviendas cooperativas, le hizo ver hasta qué punto era ridículo, y desechó aquel ensueño. Emily y los demás habían desaparecido en el edificio. Craig sacó su pipa, la llenó de tabaco e Indent Flink le ofreció un fósforo encendido.
—¿Qué piensa usted de nuestras cooperativas? —le preguntó Flink.
—Las admiro —respondió Craig, dando chupadas a la pipa— del mismo modo como admiro a una nación que no tiene barrios bajos. Considero esto como algo muy avanzado y un gran beneficio para la mayoría. Pero como escritor, yo soy un individualista acérrimo, y creo que preferiría vivir en una tienda, únicamente para estar solo, no confundirme con la masa ni que me midiesen con el rasero común, porque yo prefiero los altibajos.
—Le interesará saber que nuestras cooperativas también se dedican a cuestiones literarias —observó Flink.
—¿De qué manera?
—Publican una revista e imprimen libros a precios muy bajos. Incluso subvencionan una lotería anual destinada a recoger fondos para ayudar a unas tres docenas de escritores que lo merecen.
—¿Quiere usted decir que hay mucho interés aquí por la literatura?
—Un interés enorme. Suecia tiene siete millones de habitantes. El setenta y cinco por ciento de las personas adultas leen libros con regularidad.
—Muy notable —observó Craig.
—Nuestro problema es la crítica. Si las críticas son buenas, un libro se convierte en un «best seller». Si son malas, ya podemos tirar toda la edición a los canales. El Estado Perfecto mereció los elogios unánimes de la crítica. Pero lo que me irritó fue que los elogios no se debieron únicamente a su mérito literario, sino que, según sospecho, el relato platónico que sirve de fundamento a la obra permitió a los críticos desplegar su erudición.
Craig no pudo contener la risa.
—Supongo que eso debe de suceder con frecuencia.
—Desde luego —respondió Flink, muy serio—. Ocurrió con todos y cada uno de sus libros. Los críticos los utilizaron para lucir su erudición. Creo que esta táctica incluso llega a influir en ocasiones al Comité Nobel. Jacobsson me contó hace poco la lucha que hubo para conceder el segundo Premio Nobel de Literatura, en 1902. El Comité, en sus reuniones a puerta cerrada, tuvo en consideración a muchos candidatos —Anton Chejov, Thomas Hardy, Henrik Ibsen—, pero ¿quiénes fueron los que llegaron a la última votación? Teodoro Mommsen, un carcamal de ochenta y cinco años, con su monumental Historia de Roma en cinco volúmenes, y Herbert Spencer, de ochenta y dos, con su Sistema de Filosofía Sintética en diez volúmenes. De modo que quedaron como finalistas para el Premio Nobel de Literatura un historiador alemán y un filósofo inglés…, que arrinconaron a Chejov e Ibsen. Mommsen ganó la votación y por consiguiente obtuvo el premio. ¿Por qué? El Comité Nobel afirmó que se lo había concedido por sus dotes artísticas. ¿Y se atrevían a hablar de talento artístico comparándolo con Ibsen? Para mí, sospecho que el dar el premio a Mommsen fue un modo de exhibir la erudición y conocimientos históricos del jurado, que de este modo pudo vanagloriarse de sus profundos conocimientos. Posiblemente esta misma vanidad trabajó a su favor. No sabría asegurarlo.
Craig y Flink paseaban frente a los edificios de la cooperativa, comentando cuestiones editoriales, literarias y hablando del gusto del público en general, discutiendo la actitud cínica y morbosa de los escritores suecos (rebelión contra aquel idílico estado de prosperidad general), y la predilección que demostraban por Faulkner, Kafka y Gottling, que contrastaba con la aversión que sentían por los bucólicos paisajes de Ingrid Pahl, hasta que el señor Manker salió del edificio con sus compañeros.
Leah se precipitó hacia Craig y, apoderándose de su brazo y acaparando totalmente su atención, empezó a hablarle de habitaciones a prueba de sonido, paredes de acero inoxidable y equipo para la remoción de basuras. Simulando interés Craig observaba atentamente a Emily Stratman. Un cuarto de hora antes, deseó que se volviese para disfrutar plenamente de su visión. Entonces se había vuelto en su dirección, al otro lado del prado. Bajo la chaqueta de piel de Suecia llevaba un suéter azul pálido de cuello alto, que le bajaba sobre la apretada falda. Su pecho, que subía y bajaba ligeramente —¿habían ascendido escaleras o era el día?—, era de una opulencia espectacular, y Craig sintió un placer inexplicable al contemplarlo y al verla a ella bajo el sol.
Subieron al coche para continuar la visita. El señor Manker charlaba por los codos y recitaba relatos que debía saberse de memoria sobre este museo, aquella galería y todas esas capillas. Al llegar a la Helgeandsholmen —Isla del Espíritu Santo— aminoró la marcha del automóvil para que contemplasen el feo Riksdagshuset o Edificio del Parlamento, de aspecto completamente germánico, y supiesen que fue construido en 1865, que la aristocracia se mostró opresora (¿No dio un respingo el conde Jacobsson?) concediendo el voto únicamente a un diez por ciento de la población hasta que después de la caída de los Hohenzollern y los Romanov, que era cosa muy reciente, en realidad, el sufragio universal y la auténtica democracia llegaron finalmente a la atrasada Suecia.
Siguieron recorriendo Estocolmo —«una comunidad de doce islas unidas por cuarenta y dos puentes», recitó el señor Manker— hasta que llegaron a un inmenso garaje subterráneo, llamado Katarinaberget, donde su guía les dijo que había sido construido especialmente como refugio en el que podían acogerse veinte mil personas en el caso de una guerra nuclear. Entonces, por primera vez, Craig se sintió interesado por aquella proyección del futuro.
—Esperamos que el mundo no echará en saco roto la lección de su obra Armageddon —dijo Indent Flink a Craig—, pero si lo hace, como usted puede ver, estamos preparados para sobrevivir.
—¿Cuántos refugios de estos tienen? —preguntó Craig.
El señor Manker se encargó de contestarle:
—Actualmente tenemos cuatro de estos enormes refugios atómicos en Estocolmo, que podrían salvar la vida de cincuenta mil personas, llegado el caso. En todo Suecia existen diecinueve refugios semejantes, y además treinta mil de pequeñas dimensiones, que en total pueden contener más de dos millones de personas. El resto de la población sería evacuado en cuestión de minutos de las ciudades a las zonas rurales. El refugio subterráneo que usted puede ver tiene electricidad, calefacción, agua, alimentos e incluso dependencias necesarias para instalar escuelas. Gran parte de nuestra industria pesada, como Bofors y Saab, fabrican sus cañones antiaéreos y aviones a reacción en fábricas subterráneas abiertas en el interior de montañas de granito. Mientras en otras naciones sólo se habla de defensa civil, nosotros los suecos ya la hemos puesto en práctica.
—Quizás ustedes heredarán la Tierra —observó Stratman, sombrío—, aunque, cuando llegue ese día, ya se la regalo.
Emily contempló atónita el cavernoso garaje subterráneo.
—Es espantoso —murmuró.
—¿Por qué? —le preguntó el señor Manker—. Estamos tan orgullosos de este…
—No quiero decir lo que usted se figura —repuso prontamente Emily—. Desde luego, han hecho ustedes lo adecuado. Yo me refiero —y abarcó con un ademán el inmenso refugio— a que el ciclo se ha completado, a lo irónico que resulta que volvamos al principio, al hombre de Neanderthal excavando sus cuevas prehistóricas, con la sola diferencia de que ahora las cuevas tienen aire acondicionado.
Todos se hallaban dominados por la solemnidad del momento y el conde Jacobsson sentía ansiedad, pues no quería que aquellas consideraciones les echasen a perder la tarde.
—Ahora debemos ir a ver el lado festivo de Estocolmo —manifestó—. Señor Manker, ¿quiere usted tener la amabilidad de llevarnos a Djurgarden y Skansen?
Concentrándose en su nuevo objetivo, el solícito cicerone condujo con pericia el enorme automóvil a través del denso tránsito de la tarde, conduciendo por la izquierda, según el sistema que ponía nervioso a todo el mundo menos a los suecos. Continuó en dirección Este atravesando la ciudad, hasta que el tránsito se fue aclarando y se acercaron a la vasta isla pastoral conocida por el nombre de Djurgarden.
Levantando un poco el pie del acelerador, el señor Manker dio la vuelta con el coche a poca velocidad en torno a un grupo de construcciones de aspecto singular y complicado.
—Llamamos a esto la Ciudad de los Diplomáticos —dijo Jacobsson—. Aquí se encuentran reunidas casi todas las embajadas y legaciones extranjeras. Ahí, por ejemplo, tienen ustedes la Embajada de Italia…
A medida que Jacobsson se las iba señalando, a Craig le hizo gracia comprobar que cada embajada asumía el carácter de la nación que representaba. La Embajada de Inglaterra era un edificio de ladrillo, de aspecto serio y formal, una construcción digna, conservadora y grave, como la mayoría de los ingleses que viajaban por el extranjero. La Embajada de los Estados Unidos, que se alzaba frente a la anterior, estaba agazapada en lo alto de un pequeño precipicio. Era una monstruosidad modernista, que se esforzaba torpemente por adaptarse al país en que se hallaba imitando su arquitectura típica, fracasando lastimosamente en su empeño, con el resultado de que por último era solamente la caricatura de un norteamericano en el extranjero que se esforzaba por todos los medios en convertirse en parte integrante de Suecia.
Craig observó con alivio que acababan de cruzar un puente sobre un pequeño canal para llegar a la zigzagueante carretera de la gran isla. Hacia la izquierda se extendían varias hectáreas de prados rodeados de bosque, similares a los campos de Wisconsin y Minnesota, y a la derecha se alzaban las majestuosas residencias de la aristocracia sueca.
—Djurgarden significa Parque Animal —les explicó Jacobsson—. En otros tiempos, esto fue el coto de caza del soberano. En la actualidad los bosques y los claros constituyen un parque nacional abierto al público. En cuanto al resto, las fincas donde viven nuestros aristócratas, millonarios y artistas, creo que el señor Manker está más indicado que yo para señalarles las cosas dignas de interés.
Entusiasmado, el señor Manker continuó su recital. Allí se alzaban numerosas villas, muchas de ellas ocultas a su vista por el follaje o situadas en un nivel inferior al de la carretera, pertenecientes a príncipes de sangre real, aunque, entre los nombres de los propietarios, Craig sólo reconoció el del príncipe Bernadotte. Y, finalmente, en aquella porción del Canal de Djurgardsbrunns, parecida a un lago teñido de azul y verde, se alzaba Askslottet —el Palacio del Trueno—, una fea versión en miniatura del Taj Mahal, residencia de Ragnar Hammarlund.
—Pare usted ahí, frente a la puerta de la finca —dijo Jacobsson al señor Manker—. Nuestros invitados ya conocen todos al señor Hammarlund —dentro de dos días asistirán a la cena que les ofrece aquí mismo— y posiblemente les interesará de manera especial visitar su residencia.
—¿Pero quiere usted decir que de veras vive alguien aquí? —preguntó Leah con incredulidad, cuando se detuvieron ante la verja de hierro.
—Naturalmente —respondió Jacobsson—. Y precisamente se trata de un solterón.
Un paseo de grava, de una blancura inmaculada, conducía de una manera muy teatral al pie de la estatua blanca de una ninfa marina, obra de Carl Milles. La ninfa parecía proteger un magnífico estanque rectangular junto al que florecían los lirios. A ambos lados había paseos y nudosas encinas y al extremo, casi como una réplica de la tumba mogol de mármol, se alzaba Askslottet. La mansión tenía dos pisos de alto, era de forma cuadrada y de color gris claro, con un techo inclinado de tonalidad rojiza. Cuatro esbeltas columnas, semejantes a alminares, se alzaban en la entrada.
—Desde luego, Hammarlund no vive solo ahí —dijo Jacobsson—. En la casa habita también un ejército de misteriosos servidores. De todos modos, produce una gran impresión… ¿Seguimos, señor Manker?
Cuando el coche arrancó, todos menos Leah se dispusieron a contemplar las nuevas vistas de Djurgarden. Leah volvió la cabeza para ver por última vez el castillo de Hammarlund.
—Cuesta creer que sea millonario y el dueño de este sitio tan grande —dijo—. Quiero decir que cuando lo conocí me pareció un hombre totalmente inepto y ordinario.
—Por el contrario —objetó Emily—. Yo lo encontré exactamente como me lo imaginaba. Encajaba a la perfección en su tipo. Me parecía arrancado de una novela policíaca, de esas en que salen magnates, fabricantes de municiones y traficantes con la muerte.
Viendo el interés que demostraba Craig, Leah no pudo permitir que aquella joven le llevase la contraria.
—Es usted muy romántica —dijo a Emily—. ¿Qué tiene ese hombre de raro?
—En primer lugar, es extraño —dijo Emily—. Además, cuando pienso en Hammarlund sufro astigmatismo, o sea que lo veo en plural: la fofa personalidad que todo el mundo conoce de día y su otra personalidad, que él se guarda para la noche.
—«Quiero escribir algo sobre un hombre que era dos personas» —citó Craig—. Esto es lo que dijo una vez Robert Louis Stevenson a Andrew Lang, y así fue como nació el míster Hyde del doctor Jekyll.
—Todos somos dos personas distintas —gruñó Stratman.
Leah trató de agarrarse al primer aliado que se le pusiese a mano.
—Estoy de acuerdo con el profesor Stratman —dijo, algo desconcertada.
—Yo también, Lee —dijo Craig—. Sin embargo, sospecho que las dos personalidades de Hammarlund son más interesantes que las que pueda tener yo o las que puedas tener tú. Y es ahí donde estoy de acuerdo con miss Stratman. Yo también lo encuentro extraño, un hombre lleno de secretos, y creo que sólo revela su segunda personalidad por la noche, cuando tiene que trabajar para su imperio y nadie lo mira. Ese es el hombre que nosotros no conocemos, el que reúne y amasa millones. El hombre que nosotros conocemos es demasiado fofo, demasiado blando, demasiado lampiño y suave para ser posible. Tiene que ser algo más.
—Oh, claro que hay más, desde luego —dijo Jacobsson desde el asiento delantero—, pero tal vez no sea tan emocionante como ustedes se imaginan. Hammarlund es un hombre que intriga constantemente, por supuesto —¿no es lo que hacen hoy en día todos los grandes hombres de negocios?—, pero no tiene una doble vida ni una banda particular de asesinos a sueldo, por lo que yo sé. Los Zaharoff de la industria privada ya han muerto en este mundo cada vez más dominado por el socialismo.
—Me muero de impaciencia por asistir a esa cena que nos ofrece —dijo Leah.
—Será correcta y espléndida —aseguró Jacobsson—, pero no esperen encontrar puertas secretas, pasadizos ocultos y cadáveres que caen de los armarios. —Sonrió con indulgencia, y sus oyentes casi creyeron escuchar los crujidos de su apergaminado rostro—. Aunque desde luego, y para complacerla, miss Decker, desearía equivocarme. —Jacobsson atisbó a través del parabrisas y dijo—: Y ahora nos acercamos a una institución no menos magnífica, pero mucho más inocente, y que es motivo de legítimo orgullo para los suecos. Me refiero a nuestro célebre parque Skansen. De nuevo cedo la palabra al señor Manker.
El diplomático puso el coche en segunda, para hacerle ascender la empinada carretera, y de nuevo se puso a hablar como un experto guía turístico, con palabras que fluían con excesiva facilidad, como si les faltase el lastre del pensamiento.
—Skansen es algo único —dijo el señor Manker de carrerilla—. No se trata de un parque de atracciones como Disneyland o Tívoli. Es un museo al aire libre, una condensación de la historia de Suecia, presentada en forma tangible para las generaciones actuales. Se inauguró en 1891 y en las décadas transcurridas desde entonces se ha convertido en una de nuestras principales atracciones. En él podrán admirar nuestras casas solariegas de siglos pretéritos, perfectamente reconstruidas…
Cuando el señor Manker terminó su descripción, llegaron al pie de la cuesta final y penetraron en el lugar reservado al aparcamiento de coches. Apeándose después de Emily, Craig observó la puerta principal de Skansen y se acordó de aquel bochornoso día de verano en que Harriet y él, cargados con sus cámaras fotográficas y helados de cucurucho, la cruzaron por primera vez. Entonces le hizo gracia; fue como descubrir un viejo número del National Geographic Magazine en la sala de espera del dentista. Pero a la sazón no estaba de humor para contemplar dioramas históricos. La falta de alcohol —no había bebido una gota desde la noche anterior— le hacía sentirse reseco e inquieto. Necesitaba algo que lo calmase, ya fuese Emily para conversar o un whisky, y a ser posible ambos y al mismo tiempo. Si efectuaba aquella visita, lo haría sólo para buscar la oportunidad de hallarse a solas un momento con Emily.
Stratman conversaba en voz baja con su sobrina. De pronto el físico se acercó a Jacobsson y al señor Manker.
—Si a ustedes no les importa —dijo Stratman— yo me quedaré a esperarles aquí. El espíritu es fuerte, pero los huesos son débiles. —Miró a un lado—. La verdad, su Skansen me da miedo.
—Hay una escalera movible giratoria, muy moderna —observó el señor Manker.
—Gracias, pero prefiero quedarme a esperar en el coche, descabezando un sueñecito. Estoy seguro que aún hay muchas más cosas que ver, y tengo que reservar mis fuerzas.
Emily se acercó a su tío, con expresión preocupada.
—Me quedaré contigo, tío Max…
—Ach, no…, no compliquemos las cosas… tú ve con los jóvenes.
Llevado por un propósito inconsciente, Craig intervino para decir:
—Yo también me quedaré aquí, miss Stratman, así es que no se preocupe. —Luego se volvió a Jacobsson y el señor Manker—. No quiero ser un aguafiestas, pero yo ya he estado en Skansen y lo he recorrido de cabo a rabo. Aunque bien se merece otra visita, yo, como el profesor Stratman, prefiero reservar mis fuerzas. Aún no me he repuesto de la fatiga que me produjo el viaje en avión.
Emily no se daba por satisfecha.
—Tío Max, yo preferiría…
—No —dijo Stratman con firmeza—. Quiero que tú vayas y me cuentes todo lo que veas. Míster Craig y yo aún no hemos tenido tiempo de estar juntos. Yo le enseñaré física, y él me dará un curso de literatura. Por favor, mein Liebchen…
Emily envolvió en una mirada de preocupación a su tío y a Craig, y por último capituló. Permitió que el señor Manker y Jacobsson la acompañasen adonde esperaban Leah e Indent Flink, y cuando estuvieron todos reunidos, se dirigieron a la puerta de Skansen. Emily miró hacia atrás y Stratman la tranquilizó levantando una mano.
Cuando se hubieron ido, Stratman movió la cabeza:
—Esa criatura se preocupa demasiado por un viejo como yo. Es culpa mía, desde luego.
Suspirando, Stratman subió al automóvil, se desabrochó el cuello y apoyó cómodamente la cabeza en el asiento posterior. Craig sacó la pipa y, después de encenderla, se sentó en el asiento delantero.
—Yo también traje mi pipa, pero me olvidé del tabaco —dijo Stratman.
—Tome usted del mío —ofreció Craig, tendiéndole su bolsa.
Cuando Stratman empezó a lanzar satisfechas bocanadas de humo, habló de nuevo para decir:
—A medida que uno va entrando en años, los placeres se van reduciendo. Antes, cuando tenía menos años, me gustaban una infinidad de cosas. En mi lejana juventud, yo pescaba, jugaba al billar, tomaba entre las mías la mano de una Fräulein, pasaba la noche en blanco jugando a los naipes con mi hermano, iba a la ópera, leía por pasatiempo, me atiborraba de schnitzel[19], fumaba en pipa y trabajaba…, el trabajo ha sido siempre un placer para mí. —Exhibió su pipa parda de espuma de mar—. Ahora sólo me queda la pipa y el trabajo. Pero no me quejo; tengo más que suficiente.
—Le envidio —observó Craig—. Yo sólo tengo la pipa.
—¿Y el trabajo?
—No.
Stratman guardó un momento de silencio.
—Emily me dijo que usted ha perdido recientemente a su esposa. ¿Es este el motivo?
Emociones contradictorias se debatían en el espíritu de Craig. Una era de júbilo, al saber que Emily le había hablado a su tío de él. La otra de vergüenza, por haberse entregado durante tanto tiempo a la tarea de compadecerse de sí mismo.
—Cuando perdí a mi esposa, creía que ya no valía la pena seguir escribiendo.
—¿Pero no es la obra por sí misma, la creación, la realización solitaria, lo que de veras vale la pena?
—Parece que así debiera ser. Recuerdo que un personaje de Somerset Maugham dice que un artista debería dejar morirse de hambre a su madre, si fuese necesario, antes que escribir a tanto la línea para darle de comer. En una palabra, la obra del artista y su fidelidad hacia ella, es lo único que importa. Pero eso, profesor, requiere una fuerza de voluntad sobrehumana.
—Que podría sustituirse por otra cosa…, un sentido irreal de la dignidad que el Señor sólo le ha dado a usted, como su elegido.
—También lo sentía.
Stratman asintió.
—Me lo suponía ya. Si no lo hubiese sentido, hoy no se encontraría en Estocolmo. ¿Qué le ha pasado, pues? No soy un psicólogo, pero creo adivinarlo. El sentido irreal de la debilidad se vio aniquilado por un horrible accidente de la realidad —la muerte repentina de su esposa— y usted se ha hundido, su fe se ha tambaleado y aún no se ha repuesto de la tremenda impresión. Estas cosas suceden, joven, suceden con mucha frecuencia.
Craig trató de pensar en lo que había dicho Stratman, analizándolo y extendiéndolo ante él, pero aún no se hallaba preparado para entenderlo y finalmente decidió aplazar el análisis para otro día.
—Tal vez tenga usted razón —dijo, sin añadir ningún otro comentario.
Ambos guardaron silencio, dando pensativas chupadas a sus pipas, escuchando el rumor lejano de Skansen y notando con agrado el calorcillo del sol invernal, que se filtraba por las ventanillas del automóvil.
—¿Por qué se ha quedado aquí? —le preguntó de pronto Stratman—. ¿Para hacer compañía a un viejo?
—No, nada de eso.
—Entonces, ¿por qué? ¿Para hablar de usted?
—Tampoco. Instintivamente, quise estar cerca de usted, porque usted está cerca de Emily.
—Emily, ¿eh?
Pero el semblante rubicundo del anciano no mostró asombro. Stratman vació su pipa, se ajustó las gafas sobre la nariz y examinó a Craig, pero no con ojo crítico, sino como si por primera vez lo viese, no como otro laureado, sino sencillamente como un ser humano.
—¿Y qué tiene que ver Emily con nosotros?
—¿Le contó que nos vimos anoche?
—Sí, lo mencionó. Después del banquete, como solemos hacer en estos casos, pasamos revista juntos a los hechos más sobresalientes, y ella me habló un poco de usted… y, en realidad, también acerca de otros invitados que le presentaron.
—Ya. —Craig se sintió decepcionado. Esperaba algo más, alguna afirmación, una muestra de interés especial—. ¿Le contó lo que pasó entre nosotros?
—¿Qué pasó entre ustedes?
—Yo estaba algo bebido y la ofendí.
—Hum. —Stratman reflexionó, tratando de comprender lo que había oído—. Lo siento. Debiera habérselo dicho…, mi sobrina es extremadamente sensible y retraída ante los hombres. De modo que… usted la disgustó.
—Sí. Estoy esperando el momento de poder presentarle mis excusas. Ella no me da ocasión de hacerlo.
—Exactamente. Ha sido así desde su infancia. —Hizo una pausa—. ¿Por qué tiene esto tanta importancia para usted, míster Craig?
—Su sobrina me atrae, y quiero que se forme una buena opinión de mí.
—Entonces, le espera una tarea muy poco envidiable…
—¿Una tarea sin esperanza?
Stratman se encogió de hombros.
—Yo no puedo responder por ella. La conozco mejor que a cualquier otra persona de la tierra. La quiero como un padre. Yo la he criado. Conozco sus caprichos y fantasías y casi todas sus reacciones. Pero cada nuevo día la vida renace y, hasta cierto punto, todos los seres vuelven a nacer en un nuevo día. El cerebro, el sistema nervioso, los músculos, las glándulas, los reflejos condicionados, todo funciona en el nuevo día de acuerdo con la costumbre establecida y familiar…, hasta que ocurre un nuevo accidente, aventura o confrontación, surge un estímulo excepcional, y de pronto todo lo anterior no significa nada…, y el cerebro o el sistema nervioso de la persona reacciona de un modo distinto, de una manera desconocida hasta entonces. Así…, ¿cómo puede nadie juzgar a un semejante o hablar de él? ¿Cómo puedo saber lo que hoy Emily siente hacia usted?
—¿Pero no tiene ni una idea?
—Claro que tengo una idea. Dispongo de todo lo anterior. Cuando saqué a mi sobrina de Alemania para llevarla a Inglaterra y después a América, vi que se adhería a una norma de conducta, que ha conservado hasta hoy sin introducir cambios apreciables. Desconfía de los hombres. Se ha acostumbrado a prescindir de ellos. Si por medio de algún exorcismo usted consiguió pillarla desprevenida anoche, y luego se aprovechó de ello, yo le predigo que su desconfianza se habrá duplicado…, desconfianza de los hombres en general y de usted en particular. Así…, no sé qué responderle, cuando usted me pregunta si existe alguna esperanza de que ella vuelva a formarse una buena opinión de usted. Como tío suyo, y en mi calidad de hombre de ciencia, yo diría que tiene usted todas las probabilidades en contra, míster Craig. Aunque, desde luego, no me atrevería a asegurarlo taxativamente… Sin embargo, hay que tener en cuenta los imponderables —en física también los tenemos—, un nuevo día con un ciclo vital propio y, quizás entre el alba y el anochecer, surgirá una nueva Emily. Lo siento, míster Craig, pero no puedo decirle nada mejor. Perdone que sea tan pesado y prolijo. Soy alemán por natural y educación. Usted es un producto del optimismo, de una sociedad fundamentalmente optimista y por lo tanto sus decisiones, las que tome por su cuenta, serán más imparciales que las mías. Y además es usted un narrador de historias, ha recibido grandes honores, y por lo tanto no dudo que comprenderá a sus semejantes mucho mejor y con mayor agudeza que yo. Aplique su optimismo y su genio al caso que nos ocupa.
Craig sonrió. El anciano estaba bromeando, estaba seguro de ello. Procuró responderle en el mismo tono:
—Mis historias se desarrollan en el pasado. En el presente me siento forastero y desarmado.
—El presente no existe —dijo Stratman—. El pasado empieza hace un minuto. —Sus ojos chispearon tras los gruesos cristales de sus gafas—. Y usted no está desarmado. —Se hundió aún más en el asiento y cruzó sus rechonchas piernas—. Voy a hacer una siestecita.
Craig se incorporó y se desperezó antes de apearse.
—Yo me iré a dar una vuelta.
Stratman ya había cerrado los ojos, pero de pronto volvió a abrirlos.
—Míster Craig…
Craig se acercó a la abierta portezuela posterior y se asomó al interior del coche.
—¿Qué desea, profesor?
—Creo que debe usted esforzarse para que ella vuelva a formarse una buena opinión de usted.
Craig no dijo nada.
Stratman lanzó un suspiro de cansancio.
—Si triunfa donde otros han fracasado, y de nuevo le hace abandonar la guardia, no la decepcione…, ni me decepcione. Bostezó, cerró los ojos y Craig permaneció de pie, conmovido pero inmóvil, pensando cuán victoriana había sido aquella escena y hasta qué punto herr Profesor Stratman, custodio del sol y de la hija de su hermano, se había parecido por un momento a Edward Barrett, inquilino del número 50 de la londinense Winpole Street, custodio de la inválida Elizabeth, hija suya, ante el asedio amoroso del joven poeta Robert Browning. Pero aquella comparación era odiosa e injusta. Stratman no era el celoso tirano de Winpole Street, que se esforzaba por suprimir sus latentes sentimientos incestuosos. Stratman era un solterón empedernido, que de pronto se encontró con una inesperada paternidad y que cargaba con una responsabilidad muy superior a las obligaciones normales de un padre. Ante todo pensaba en Emily, no en él. Teniendo en cuenta todo ello, Craig tuvo que reconocer que Stratman se había mostrado muy indulgente.
Craig empezó a recorrer sin rumbo fijo y sin curiosidad el perímetro de Skansen, parándose varias veces para ver jugar a los niños y en una ocasión para tomar una limonada. Siguió vagando por el parque, devanando fantasías en su espíritu, dejándose absorber de vez en cuando por los nuevos personajes que poblaban su vida, para regresar después en imaginación a Miller’s Dam, la casa de madera de Wheaton Road y Lucius Mack, e incluso a Harriet —sí a Harriet en el camposanto— aunque todos ellos le parecían muy lejanos y como pertenecientes a otra época.
Había transcurrido media hora cuando Craig regresó al automóvil. Vio que todos estaban ya en el coche y que el señor Manker le andaba buscando por los alrededores, y entonces aceleró el paso. Una vez dentro, se metió a duras penas en el asiento plegable, se disculpó y, aunque le hubiesen matado, no hubiera podido explicar a Leah, en respuesta a su pregunta, dónde había estado y qué había hecho.
El señor Manker se puso al volante y regresaron a la carretera.
Craig escuchaba mientras Emily, sentada a su espalda, contaba breve pero brillantemente a su tío las cosas más importantes que había visto en su visita a Skansen. Cuando terminó, preguntó a su tío qué había hecho durante la espera.
—Míster Craig y yo hemos sostenido una larga conversación —dijo Stratman.
—¿De qué habéis hablado? —quiso saber Emily.
—De negocios, mein Liebchen. Él me aconsejó acerca del modo de dar interés argumental a mis comunicaciones científicas y yo le expliqué cómo debe hacer para emplear la energía solar en su máquina de escribir. Después de esto eché una siestecita.
—¿Y ahora cómo te encuentras?
—Muy descansado y de nuevo como un turista… Conde Jacobsson, ¿qué nos reserva ahora la Oficina Nacional del Turismo?
—Lo mejor de lo mejor —dijo Jacobsson—. El señor Manker nos lleva a la Ciudad Vieja… concretamente, a Stortorget —la Plaza Mayor— emplazamiento original del Estocolmo de hace siete siglos.
Continuando su largo rodeo, cruzaron el puente de Norrbro, pasaron frente al Palacio Real, aminoraron la marcha al llegar a la Catedral de Storkyrkan, construida en 1260, siguieron por una estrecha y antigua callejuela que desembocaba en la espaciosa plaza, y dejaron el coche frente a la Börssalen, que el señor Manker identificó como la Bolsa de Estocolmo.
Después de abandonar el automóvil, el señor Manker les hizo dar la vuelta a la Stortorget. La plaza, pavimentada con viejos y desiguales ladrillos, se halla dominada en el centro por un pozo antiguo redondo, de enormes proporciones. A su alrededor había bancos para el público y, a causa de la tibieza del día, dichos bancos estaban ocupados por ancianos que leían el periódico y señoras de media edad que habían ido de compras y que se contaban los últimos chismes.
Caminaron por el lado de la plaza, rodeada de severos edificios de piedra de cuatro o cinco pisos, con tiendas en la planta baja y pisos en las plantas superiores. Siguiendo al señor Manker, visitaron las blanquecinas callejuelas laterales que conducían a Stortorget. Aquellas calles sumidas en sombras eran tortuosas y oscuras, como en tiempos medievales, y en ellas se alzaban antiguas casas provistas de buhardillas que parecían arrancadas a un cuento de los hermanos Grimm.
—Hoy casi todo el mundo desea vivir aquí, en la Ciudad Vieja —decía el señor Manker—. Vivir aquí significa posición social. Los exteriores de estas casas son los originales. No pueden renovarse. Se los deja tal como están, consumidos por la intemperie, desconchados y viejos, pero esta es precisamente su gracia. No obstante, dentro de las casas, casi todos los pisos son inmaculadamente modernos, con las últimas comodidades, incluyendo quemadores de petróleo para los meses invernales.
Andando sin prisas, el señor Manker les hizo volver junto al antiguo pozo de Stortorget.
—Estamos en un lugar sagrado —declaró, cuando el grupo se reunió más estrechamente a su alrededor, contemplado con curiosidad por varios ocupantes de los bancos próximos—. Aquí es donde tuvo lugar la espantosa matanza de Estocolmo, conocida por el nombre de Baño de Sangre. En 1520, un rey danés que dominaba entonces toda Escandinavia, ofreció la amnistía a ochenta aristócratas suecos que se habían rebelado. Los invitó a esta misma plaza para celebrar una fiesta y entonces, traicionándolos, los hizo decapitar. —El señor Manker señaló a un lado—. Ahí tienen ahora algo más agradable.
Los miembros del grupo se volvieron para contemplar una vez más el edificio de la Bolsa de estilo rococó, ante el que estaba aparcado el automóvil.
—Ese palacio fue edificado en 1773 —explicó el señor Manker—. En la planta baja está la Bolsa, pero en los pisos superiores están las dependencias y la biblioteca de la Academia Sueca, donde, después de reñidas votaciones, André Gide, T. S. Eliot y Andrew Craig obtuvieron el Premio Nobel de Literatura.
Leah sujetó a Craig por el brazo.
—¿No lo encuentras emocionante, Andrew?
Craig hizo un visaje de desagrado ante las manifestaciones de entusiasmo de su cuñada y luego, temiendo molestar a los suecos, sonrió ligeramente para demostrar su contento.
—Alfredo Nobel no es su único bienhechor —añadió el señor Manker, dirigiéndose exclusivamente a Craig—. Hay otro, y este es el Rey Gustavo III, que ascendió al trono de Suecia en 1771 y quince años después fundó la Academia Sueca. A pesar de todos sus defectos, que eran muchos e iban desde una gran indiferencia por los pobres a una vida de excesivo fausto y ostentación, Gustavo III merece nuestra mayor consideración porque quizás es el soberano que hizo más por la cultura antes de que le asesinasen en un baile de máscaras, en 1792. Nos dio la ópera. Reunió obras de arte procedentes de todo el mundo. Y finalmente, para alentar y enaltecer la literatura, imitó a los franceses estableciendo la Academia Sueca. Debido al respeto supersticioso que le inspiraba el número dieciocho, decretó que este fuese el número de miembros de la Academia, los cuales se eligieron entre los escritores y eruditos más respetables de Suecia. La cifra predilecta de Gustavo III ha sobrevivido hasta hoy. Fueron dieciocho miembros de la Academia, míster Craig, quienes con sus votos le concedieron el Premio Nobel.
Jacobsson se adelantó para tocar a Craig en el hombro.
—¿No le interesaría ver el lugar donde fue elegido?
—Muchísimo —repuso Craig con toda sinceridad—, pero temo que esto resulte una lata para mis compañeros. Tal vez un día que venga solo…
—Bah, bah —le interrumpió Stratman—. A todos nos gustará ver el interior de la Academia.
Los visitantes siguieron al conde Jacobsson, y cruzaron la plaza para doblar la esquina y meterse por la calle lateral. Continuaron siguiendo a Jacobsson por la calle, hasta que este se detuvo ante dos gigantescas puertas, que mostraban la pátina del tiempo y que llevaban el número 2 de Källargränd. A la derecha de la entrada, sobre un bloque de granito, había una placa que ostentaba la siguiente inscripción: SVENSKA AKADEMIENS NOBEL-BIBLIOTEK.
Todos entraron. El señor Manker y Jacobsson los acompañaron por un sombrío vestíbulo, y luego subieron por una amplia escalinata de piedra hasta el primer piso y después de franquear una puerta de color castaño claro embocaron un largo corredor, brillantemente iluminado, pero de un sobrecogedor aspecto escolástico. A su derecha había una mesa, a la que entonces no se sentaba nadie, y junto a ella la puerta de la Biblioteca Nobel, con estantes abarrotados de libros, las obras escritas en casi todas las lenguas del mundo por los ganadores de los Premios Nobel, autores concursantes y otro material.
Con una gran soltura, hija de la familiaridad con aquellos lugares, Jacobsson los condujo por el corredor, a ambos lados del cual se alzaban estanterías repletas de libros, hasta otra puerta que comunicaba con un colosal auditorium. Cuando lo cruzaron, Jacobsson les dijo:
—Nos acercamos a la Caaba, el lugar sacrosanto donde la Academia se reúne anualmente para elegir al Premio Nobel. La cámara secreta recibe el nombre de sala de sesiones. Y en ella estamos ahora.
Después de franquear otra puerta, se encontraron en una amplia sala, muy iluminada, de alto techo y con elevadas ventanas que miraban a la histórica plaza de enfrente. Bajo una centelleante araña de cristal se extendía una mesa rectangular que parecía ocupar toda la estancia y en torno a la cual estaban rigurosamente colocadas doce lujosas butacas con los asientos, respaldos y brazos tapizados de peluche azul. La brillante mesa no tenía nada sobre su superficie, con excepción de una bandeja de madera en la que se veía un portaplumas que perteneció hacía casi dos siglos al rey Gustavo III, y un jarro de peltre con un vaso de cristal. Arrimados a las paredes vieron un sofá azul y varias sillas. De una pared colgaba un resplandeciente medallón de oro con el símbolo real de Gustavo III, una gavilla de trigo. En la cabecera de la mesa, detrás de la silla del Secretario Perpetuo, se alzaba la conciencia siempre presente de la Academia: un busto de mármol del fundador, Gustavo III, sobre un pedestal circular de piedra.
—Sí —dijo Jacobsson, acariciando el busto de mármol—, desde 1914, año en que la Academia ocupó esta sala, Su Majestad ha estado aquí escuchando secretos que el mundo entero desearía conocer. Antes, las votaciones se celebraban en Skeppsbron, domicilio del Secretario Perpetuo, luego se celebraron en un piso de alquiler de Engelbrektsgatan, y después en la antigua Biblioteca Nobel de Norra Bantorget. Pero desde que fue elegido Romain Rolland en 1915, los demás premios se han elegido aquí.
—¿Se reúnen con mucha frecuencia los miembros de la Academia en esta sala? —preguntó Emily.
—Les explicaré el modus operandi —contestó Jacobsson—. Para ejemplo servirá el caso de nuestro actual ganador, míster Andrew Craig. La presentación de candidaturas para el Premio Nobel de Literatura de este año se cerró, como de costumbre, el 1 de febrero. Las candidaturas, generalmente por escrito, deben someterse a la Academia Sueca. Este año se recibieron cuarenta y nueve. Treinta procedían de personas o entidades debidamente acreditadas —laureados anteriores de cualquier categoría o academias reconocidas de todo el mundo— y diecinueve procedían de fuentes no acreditadas, como editores, la esposa de un autor determinado o los propios autores, y por lo tanto fueron rechazadas. El nombre de míster Craig nos fue propuesto oficialmente, no desde el extranjero, sino por admiradores suyos de nuestra propia Academia Sueca, encabezados por miss Ingrid Pahl, miembro de la misma con voz y voto. Creo que el señor Flink podrá explicarles mejor cómo se desarrolló todo.
Indent Flink se volvió hacia Craig y Leah.
—Yo no soy el más indicado para esto —declaró con falsa modestia—. Como editor, tengo informantes en Nueva York, del mismo modo como los tengo también en París y Londres. La última novela de míster Craig, que pasó desapercibida en Escandinavia, me fue enviada junto con otros varios libros por uno de estos informadores, que me tienen al corriente de las últimas novedades. La novela me impresionó…, la encontré extraordinariamente buena y adquirí los derechos de Armageddon para Suecia por quinientos dólares. Fue esta la cantidad, ¿no es cierto?
—Sí, esa fue la cifra —contestó Leah.
—Hice traducir la obra y lancé la novela en septiembre de —vamos a ver— hace cuatro años. Las críticas fueron tan magníficas que probablemente despertaron el deseo de leerla en muchos de los dieciocho miembros de la Academia, que así pudieron conocer esta obra maestra de Andrew Craig.
—En efecto, así fue —asintió Jacobsson.
—Bien, para abreviar —continuó Flink—, adquirí los derechos de otras dos novelas de míster Craig. La venta fue muy alentadora, pero el entusiasmo que despertaron en los altos medios literarios aún fue mayor. Entonces me hice enviar un ejemplar de El Estado Perfecto, y este fue el que obtuvo más éxito de los cuatro. Lo traduje yo mismo y lo publiqué a principios del año pasado. Esta vez yo también me comí mi tajada del pastel. La obra se convirtió en un «best seller» y fue elogiada unánimemente por la crítica. Yo creo que esa obra fue la decisiva. Casi todos los miembros de la Academia se habían convertido en admiradores de Andrew Craig, e Ingrid Pahl ya no estaba sola en su culto por el genio desconocido. Así, no tiene nada de extraño que en febrero se presentase su candidatura para el premio.
Craig escuchaba atentamente, con expresión ausente, como si hablasen de otro autor. Luego comprendió que todos los reunidos lo miraban, y entre ellos Emily. Por primera vez se dio cuenta de que era de él de quien estaba hablando el señor Flink. Comprendió que tenía que decir algo:
—Mi editor norteamericano le da las gracias, mi agente literario le da las gracias, la sucursal de la Caja de Ahorros de Miller’s Dam le da igualmente las gracias, y yo le doy las gracias, míster Flink.
—Y a su vez, el mundo le da las gracias a usted —dijo Flink con grandilocuencia.
Muy embarazado, Craig trató de cambiar de tema.
—Conde Jacobsson, ¿qué ocurrió exactamente en febrero después de presentarse las candidaturas…? ¿O acaso constituye esto un secreto?
—En absoluto —repuso Jacobsson—. Cuatro de los dieciocho miembros de la Academia se ocupan de la labor de criba preliminar. Las obras de los candidatos, cuyo número había quedado reducido a treinta, les fueron entregadas. Muchas de estas obras, como las suyas, estaban traducidas ya al sueco y por lo tanto su lectura no ofrecía dificultades. Pero otras sólo existían en versión original y en ella tuvieron que leerlas los cuatro miembros de la Academia designados a este efecto. Además del sueco, los miembros del Comité leen el inglés, el francés, el alemán y el español. Si la obra de un candidato estuviese escrita en un idioma exótico, como el chino o el indostaní, sería entregada a unos asesores especiales que son al propio tiempo lingüistas reputados. El idioma es una barrera, desde luego, pero nunca ha impedido que tomásemos en consideración una obra de auténtica valía. En estos momentos pienso en 1913, año en que Rabindranath Tagore, el gran poeta de la India, fue elegido candidato. Sólo había publicado un volumen en inglés, cuando se presentó su candidatura. No existía ninguna traducción suya al sueco. Sus mejores obras estaban escritas en su bengalí nativo. El comité de cuatro académicos localizó a un profesor sueco que era un entusiasta orientalista y conocía el bengalí a la perfección. Le agradó hasta tal punto Tagore, que quiso enseñar el bengalí a nuestros académicos para que estos pudiesen saborear al poeta en su propio idioma. Pero los académicos encontraron el bengalí demasiado difícil y prefirieron esperar la traducción del docto profesor. Esta fue lo bastante cuidadosa y bella para convencernos a todos de que Tagore merecía el premio.
—Así, el premio de Literatura está en realidad en manos de cuatro hombres, ¿no es eso? —observó Stratman.
—En absoluto —contestó Jacobsson—. El comité de cuatro se limita a desbrozar el terreno. Este año, después de leer las obras de los treinta candidatos, eliminaron a veinticuatro de ellos, dejando como finalistas a seis. Las mejores obras de estos seis, que eran míster Craig, otro novelista norteamericano, dos alemanes, un inglés y un japonés, fueron enviadas a todos los restantes miembros de la Academia, junto con sinopsis de las mismas, en sueco, y otras obras de los candidatos. Durante todo este verano, los dieciocho miembros de la Academia han estado leyendo un libro tras otro.
»Y para contestar ahora a la pregunta que antes me hizo, miss Stratman, le diré que todos ellos se reunieron oficialmente por primera vez a mediados de septiembre, en esta misma sala, para comentar sus lecturas, exponer sus opiniones y pareceres y defender sus obras favoritas. Una mañana del mes pasado, o sea noviembre, se reunieron por segunda vez aquí, en torno a esta mesa, a puerta cerrada y sin admitir la presencia de extraños, dispuestos a seleccionar al ganador de este año. El presidente del comité de cuatro miembros se puso en pie, precisamente ahí, y dijo: “Hemos reducido las treinta candidaturas a seis y, de estas seis, deseamos recomendar dos nombres en particular”. A continuación dio el nombre de míster Craig en primer lugar y luego el de un autor inglés, que no puedo decirles quién es. Acto seguido leyó las biografías de míster Craig y de los otros cinco candidatos. Después procedió a leer críticas favorables y desfavorables de la obra de cada autor. Sólo entonces empezó el debate, que duró seis horas. Si creen que los suecos somos flemáticos y pacíficos, bastaría con que asistiesen a una de estas sesiones para que cambiasen de idea. Las discusiones fueron apasionadas, a favor y en contra…, no sólo en lo tocante a usted, míster Craig, sino para cada candidato. Por último se procedió a las votaciones. Dieciséis académicos participaron en ellas, con dos abstenciones. Me satisface decir, míster Craig, que fue elegido usted por una notable mayoría. Inmediatamente me informaron del resultado de la votación. Redacté el cable de notificación aquella misma noche, y acto seguido lo cursamos para que usted lo recibiese en seguida. Poco después, el Ministerio de Asuntos Exteriores informó a la prensa.
Stratman se acercó a una silla para apoyarse en ella.
—¿Puede usted darnos otros ejemplos de debates tan apasionados… de discusiones enconadas como la que usted ha citado, conde Jacobsson?
—No sería correcto comentar las reuniones de este año o del año anterior —dijo Jacobsson—, pero no creo que haya nada de malo en relatar algunos desacuerdos históricos. A mí me complace evocarlos y no me importa referírselos a usted. —Advirtiendo la actitud de cansancio del físico, dijo de pronto—: Por favor, Herr Profesor…, en fin, todos ustedes…, siéntense unos momentos mientras hablamos. Pueden utilizar las butacas. Esto no es un museo…, las butacas son para sentarse en ellas.
Ofreció una butaca a Stratman mientras Craig hacía lo propio con Emily y Manker y Flink rivalizaban para ofrecer otra a Leah. Pronto estuvieron todos sentados alrededor de la larga mesa. Jacobsson ocupó la presidencia, bajo el busto de Gustavo III.
—Como ustedes saben —empezó a decir Jacobsson—, durante muchos días de los meses de noviembre y diciembre de todos los años, hay millones de personas en todo el mundo que buscan con interés en los periódicos las noticias sobre el Premio Nobel. Llegan a creer, de una manera irreflexiva, que los laureados son unos semidioses y que el premio se concede por intercesión divina, pero yo soy el primero en reconocer que los ganadores, que a menudo son genios y santos, no son semidioses, sino seres humanos. Al propio tiempo, soy el primero en reconocer que los premios no se adjudican por intercesión divina ni se fallan por jueces dotados con una sabiduría superior a la del común de los mortales, sino que los premiados son elegidos por hombres corrientes, de grandes dotes intelectuales pero frágiles, sujetos a error como todos los humanos. Hago estas observaciones preliminares porque ustedes desean saber lo que ha pasado en esta sala, en el curso de sesiones secretas celebradas a puerta cerrada y, para calibrar exactamente lo que voy a decirles, deben tener en cuenta que nuestros dieciocho académicos, como los miembros de los otros comités que intervienen en la adjudicación de los premios, son simples mortales. En su mayoría son personas de experiencia, que poseen grandes conocimientos, hombres eruditos, objetivos y de una gran integridad personal. Pero les repito que son simples mortales…, tienen prejuicios personales, experimentan simpatías y antipatías, neurosis y vanidades. Pueden dejarse influir por otros, o influir ellos. Pueden ser atrevidos, o pueden ser pusilánimes. Pueden ser cosmopolitas, o pueden ser provincianos. Pueden estar excesivamente especializados en una disciplina, e ignorar completamente otras. Pero, aun teniendo en cuenta todo esto, son los mejores dieciocho cerebros que podríamos reunir para este cometido. Su nombramiento es vitalicio y todos, como un solo hombre, procuran interpretar fielmente la última voluntad de Alfredo Nobel. Forman el jurado de una academia que ha reconocido los méritos de Rudyard Kipling, Gerhart Hauptmann, Romain Rolland, Anatole France, George Bernard Shaw, Sigrid Undset, Thomas Mann, Bertrand Russell y Boris Pasternak. Pero este mismo jurado ha hecho caso omiso o rechazado a Emilio Zola, León Tolstoi, Henrik Ibsen, Marcel Proust, Mark Twain, Joseph Conrad, Máximo Gorki, Theodore Dreiser y August Strindberg. Como ustedes ven, pueden ser sabios y cometer tonterías, pero no en mayor ni menor grado que los demás hombres.
Craig llamó la atención de Jacobsson:
—Comprendo bien que eligiesen a los que usted ha citado…, yo también estoy de acuerdo con la elección, y en cuanto a la mía, la apruebo totalmente.
Leah, Flink y Stratman no pudieron contener la risa y Jacobsson dejó que una leve sonrisa cruzase sus arrugadas facciones.
—Pero en cambio, no entiendo la razón de las omisiones —prosiguió Craig—. Algunas fueron mencionadas durante la conferencia de prensa de ayer. El caso de estas omisiones parece plantearse con frecuencia, sin que nadie sepa dar jamás las razones de ellas. ¿Por qué ni Zola ni Tolstoi obtuvieron uno de los primeros premios? ¿Por qué ni Ibsen ni Strindberg, precisamente escandinavos los dos, no fueron galardonados? ¿Acaso los jurados de la época eran unos badulaques? ¿O fue toda una cuestión de orgullo y prejuicio?
—A eso iba —repuso Jacobsson—. Precisamente me proponía ofrecerles una explicación de este hecho insólito. Sí, por lo general se debió a prejuicios —a veces a orgullo— y a menudo a motivos políticos y otras flaquezas. Consideremos los nombres concretos que usted ha mencionado. Emilio Zola aún vivía en 1902, y por lo tanto pudo obtener dos veces el Premio Nobel. A decir verdad, su candidatura fue presentada oficialmente para el premio del primer año por Pierre Berthelot, el célebre químico francés. Pero sólo hacía cinco años que había muerto Alfredo Nobel y su poderoso espectro aún arrojaba una sombra muy larga e influyente sobre los miembros de la Academia Sueca. Nobel detestaba la Nana de Zola y el resto de su obra naturalista. Nobel consideraba las obras de Zola —¿cómo le diré?—, demasiado rastreras, groseras y realistas. No olviden ustedes que en su testamento Nobel ofrecía un premio de literatura a «la obra más sobresaliente de tendencia idealista». En opinión de Nobel, Zola no tenía nada de idealista. El jurado del premio lo sabía y tuvo que tomar en consideración los gustos del filántropo antes de disponer de su dinero.
—Esto es comprensible —dijo Craig, asintiendo—. Por primera vez comprendo el motivo de una omisión.
—Ha citado usted también a Tolstoi, Ibsen y Strindberg —continuó Jacobsson—. En este caso, quien los excluyó fueron principalmente los arraigados prejuicios de uno de los miembros del jurado.
Craig no pudo ocultar su sorpresa.
—¿De veras?
—Sí, señor —contestó Jacobsson—. Claro que también hubo otros factores. No sólo los académicos se veían obstaculizados en sus decisiones por la cláusula respecto al idealismo, sino que además eran de espíritu conservador y muy poco leídos. Teniendo en cuenta que esto ocurrió hace más de medio siglo, hoy podemos perdonarlo. La mayoría de los jurados tenían miras literarias muy estrechas. Eran historiadores, teólogos, filólogos. Sólo tres de ellos, según creo, estaban algo versados en literatura. Uno de ellos era un hombre notable, un crítico y poeta llamado Carl David af Wirsén. Cuando la Academia se encargó de conceder los premios Nobel, Wirsén era su presidente y su figura de más peso. A la sazón contaba cincuenta y ocho años y era un hombre sabio e ilustrado, pero dominado por vivos prejuicios personales. Como ejemplo de la influencia que ejercía en el seno de la Academia, bastará con citar lo que ocurrió en 1907. Cuando fallece un miembro de la Academia y esta erige al nuevo académico que ocupará la butaca del fallecido con carácter vitalicio, el nombramiento tiene que ser aprobado por el Rey. En 1907 fue elegido un nuevo académico, un eminente historiador de la Literatura, a pesar de que Wirsén se opuso a su elección arguyendo que el nuevo miembro había cometido un delito de lesa majestad al publicar un volumen en el que censuraba a Gustavo III, fundador de la Academia. Cuando Wirsén se enteró de que había sido derrotado en la votación, acudió al rey Oscar II y le persuadió de que presentase su veto al nombramiento del nuevo académico… y este no ocupó su butaca hasta que Gustavo V subió al trono. Para que vean ustedes el poder que tenía Wirsén. Y fue él, precisamente, quien impidió que se premiase a Tolstoi.
—¿Cómo fue posible? —preguntó Emily.
—No es fácil de explicar, miss Stratman, pero voy a intentarlo —repuso Jacobsson—. La Academia Francesa había presentado la candidatura de un poeta relativamente oscuro, Sully Prudhomme, para el premio de Literatura. La Academia Sueca sentía mucho respeto por su colega francesa. Además, nuestros jurados no querían hacer una elección que se prestase a controversias. Por lo tanto dieron el premio a Sully Prudhomme. La noticia cayó como una bomba en los círculos literarios, incluso aquí en Suecia. Cuarenta o cincuenta escritores y artistas suecos presentaron un escrito de protesta a la Academia, en el que defendían la candidatura de Tolstoi. A decir verdad, Tolstoi no podía haber sido elegido aquel primer año, porque nadie había presentado oficialmente su candidatura. Esta omisión fue reparada el segundo año y en 1902 se aceptó la candidatura de Tolstoi. Pero entonces entró en escena Wirsén, presidente de la Academia. Yo he visto el acta de la tormentosa sesión durante la cual los académicos tuvieron que elegir a un laureado entre Mommsen, Spencer y Tolstoi. Fue Wirsén, casi exclusivamente, quien hundió la candidatura de Tolstoi. Si bien admitía que Guerra y Paz era una obra inmortal, argüía que los últimos libros que había publicado el gran ruso eran sensacionales y estúpidos, que Tolstoi condenaba a la civilización, salía en defensa del anarquismo, tenía la desfachatez de escribir otra vez el Nuevo Testamento y, como el mayor crimen de todos, que había declarado perjudiciales para los artistas los premios en efectivo. La fogosa diatriba de Wirsén consiguió que el conde Tolstoi fuese rechazado, y, aunque el inmortal escritor eslavo vivió aún ocho años más, su candidatura no volvió a proponerse seriamente.
—¿Y en cuanto a Ibsen y Strindberg? —preguntó Craig.
—En este caso, como ya he dicho, el doctor Wirsén fue también quien opuso el veto decisivo. El nombre de Ibsen se presentó en 1903. Wirsén arguyó que galardonar entonces a Ibsen sería como premiar a un muerto. Con ello Wirsén quería decir que las mejores obras teatrales de Ibsen podían situarse entre 1867, año en que escribió Peer Gynt, y 1892, año de El constructor Solsnes, y que en los once años que transcurrieron desde entonces, su talento había declinado. Por otra parte, otro gran escritor noruego postromántico, Björnstejerne Björnson, escritor que el propio Nobel admiraba, se hallaba en el apogeo de su fama y poder creador. Este argumento también se impuso. La candidatura de Ibsen fue rechazada y Björnson elegido. —Jacobsson hizo una pausa, sumido momentáneamente en sus pensamientos, para continuar luego—: La oposición hecha a August Strindberg fue desdichada, pero más enconada aún. Wirsén tachaba de «anticuadas» las comedias de Strindberg. Tal vez esto zanjó la cuestión. Por otra parte, he pensado a veces que Strindberg era quizás el propio y peor enemigo de sí mismo. Wirsén y la mayoría de académicos suecos, lo mismo que el monarca, estaban consternados ante la vida privada del dramaturgo. Strindberg fue expulsado de la escuela. Después fue despedido de todas las empresas donde intentó trabajar. Se casó y se divorció tres veces. Fue encarcelado por blasfemo. Se embriagaba, era antisemita y partidario de la magia negra. Y si aún le quedaba alguna esperanza, la destruyó al ridiculizar a la Academia Sueca en letras de molde. Creo que fue en Aftontidningen donde escribió: «¡El anti-Nobel es el único premio que yo aceptaría!». A nadie le gusta colmar de honores a quien insiste en sus calumnias y desprecios y por lo tanto Wirsén y la Academia no tuvieron grandes dificultades para evitar la concesión del premio a Strindberg. Desde luego, a fuer de exacto e imparcial, debo reconocer que Wirsén no siempre se salió con la suya. En 1908, hubo una disputa reñidísima. Wirsén y el comité de los cuatro apoyaban a Algernon Swinburne, y media Academia defendía la candidatura de Selma Lagerlöf. Se llegó a un empate y para salir de él se eligió a un candidato de segunda fila, el alemán Rudolf Eucken. Pero después de un año de intrigas y maniobras políticas, los partidarios de la Lagerlöf se hicieron con la mayoría de los votos y en 1909, a pesar de la oposición de Wirsén, le adjudicaron el premio. Con esta derrota, en mi opinión Wirsén perdió su antiguo ascendiente sobre sus colegas.
—El veto opuesto a Strindberg aún me sigue preocupando —observó Craig—. ¿Se ha privado del premio a muchos autores a causa de su vida íntima?
Poco antes, Craig había evocado en su mente los últimos tres años, sus excesos alcohólicos y su abandono, preguntándose si la Academia lo hubiera elegido de saber la verdad. En aquellos momentos la curiosidad lo dominaba.
—Por desgracia, a menudo la vida privada de un autor es un factor de peso en las decisiones —contestó Jacobsson—; pero, dejando aparte los casos de Strindberg y D’Annunzio, no puedo recordar un solo caso en que haya constituido el factor decisivo. Sin embargo, ya que usted lo menciona, recuerdo ahora a un laureado que casi fue rechazado a causa de su vida privada. Con perdón de las señoras, mencionaré el caso de André Gide. Año tras año se presentó su candidatura, y año tras año fue rechazado a causa de su homosexualidad, que él admitía y defendía en público. En 1947, el nombre de Gide se presentó otra vez. Por esta época, muchos miembros de la Academia ya lo miraban con mayor tolerancia. Su perversión seguía constituyendo un obstáculo, pero durante la votación ocurrió un raro suceso. Uno de los más ardientes defensores de Gide manifestó una súbita mojigatería y se opuso a él, mientras simultáneamente, varios académicos del ala conservadora se ponían de su parte. Como ustedes saben, finalmente resultó elegido y, por hallarse viejo y achacoso, acudió a recoger su premio el embajador de Francia en Suecia.
—Se ha referido usted a la conducta personal —dijo Emily—. ¿Y qué puede decirnos de las creencias personales? ¿Afectan la votación las ideas que sustenta un autor?
—Desde luego —dijo Jacobsson—. En 1916, el comité de la Academia recomendó al español Benito Pérez Galdós. Pero la mayoría de académicos se hallaban muy impresionados por el pacifismo de Romain Rolland, su actitud de oposición, tan poco popular entonces, a la Guerra Europea, que le obligó a desterrarse voluntariamente de la Francia beligerante para establecerse en la Suecia neutral. Como resultado de ello, Romain Rolland se llevó el premio. En 1928, el arzobispo Nathan Söderblom, si bien no era exactamente una figura literaria, era miembro de la Academia Sueca. Era un eclesiástico que gozaba de gran prestigio —unos años después, ganó el Premio de la Paz—, y cuando apoyó la candidatura de Henri Bergson para el premio de Literatura, a causa de la veneración que sentía por las ideas del filósofo francés, toda la oposición a Bergson cesó. No obstante, miss Stratman, en ocasiones las ideas que sustenta un autor le pueden ser adversas. En 1934, el filósofo italiano Benedetto Croce era el candidato favorito. Por aquella época, Benito Mussolini y sus camisas negras ascendían al poder en Italia. Croce era antifascista y no perdía ocasión de manifestar su oposición a Mussolini. El Premio Nobel a Benedetto Croce hubiera sido una bofetada para Mussolini y el dictador italiano lo sabía. No sabría decir qué ocurrió luego —algunos dicen que Mussolini se puso en contacto con su embajador en Suecia, y que este, a su vez, se puso en contacto con la Academia Sueca— pero, sea como fuere, Croce fue rechazado por sus ideas y su compatriota relativamente inofensivo, Luigi Pirandello, obtuvo el premio. Sé que esto puede parecerles una muestra de debilidad, pero deben verlo situado en aquella época, una época en que el Fascismo constituía una temible amenaza. De todos modos, creo que nuestros académicos compensaron el mal efecto que esto pudo producir cuando, en 1958, otorgaron valientemente el premio a Boris Pasternak por sus ideas, a pesar de que los comunistas —vecinos nuestros por la geografía— nos amenazaron violentamente.
—¿Pero ustedes se pueden dejar intimidar y pueden ser objeto de presiones? —preguntó Stratman.
Jacobsson levantó las palmas de las manos y se encogió de hombros.
—Ya le he dicho, Herr Profesor, que no somos más que hombres. Con frecuencia las presiones son insignificantes y no proceden de fuera sino de dentro de esta habitación. Siempre hay lo que en términos políticos se llama cabildeo.
Jacobsson hizo una pausa. Tenía algo en la punta de la lengua y vaciló, como si creyese mejor no decirlo, pero por último se decidió a hablar.
—Hay un caso muy notorio… el de un autor norteamericano, cuyo nombre no me atrevo a mencionar. Este autor había escrito varias novelas que, por motivos de gusto personal, causaron gran impresión en dos miembros de la Academia: el doctor Sven Hedin, el famoso explorador, y Selma Lagerlöf. Estos dos académicos trataron de convencer a sus colegas de que el norteamericano merecía el premio. La mayoría de la Academia consideraba las obras del susodicho norteamericano como literatura comercial y, según expresión del presidente, «mediocre». Sin embargo, Hedin y Lagerlöf insistieron, subrayando exageradamente el valor polémico de los libros del autor de marras, y terminando por invocar su precedencia en el cargo de jurados, hasta que la Academia capituló y el norteamericano se llevó el premio, a pesar de que al principio se enfrentaba con la oposición de la mayoría de los miembros.
—Me pregunto quién podría ser —dijo Leah, curiosa.
Jacobsson agitó la mano.
—No tiene importancia. Este norteamericano lo merecía tanto, desde luego, como muchos de los laureados anteriores o posteriores a él. —Jacobsson miró a Stratman, sentado al otro lado de la mesa—. ¿Ya tiene usted bastante o quiere que le siga contando nuestras pequeñas discusiones en esta sagrada estancia?
—El primer plato ha sido excelente —dijo Stratman con una sonrisa—. Yo aún tomaría un postre.
—Muy bien. —Jacobsson reflexionó un momento pasando revista a sus preciosas Notas, evocando diversas anécdotas, desechando unas y examinando otras y, cuando estuvo dispuesto, se apoyó de codos en la mesa y continuó—. En 1921, los dos candidatos principales eran John Galsworthy y Anatole France. El comité recomendó a Galsworthy, considerando la obra del segundo como un «pulcro invernadero», pero la mayoría de la Academia se mostró a favor de France, considerando que este había aportado un nuevo romanticismo a la literatura. Así, Anatole France resultó elegido. Tuvieron que transcurrir once años antes de que la candidatura de Galsworthy volviese a presentarse en serio. Esta vez, sus rivales eran Paul Ernst, el poeta alemán, y H. G. Wells. El argumento que pesaba a favor de Ernst era que este no sólo era un creador de talento, no comercializado, sino que necesitaba más el dinero que Galsworthy. Sin embargo, la votación final fue favorable al escritor inglés.
»En cuanto al argumento según el cual deben tenerse en cuenta los apuros económicos de un candidato, puede haber influido en 1923, cuando William Butler Yeats derrotó a Thomas Hardy. A esto hay que añadir el hecho de que los defensores de Yeats atacaron el pesimismo de Hardy que, en su opinión, no estaba de acuerdo con las voluntades de Alfredo Nobel.
—¿Hubo alguna vez discusiones tan enconadas en el caso de un candidato norteamericano? —quiso saber Craig.
—Varias veces, —admitió Jacobsson—. Quizá la reunión que se celebró en esta misma sala en 1930 fue la más tumultuosa. Durante tres décadas consecutivas, la Academia no había tenido en cuenta a los candidatos norteamericanos, entre los que había hombres de la talla de un Mark Twain; un Edwin Markham y un Stephen Crane. Pero en 1930, Sinclair Lewis y Theodore Dreiser se disputaban el premio. Para serle sincero, ninguno de ambos candidatos despertaba demasiado entusiasmo. Lewis se consideraba demasiado prolífico y popular y sólo una de sus novelas, Babbitt, era tenida en alta estima. A Dreiser se le criticaba por considerarlo demasiado pesado. Por último, resultó elegido Sinclair Lewis. Le recuerdo perfectamente… era todo brazos y piernas y estudiaba el sueco con discos Linguaphone. Era simpatiquísimo. Se sentía muy orgulloso del honor alcanzado, pero nos dijo que había muchos otros que merecían el premio antes que él. —Jacobsson miró al otro extremo de la mesa—. Veo que el señor Manker me hace una seña. Temo haber hablado demasiado, cuando aún hay tantas cosas que ver en la ciudad antes de la puesta del sol. —Apartó su butaca de la mesa y se puso en pie—. Basta ya de esta sala de sesiones.
Fascinado por los recuerdos que había evocado el conde, Craig sintió por primera vez desde su llegada a Estocolmo, cierta satisfacción por su propio triunfo. Aunque consideraba que no lo merecía, se sentía tranquilizado. Había pasado tantos meses cortejando la extinción y temiéndola, que en aquellos momentos le producía alivio saber que, a pesar de sí mismo, ya no moriría mientras el panteón donde se reunían los premios Nobel significase algo para el mundo civilizado. En muchos aspectos, la conversación sostenida en aquella sala había sido uno de sus mejores momentos en Suecia, que podía poner junto al amor de Lilly y las dormidas emociones que habían despertado en su interior ante la presencia de Emily Stratman. Era como si su alma sombría dejase entrar los primeros rayos de luz desde que su duelo y su sensación de culpabilidad corrieron las cortinas ante la vida.
Levantándose, dio las gracias al viejo conde.
—¿Por qué? —replicó Jacobsson.
—Porque me ha hecho sentir orgulloso —respondió, pero supo que Jacobsson no lo había oído y, aunque lo hubiese oído, ni él ni nadie comprenderían exactamente el significado de sus palabras.
El sol estaba más bajo pero aún calentaba cuando llegaron al Ayuntamiento y se reunieron en la terraza al aire libre, bajo las arcadas, para escuchar al señor Manker.
El Ayuntamiento, según les había predicho su cicerone, era el edificio más notable que visitarían de Estocolmo. Y no fueron decepcionados. Se habían dirigido al noroeste de la Ciudad Vieja, hasta llegar a la isla de Kungsholmen y allí, alzándose sobre una pequeña península que se deslizaba en el lago Mataren, entre dicho lago y el abra de Klarasjö, encontraron la maciza y extraña edificación municipal de Estocolmo.
Lo primero que vieron fue la rígida y severa torre cuadrada del Ayuntamiento, que se alzaba hasta ciento seis metros de altura, como si quisiera escalar el cielo. Vieron que tenía un color bermejo, como el resto de la construcción, con tres coronas adornando su cúspide. Vieron también que aquel color rojizo provenía del ladrillo empleado en la edificación. Según supieron, cada ladrillo había sido cuidadosamente colocado a mano. La techumbre del Ayuntamiento era de cobre bruñido, las grandes puertas de roble y, bajo las arcadas y gruesas columnas de la terraza, la balaustrada que dominaba las aguas del lago era de mármol.
Mientras el señor Manker les explicaba la historia del Ayuntamiento, Craig advirtió que Emily Stratman se había separado del grupo, para ir a sentarse en un banco de mármol del jardín contiguo, escuchando distraídamente mientras fumaba un cigarrillo. Craig trató de fijarse en lo que contaba el señor Manker, pero Emily continuaba atrayendo su atención y no podía dejar de mirarla, tan quieta y atildada con las piernas cruzadas, tan retraída y ensimismada.
—En cuanto al magnífico interior del Ayuntamiento —estaba diciendo el señor Manker—, prefiero que entren y lo vean por ustedes mismos. Visitaremos primero la sala dorada de banquetes, donde les haré ver el mosaico mural dorado, formado por un millón de piedrecitas de colores que describe la historia de Estocolmo. ¿Tienen la bondad de seguirme?
Todos siguieron al funcionario del Ministerio, que se dirigió al patio. Craig iba el último, haciéndose el remolón. Cuando pasaron junto a Emily, la joven se apresuró a tirar el cigarrillo, lo pisó, tomó su bolso y se dispuso a levantarse. Craig pasó junto a ella en aquel momento y, mientras los demás seguían, él se detuvo a su lado, sonriéndole nerviosamente.
—Miss Stratman, si me lo permite, me gustaría hablar un momento con usted.
Él no se había propuesto ser tan ceremonioso, pero habló así porque su instinto le dijo que si la abordaba de una manera demasiado familiar o brusca, la asustaría.
Ella permaneció sentada, pero indecisa.
—Nos están esperando.
—Tenemos tiempo de sobra —replicó Craig, sentándose en el banco de mármol a unos palmos de ella—. Creo que la gente estropea sus viajes esforzándose por verlo todo, yendo como una exhalación de ciudad en ciudad, esforzándose por ver más cosas que sus compañeros de viaje. A mí no me gustan los viajes organizados…, prefiero vagar a mi antojo, viendo alguna que otra galería de arte y algún lugar histórico. Si alguna vez dejo de escribir, fundaré Viajes Sin Objetivo, Sociedad Anónima… y los anunciaré así: «No les llevaremos a ninguna parte, pero si no se encuentran a sí mismos, les devolveremos el dinero».
Ella sonrió:
—¿Puede reservarme ya una plaza?
Él señaló con el dedo.
—Mire eso. No me diga que lo de dentro puede ser mejor para el alma que esto.
Contemplando las perezosas aguas azules del lago Mälaren, ambos vieron las gaviotas, deslizándose graciosamente, y la indecisa línea de la isla de Riddarholmen, que parecía un país de hadas.
—Esta paz es maravillosa —dijo Emily con voz queda.
Abriendo el bolso, sacó el paquete de cigarrillos, tomó uno y lo encendió. Craig llenó su pipa y también la encendió. Fumaron en silencio durante un rato.
—¿En qué piensa? —le preguntó.
—A decir verdad, pienso en usted. Esta visita a la Academia Sueca, y todas esas confidencias del conde Jacobsson acerca de figuras tan legendarias, me ha causado una profunda impresión. Y me decía… imagínate, Emily, ahora estás sentada aquí, en un banco de piedra de Estocolmo con un hombre…, con uno cuyo nombre, en años venideros, poseerá el mismo prestigio mítico que los de Anatole France y John Galsworthy, que hoy han sido objeto de discusión.
—Verá…, esto resulta lisonjero, pero no es lo mismo.
—Sí lo es.
—Yo puedo ser otro Eucken u otro Iván Bunin de la lista de premiados. Del mismo modo como no todos nuestros presidentes fueron Lincolns. También tuvimos un Polk y un Pierce.
—No lo creo.
—Usted no sabe nada de mí, miss Stratman.
Ella se volvió hacia Craig.
—¿A qué se debe esa transformación de Emily a miss Stratman de la noche a la mañana?
—Al maravilloso secreto de la abstinencia.
—Ya lo veo. Bien, con alcohol o sin él, yo sigo siendo Emily.
—En ese caso…, yo soy Andrew.
La joven frunció el entrecejo.
—Esto ya me resulta más difícil. Durante un tiempo, tendrá que ser aún míster Craig. Después, la etapa siguiente será…, sí, prescindir del míster Craig y no llamarle por el nombre…, la época de transición… y después, mucho después, tal vez el nombre de pila. Pero sólo disponemos de una semana.
—¡Andrew es tan fácil! A ver, pruébelo.
—No puedo.
—Limítese a repetir conmigo: Andrew.
—Andrew.
—¿Ve usted? ¿Y esto le parece difícil?
—No… porque no relacionaba el nombre con usted.
—Pues bien, cuando esté sola, practique, ejercítese constantemente: Andrew… Andrew… ¿Dónde está Andrew?
Ella sonrió.
—Muy bien, apearé el tratamiento, pues. De momento, no emplearé ningún nombre y a ver qué pasa.
—En las revistas ilustradas nos llaman los hombres del Nobel. Llámeme así, si quiere.
—Lo haré en mi próxima reencarnación…, cuando me convierta en un semanario.
Continuó fumando y dejó caer los hombros ligeramente, en un ademán de abandono.
—Mientras esperaban en Skansen —dijo con tono indiferente—, ¿de veras mi tío y usted hablaron de física y literatura?
—En absoluto.
—Ya me lo suponía. ¿De qué hablaron?
—De usted.
Ella no demostró la menor sorpresa y fingió que no sentía ninguna curiosidad.
—Entonces, su conversación apenas debió durar diez segundos.
—¿Por qué dice eso?
—Algunas personas son tema de conversación y otras no. Yo «no lo soy». Siento tener que admitirlo, míster, perdón, estamos en la época de transición, siento tener que admitirlo, pero yo soy extraordinariamente poco interesante.
—¿Y usted qué sabe?
—¿Quién puede saberlo mejor que yo? Soy una persona cerebral y de una vida gris y monótona. Aunque no soy tonta, cuidado. Soy extremadamente lista, y original, pero no tengo nada que pueda interesar a un biógrafo o a un novelista. ¿No cree que un personaje, para ser bueno, tiene que ser contradictorio y emocionante…, proporcionando acción, excentricidad, pasión, lo que sea?
—No es absolutamente necesario, pero estas cosas ayudan. Casi todo el mundo puede ser un personaje de novela, no en lo exterior, sino interiormente.
—Es posible —observó Emily—. De todos modos, no comprendo que yo pueda ser un tema digno de discusión para dos grandes cerebros galardonados con el Nobel.
—Yo la saqué a colación —dijo Craig— porque el tema me interesaba. Conté a su tío cómo me había portado la noche anterior, añadiendo que le debía una excusa, no sólo a usted, sino a mí mismo, porque su buena opinión me importa mucho.
—¿Y él que dijo?
—Creo que me aconsejó que me buscase otra chica y empezase desde el principio.
Emily se echó a reír.
—Oh, no le creo capaz…
—Desde luego, no lo dijo con estas mismas palabras. Pero dejó muy claro que si yo la había ofendido, no debía abrigar muchas esperanzas de conseguir su perdón.
—Verá…, tengo que admitir que anoche estuve pensando en eso…
—Estaba ebrio, Emily, completamente embriagado. La manera como me porté entonces no tiene ninguna relación con mi manera habitual de ser, la de ahora y de siempre. No es costumbre mía acorralar a chicas bonitas que acabo de conocer en una habitación desocupada para tratar de besarlas. Soy demasiado reservado para eso. Pero todas mis inhibiciones se habían esfumado y me sentí impulsado a hacer en unos minutos lo que normalmente sólo haría después de muchas semanas. Así es que, perdóneme… y finjamos que he encontrado otra chica y que quiero empezar desde el principio.
—Si hubiese esperado un momento, no hubiera tenido que disculparse de nada —le dijo Emily—. Yo intentaba decirle… que he pensado en lo de anoche y, sencillamente, no veo que tenga que perdonarle nada. Si alguien tiene que disculparse, soy yo.
Craig enarcó las cejas, sorprendido.
—Sí —continuó Emily—, soy yo. No soy una niña, pero a veces me porto como si lo fuera. Sabía que usted estaba…, bien, que había bebido en exceso…, lo mismo que yo, y me hizo gracia, y deseché todo temor. Fui a aquella habitación con usted porque quise. Y en cuanto a sus… sus intentos…, podía haberle parado los pies con buen humor, o de una manera seria pero correcta, en lugar de hacerme la niña clorótica del siglo pasado. Mi conducta fue involuntaria —es lo único que puedo decir en mi disculpa— y estoy segura que lo de usted también lo fue. Así es que, como usted dice, empecemos desde el principio, Andrew.
—Vaya, ya lo ha dicho… Andrew.
—¿Ah, sí? Pues no me di cuenta. ¿No le parece raro?
—Ahora, pues, ya sé qué hay que hacer para empezar desde el principio —dijo Craig—. En primer lugar, debe apuntarse usted en Viajes Sin Objetivo, Sociedad Anónima. La primera etapa del viaje es en la propia ciudad…, en Kunsgatan. Yo aún no he almorzado…, tomaré un emparedado y usted lo que quiera, una naranjada, y pasearemos y miraremos o no miraremos y no haremos absolutamente nada.
Ella vaciló y luego indicó con la cabeza hacia el fondo.
—¿Y qué diremos a los demás?
—Yo iré ahora mismo a decirles que vamos a comprar unas cosillas.
—Buena idea. Yo aún no he comprado nada.
Craig se puso en pie de un salto.
—Diré a su tío que se reunirá con él un poco más tarde.
—¿Está seguro de que nadie se molestará?
—Es posible que alguien se moleste. Pero yo me molestaré más si no lo hacemos. Ahora, espere aquí sentada un momento. Cruzó rápidamente el patio en dirección al edificio principal, en el mismo momento en que salía el señor Manker para llamarle con gestos. Inmediatamente se dirigió hacia él.
—Miss Decker empezaba a estar preocupada —explicó el señor Manker— y yo le dije que saldría a buscarle.
—Gracias, míster Manker. Precisamente yo entraba en busca de usted. ¿Tendrá la amabilidad de decir a los demás que nos disculpen, y explicar al profesor Stratman y miss Decker que Emily y yo nos vamos a la ciudad…, a hacer algunas compras y otros recados?
—Pero aún no hemos terminado la visita, míster Craig.
—A pesar de que usted es una verdadera maravilla, míster Manker, he decidido utilizar los servicios de otra agencia durante el resto del día: Viajes Sin Objetivo, Sociedad Anónima. Se la recomiendo encarecidamente. Es un curalotodo… miopía, juanetes, dolor de cabeza y catedralitis, males que deben de aquejarle con frecuencia. Hasta luego, míster Manker.
Después de abandonar el taxi, tuvieron que recorrer sólo una breve distancia por la arteria principal de Estocolmo para llegar al restaurante «Triumf», de Kunsgatan 40. Atisbando al interior, vieron que, en efecto, se podía comer allí.
Sentándose en unos elevados taburetes verdes frente a una de las tres barras en forma de herradura, consultaron la carta, escrita en enrevesado sueco. Con timidez, Emily apuntó que podían pedir una traducción, pero Craig consideró que aquello le quitaría sabor a la cosa. Después de pensárselo bien, Craig se decidió por Kyckling med grönsallad och brynt potatis a 5,25 coronas. Emily decidió pedir lo mismo. Muy confiado, Craig encargó dos raciones, tranquilizando a Emily y diciéndole que no habría muchas sorpresas, ya que dos de las palabras suecas estaban emparentadas con sendas palabras inglesas. El elemento de sorpresa y broma residía en el «Kyckling». Cada uno de ellos presentó su interpretación de la palabreja. Emily estaba segura de que significaba arenque con sus huevas. Craig votó a favor de lapón hervido.
Cuando les sirvieron los platos, se quedaron de una pieza. «Kyckling» resultó ser un vulgar pollo asado.
—En todas partes lo mismo —dijo Craig, ceñudo, pero ambos lo encontraron muy sabroso, así como las patatas fritas y la ensalada verde, porque aquella era su primera aventura compartida en común.
Después, cuando Craig hubo tomado café y Emily se fumó un cigarrillo, y resuelto el problema de la propina mediante el sencillo expediente de dejar un puñado de öre (porque las moneditas eran tan pequeñas que parecían céntimos), salieron sin prisas, para pasear juntos por la anchurosa Kunsgatan.
A veces, en los apretones provocados por el denso tránsito de peatones, especialmente al cruzar una calle, chocaban uno contra el otro y sus hombros y sus brazos se rozaban, pero aquel era su único contacto físico. Craig tenía buen cuidado de no tomar a Emily por el codo o la mano cuando cruzaban una calle. El paseo por Kunsgatan era tan poco ceremonioso como un paseo por una calle similar de Nueva York, Atlanta, Chicago o Kansas City. Kunsgatan no poseía un aire extranjero. Los edificios de oficinas y las tiendas, las mujeres con paquetes y los hombres con carteras de mano, les resultaban familiares. Naturalmente, los suecos les miraban y comprendían que eran norteamericanos, y ellos les miraban a su vez y notaban que eran suecos, pero las diferencias eran muy pequeñas y sutiles. Con excepción de los rótulos de las calles y las tiendas, escritos en un idioma extranjero, y el persistente tack, tack, tack de los viandantes (que Craig sabía que significaba gracias, gracias, gracias), Craig y Emily no se sentían allí muy forasteros.
—La otra vez que estuve aquí —dijo Craig— en toda esta calle tocaban un disco llamado «Hay un cowboy cabalgando por Kunsgatan». Yo pregunté a no sé quién: ¿Por qué un cowboy precisamente en Kunsgatan? Según parece, resulta que durante la guerra algunos aviadores americanos fueron abatidos sobre Suecia y tuvieron que ser internados. No obstante, tenían libertad para circular por la ciudad y a algunos de aquellos muchachotes tejanos les gustaba pasearse, con su andar bamboleante, por esta misma Kunsgatan. Esta romántica canción se hizo muy popular después de la guerra, pues recordaba un episodio pueril y simpático en unos tiempos de gris y aburrida neutralidad.
—¿Por qué vino a Suecia entonces? —le preguntó Emily.
—No estoy seguro. Creo recordar que nos hablaron de las pésimas tuberías de París y de lo ladrones que son los italianos, y quisimos iniciar nuestra luna de miel en un lugar irreprochable y antiséptico. Nos divertimos mucho, porque era el primer país extranjero que visitábamos, pero París y Roma nos gustaron más.
—¿Y eran malas, las tuberías francesas? ¿Y les robaron, en Italia?
—Desde luego. Piense que éramos dos viajeros inexpertos, llenos de compasión por la Francia y la Italia de la postguerra. ¿Pero quien necesita tuberías, cuando se tienen las Tullerías? ¿Y a quién le importa pagar precios abusivos si, a cambio, se tienen los jardines de Villa Borghese? —Señaló hacia un lado—. Vamos allá, debe usted ver eso. Atravesemos la calle.
Esperaron que cambiase el semáforo y entonces cruzaron, confundidos con la multitud de transeúntes, hacia la plaza de Hörtorget.
—Ese edificio de la izquierda es el Palacio de la Música —le explicó Craig—. Ahí es donde nos darán el Premio Nobel a su tío y a mí el día 10 por la tarde.
Emily observó el Palacio de la Música. Era un inmenso edificio cuadrado de siete plantas, frente al que se alzaban diez columnas y nueve entradas con celosías. En los amplios escalones de piedra, una docena o más de suecos, principalmente gente joven, se hallaban sentados para aprovechar los últimos rayos del sol. Emily siguió a Craig hasta el pie de la estatua verdinegra, de líneas modernas y fluidas, que representaba a un dios juvenil y etéreo que tocaba una lira, con cuatro efebos y doncellas reunidos a sus pies.
—¿Es el «Orfeo» de Carl Milles? —preguntó Emily.
—Sí. ¿Qué le parece?
—Increíble…, encontrar esta escultura junto a una calle comercial. No sé si me gusta del todo la representación, pero la idea sí me agrada… La idea de poner esto aquí, en lugar de un general esculpido en granito o un obelisco a los muertos de la guerra.
A Craig le impresionó bastante el «Orfeo» cuando visitó Estocolmo con Harriet hacía tiempo. Aún le seguía impresionando, pero no tanto. Lo que le desconcertaba en aquella escultura no era su arte, sino su irrealidad. Las doncellas eran demasiado parecidas a los efebos, con caderas demasiado estrechas y nalgas demasiado lisas y, después de conocer a Lilly, el arte de Milles le parecía menos real.
—Sentémonos en la escalera un momento —dijo Emily—, si no tiene demasiado frío.
Subieron diez peldaños hasta el rellano superior y se sentaron algo separados de los estudiantes suecos, mirando a la plaza.
—Esta plaza es digna de verse en verano —observó Craig—. Se instala aquí un mercado al aire libre con numerosos puestos de flores —caléndulas, guisantes de olor, lirios— de un color y una fragancia extraordinarios. Y ahí enfrente, esos grandes almacenes son el P.U.B. ¿Sabe por qué son famosos?
—No tengo ni la más remota idea.
Una muchacha llamada Greta Gustafsson fue dependienta ahí. Vendía sombreros. Eso fue antes de llamarse Greta Garbo.
—¿De veras?
—Puede creerme. Cuando estuve aquí la primera vez, los almacenes P.U.B. citaban este hecho en su publicidad. ¿Se acuerda de cómo todo el mundo hablaba de los grandes pies de la Garbo? Pues bien, yo entré en esos almacenes y pregunté a una dependienta de la sección de zapatería qué número calzaba. Calzaba un nueve. ¿Es un tamaño grande para una mujer?
—No es pequeño.
—Y usted, ¿qué numero calza?
Ella extendió el brazo y movió rápidamente el pie calzado por una sandalia.
—El seis. ¿Por qué me lo pregunta?
—Las medidas femeninas me fascinan.
—Por favor, no me pregunte mis restantes medidas. Me pondría violenta. Sería como desnudarme en público.
Apartándose, él la contempló con exagerada solemnidad:
—Yo diría noventa y cinco, sesenta y noventa. ¿He acertado?
—Bah, dejémoslo, míster Craig.
—¿Otra vez el tratamiento?
—Como castigo.
—Veré si puedo merecer de nuevo que me llame Andrew.
—Lo hacía usted tan bien como míster Manker. ¿Cómo puede recordar tantas cosas?
—Tiene usted que saber, Emily, que durante todos estos años no pensé ni una sola vez en Suecia. Al sentarnos aquí, todas estas cosas volvieron de pronto a mi memoria. Lucius Mack suele decir que mi cerebro es un depósito de datos inútiles y de notas de pie de página. Creo que otro tanto puede decirse de algunos escritores. Por lo que se refiere a conocimientos, los escritores se dividen en tres clases. En primer lugar vienen los que sólo conocen bien una cosa… ellos mismos. ¿Recuerdas la admisión de Flaubert?: «Yo soy Madame Bovary». En segundo lugar se halla el escritor que conoce dos o tres temas profundamente —como la Guerra Civil, Zen y Palestrina— y nada más. Por último, tenemos al escritor que sabe un poco de todo —desde los ríos de Europa llamados Aa hasta el nombre científico del murciélago, que es quiróptero— y Lucius Mack me clasifica en esa última categoría.
—¿Quién es Lucius Mack?
—¿No se lo presenté? Lo siento. Publica nuestro semanario en Miller’s Dam. Es nuestra réplica a William Allen White. Y además mi mejor amigo. Un maravilloso chiflado de edad indefinible. Usted lo adoraría.
—Los periodistas me gustan.
—La lástima es que todos ellos quieren ser algo más. Esto es lo que echa a perder a la gente de la televisión, los dentistas y los contables. Pero Lucius no es de esos. Él está contento con su suerte. ¿Tiene frío?
—Un poco. Me parece que el sol se ha puesto.
—Sigamos paseando. Descendieron la escalinata y continuaron lentamente por Kunsgatan, para doblar después por Birger Jarlsgatan, que tenía el aspecto opulento de una pequeña Quinta Avenida. Varias veces Emily se detuvo ante escaparates y luego entraron a curiosear en los establecimientos. Cuando llegaron al Parque Berzelli, ella ya había comprado un cenicero de Orrefors, un cucharón de Jensen con un tenedor de plata, un vikingo de madera en miniatura y una caja de pañuelos de Vadstena de encaje.
En el Parque Berzelli quedaron sumidos en sombras entre los árboles desnudos de hojas.
—Me gustaría comprar un libro de conversación en sueco —dijo Emily—. ¿Cree que ya han cerrado las librerías?
—Aún no es tan tarde —dijo Craig—. En invierno oscurece muy temprano, y parece que sea más tarde. Conozco la librería apropiada: Fritzes. Una maravillosa librería antigua, fundada hacia 1830. Según creo, J. Pierpont Morgan solía comprar en ella. No está muy lejos. ¿Vamos?
—Desde luego.
Cruzaron Gustav Adolfs Torg, iluminada ya por los faroles callejeros, y tras un breve paseo llegaron a Fredsgatan 2, donde estaba Fritzes. En el interior de la librería, estuvieron curioseando durante media hora. Emily encontró un libro de conversación sueco-inglés y también compraron una edición sueca de Alicia en el País de las Maravillas junto con tres ejemplares de un encantador y refinadísimo libro para niños, Mumintrollen, de Tove Jansson, para regalar. A su vez, Craig adquirió un ejemplar de El Estado Perfecto, en la versión sueca de Indent Flink, y lo regaló a Emily para que ampliase los conocimientos adquiridos con el libro de conversación.
Después de salir de la librería, recorrieron varias manzanas junto al canal hasta que de pronto Craig se detuvo.
—¿Por qué volvemos al hotel para cenar con los demás? ¿Por qué no cenamos nosotros dos solos? Sé un sitio delicioso, se lo prometo.
—¿Cómo podemos hacer tal cosa, después de dejarlos plantados esta tarde? Los del Comité Nobel pueden tomarlo como una descortesía…
—Pero si no estaba prevista ninguna formalidad. No hay nada especial en el programa.
—¿Y mi tío…?
—Yo le telefonearé. Le diré que la invito a cenar y que se la devolveré sana y salva dentro de unas horas. ¿Qué le parece?
—No estoy muy segura…
—Yo sí. Permítame que le llame.
—Muy bien.
Recorrieron otra manzana hasta encontrar una cabina telefónica pública. Emily dio a Craig dos monedas de diez öre y él se encerró en la cabina mientras ella esperaba frente a la puerta de vidrio, fumando.
Craig dijo a la telefonista que le pusiese con el Grand Hotel y allí establecieron comunicación inmediata con el profesor Stratman, que se hallaba en su suite.
Craig se dio a conocer y Stratman le preguntó al instante:
—¿Cómo está Emily?
—Magníficamente. Ahora la estoy mirando por la puerta de la cabina. Temía que usted estuviese preocupado y entonces me ofrecí a llamarle.
—Muy atento. Vaya, hoy nos han dado ustedes plantón.
—Yo lo había visto ya todo y en cuanto a Emily quería ir de compras. Acaba de comprar un ejemplar de Alicia en el País de las Maravillas en sueco.
—En cuanto a mí, no hace falta que me venga con cuentos de hadas, mi laureado amigo. —La risita de Stratman fue perfectamente audible—. Veo que, de todos modos, hubiera perdido mi apuesta. Su caso no era sin esperanzas. Ella aceptó sus excusas.
—Sí, profesor.
—¿Y ahora ya están —¿cómo es la frase?—, ah, sí, embarcados?
—Desde luego.
—Le deseo suerte.
—La necesitaré. En realidad, le llamaba para decirle que quiero invitar a Emily a cenar, y ella temía que…
—Dígale que tío Max está conforme. El conde vendrá a buscarme, con los Farelli y los Garrett —también vendrá su cuñada para cenar en el Jardín de Invierno. Ustedes vayan y diviértanse.
—¿Cómo está mi cuñada?
—Como la Reina de Corazones —respondió Stratman.
Sólo después de colgar el teléfono y abandonar la cabina, Craig comprendió la alusión de Stratman. El sabio se refería a la Reina de Corazones del libro de Lewis Carroll, que estaba furiosa y ordenó que cortasen la cabeza de Alicia.
Descendieron por la empinada escalera de piedra y siguieron por el tortuoso callejón, hasta penetrar en la larga gruta abovedada, excavada en la roca. Aquel era el más famoso y concurrido restaurante antiguo de la Ciudad Vieja, que los bohemios suecos conocían por el nombre de «Den Gyldene Freden» y los visitantes por el «La Paz Dorada».
Tomaron asiento en una minúscula mesa contigua a la roca, uno frente a otro, mientras una atractiva camarera que lucía un delantal de color blanco y coral anotaba los dos Martinis secos que pidieron. Cuando la camarera se fue, Emily miró a su alrededor, dominada por el pasmo. A aquella hora tan temprana de la noche, el fantástico restaurante sólo estaba medio lleno de personas en traje de calle, pero ya alegres y bulliciosas. La sala se calmó un poco cuando un respetable trovador, con gafas de concha y traje oscuro, hizo su aparición a la entrada de la bodega y se puso a tocar el laúd, como acompañamiento para entonar las viejas canciones de Carl Mikael Bellman.
—Bien —dijo Craig—. ¿Qué le parece?
—Nunca había visto nada semejante —dijo Emily—. Me alegro de que me haya traído aquí. ¿Este sitio es tan viejo como parece?
—Más viejo aún. ¿Recuerda que cuando hoy recorríamos el antiguo coto de caza real, míster Manker nos indicó el sitio donde vivió Carl Mikael Bellman? Pues sepa usted que Bellman fue quien dio la fama a «Den Gyldene Freden». Era su principal parroquiano. Venía aquí todas las noches y aquí escribía y cantaba sus poemas, entre vasos de vino y carcajadas. Se dice que se subía a bailar a las mesas. Todo esto ocurría en 1770 y años posteriores, por lo cual verá que el local tiene una respetable antigüedad. En época más moderna, Anders Zorn, el pintor, compró el establecimiento y lo restauró, convirtiéndolo en una especie de delirio de artista, carácter que aún conserva. ¿Observa lo anchas que son estas sillas? Son obra de Zorn. Era un hombre gordo, al que todas las sillas le iban estrechas, e hizo construirse estas a su gusto para instalarlas aquí. Más tarde, Zorn cedió el restaurante a la Academia Sueca, y creo que esta docta corporación todavía percibe la totalidad o parte de los beneficios. La primera vez que estuve aquí, cuando el tocador de laúd y la orquesta acabaron, un parroquiano sacó una guitarra de debajo de la mesa y empezó a rasguearla, y todos los presentes se pusieron a cantar a coro.
La camarera les sirvió los martinis. Craig dijo «Skol», y sorbió la bebida lentamente decidido a no tomar más que una copa.
—¿Vino usted aquí con su esposa? —le preguntó Emily.
—Desde luego. A ella, naturalmente le encantó. Pero con una visita tuvo bastante. Ella no era muy amiga de esta clase de lugares. ¿Y usted?
—No, por Dios.
—Ya me lo suponía. Yo tampoco lo soy. Pero a Harriet le gustaba coleccionar restaurantes raros. Pero para ir sólo una vez y nada más. Cuando estudiaba en la Universidad de Columbia, vivió un tiempo en el pueblo de Greenwich. No creo que jamás consiguiera reponerse de la impresión que le causó. Y siempre que íbamos a una ciudad nueva, trataba de encontrar allí su Greenwich.
—¿Le gustaba vivir en una pequeña población?
—Muchísimo. Pero si no hubiese muerto, no creo que nos hubiésemos quedado allí. Era muy casera, pero estaba en guerra permanente con su temperamento artístico. Se daba por satisfecha quedándose dentro si sabía que fuera podía encontrar un poblado de Greenwich.
—¿Y usted? —preguntó Emily.
—A mí que no me vengan con poblados de Greenwich. En un tiempo, tuve inclinación por esas cosas —Taos, creo, o Monterrey—, pero me salvé por los pelos. En aquellos tiempos quería escribir sobre esas cosas, no hablar de ellas. No, no soy un bohemio. Soy un hombre arraigado. ¿Y usted qué es, Emily?
Ella hizo girar lentamente la copa en su mano.
—Yo me encuentro bien en todas partes. Me confundo con el paisaje. No me interesa lo exterior, porque vivo encerrada en mí misma.
—¿Y esto le satisface?
—¿Hay alguien que pueda considerarse satisfecho? Estoy contenta y me basta.
—Esto es una gran cosa —observó Craig—. Podemos decir que es la paz.
—La muerte también es la paz, ¿no? No me envidie. Soy un vegetal. ¿Puede usted envidiar a un vegetal?
Él sonrió.
—Sí, puedo envidiarlo. —De pronto, no pudo seguir ocultando por más tiempo la mentira que dijo la noche anterior acerca de su forma de vida—. Pues yo ni siquiera tengo la paz de un vegetal. Últimamente al menos. Anoche, antes del banquete, usted quiso saber cómo vivía, y yo quise impresionarla, presentándome a sus ojos como una especie de gentilhombre campesino. Pero no es verdad, siento decírselo.
—¿Cuál es la verdad, Andrew?
—No tengo demasiados deseos de prorrumpir en lamentos o cantos fúnebres en una noche así, en un sitio tan alegre y con una chica tan linda al lado. Pero…
Vaciló y luego guardó silencio.
—Quiero saberlo —le apremió ella.
—Durante tres años, ni he trabajado ni he vivido. Hasta este viaje, no me había alejado ni cincuenta kilómetros de Miller’s Dam. No volví a asistir a diversiones, ni a citarme con amigos, ni a escribir ni siquiera una postal. —Mientras hablaba, desechó maquinalmente la bebida y los pensamientos suicidas—. Cuando me despierto, no sé el día que hace ni si aún quedan pájaros o flores. Paso el día comiendo lo que me prepara Leah, sosteniendo libros que no leo, jugando a las cartas con Lucius Mack y durmiendo. Por lo menos, un vegetal crece. Pero yo soy un fósil.
—¿Todo a causa de su esposa?
—Sin duda alguna. Aunque ahora ya no estoy tan seguro. Durante el último año no he pensado mucho en ella. Pero continúo así por inercia. Bien, al menos hasta hoy. Hoy me siento vivir de nuevo y noto que la savia vuelve a circular por mi interior. Considérelo como un cumplido que le hago.
Emily era tímida, pero no esquiva, y se limitó a decir:
—Gracias, Andrew.
—Ya sé que hoy he hablado mucho de ella, de nosotros dos y de nuestra luna de miel. Pero mi monólogo no se hallaba inspirado por la añoranza. Era por sentirme vivo, en la calle, de nuevo con una mujer a mi lado, ante la cual quería portarme como un hombre, y me pareció que podía hablar de lo pasado tranquilamente. ¿De qué ha venido todo esto?
—Envidiaba a un vegetal. —Haciendo una pausa, observó su copa—. No lo envidie. Porque yo también le mentí, anoche, con mi acostumbrado cuento de hadas superficial. Todos esos importantes personajes yendo y viniendo, mientras yo les hago los honores de la casa…, toda esa vida de sociedad en Atlanta… Nada de eso es cierto. Todo eso existe, desde luego, pero no para mí. Yo me paso la vida encerrada en el dormitorio, emborrachándome con los libros. Exceptuando a tío Max, vivo sola.
—¿Cómo es posible? Una joven como usted… Yo me imaginaba que los pretendientes hacían cola ante su puerta. Suponía que los tendría a centenares.
—A centenares no, pero sí algunos. Eso no lo niego. Pero les hice saber que no estoy disponible. Prefiero esto a huir de ellos.
—¿No desea un marido, hijos, un hogar propio?
—Me gustaría tener hijos y un hogar que fuese mío.
—Sí. —Él terminó la copa y la miró pensativo—. Ha permitido que hablase de mi pérdida. ¿Y la suya?
—¿Se refiere a mis padres? De eso hace mucho tiempo…
—¿De veras?
Ella lo miró fijamente.
—No, no hace tanto tiempo. Mi madre llevaba un vestido de algodón verde, muy descolorido, aquel día. Un vestido que había sido zurcido un centenar de veces. Pero ella siempre lo tenía limpio. Yo dormía en los barracones —fue al amanecer— cuando ella se inclinó sobre mí para besarme y yo vi que llevaba el vestido verde. «Emmy, me dijo, el comandante quiere verme. Tal vez sean buenas noticias. Ya te despertaré cuando vuelva». Nunca volvió. La metieron en el vagón de ganado destinado a Auschwitz. Mi padre estaba en Berlín con tío Max. Yo entonces había olvidado su cara, excepto su cónica nariz… como la de tío Max, que parece una patata, pero, aparte de eso, yo sólo podía recordar el olor de la loción que empleaba después de afeitarse y su expresión de cariño cuando jugábamos juntos, y así, cuando mi madre se fue, yo me quedé sola. Era como si fuese una criatura que se despierta de pronto, para encontrar la casa vacía y oscura.
Craig guardó silencio, porque no había nada que decir.
Emily paseó su mirada por la sala con expresión ausente y luego miró a Craig.
—Cuando tío Max me llevó a América —prosiguió—, yo ya había resuelto convencerme de que acababa de nacer y que surgía de la nada. No volví a hablar alemán, ni leerlo, ni siquiera pensar en ese idioma. Lo extinguí apelando a mi fuerza de voluntad, arrancándolo de mi vida. Hasta la fecha, no he querido leer un libro escrito por un autor alemán ni comprar un producto fabricado en Alemania. Si este premio no hubiese sido tan importante para tío Max, yo no le hubiera acompañado en este viaje… debido a la proximidad excesiva de Suecia con Alemania. No puede imaginarse lo que me hace sentir encontrarme aquí, a tan pocas horas de distancia. Me inspira sentimientos de venganza… y de miedo… al mismo tiempo. ¿Por qué venganza? ¿Queda aún alguien acreedor del castigo? ¿Y por qué tengo miedo? ¿No tengo un pasaporte de los Estados Unidos? Pero de todos modos, así es. Y ahora, ya he hablado demasiado. Olvidemos el pasado y hablemos del presente. —Trató de sonreír—. Hoy he sido muy dichosa, Andrew. Le estoy muy agradecida. No creo que consiga olvidar jamás a Estocolmo.
—Ni yo tampoco —contestó él—. Esperemos y veamos.
Eran casi las once de la noche cuando Craig regresó a la suite que ocupaba en el Grand Hotel.
El hechizo de aquella velada, el encanto de Emily, aún lo dominaban. Su estancia en «Den Gyldene Freden» duró más de tres horas. Ninguno de los dos tenía prisa. Hablaron agradablemente y guardaron silencio juntos. Evocaron los mejores aspectos de su pasado, sueños y deseos medio olvidados y varias veces aludieron tímidamente a su futuro separado. Durante toda la cena con la sala medio llena de clientes, y después de cenar, animados por el tañedor de laúd, confundieron sus voces con otras cien, tarareando melodías que tenían una difusión internacional.
Después fueron a pasear por la Ciudad Vieja, y cuando empezó a hacer demasiado frío, cruzaron con paso vivo el puente que los condujo al Grand Hotel. A pesar de que durante toda la noche se habían sentido muy juntos, Craig deliberadamente, no se aprovechó de aquella intimidad cuando ambos llegaron ante la puerta de la suite de Stratman. No estaba bien seguro de lo que esperaba Emily, pero el recuerdo de lo que pasó la primera vez y su seguro instinto le dijeron que la joven aún se mostraría aprensiva. Cuando introdujo la llave en la puerta para abrirla, Craig se portó como un amigo correcto. Dijo que confiaba en volver a verla al día siguiente y ella respondió que también lo esperaba, aunque no sabía qué programa tenía su tío. Le ofreció la mano, dándole las gracias por su compañía y la cena, y él estrechó sus fríos dedos, diciéndole que quien tenía que estar agradecido era él. Y luego se fue inmediatamente.
A la sazón, entrando en la suite que él ocupaba —que ellos ocupaban, se dijo, acordándose nuevamente de Leah— vio que en el vestíbulo había luz, pero el salón estaba a oscuras, con excepción de una sola lámpara. Leah no se veía por parte alguna, y él supuso que se había acostado. Se acercó a la puerta de su dormitorio, para observar si se veía luz por debajo, pero no pudo decirlo. Se sintió tentado de llamar con los nudillos, para tranquilizarla y decirle que había vuelto sano y salvo y, lo que era más importante, sereno. Pero resistió la tentación. Él no era un niño que tenía que mostrase obediente ante mamá y hacerle ver que acataba el toque de queda. Leah no era su madre. Además, su regreso a aquella hora —recordó que Stratman le había dicho que su cuñada se irritó mucho al saber que se iba con Emily— sólo provocaría una escena. Y él no estaba para escenas. Quería terminar bien aquel día casi perfecto.
Caminando furtivamente de puntillas, cruzó el alfombrado salón, apartó las cortinas y penetró en su alcoba. La tenue luz amarillenta de la mesita de noche le mostró las ropas de la cama pulcramente abiertas y preparadas para recibirlo, su pijama doblado y colocado sobre el cobertor. Se preguntó si era la doncella o Leah quien le había preparado la cama.
Sentía un agradable cansancio, semejante al que experimentó aquella misma mañana, tan lejana ya, cuando salió del piso de Lilly. ¡Qué bien se estaría en la cama! Se tendería en ella para recordar los acontecimientos del día, no su pasado sino sólo aquel día y, por primera vez, se dormiría sin beber una sola gota de whisky. Pensó en escribir una breve nota de victoria a Lucius, pero comprendió que él llegaría a los Estados Unidos casi al mismo tiempo que la nota. Más valía tomar un baño caliente, se dijo, que lo dejaría descansado.
Después de desnudarse tomó el pijama, apagó la lamparilla del dormitorio y pasó al cuarto de baño. Cerró la puerta procurando no hacer ruido y luego dio el agua, ajustando los grifos hasta que esta tuvo la temperatura deseada. Por último se metió en la bañera no para lavarse, sino sólo para que el agua acariciase su cuerpo, arrojándola sobre su cara, hombros y pecho.
Su mente de escritor seguía pensando en aquel día y clasificaba sus maravillas en categorías distintas. Los elementos principales del día fueron Lilly Hedqvist, la Academia Sueca y Emily Stratman. Cada uno de ellos le había servido de manera vital. Dividió mentalmente las tres categorías de una manera anatómica: Lilly había servido a su torso por debajo de su cintura, la Academia había servido a su cabeza, Emily a su corazón… pero esto no era así exactamente, y continuó afinando aquellas divisiones arbitrarias. Lilly lo había satisfecho corporalmente y lo había consolado, haciéndole ver que era digno de amor y que no estaba solo. Jacobsson hizo que se sintiera nuevamente orgulloso de su obra y su pasado y le proporcionó una sólida sensación de triunfo. Emily le ofreció una romántica esperanza para el futuro, una visión de normalidad, un objetivo para su vida. Y todos ellos, sin saberlo, se habían unido para demostrarle que podía pasar un día sin recurrir a la bebida ni a otras drogas.
Después de secarse y ponerse el pantalón del pijama, se dispuso a entregarse al sueño.
Abrió la puerta del cuarto de baño, después de apagar la luz, entró en el dormitorio, se sentó en la cama y extendió sus brazos desnudos, bostezando.
Levantó la manta en la oscuridad y se introdujo bajo ella, escurriéndose hacia el centro de la cama. De pronto su pierna y su mano tocaron un objeto sólido. Inmediatamente comprendió que era un cuerpo humano… cálido y de carne y hueso.
El corazón parecía querer saltársele del pecho, latiendo desordenadamente ante la sorpresa y el susto que le produjo aquella presencia.
—¿Quién hay ahí? —articuló con voz ahogada.
No obtuvo respuesta. Poco después oyó estas palabras, pronunciadas con voz casi inaudible:
—Soy yo.
Era la voz de su cuñada Leah.
Se incorporó sobre un codo, esperando que se calmasen los latidos de su corazón y que su incredulidad se disipase.
—¿Lee? —susurró.
—Sí, soy yo —repitió ella.
—¿Y qué demonios haces aquí? —Había recuperado su aplomo—. Déjame encender la luz.
Se sentó en la cama y buscó a tientas la lámpara, pero ella se alzó rápidamente en las tinieblas a su lado y cayó sobre su pecho, buscando su brazo extendido.
—¡No, Andrew! —gritó—. No, por favor…
Su cuerpo lo oprimía contra la cabecera de la cama. Se había deshecho el cabello, porque notó su masa rozándole la frente mientras Leah trataba de recuperar el equilibrio. Por un momento, se balanceó sobre él y Craig notó que su aliento olía a whisky. Antes de que pudiera caer sobre él, tendió las manos hacia ella en las tinieblas para sostenerla, sujetándola por las costillas, con lo que sus manos quedaron cubiertas por los senos oscilantes. La apartó a un lado y notó sus convulsivos movimientos mientras se deslizaba bajo la manta.
—Por amor de Dios, Lee… ¿Estás borracha o qué?
—No estoy borracha —replicó ella con voz temblorosa—. Bebí… bebí un poco para darme valor, pero no estoy borracha. —Hizo una pausa—. Andrew, no llevo nada encima. Estoy desnuda.
—Ya he podido darme cuenta —dijo él con disgusto.
—Andrew, no hables, no hables, por favor, no digas una palabra. No lo estropeemos. Escúchame. ¿Me escuchas? —siguió diciendo sin aliento—. Ya puedes imaginarte lo mucho que me cuesta hacer esto. He necesitado tres años para reunir el valor suficiente. Sé que me equivoqué al mostrarme tan seria. Pero no podía cambiar mi naturaleza, a pesar de que sabía cuánto me necesitabas. Pero desde que llegamos aquí… cuando vi lo que te pasa y la crisis por que atraviesas… me decidí… me decidí esta misma noche… y me dije que tú eras lo más importante… y que hacía bien…
—Vamos, Lee…
—No te preocupes por mí, Andrew. Ahora estoy segura de que hago bien y de que esto es lo que Harriet hubiera querido. Tú eres el que importa. He encontrado mi misión en la vida… hacerte feliz.
—Lee, yo… no sé qué decirte…
Ella no le escuchaba, arrastrada por sus propias palabras.
—Voy a apartar la manta, Andrew. Estoy desnuda. Puedes venir a mi lado. Puedes hacerlo. Ya puedes enseñarme cómo se hace, pues yo nunca lo he hecho en mi vida, Andrew. No querrás creerlo, pero tú eres el primero. Ningún hombre me ha tocado aún así. Pero tú puedes hacerlo. Estoy dispuesta.
Él se apoyó en la cabecera, aturdido. Las tinieblas se habían disipado o él se había acostumbrado a ellas, y la lamparilla del salón que lucía detrás de la cortina bastaba para iluminar el dormitorio. Así, podía distinguir la silueta de Leah, las líneas de su cuerpo, sobre la cama.
Volvió a sentarse para hablarle, pero inmediatamente ella confundió aquel movimiento con una actitud pasional e inmediatamente extendió las piernas para tocarle la suya con una de ellas.
—Lee, espera —dijo Craig, añadiendo—: Dime por qué haces esto. En la cama se puede decir todo. Dime la verdad. ¿Lo necesitas? ¿Es esto lo que tienes?
Oyó su afanosa respiración y el tono horrorizado de su respuesta:
—¡Qué cosas dices, Andrew! ¿Qué crees que tengo… ninfomanía? Claro que no lo necesito. Tú ya lo sabes. Las mujeres no lo necesitamos. Pero yo sé que con los hombres es distinto, y tú eres un hombre. He venido aquí a hacerte todo lo feliz que te pueda hacer una mujer.
—Lee, estás hecha un lío. Yo ya soy feliz. No quiero que te conviertas en un cordero destinado al sacrificio. No tienes que ofrecerme tu cuerpo para hacerme feliz. Yo no querría hacerte eso.
—No hablemos, Andrew. Ya comprendo que esta situación te causará embarazo. No quieres suponer que te aprovechas de nuestra relación de parentesco. Pero yo te aseguro que no lo considero así. Te he visto embrutecerte con la bebida. He visto tu desdicha. Nadie ha sido testigo de ella mejor que yo. Y aquí pareces estar peor que nunca… haces cosas extrañas… te vas solo… empiezas a mirar a las mujeres… me he dado cuenta de cómo las miras… y entonces lo comprendí de pronto… comprendí lo estúpida que había sido… y que tú eras demasiado delicado para decirme lo que necesitabas. Y entonces yo pensé… y vuelta a pensar… en lo que Harriet esperaría de mí… y supe que ella lo aprobaría, que ella sería la primera en decirme que te ayudase… me pareció oír que desde el Cielo me decía: sálvalo, Leah, hazlo feliz y normal. Y esto es lo único que quiero hacer, Andrew. Para mí no es un sacrificio. Tú ya conoces mis sentimientos hacia ti. Lo hago con gusto. Y no sabes cuánto me alegro de haberte guardado las primicias para ti. Y como esta noche no será la única, no te preocupes por ello. No se trata de un impulso pasajero. Lo he meditado muy bien. Pronto nos iremos de aquí y tú me tendrás siempre a tu lado y tendrás lo que te hace falta y no habrás de preocuparte. Yo estaré contigo y no tendrás necesidad de seguir bebiendo ni de hacer vida de solterón. Podrás gozar de nuevo y ser como antes. No me hagas hablar más, Andrew, por favor…
—Por Dios, Lee, escúchame.
—… porque yo no lo había planeado así. Sólo bebí un poco para infundirme valor y porque tenía miedo de no gustarte, porque yo no soy Harriet y nunca me he acostado con un hombre. Pero te gustaré, ya verás. Tú ten un poco de paciencia, y enséñame y no me hagas daño… pero aunque me lo hagas, es igual. —Su voz se fue debilitando y por último se hizo suplicante—: ¡Ahora ya puedes tomarme, Andrew!
—Que no, Lee, que no. Que no puede ser, te digo. —Estaba furioso por la embarazosa situación en que ella le había colocado—. Yo no quiero tener esa clase de relaciones contigo… o tal vez sí lo quiero, no lo sé… pero aunque quisiera, no puedo hacerlo.
Presa de gran agitación, saltó de la cama, palpó bajo la lámpara y encendió la luz. Luego permaneció de pie junto al lecho, con los pantalones del pijama arrugados, y los subió hasta la cintura, avergonzado por tener que verla allí. La cabeza de Leah, con la cabellera en desorden, descansaba sobre la almohada y ella apartó la cara de la luz y asió fuertemente la manta, tapándose con ella hasta el cuello.
—¿Qué haces? —gimió—. Apaga la luz.
—No. No puedo responder de lo que haría a oscuras. Soy un ser humano como los demás.
Ella continuaba con el rostro vuelto hacia el otro lado.
—Entonces, ¿de qué tienes miedo?
Él sabía que rechazar su ofrecimiento de aquel modo era algo terrible y por lo tanto trató de suavizar su negativa y echarse la culpa sobre sus propios hombros.
—No quiero tu compasión, Lee. Es que esto… no nos conviene. ¿No lo entiendes, Lee? Para un hombre, esto no es nada. Es muy fácil. Para mí hubiera sido muy agradable, porque tú eres una mujer atractiva. Lo digo en serio. Incluso creo que puedes llegar a ser apasionada. ¿Pero de qué serviría eso? Tú no has nacido para satisfacer mis placeres… para convertirte en mi concubina. No soy tan egoísta. Pero esto sería todo. Yo no puedo prometerte más ni ofrecerte más. Por lo tanto, no tengo derecho a ser el primero, a menos que fueses tú quien lo necesitase. Así sería distinto. Pero tú dices que no lo necesitas. Y si hasta ahora no te ha hecho falta, creo que es más prudente que esperes hasta que esto signifique algo para ti, hasta que encuentres a otro. Ahora pienso en ese muchacho tan simpático de Chicago… Beazley… Harry Beazley… con él, esto significaría algo para ti. Entonces tendría sentido y con él podríais iniciar una vida juntos. Pero tú ya me conoces. Yo no puedo prometerte nada… ni amor… ni siquiera afecto. Y en cuanto al matrimonio… ni siquiera se me ocurre tal posibilidad. No veo que tú y yo podamos unirnos de ese modo. ¿Sabes qué? No pensemos ni hablemos más de ello. Limitémonos a seguir como hasta ahora.
Por primera vez, ella volvió la cara para mirarlo. Sus delgados labios temblaban.
—Vete a la otra habitación —dijo con voz fría e inexpresiva hasta que yo me vista.
Él se retiró desmañadamente apartando la cortina, y luego la corrió para que tapase de la forma más púdica posible la entrada de la alcoba. Acercándose a la mesita del café, encontró un paquete de cigarrillos de Leah y, tomando uno, lo encendió. Le temblaba la mano mientras sostenía el pitillo y no recordaba que en ningún momento, desde que murió Harriet se hubiese sentido tan abatido.
Oyó crujir la cama cuando ella se levantó para vestirse y empezó a pasear nerviosamente por el salón.
La cortina se apartó y apareció Leah. Llevaba un albornoz de franela sobre su camisón y chinelas. Había peinado su larga cabellera. Tenía expresión tranquila, pero glacial.
Avanzó hasta él sin mostrarse avergonzada ni tímida. Él interpretó inmediatamente su actitud. Todos sus movimientos revelaban lo que pensaba. Para decirle: Yo soy intachable, la culpa es únicamente tuya. Yo me ofrecí, caritativa y bondadosa, para salvarte de ti mismo, y tú me rechazaste. El Señor te castigará, a mí no, porque yo soy la esclava cuyo nombre es Agar.
Craig sabía que nada podía hacer contra una persona fanática y que consideraba justas todas sus acciones.
—He escuchado todo ese hatajo de mentiras que me has dicho —gritó Leah con voz estridente—, y quiero que sepas que yo no me dejo tomar el pelo.
—¿A qué viene ahora todo eso?
—Viene a que te comprendo y te conozco mejor que nadie. No me engañas con todas esas hipócritas afirmaciones de que sólo piensas en mí, de que me reservas para otro, de que no quieres hacerme daño. Conozco la verdad. La sospechaba, pero ahora ya la conozco.
—¿Serás tan amable de comunicarme tu secreto?
—Tú no necesitas mi amor, que es limpio y decente, porque este par de días últimos has tenido lo que has querido de esa putilla nazi de Atlanta…
—¡Leah!
—Lo vi desde el primer momento en que ella se fijó en ti. Ha sabido pescarte bien. Y te dio en seguida lo que tanto te hacía falta. Ya tiene un Premio Nobel en la familia, mas por lo visto esto no le basta. Quiere tener dos. Vio que tú eres un hombre débil de carácter —cualquier mujer con experiencia lo vería—, y se ha aprovechado de tu debilidad para echarte el guante, lo cual es una verdadera pena. ¡Andrew, Andrew, qué cándido y qué estúpido eres!
Él trató de dominar su ira, porque en el fondo comprendía la bofetada moral que ella había recibido, pero le fue imposible.
—La estúpida eres tú, Lee, al creer eso —dijo con tono comedido—. Emily Stratman es tan virgen como tú.
—Vaya, conque lo sabes. Supongo que será porque lo averiguaste.
—Vamos, Leah, cállate de una vez. Es una chica atractiva, lo reconozco, y yo no soy un eunuco. Desde luego, traté de aprovecharme, pero no llegué muy lejos. Te aseguro que no la he tocado. Ni siquiera la he besado.
—Pero estuviste con ella todo el día.
—De acuerdo, estuve con ella todo el día. ¿Y qué? Estaba cansado de aquel recorrido y quería irme por mi cuenta —ya te lo dije este mediodía—, ella tenía que hacer algunas compras, yo deseaba compañía y nos fuimos los dos juntos a pasear. Esto es todo. ¿Te parece mal?
Leah le escuchó atentamente, sin sentirse ya ultrajada ni tan celosa como antes, y de pronto vio brillar una nueva esperanza.
—Si esto es cierto, no lo encuentro mal, y te pido que me perdones.
—Es cierto, te lo juro. Y todo cuanto te dije en el dormitorio también es cierto.
—Dijimos que no hablaríamos de eso.
—Muy bien.
Ya no quedaba nada más que decir, pero Leah no parecía dispuesta a irse.
—Yo…, supongo que conocerás a otras mujeres además de a mí. Especialmente ahora que eres famoso. Pero lo que puedas encontrar en una alemana, en una extranjera…
—Ella es americana, Lee.
—No me importa lo que sea. Lo que puedas encontrar en una persona perfectamente extraña…
—Harriet también era una extraña antes de conocerla. Y tú también. Y así lo es todo el mundo, antes de conocerse. Miss Stratman y yo nos limitamos a pasear, hablando de cosas sin importancia…, le mostré algunos de los sitios de Estocolmo que visité con Harriet…
—¿Hiciste eso? —Parecía como si él fuese un infiel que hubiese profanado el sacrosanto recinto de La Meca. El disgusto de Leah volvió a manifestarse—. ¿Le hablaste de Harriet?
—Naturalmente. ¿Por qué no había de hacerlo? Le hablé de Harriet y de mi vida con ella, por supuesto.
—¿Cómo pudiste hacer tal cosa? Me parece muy mal. Tú nunca me hablas de Harriet ni de tu vida. ¿Cómo has podido hacerlo con una persona que sólo conoces desde hace dos días?
—Tal vez por eso, precisamente. Tú eres la hermana de Harriet y me cuesta hablarte de ella.
Leah frunció los labios.
—No sé qué va a ser de ti, la verdad que no lo sé. Te dejas llevar en todo por tus primeros impulsos. Cada vez estás peor. Ya veo lo que nos espera, por desgracia. Alcohol, cada vez más alcohol y ahora, por si fuese poco, confesiones desdichadas a mujeres desconocidas, que resultan embarazosas para todos nosotros, porque de este modo todo el mundo terminará por enterarse de tus problemas más íntimos. No puedes seguir así, Andrew…, no puedes. Ahora eres un hombre famoso…, un Premio Nobel. ¿Qué pensará la gente cuando sepa que mataste a tu mujer? ¿Qué pasará si esto se sabe? Supongo que te emborrachaste y lo dijiste también a la chica Stratman. Se lo dijiste, ¿verdad?
Craig ya sabía desde el principio, desde el momento en que rechazó los favores de Leah, que esta le devolvería el golpe, como hacía siempre que la contrariaba. Y aquel era el único golpe que podía hacerlo caer de rodillas. De nuevo se sentía inerme y desvalido. Y el golpe, inevitable como la muerte, había vuelto a caer sobre él y otra vez se sentía derrotado, deshecho. Sintió odio por el pasado, que había proporcionado a Leah el arma contra la que no tenía defensa y que había vuelto a hacer de él un ser vulnerable. Leah había encontrado su talón de Aquiles…
—No tienes que preocuparte por eso —le dijo, sintiéndose de pronto muy fatigado—. No le hablé del accidente.
—Demos gracias a Dios por tan loable reserva —dijo ella—. El accidente, como tú lo llamas, es algo que debe quedar en la familia. Por eso me preocupa tanto que bebas y que veas mujeres extrañas. Si necesitas la compañía de mujeres y si…, si sientes demasiado respeto por mí…, no me importaría que fueses de vez en cuando con una prostituta. Por lo menos, con ella no hablarías tanto. Lo que me preocupan son las chicas corrientes, las chicas ambiciosas que saben conquistarse tu confianza. Recuerda eso la próxima vez que te veas con la chica Stratman. En el fondo, confío aún en tu sentido común, Andrew. Ahora tienes que velar por tu nueva posición, por tu futuro, y si piensas de vez en cuando en Harriet y recuerdas que yo soy la mejor amiga que tienes en el mundo, no te echarás a perder ni destruirás tu futuro. Creo que me entiendes, ¿verdad?
—Sí, Lee.
—Me ha sorprendido mucho tu conducta en el dormitorio —dijo animadamente, de nuevo segura y llena de aplomo—. De momento había pensado en abandonar la suite, incluso en volverme a casa y dejarte. Ahora veo que esto sería una equivocación. Me necesitas. Yo soy quien te ayuda a conservar el rumbo. Yo soy tu timón. Así es que no te preocupes. Me quedare. Puedes confiar en mí. Buenas noches, Andrew.
—Buenas noches, Lee.
Ella se dirigió a su dormitorio y él entró en el suyo lentamente, arrastrando los pies. Contempló con disgusto la cama desarreglada, las profundas huellas que mostraban ambas almohadas. Se arrodilló junto a su neceser, lo abrió y sacó una botella de whisky. Yendo al cuarto de baño, tomó uno de los dos vasos vacíos y volvió con él al dormitorio, llenándolo por el camino.
Se dejó caer en el butacón y echó un profundo trago. Cuando el vaso estuvo vacío, se apresuró a llenarlo de nuevo y volvió a beber.
Aquel día casi perfecto había terminado en desastre y Leah, llevada por su equivocado y estúpido deseo de consolarlo, fue la causante de la calamidad. Sin embargo, había algo que no veía claramente. Se hizo una pregunta: ¿Había tratado Leah de consolarlo sinceramente, ofreciéndole su cuerpo rígido y desnudo? Luego se hizo otra pregunta: ¿O bien, consciente o inconscientemente, había tratado de consolarse a sí misma? Esta era la cuestión…, o más bien las cuestiones, Hamlet, Horacio o quienquiera que fuese.
Craig echó un buen sorbo de líquido, que ya no le abrasaba la garganta, y se repantigó en el butacón mientras el fluido salvador corría por sus venas y embotaba su atormentado cerebro.
Tenía las preguntas y las respuestas. Su mente de escritor escribió la novela, el relato que se deducía de aquellos hechos, sobre el aire impalpable. Las palabras flotaban y se alejaban…
Bajo la influencia del whisky, un novelista sufre un accidente de automóvil y mata a su esposa. Asesinato no oficial. La cuñada acude a la casa a cuidar al viudo. La cuñada tiene novio, pero su obligación hacia el recuerdo adorado de su hermana se impone y la obliga a sacrificarse. Luego, de la noche a la mañana, el autor sale disparado hacia la fama y la popularidad y recibe la invitación de hacer un viaje al extranjero, al que le acompaña su cuñada. Ante la consternación de esta, que se ha constituido en su vigilante, el novelista se ve expuesto a las asechanzas del mundo y a los encantos de una hermosa y casta joven de ascendencia alemana. La cuñada ve que su abnegada obra se halla amenazada por la intrusa. Debe proteger al novelista, medio inválido, en recuerdo de aquella que él mandó a la tumba. Este es su deber sagrado. Tiene que conseguirlo a toda costa, de un solo golpe, de un golpe que incline su magnánimo perdón sobre su cabeza. Entonces le ofrece su cuerpo —ingenuamente, convencida a pies juntillas de que las relaciones sexuales deben terminar inevitablemente en el matrimonio, según la antigua creencia (todo por Harriet, por Harriet)— y está segura de que así triunfará y lo poseerá y mantendrá en esclavitud (por Harriet, por Harriet). Pero él se ha presentado vivo y ojo avizor, y ha conseguido escapar de los tentáculos que le tendía la planta de Madagascar devoradora de hombres, salvándose del pasado. Fin. ¿Era de verdad el fin? ¿O habría que escribir: Continuará?
Craig apuró el contenido del vaso y, mientras volvía a llenarlo, su cerebro de escritor comprendió que aquel argumento era incompleto. Había demasiados cabos sueltos y faltaba un desenlace. Tendría que haber otra entrega y tal vez rehacer la primera, para que el folletín estuviese completo. ¿Ya era exacta su versión, después de todo? ¿Había sido aquel el plan de Leah? ¿Era esto lo que ella esperaba? Suponiendo que así fuese, y que él hubiese interpretado correctamente los acontecimientos, ¿qué ocurriría entonces? Quedaban los cabos sueltos: el novelista aún no estaba salvado porque, si bien había rechazado los favores de su cuñada, continuaba siendo el esclavo del secreto que ambos compartían y de su sentimiento de culpabilidad. A estos cabos sueltos había que añadir: la cuñada continuaba siendo una amenaza imprevisible, porque era una mujer despreciada. ¿No era cierto que las mujeres despreciadas siempre se vengan? Por supuesto que sí, porque de lo contrario, la mitad de las librerías del mundo estarían desprovistas de novelas. ¿Y en cuanto al desenlace? Craig no podía imaginárselo. Su cerebro de escritor estaba turbio. El futuro era impenetrable.
Una sensación de inquietud dominó a Craig. Sobreponiéndose incluso a los efectos sedantes del alcohol.
Quizás había interpretado mal a Leah y era culpable. Quizá se lo debía al recuerdo de Harriet, y también a la propia Leah, un pago final a través de la hermana menor. Ella había querido aquel pago en la cama, en la cama y de una manera interminable, y si él lo hacía, tal vez se sentiría libre interiormente. Su pesada lógica se disolvió en fantasías. ¿Cómo sería el pago? Había experimentado el contacto de aquellos enormes senos y observó la forma de su cuerpo bajo la manta… No lo sabía. Hasta que de pronto lo supo, lo supo positivamente, y también que podría describirlo como lo hubieran hecho D. H. Lawrence, o Henry Miller, o John Cleland. Su mente de escritor se esforzó por alzarse sobre los vapores del alcohol, pero no pudo. Sin embargo, Craig lo sabía ya. Sabía que si se levantaba entonces de aquella butaca, cruzaba el saloncillo y llamaba a la puerta de Leah, para entrar después en su dormitorio, ella lo estaría esperando, tan dispuesta como antes. Besaría sus labios, ella le devolvería el beso y se entregaría totalmente a él. Sería oneroso, pues ella permanecería tan insensible como una estatua de mármol, sin elasticidad, sin ritmo, sin entrega apasionada, y con todo sería físicamente agradable para él y mentalmente agradable para ella. Pero esto crearía el molde en el que ambos quedarían encerrados para toda su vida. Más tarde, ella se entregaría de una manera más mecánica y segura, más carnal, y se portaría de una manera tan fiel y puntual sobre el colchón como sobre el fogón, a cambio del nombre de él en las cartas dirigidas a ambos y el nombre de ella en las dedicatorias de sus libros. Así podrían vivir siempre los tres: él, Leah y Harriet. El cuerpo de Craig tendría los grilletes puestos, pero su conciencia estaría limpia. Este era el terrible pago.
¿Debía efectuarlo?
Terminó de beber, y comprendió que aquel era el instante decisivo. Sólo tenía que levantarse e ir a reunirse con ella, para que la lucha hubiese terminado para siempre. Con mano incierta, vertió whisky en el vaso y lo llenó hasta el borde.
Inesperadamente, su día casi perfecto surgió ante él. Lilly. La Academia Sueca. Emily.
De pronto decidió mandar al infierno la conciencia y las consecuencias que podía acarrearle el desprecio de que había hecho objeto a su cuñada. Siempre tendría tiempo de cruzar el saloncito para ir al otro dormitorio. Quería disponer de otro día, otro día o dos, sin comprometerse. Quería ver aún lo que la vida podía ofrecerle. Esperaría a la segunda parte del folletín.
Estaba ebrio y la habitación giraba como un tiovivo. Dejó el vaso en el suelo y volvió a hundirse en el butacón.
Qué confusión, Jesús.
Dejó que su cerebro, que naufragaba en el alcohol, viviese por su cuenta. Adelante, cerebro. Y el cerebro le ofreció el epitafio que leyera en una estela del cementerio irlandés, no sabía cuándo ni dónde. Lo aceptó con una alegría cínica. Sería el epitafio de Andrew Craig, en aquella noche de su segunda inhumación:
Aquí yacen los restos de Juan Soldado
fenecido en la mar y nunca hallado.