Capítulo quinto

En un ángulo de su tranquila y apacible biblioteca, a la luz de una lámpara de pie, el conde Bertil Jacobsson, vistiendo camisa almidonada, tirantes blancos, fajín y pantalones de etiqueta, permanecía sentado ante su anticuada mesa-escritorio de nogal —una reprobación del intenso modernismo de la generación actual— y con aire pensativo golpeaba con el extremo superior de la pluma el libro verde que tenía abierto ante sí.

Contemplaba las sombras que se escondían en el alto techo, y luego su vista se posó en las hileras de libros, en la vitrina contigua donde guardaba sus recuerdos del Premio Nobel y por último, dándose cuenta de que era tarde y de que el automóvil estaba a punto de llegar, continuó escribiendo sus Notas. Con su pulcra y apretada letra, escribió:

… fue una de las raras ocasiones en que tuve que intervenir durante una conferencia de prensa con un laureado. Puede ser cierto que Craig bebe —no lo sé todavía—, pero de ser cierto, su consecuencia podría hacernos daño y perjudicarlo a él. Aún no he podido olvidar el incidente de Knut Hamsun. Veremos lo que sucede esta noche.

Releyó lo que había escrito y se disponía a dejar la pluma en el portaplumas, cuando decidió añadir un párrafo menos especulativo y más concreto:

El banquete real ha sido trasladado a esta noche, 3 de diciembre, y constituirá la inauguración oficial de la Semana Nobel. Exceptuando la tarde en que se celebrará la ceremonia de concesión, que constituirá la coronación de los actos, y el banquete celebrado en el Ayuntamiento que tendrá lugar a continuación, el banquete real, al que sólo pueden asistir contadas personas y que se halla dominado por la presencia del soberano, suele ser el acontecimiento social más memorable de nuestra temporada de invierno. Recuerdo que después de recibir el premio de Literatura en 1923, el poeta irlandés William Butler Yeats escribió, refiriéndose al banquete: «Yo, que nunca había estado en una corte, me encontré conmovido, antes de que llegase la noche, como si hubiese asistido a una ceremonia religiosa». Supongo que los ganadores de este año se sentirán igualmente impresionados.

Cuidadosamente, Jacobsson aplicó un secante a la página, cerró el libro verde y lo guardó en el cajón medio de su mesa.

Con una velada expresión de disgusto se levantó, se puso su chaqueta de smoking y luego se dirigió al dormitorio para ponerse las condecoraciones que debía lucir. Sabía que su vista le apaciguaría. Le recordaría su larga experiencia y su ejemplar labor al servicio del trono, al atender a hombres de todas clases y de todas las naciones. Pero suponía que aquella noche no necesitaría la confianza que le infundían sus condecoraciones.

Eran casi las siete cuando Andrew Craig terminó de cambiarse. En lugar de su smoking, se había puesto un traje azul marino recién planchado. Era la segunda vez que se cambiaba aquella noche.

La media botella de whisky que había consumido a últimas horas de la tarde, a sorbitos y en la intimidad del cuarto de baño sin que lo alcanzase la mirada desaprobadora de Leah, le había hecho olvidar las instrucciones escritas acerca del modo de vestirse para el banquete real. Sólo cuando abrió la puerta para admitir en sus habitaciones al señor Manker, el atildado y puntual agregado, un hombre joven y que gastaba un alto tupé, que le había sido asignado por el Ministerio sueco de Asuntos Exteriores, este le recordó con el mayor tacto el protocolo.

El señor Manker se quitó su sombrero de fieltro y el gabán, dejando ambas prendas cuidadosamente sobre una silla marrón, y se sentó muy rígido en el sofá, mientras Craig, con la boca pastosa a consecuencia de la bebida, se esforzaba por hallar un tema de conversación. Aquella embarazosa pausa quedó resuelta por la aparición de Leah, que salía deslumbradora de su dormitorio.

—¡Cómo está usted, míster Manker! ¿Ha venido a inspeccionarnos? ¿Qué tal lo encuentra?

Dio una alegre vuelta, algo desmañadamente, según le pareció a Craig. Llevaba su pelo castaño recogido hacia atrás, en un moño, más apretadamente que de costumbre; su cara tersa y sin una arruga estaba perfectamente maquillada, y el traje de noche de raso encarnado descendía en forma tubular en torno a su rígida figura.

El señor Manker se levantó inmediatamente, para demostrar su aprobación y luego dio un galante taconazo, inclinándose para besar su mano.

—Exquisita —murmuró, y Craig, que le miraba a través de los vapores del alcohol, adivinó que se trataba de pura fórmula y le disgustó aquella cortesía profesional y falsa.

—Resulta muy fastidioso tanto protocolo —prosiguió el señor Manker—, pero así son las monarquías, incluso las más democráticas. Aunque yo lo apruebo. Gracias a ello, tenemos islas de educación y dignidad entre la multitud de las masas grises.

—Yo también estoy de acuerdo —dijo Leah, complacida.

El señor Manker examinó brevemente a Craig, y luego adelantó el labio inferior para recogerlo de nuevo.

—Para el banquete real que se celebra todos los años —dijo—. Su Majestad el rey lleva traje de etiqueta…

—¿Y corona? —preguntó Leah.

—No, por Dios. La corona le acompaña, pero como un símbolo —repuso el señor Manker—. Podrá verlo por usted misma durante el banquete. La familia real y los miembros de la realeza —muy pocos en número— que han sido invitados, también llevarán traje de etiqueta. Es posible que alguno lleve uniforme de gala. Los embajadores cuyas naciones se hallan representadas entre los ganadores actuales, y los miembros de nuestros Gabinete, llevarán traje oscuro, pero no de etiqueta. Las damas de la corte y las demás señoras, todas llevarán más o menos lo mismo… vestidos de tafetán o terciopelo negro con mangas abombadas. Esto se hace para que ninguna pueda eclipsar a las demás. En cambio, las esposas o parientes de los laureados pueden llevar cualquier clase de traje de noche, del corte y color que deseen. Miss Decker ha elegido con mucho gusto. En cuanto a los laureados, como los miembros de nuestro Gabinete, llevarán traje oscuro, pero no de etiqueta. Este se reserva para la ceremonia de clausura, que se celebrará el día diez.

Craig comprendió que el señor Manker se dirigía a él y de pronto comprendió que pisaba en falso.

—¿Así, yo no tengo que llevar smoking para esta fiesta, no es eso?

—Nadie le impediría la entrada —repuso el señor Manker con su educada sonrisa—, pero correría el riesgo de que lo confundiesen con un miembro de la familia real. Sí, efectivamente, es preferible traje oscuro ordinario.

—Bien, me cambiaré —dijo Craig.

—Como usted desee —dijo el señor Manker, con una expresión que denotaba alivio—. Pero antes de que llegue el momento de irnos y mientras tengamos aún tiempo —precisamente por esto vine temprano—, unas cuantas palabras más acerca del protocolo. Comprendo que debo parecerle insufrible, pero es mi deber. Todos los años tengo que dar las mismas instrucciones a todos los laureados.

—No se preocupe. Adelante —dijo Craig.

—Los cócteles se servirán en uno de los salones contiguos al gran comedor. Esto tendrá lugar entre media hora o una hora antes de la cena. Su finalidad es que nuestros laureados conozcan a los miembros más distinguidos de nuestro Gobierno y se conozcan entre sí.

—Ya me presentaron a los otros premiados esta tarde en la Casa de la Prensa —observó Craig.

—Ya lo sé, pero nuestra intención es que este aperitivo constituya una ocasión de alternar socialmente en un ambiente más tranquilo. Después del aperitivo, e inmediatamente antes del banquete, harán su aparición el rey con los príncipes y princesas. Para míster Craig será sólo necesario que estreche la mano del rey cuando este se la ofrezca, que hable sólo cuando el rey le pregunte y que utilice el tratamiento de Su Majestad o Su Alteza real al hablarle…, ambos tratamientos son válidos. Nuestro soberano no es un hombre reservado y su campechanía y llaneza le agradarán mucho. Los lugares que ocuparán los invitados a la mesa del banquete estarán señalados mediante tarjetas. Permanecerá usted de pie hasta que Su Majestad se siente. Entonces, como es natural, usted también podrá sentarse. En cuanto a usted, miss Decker, cuando la presenten al rey, tendrá que hacer una profunda reverencia…

—¡Yo nunca he hecho tal cosa! ¡No sabré cómo hacerlo! —exclamó Leah, sinceramente preocupada.

—Para esto me tienen ustedes aquí —repuso el señor Manker con flema—. Le enseñaré a usted cómo hay que hacerlo y después lo ensayaremos juntos, mientras míster Craig se cambia.

Craig encontró algo insolente esta última indirecta, pero su mente alcoholizada la dejó pasar sin protesta. Saliendo del saloncito, corrió las cortinas frente a la entrada de su dormitorio y comenzó a cambiarse.

De pie ante el espejo, se contempló vestido con su traje oscuro y supo que sólo le faltaba una cosa. Un traguito. Entrando en el gran cuarto de baño, sacó la botella de whisky medio vacía que había ocultado en el suelo detrás del bidé, la descorchó y echó no uno, sino tres tragos. Aquello equivalía a un cuartillo, y con aquello entre pecho y espalda, ya se sentía tonificado y dispuesto a todo.

Ocultó nuevamente la botella y volvió al dormitorio. Se sentó un momento a descansar en la butaca que había frente a la doble cama, en espera de que aquel agradable calorcillo invadiese y ocupase todo su cuerpo. Desde allí oía los crujidos, susurros y frases protocolarias que acompañaban el ensayo de las reverencias que tenían lugar en el saloncito. Observó por primera vez que sobre la cabecera de su lecho había un cuadro con marco de caoba, que resultaba muy regio y apropiado para la ocasión. Representaba a Napoleón Bonaparte jugando con su malogrado hijo, el Aguilucho. Era una copia de la tela de Jules Girardet. Le impresionó a Craig no como obra de arte sino como el lamento provocado por una gloria extinguida, y le pareció tan anacrónico como la noche que le esperaba.

Craig tendió la mano para alcanzar la hoja ciclostilada que tenía en la mesita de noche, a fin de leerla de nuevo:

Su Majestad el rey se complace en invitar a los laureados por la Fundación Nobel, con sus distinguidas esposas y parientes, al banquete que se celebrará el 3 de diciembre a las 7.30 horas de la noche en el Palacio Real de Estocolmo.

Pasará un automóvil a recogerles al hotel a las 7.10 horas, y las personas invitadas serán acompañadas a Palacio por los agregados que les han sido asignados.

Se ruega traje de…

Las palabras siguientes se hicieron borrosas. Craig estrujó en su mano la hoja de papel y, tratando de imitar a un ídolo de baloncesto de su juventud —¿era Hyatt, de Pittsburgo; Murphy, de Purdue, o McCracken de Indiana?— tiró la bola de papel a la distante papelera, sin acertar.

Su reloj señalaba las siete con siete minutos. Tambaleándose, se levantó para ponerse en posición de firmes ante el espejo y observó con satisfacción que ya no le faltaba nada.

Apartando la cortina, entró en el saloncito.

—Okay, míster Marker… Manker —dijo con voz pastosa—, lléveme ante su jefe.

El silencioso coche oficial cruzó a toda velocidad el puente de Strömborn en la helada oscuridad del anochecer y se acercó con rapidez al imponente Palacio Real de Skeppsbron, brillantemente iluminado, que defendía la isla medieval donde se alzaba la ciudad vieja de Estocolmo.

—Kungliga Slottet —anunció el señor Manker, dando innecesariamente al Palacio Real su nombre sueco, mientras penetraban en el inmenso patio de armas bañado por la luz blanca y deslumbradora de los reflectores. Los altos miembros de la guardia llevaban brillantes cascos de acero terminados en punta, botas de cuero negro y los tradicionales uniformes oscuros adornados con charreteras blancas. Tenían un amedrentador aspecto prusiano, hasta que se veían sus bondadosas caras suecas, semejantes a las de un millón de niños que no necesitaban licencia de armas para sus fusiles de juguete. Los guardias se cuadraron militarmente cuando Craig se apeó del automóvil, seguido por Leah y el señor Manker y por un momento a Craig le gustó aquella comedia, disfrutando con la perspectiva de su inminente coronación y lamentando la Revolución Francesa, mientras deseaba la desaparición de los aspectos más sórdidos de la democracia.

Afortunadamente, un rutilante oficial se unió al señor Manker para acompañarles por el desigual pavimento enlosado. Después de ascender tres peldaños, abandonaron el inclemente patio para penetrar en la pequeña sala de recepción del Palacio Real. Un criado de librea tomó el sombrero y el gabán de Craig y el abrigo de Leah y desapareció. El señor Manker, que no se había quitado el gabán, los acompañó a un despacho donde un palafrenero en uniforme de gala los saludó efusivamente.

El señor Manker y el palafrenero intercambiaron algunas frases en sueco y después el agregado se volvió a Craig para decirle:

—Ha sido usted el primero en llegar. ¿Le gustaría ir inmediatamente al salón, o tal vez dedicar diez o quince minutos a visitar una parte del palacio?

Aún aterido por el frío que había sentido durante el corto viaje, Craig hubiera deseado ir al salón para calentarse bebiendo unas copas, pero tampoco deseaba ser el primero de los invitados. Antes de que pudiese tomar una decisión, Leah lo tomó por el brazo.

—¡Oh, vamos a visitar el palacio, si es posible!

—Supongo que no habrá corrientes de aire —añadió Craig, sombrío.

El señor Manker, los acompañó a una curvada escalinata de mármol, que aún parecía más magnífica por los dos rígidos guardias que presentaban armas al pie de la misma, con sus corazas de plata resplandeciendo sobre sus uniformes del tiempo de Carlos XII.

Subieron entre unas paredes adornadas con antiguos tapices amarillentos y cuando llegaron a lo alto de la escalinata y avanzaron por los corredores y lujosas salas del museo, la impresión que se llevó Craig fue de inmensidad, mediocridad y lujoso desaliño. Mientras recorrían las interminables salas —este es el lecho del rey Oscar II, aquella es la vajilla de Carlos IV, estos objetos de arte pertenecieron a Gustavo III— Craig se sentía abrumado por lo prosaico y vulgar de todo aquello. Suecia era una nación pequeña y remota, efectivamente, pero había ofrecido al mundo nombres más importantes que aquellos títeres palaciegos —había tenido un Tycho Brahe y un Emmanuel Swedenborg, a Jenny Lind y Linneo y, por qué no, incluso al que le había dado el premio, Alfredo Nobel.

Mientras paseaban de sala en sala, todas ellas abarrotadas de mobiliario medieval, rococó francés, más tapicerías y porcelanas y estatuaria clásica que Gustavo III había adquirido en Italia en calidad de préstamo permanente, el señor Manker se esforzó por animar la visita con sus comentarios. Hablaba sin la menor vacilación, en un tono de voz monótono y sin inflexiones y Craig comprendió que el diplomático había acompañado a muchos otros laureados por aquellos lugares, en cumplimiento de su deber.

—Este Palacio Real es el palacio mayor del mundo, de los que aún están habitados —decía el señor Manker—. Tiene seiscientas ochenta habitaciones. Nuestro rey actual utiliza treinta de ellas para su alojamiento particular. En el siglo XIII, esto era una fortaleza. La familia real convirtió este palacio en su residencia en 1754 y desde entonces lo han ocupado sus descendientes.

—¿Por qué hay tantos cuadros de Napoleón y Josefina? —preguntó Craig, interesado por primera vez. Y entonces se acordó de la Historia que había estudiado—: ¿Tal vez a causa de la familia Bernadotte?

—Exactamente —contestó el señor Manker.

Leah, que había dejado de estudiar Historia el día que obtuvo el título de maestra de primera enseñanza, preguntó entonces:

—¿De qué se trata? Me parece que no estoy enterada.

—La actual rama reinante, explicó solícito el señor Manker, tiene su origen en Francia y se inició en 1818. Se trata de una historia muy curiosa. En 1809, Napoleón y el zar de Rusia nos infligieron grandes reveses, perdimos nuestro imperio y nuestro soberano Gustavo IV fue destronado y desterrado a Suiza, donde murió en la pobreza. Algunos miembros rebeldes de la nobleza no aceptaban al príncipe heredero y deseaban colocar en el trono un nuevo monarca. Uno de estos nobles, el conde Carl Otto Mörner —pariente lejano mío por rama paterna precisamente— fue a Francia en una misión diplomática. Allí conoció a uno de los lugartenientes favoritos de Napoleón, el famoso Jean Baptiste Jules Bernadotte, un antiguo sargento que alcanzó el bastón de mariscal. El conde Morner quedó muy favorablemente impresionado por Bernadotte y trató de sondearlo, para ver si aceptaría ocupar el trono vacante de Suecia. No creo que de momento Bernadotte tomase en serio la proposición. Pero el conde Mörner hablaba completamente en serio. A su regreso a Estocolmo, empezó a hacer propaganda a favor de su patrocinado. Al principio, la idea no gustó a nadie. La nobleza había pensado en otro extranjero para ocupar el trono… un danés… el príncipe Cristian Augusto. Pero antes de que el príncipe danés pudiera ser elegido, cayó muerto de su caballo a consecuencia de un súbito ataque, aunque se sospechó que lo habían envenenado. Esto dejaba la puerta abierta a Bernadotte, cuyo nombre fue haciéndose cada vez más popular. Por último los nobles terminaron ofreciéndole el trono, fue elegido príncipe heredero y adoptado por el anciano rey Carlos XIII. Bernadotte se cambió el nombre por el de Carlos Juan y en 1818 ascendió al trono como Carlos XIV Juan de Suecia. Se volvió contra su antiguo jefe, Napoleón, se puso al lado de Inglaterra, adoptando la neutralidad, y reconquistó Noruega.

»Les diré de paso que la esposa de Bernadotte era Désirée Clary, hija de un comerciante marsellés y que había sido el primer amor de Napoleón. Cuando Bernadotte fue nombrado heredero del trono de Suecia y más tarde fue coronado, Désirée se negó a abandonar París para seguirlo a Estocolmo. Ella adoraba París y se hallaba convencida de que Estocolmo era un lugar primitivo, una especie de avanzadilla de la civilización. Después de diez años de soledad, se decidió a ir a comprobarlo por sí misma y, reuniéndose de nuevo con su esposo, decidió que prefería Estocolmo a París, al menos por una temporada. Entonces solicitó que la coronasen reina de Suecia, y los suecos accedieron a ello. Era una mujer muy caprichosa —solía vagar por las calles de incógnito— que enterró a su marido y a casi todos sus contemporáneos. En cuanto a ella, la encontraron muerta, a una edad muy avanzada, a la puerta de una casa. Su fallecimiento se debió a causas naturales. Estos fueron los primeros Bernadotte, míster Craig, y su dinastía es la que actualmente reina. Por lo tanto, nuestro soberano es de origen francés.

—Es una historia verdaderamente novelesca —dijo Leah. Volviéndose a Craig, agregó—: ¡Qué tema para un libro!

Craig movió la cabeza.

—No, gracias. —Con su voz lenta de borracho, se disculpó ante el señor Manker por su negativa—. Lo he dicho sin intención de ofender. Sus soberanos me gustan, pero son demasiado virtuosos para ser buenos personajes de novela. Son demasiado bondadosos, excesivamente amables y pacifistas. No hay un solo granuja ni un solo descastado entre toda esa caterva.

—Por Dios, Andrew, procura hablar con más corrección —dijo Leah, sofocada. ¿Habría estado bebiendo?, se preguntó con inquietud.

El señor Manker, sin hacerle caso, respondió directamente a Craig:

—Perdóneme, míster Craig, pero está usted equivocado. No conoce usted nuestra historia. No siempre ha sido así ni mucho menos. Hemos tenido muchos…, muchísimos…, monarcas más bien… pintorescos. Ahora mismo recuerdo a tres de ellos.

—¿Es capaz de decirme uno inmediatamente? —lo desafió Craig con fingida beligerancia.

El señor Manker señaló a la pared a la cual se dirigían:

—Ahí tiene usted un retrato de Gustavo Adolfo. Suecia sólo tenía dos millones de habitantes cuando él la convirtió en la nación más poderosa de Europa. Después de él, reinó su hija, la famosa Cristina de Suecia…

Craig hizo chasquear sus dedos.

—Me había olvidado de ella.

—… que, desde luego, lo fue todo menos insulsa. A los dieciocho años, se negó a pronunciar el juramento como reina de Suecia, haciéndolo en cambio como rey. Se negó a casarse. «Antes muerta que casada», solía decir. «No permitiré que nadie me utilice como un labriego utiliza su campo». Reverenciaba la erudición. Fue ella quien trajo a Descartes a Estocolmo, donde falleció. Como estaba delicada de salud, viajó por los países más cálidos de Europa. Se enamoró de Italia, se convirtió al catolicismo y abdicó la corona de Suecia. El Papa y el rey Luis XIV de Francia la recibieron con toda pompa. Sus excentricidades aumentaron. Se vestía como un hombre, acarició la idea de convertirse en la reina de Nápoles y dejó que dos miembros de la casa real, su Gran Chambelán Santinelli y su Palafrenero Mayor, Monaldeschi, se disputasen sus favores. Cuando Monaldeschi incurrió en sus iras, alentó a Santinelli para que lo asesinase. Es la única de nuestros soberanos que no está enterrada en la iglesia de Riddarholm, que ustedes habrán podido ver y que se encuentra a cosa de un kilómetro de Palacio. Su padre, Gustavo Adolfo, descansa en ella. También están enterrados allí los restos de Carlos XII, otra figura pintoresca que, a los dieciocho años de edad, al frente de cuatrocientos jinetes, derrotó a ocho mil rusos dirigidos por Pedro el Grande… Todos ellos yacen en dicho templo, excepto Cristina, que murió en Roma, en medio de la mayor pobreza, y allí recibió sepultura.

Craig, ablandado por el licor, sentía propensión a la benevolencia, y compadeció al pobre agregado, que se esforzaba tanto por complacerlos.

—Quizá mi juicio fue precipitado. ¡Sabemos tan pocas cosas de Suecia! Sí, Cristina fue una mujer de carácter. Desde el punto de vista de un escritor, desde luego ella es la más interesante. Aunque, si bien se mira, no fue verdaderamente una sueca, en cierto sentido…

—Fue tan sueca como yo —afirmó el señor Manker—. Únicamente se dejó seducir por la pasión del latinismo.

—Pues esto es muy interesante —observó Craig—. Demuestra que ustedes no son todos unos pequeños iglús. Dentro de cada iglú arde un fuego. Si se le atiza debidamente, puede convertirse en una hoguera.

Leah frunció el ceño.

—No me parece bien, Andrew, que digas esas cosas a míster Manker.

—Está muy bien, miss Decker —repuso el agregado—. Agradezco la franqueza de míster Craig. Resulta estimulante, como sus obras. —Dirigiéndose nuevamente a Craig, prosiguió—: No, no somos únicamente unos pequeños iglús, para emplear su curiosa expresión. Somos tan cálidos como los ciudadanos de cualquier país, quizás aún más. Y, por otra parte, la educación que recibimos se ocupa de nuestras pasiones. Los niños suecos inician su educación sexual el primer año que asisten a la escuela de primeras letras. Enseñamos a los estudiantes de segunda enseñanza, o sea a jóvenes adolescentes de ambos sexos, el empleo de medios anticoncepcionales. Somos un pueblo sano, que habla sin recato y de una manera normal de las cuestiones sexuales. Por lo que he leído, ustedes los norteamericanos son más bien lo contrario, pues suelen ocultar todo lo relativo a dichas cuestiones.

—En efecto, así es —asintió Craig, sonriendo—. Ninguna nación de la Tierra habla y piensa tanto de estas cuestiones y hace tan poco en la práctica acerca de ellas como nosotros los norteamericanos…

—¿Pero qué clase de conversación es esta? —le interrumpió Leah, sonrojándose.

—Mi cuñada tiene razón —dijo Craig al señor Manker. Indicó con la mano otro grupo de pinturas, tapicerías y mobiliario de época—. No está bien comentar estos temas tan carnales entre la grandeza de los reyes. —Después de una pausa, agregó—: Míster Manker, mi sed de conocimiento ya está saciada. Muchas gracias. Ahora vamos a satisfacer una sed menos importante. ¿Dónde demonios se celebra el banquete?

—Le pido que me disculpe por haberle retenido tanto tiempo, míster Craig. Por aquí, haga el favor.

Los condujo a una escalinata de mármol y empezaron a bajar por ella. Pero de repente Leah se detuvo y agarró a Craig por el brazo.

—Un momento, Andrew —le susurró—. Te portas como un grosero y has estado muy incorrecto con este señor tan amable. Dime la verdad: ¿has bebido? ¿Has bebido, eh?

—Mi querida Lee…, estoy seco… siempre seco…, soy una tierra yerma que necesita irrigación.

—Lo que eres tú es un borracho. Cuando empiezas a decir tales tonterías, no hay duda; ya la has pillado. —Sus facciones parecían las de una Mater Dolorosa—. Por favor, Andrew —le suplicó—, no des un espectáculo delante del Rey.

La palabra espectáculo conjuró ante él la maravillosa imagen de su predecesor Knut Hamsun dando un travieso tirón a la faja de Selma Lagerlöf, como un gesto que podía permitirse un laureado con un colega. Sonrió para sus adentros ante tan divertida imagen.

—Me portaré bien, Lee —le prometió—. Miller’s Dam estará orgulloso de su héroe. —Prosiguió el descenso—. Me acordaré de beber con moderación, y tú acuérdate de hacer bien la reverencia.

—Déjate de bromas. Si no quieres hacerlo por mí, hazlo por Harriet. Todo tu futuro depende de cómo te portes esta semana, y esta semana empieza ahora, esta noche.

—Tú preocúpate de hacer bien la reverencia, y deja el asunto de las bebidas para mí —le dijo Craig por encima del hombro—. Verás cómo ni tú ni yo nos caeremos de narices.

El señor Manker los acompañó hasta la puerta del gran salón adyacente al comedor real y, llamando entonces al conde Jacobsson, se excusó y los dejó. El grado del señor Manker, que no era más que tercer secretario, no era lo suficientemente alto para permitirse asistir al banquete.

El conde Jacobsson hizo pasar a Craig y Leah al espacioso salón.

—Este es Vita Havet…, la sala del Mar Blanco —les explicó Jacobsson—. Antes se celebraban aquí los bailes de la corte, y Oscar II solía distribuir sus regalos de Navidad en este salón. Al otro lado está la Galería de Carlos XI…, el comedor. Y más allá, después de pasar por la pequeña antecámara que se encuentra al extremo de este estrecho corredor, está el regio dormitorio de Sofía Magdalena. Más tarde podrán verlo.

Craig contempló el gran salón llamado del Mar Blanco. Su decoración parecía pertenecer al estilo Imperio, azul y blanco, y la estancia se veía aún más elevada debido a las columnas blancas y doradas, tenuemente iluminadas por las velas que ardían en las centelleantes arañas. Dos enormes chimeneas en las que ardía el fuego esparcían su calor por el salón. A pesar de la gran cantidad de invitados que ya se encontraban allí reunidos, Craig pudo distinguir enormes pinturas al óleo que le eran desconocidas, cómodas con la parte superior de mármol, divanes descoloridos, mesas y sillas. Jacobsson señaló las tres alfombras que cubrían el piso… «Gustavo III las recibió como un regalo en Francia hace casi dos siglos». Craig distinguió un pequeño balcón, situado sobre la entrada, atestado de personas que miraban. Preguntó quiénes eran aquellos espectadores. Jacobsson le explicó que eran los representantes más distinguidos de la prensa. Craig trató de descubrir entre ellos a Sue Wiley. No la vio, y se sintió aliviado.

Entonces, con la más exquisita urbanidad europea, Jacobsson condujo a Craig y a Leah por el salón, presentándolos a grupos de selectos invitados. A medida que pasaban de un grupo a otro, yendo de los invitados vestidos de etiqueta a los que vestían de negro o los que lucían calzón corto amarillo, que era el color de la corte, y mientras estrechaba las manos de unos y otros, Craig escuchó sus nombres, que olvidó, pero no así sus títulos: un príncipe, un obispo, un barón, un profesor del Comité Nobel y miembros del Instituto Real Carolina, el embajador de Francia, la esposa del Presidente del Consejo, el ministro sueco de Asuntos Exteriores, el secretario permanente de la Real Academia Sueca y una docena de títulos más.

Durante este recorrido, Leah aceptó la invitación que le hizo una prodigiosa dama, que ostentaba el título de camarera de la reina y que tenía parientes en Minnesota, para participar en una discusión en curso acerca de la beneficencia infantil en Suecia. Finalmente, Craig y Jacobsson llegaron ante el criado de librea que sostenía una bandeja con copas llenas de efervescente champaña francés y entonces, en aquel oasis, ambos levantaron sus copas paladeando el vino mientras contemplaban la escena a su alrededor.

Había entre cuarenta y cincuenta personas en el salón y por doquier se habían formado grupos enfrascados en animadas conversaciones —Craig pudo ver al profesor Stratman, casi oculto por sus admiradores— y, con todo, no se escuchaba ninguna algarabía, sino un sosegado susurro de voces, alguna que otra frase que flotaba sobre las demás para desaparecer a los pocos instantes, alguna que otra risa ahogada, una exclamación con sordina; pero en general el salón aparecía tan reservado y silencioso como la sala de lectura de una biblioteca.

—Allí hay un par que usted tendría que conocer —dijo Jacobsson, indicando con la cabeza detrás de Craig.

Este se volvió, pero no pudo distinguir ninguna pareja en particular.

—¿A quién se refiere usted?

—A ese caballero que parece un palillo…, el pelirrojo que va de etiqueta. Es Konrad Evang. Es un millonario noruego, dueño de grandes almacenes en toda Escandinavia. Hace algunos años estuvo en las Naciones Unidas. Es un miembro importante del Comité Nobel del Storting, o Parlamento noruego, que se reúne en Oslo para otorgar los premios Nobel de la Paz. Como este año dicho premio se ha declarado desierto, él ha podido venir aquí en representación de su país. Su interlocutor, ese señor calvo que viste de chaqué, es el hombre más rico de Suecia. Un verdadero multimillonario. Quizás habrá oído hablar de él, pues es muy famoso. Es el industrial Ragnar Hammarlund. ¿Los ve usted ahora?

Entonces Craig los vio y le sorprendió no haberlos reconocido antes.

Formaban una pareja muy curiosa en aquel salón poblado por personas que se distinguían tan poco entre sí. De pronto recordó haber visto el nombre de Hammarlund en artículos periodísticos y en revistas, aunque no podía recordar su cara.

—Sí, conozco a Hammarlund de nombre —dijo a Jacobsson—, pero nunca vi su fotografía.

—No permite que se le acerquen los fotógrafos —contestó Jacobsson—. Este hombre es una figura fabulosa y llena de misterio. Aunque supongo que todo el que ha conseguido amasar por lo menos un billón se convierte en una figura misteriosa y legendaria. Nadie sabe la edad que tiene, pero debe de andar por los sesenta. Se encontraba en el Hotel París de Montecarlo, negociando su primer asunto de categoría internacional con Sir Basil Zaharoff, el año en que el rey de las municiones falleció precisamente en Montecarlo: 1936. Hammarlund se interesó por las altas finanzas cuando en su juventud trabajó una breve temporada al servicio de Ivar Kreuger, a quien usted tanto admira. En 1928, creo, cuatro años antes de que Kreuger se suicidase en París pegándose un tiro al corazón, contrató a Hammarlund para que este montase una inmobiliaria, la Unión Industria A. G., en el minúsculo principado de Liechtenstein, cerca de la frontera suiza. Por esta época Kreuger había hecho un empréstito de setenta y cinco millones de dólares a Francia, tenía grandes fábricas en treinta y cuatro países y fabricaba el sesenta y cinco por ciento de las cerillas que se consumían en el mundo. Pero, en mi opinión, Hammarlund se olió la tostada. Consideraba a Kreuger como un verdadero mago de las finanzas, pero también adivinó que podía tratarse de un superestafador. Por lo tanto, lo dejó a tiempo y se estableció por su cuenta. Le gusta hablar de Kreuger y de sus primeros tiempos, pero yo le he oído decir muchas veces, y con orgullo, que no hace falta imitar a Kreuger para enriquecerse. La astucia es mejor, e incluso más fácil, que el latrocinio, suele decir. Y, efectivamente, yo le considero honrado, tal vez sin escrúpulos, pero honrado, todo lo honrado que puede ser un hombre que ha reunido tantos millones.

—¿Se dedica también a la fabricación de cerillas?

—No basa su fortuna en un artículo tan frágil. Ha invertido su dinero en infinidad de empresas… en Escandinavia, en Norteamérica, en todo el mundo. Poseyó parte de la empresa siderúrgica Bofors con Axel Wenner-Gren y Krupp. Posee centrales hidroeléctricas, una flota mercante, bosques, montañas con minas de hierro, diversas líneas aéreas, periódicos, pozos de petróleo, bancos… docenas de bancos. No me atrevo ni a empezar a enumerarle todas las casas que posee. Sabrá más cosas de él cuando el día seis visite su finca de Djurgarden… el Parque de Animales que no está muy lejos de Estocolmo y donde Hammarlund ofrece una cena a los galardonados con el Premio Nobel. ¿Asistirá usted a ella, supongo?

—No desearía perdérmela.

—Creo que sería conveniente que ahora se lo presentase. Así se conocerían. De todos modos, debo advertirle que no es un conversador fácil cuando está lejos de su finca. En su casa, es un hombre cordial y conversador. Fuera de ella, se muestra muy reservado y parece estar siempre en guardia. No, Hammarlund no le dirá gran cosa esta noche. Pero en cambio, creo que le gustará muchísimo conocer a Konrad Evang. Es un hombre encantador, pero muy serio. Es una verdadera enciclopedia de datos sobre los premios de la Paz que se dan en Oslo… Quizá yo sobrevaloro esta característica suya, porque, como usted sabe, yo me dedico a una actividad similar: reunir datos sobre nuestros premios. ¿Le gustaría conocerlos?

—Sí, me encantará —dijo Craig—, pero antes, permítame que beba otra copa.

Una sombra de aprensión cruzó por el semblante de Jacobsson. De todos modos, hizo una seña a un criado de librea, quien se acercó con la bandeja. Craig depositó su copa vacía sobre ella, y, tomando otra llena de champaña, se la llevó inmediatamente a los labios.

—Muy bien —dijo por último—, vamos a hablar de paz… y de dinero.

Los cuatro, o más bien los tres, pues Hammarlund se limitaba a escuchar, ya llevaban hablando cinco minutos. Evang dirigía la conversación, comentando con acierto las novelas de Craig y ensalzándolas, mientras Jacobsson y Hammarlund lanzaban alguna que otra exclamación aprobatoria. Craig, cuyo cerebro estaba embotado por el whisky que había bebido por la mañana y por la tarde, al que se añadían las dos últimas copas de champaña, fingía prestar atención, pero en el fondo permanecía indiferente.

Dominando su impaciencia, buscó con la mirada al sirviente con la bandeja, pero este no se veía por parte alguna. Con un esfuerzo, Craig trató de concentrar su atención en lo que decía Evang, quien en aquel momento pasaba revista a los méritos de Oslo. Observó que entre el cabello pelirrojo de Evang había algunas hebras blancas, que los anteojos que cabalgaban sobre su afilada nariz estaban sujetos a una cadenilla de oro, que en sus mejillas se destacaba una red de venas azuladas y que los tendones y nervios del cuello se marcaban cuando él hablaba.

De una manera casi furtiva, Craig se dedicó entonces a examinar a Ragnar Hammarlund. Muy a su pesar, se quedó atónito. El cráneo, de una blancura anormal, lo mismo que la cara, estaban totalmente desprovistos de pelo. La calva cabeza de Hammarlund era tan lisa como su rostro lampiño. Fijándose mucho, Craig creyó discernir unas cejas blancas casi invisibles, pero no estaba seguro. Ni una sola arruga infundía carácter a aquellas facciones, que tampoco mostraban verrugas, cicatrices ni, según parecía, rasgos humanos de ninguna clase. Los ojos estaban colocados al nivel de la cara, ni cóncavos ni convexos, como dos pequeños espejitos planos de un gris delicuescente. La chata nariz no tenía forma alguna y se confundía con lo que la rodeaba en el centro de la cara, mostrando únicamente dos orificios. La boca era de un delicado color rosa. A poco más de dos centímetros por debajo del labio inferior un esbozo de mentón huía hacia el cuello, produciendo el efecto desconcertante de una ausencia total de barbilla. En resumen, ofrecía el aspecto de una blanda y suave cara de larva, con la consistencia de una oruga blanca. El cuerpo que sustentaba a aquella curiosa cabeza era de talla media y de anchura también mediana, e iba vestido impecablemente con un traje de corte anticuado y hecho a medida por uno de los sastres más caros del país.

Craig trató de encontrar algún rasgo humano en aquella figura legendaria. Sus manos femeninas sostenía un pañuelo de seda y varias veces Hammarlund se llevó rápidamente, de manera casi furtiva, el pañuelo al lugar donde debía de tener la frente. Craig observó complacido que esta sudaba y entonces recordó que al estrechar la mano de Hammarlund cuando se lo presentaron, la notó viscosa y repelente.

Educado en las tradiciones del comodoro Vanderbilt, Goud y Fisk, aquellos capitanes de industria desagradables, salvajes y ladrones, Craig no podía comprender cómo aquel pulpo había hecho su primer billón. Por un momento se preguntó qué estaría haciendo Hammarlund allí. ¿Habría acudido a Palacio por sus relaciones con la Fundación Nobel? ¿Por el Rey acaso? ¿Y por qué podía interesarle conocer a los laureados?

Se dio cuenta de que Hammarlund había vuelto la cabeza hacia él, al notar que lo observaba con tanta detención, y rápidamente apartó la vista para dirigirla de nuevo a Konrad Evang, el apóstol de la Paz.

—Sí, amigo mío —decía Evang a Jacobsson—. Habéis convertido Estocolmo en el centro de la atención mundial. Tengo la sospecha de que casi nadie sabe que el premio más importante, posiblemente, de los cinco, se concede en Oslo.

—Si deseabais llamar la atención, ¿por qué no dabais un premio este año? —le dijo Jacobsson, zumbón.

—No es tan fácil, no es tan fácil, amigo mío —replicó Evang—. Nuestra misión es muy peligrosa y mucho más expuesta a controversias —políticas, claro— que uno cualquiera de los premios de que tú te ocupas.

—¿Y por qué no lo han concedido este año? —preguntó Craig.

—Nos encallamos con tres candidatos, y no hubo modo de salir del atolladero. Ninguno de ellos pudo obtener la mayoría mínima de votos. De todos modos, quizás es mejor que haya sido así. A decir verdad, ¿cómo podemos dar honradamente un premio de la paz en una época como esta?

—Yo creo que, precisamente, es la época más adecuada para otorgarlo —observó Craig—. Hay muchos hombres y organizaciones que consagran sus esfuerzos a evitar que el mundo salte en pedazos. ¿Por qué no reconocer públicamente estos esfuerzos por medio de un premio de estímulo y aliento?

—Porque —dijo Hammarlund, hablando por primera vez, en un tono tan satinado y una voz tan baja que obligó a todos a acercarse más a él para oírle mejor—, porque nuestros vecinos noruegos prefieren mantener la paz en lugar de honrar la paz. Un premio a un bando cualquiera, por neutral que fuese, podría interpretarse como un insulto a la Unión Soviética o a los Estados Unidos.

—Vamos, Ragnar, que no es así —dijo Evang sin la menor cólera en su voz—. Nosotros somos prudentes, lo cual no es lo mismo que ser miedosos, y tú lo sabes.

—Qué quieres que te diga. —Hammarlund se acarició la frente con el pañuelo—. Estoy muy al corriente de todos vuestros premios. Disteis el primero a un suizo de setenta y tres años, Henri Dunant, porque fue el fundador de la Cruz Roja Internacional. Yo oí decir que lo que él merecía no era el Premio Nobel de la Paz, sino el de Medicina. Podríais habérselo dado a otro, pero no queríais comprometeros. En 1946, terminada la guerra última, premiasteis a Emily Greene Balch, una mujer perteneciente a la secta de los cuáqueros norteamericanos, que realizó una gran labor durante la Guerra Europea, y a John Raleigh Mott, un protestante que ya se había retirado del mundo. No quisisteis premiar a un propagandista activo por temor a las controversias. Para evitarlo, desenterrasteis a dos figuras del pasado. En cuanto a eso de que tú y tus colegas sois prudentes…

—Vamos, vamos, Ragnar —protestó Evang—, no te metas de nuevo con nosotros.

—Hablo en beneficio de nuestro invitado míster Craig —dijo Hammarlund, con voz untuosa. A pesar de que en su mirada incluía a Craig, continuó dirigiéndose al noruego—: En 1906, disteis treinta y seis mil dólares y el Premio de la Paz a Teodoro Roosevelt —llamado el Bronco Jinete—, un belicista tan evidente como todos los demás. ¿No fue este Roosevelt quién dijo una vez que ningún triunfo de la paz es tan grande como el triunfo de la guerra?

—Actuó de mediador en la guerra ruso-japonesa —observó Evang.

—Los mediadores no me bastan —dijo Hammarlund—. En ese caso, podríais premiar también a todos los árbitros de la Tierra. Son mediadores, ¿no es cierto? Conozco vuestra lista de Broncos Jinetes…, premiasteis a Elihu Rot, Arístides Briand, Gustavo Stresemann, al general George Marshall… ¿Te atreves a llamarlos auténticos pacifistas?

—Tienes que ser justo, Ragnar —le interrumpió Jacobsson—. Nuestros amigos noruegos también han premiado a Woodrow Wilson, Fridtjof Nansen, Albert Schweitzer, Ralph Bunche, Cordell Hull…

—Lo de Hull ya lo sabía —dijo Hammarlund con tono plácido—. Franklin D. Roosevelt escribió a Oslo todos los años, de 1938 a 1945, para apoyar la candidatura de Hull, antes de que el Comité del señor Evang se decidiese a elegirlo. —Se volvió a Craig. Esto puede interesarle, míster Craig. En 1937, Cuba presentó la candidatura de Franklin D. Roosevelt para el Premio de la Paz, y Hull la apoyó. Pero Roosevelt perdió esta elección. El Premio de la Paz fue concedido al vizconde Cecil de Chelwood, un antiguo miembro de la Sociedad de Naciones.

Evang se dirigió entonces a Craig:

—Mi amigo Hammarlund bromea. Está perfectamente enterado de nuestro valor. Tomemos el año 1961, por ejemplo. ¿No cree usted que constituyó un desafío para el pueblo blanco, que tiene la supremacía en Sudáfrica, la concesión del premio a Albert Luthuli, un negro, un antiguo jefe zulú que compartió la política del apartheid?

—Demasiado fácil —objetó Hammarlund—. Sudáfrica no os daba miedo. Elegisteis a un enemigo insignificante.

—De acuerdo, pues —concedió Evang—. Pero ahora te mencionaré a un pez más gordo. En 1946, Finlandia presentó la candidatura de Alexandra Kollontai, el primer embajador femenino de Rusia, defensora del amor libre entre otras cosas, por sus gestiones realizadas para abreviar el conflicto fino-soviético. Aquello era ultrajante, una simple maniobra propagandística rusa. Derrotamos su candidatura en la votación, a pesar de las amenazas de Pravda. Y mucho antes de que esto sucediese, nos vimos expuestos a grandes sinsabores cuando rechazamos las candidaturas del Zar de Rusia y del Kaiser alemán, ambos aspirantes al Premio Nobel de la Paz.

—¿Cómo fue que les confiaran a ustedes la misión de adjudicar ese premio? —preguntó Craig—. ¿Por qué este es el único que no se concede en Suecia, entre los restantes de la Fundación Nobel?

—Nobel pretendía que Suecia concediese también el Premio de la Paz, junto con los otros cuatro —replicó Evang—, pero, en el último momento, cambió de idea. En aquella época, Suecia y Noruega se hallaban bajo el cetro de un solo monarca, el rey Oscar II, y Nobel se proponía unir aún más estrechamente a ambas naciones. Al propio tiempo, creía que Noruega podría mostrar mayor imparcialidad ante una difícil papeleta política que la vecina Suecia. Había otras razones, pero las que le he expuesto eran las principales.

De pronto, Evang apartó su mirada de Craig para fijarla en el fláccido semblante de Hammarlund.

—Te digo esto, Ragnar: hemos cometido nuestras equivocaciones, de acuerdo, pero también hemos tenido nuestros momentos de sinceridad, sí señor, de sinceridad y de valentía. Mencionaré tan sólo un nombre, y luego júzganos como te parezca. —Tras una pausa, pronunció lentamente aquel nombre—: Carl von Ossietzky.

Reinó un silencio. Hammarlund permaneció imperturbable, agitando levemente el pañuelo y balanceando de manera casi imperceptible su pelada cabeza.

—En efecto, Konrad —asintió—, Ossietzky fue vuestro mejor momento. Por haberle dado el premio a él, merecéis que os perdone todo lo demás.

Craig trató de identificar a aquel nombre en su memoria, sin conseguirlo, y se disponía a preguntar quién era, cuando apareció como por ensalmo el criado de librea con una bandeja llena de copas de champaña. Satisfecho, Craig cambió por una de ellas su copa vacía. Cuando el criado se alejó, el hilo de la conversación ya se había roto.

Se disponía a hablar a Hammarlund, cuando vio que este miraba con gran atención hacia el extremo opuesto de la sala.

—Bertil —murmuró Hammarlund, y Jacobsson se puso inmediatamente oído avizor—. Bertil, esa pareja que está junto a la chimenea, el caballero apuesto y la señora de aspecto francés, de traje azul escotado, ¿no son el doctor Claude Marceau y su esposa, los ganadores del premio de Química?

Jacobsson esforzó la vista para distinguirlos.

—Sí, son los esposos Marceau.

—Preséntamelos —dijo Hammarlund. No era una solicitud, sino una orden—. Preséntamelos —repitió—. Siento un vivo interés por conocerlos. Tengo que conocerlos esta misma noche. —Hizo un ademán de cabeza a Craig—. Discúlpeme, míster Craig. He tenido muchísimo gusto. —Volvió a mirar a los Marceau, para añadir estas enigmáticas palabras—: Siempre es así…, el negocio antes que el placer.

Cuando el embajador los dejó, y se encontraron solos por primera vez desde que habían abandonado sus habitaciones del Grand Hotel, Denise arrojó sus reproches a la cara de Claude.

En el mismo instante, mientras él tartamudeaba sorprendido, tratando de defenderse de su ataque, Denise vio que se acercaban dos caballeros. Reconoció a uno de ellos como el conde sueco de la Fundación Nobel que acudió a recibirlos al aeropuerto y que los saludó aquella tarde en la conferencia de prensa. En cuanto al otro, era un ser fantástico, calvo como una bola de billar, blanco como un huevo y tan singular, que no había visto su igual hasta entonces. De pronto, mientras se aproximaban, el conde susurró algo al oído de su acompañante y ambos se desviaron para unirse a un grupo contiguo.

Inmediatamente Denise comprendió lo que había impedido a los dos caballeros que se acercasen a ellos. Habían visto su cara, contraída por la ira, cuando lanzaba sus acusaciones a su marido y dedujeron, muy acertadamente, que se trataba de una pelea matrimonial. Con el mayor tacto, decidieron no mezclarse en la batalla. Gracias a Dios, pensó Denise. Quería zanjar aquel asunto a solas con Claude, sin que nadie les interrumpiese. Y quería hacerlo entonces, en aquel lugar y momento.

—Aún no me has contestado —dijo furiosa Denise—. ¿No es verdad que te has citado con esa desvergonzada en Copenhague? —Luego, sin esperar su respuesta, prosiguió iracunda—: No tenías bastante con insultarme en París. Ahora, abandonas toda discreción. Ahora, haces que tu cortesana favorita te siga por toda Europa, para tenerla siempre cerca, siempre a punto de acudir cuando la llames. No sé qué te pasa, la verdad. Debes de haber perdido el juicio.

Claude aguantó el chaparrón en un silencio contrito. Lo que más había temido ya estaba ocurriendo. Denise, llevada por su furor, daba rienda suelta a su ira para revelar las nuevas fantasías que turbaban su cerebro. Le lanzaba unas acusaciones al rostro que no sólo eran fantasías, sino que no tenían pies ni cabeza.

—Denise —suplicó, temiendo de nuevo una escena—, ¿pero qué te pasa ahora?

—No me mientas. Estoy harta de mentiras.

—Denise, te juro que no sé de qué me hablas. Qu’est-ce que c’est?

—Oh, sí, ya me imagino que tú no sabes nada. —Abrió su bolso adornado con cequíes y sacó de él un sobre arrugado, tirándolo a su marido—. Voila. Aún tendrás la desfachatez de decirme que no sabes nada.

Él alisó el sobre en la palma de la mano. Estaba dirigido a él, a máquina. Ostentaba un sello francés, matasellos de París y la leyenda Par Avion. Dio la vuelta al sobre en sus manos, incapaz de adivinar su contenido, y vio que ya lo habían rasgado. Buscó la carta que sin duda contenía, pero sólo encontró un breve recorte de periódico. En la parte superior del mismo, en letras de imprenta, alguien había escrito a lápiz Figaro.

Con un nudo en la garganta ante lo que preveía iba a ser una amenaza desconocida, subrayada por la mirada acusadora de Denise, leyó el recorte de prensa. En él decía que el gobierno francés, en un gesto de amistad hacia Dinamarca, había decidido enviar a diez de sus principales maniquíes parisienses, con los últimos modelos de París, para que celebrasen una exhibición en la feria de invierno de Copenhague. Las maniquíes serían huéspedes del gobierno danés y se alojarían en el Hotel d’Angleterre durante tres días, a partir del 6 de diciembre. Los nombres de las diez maniquíes de Balmain, Dior, Balenciaga, Ricci y La Roche figuraban en la nota. El cuarto nombre de la lista era: «Mademoiselle Gisele Jordan, de Balenciaga».

La noticia de la inminente proximidad de Gisele dejó estupefacto a Claude. No podía apartar su vista del recorte, tratando de recuperar su compostura antes de que continuase la inquisición.

—Dime —decía Denise—, ¿cuánto tiempo hace que organizasteis esta pequeña cita?

—Yo no organicé nada. ¿No sabes leer? Quien lo organizó todo fue el gobierno francés.

Est-ce que tu veux me faire prendre des vessies pour des lanternes?[17]

—Nada de eso, no trato de hacerte ver lo blanco negro, ni mucho menos. Sencillamente, te digo que no sé nada de nada. —Apartó de sí el recorte como si estuviese infectado—. Es la primera noticia que tengo.

Parbleu!

—Lo siento, pero es la verdad.

—Esa putaine, ese esqueleto ambulante te lo ha enviado…, no te atrevas a negarlo. —Y Denise añadió—: ¿O cuentas con los servicios de algún portero para que te haga de celestina?

Claude examinó el sobre. No había duda de que lo había enviado Gisele. Pero semejante indiscreción no era propia de ella. Aunque sin duda, había supuesto, en su calidad de persona soltera cuya intimidad era respetada, que esta intimidad también se respetaba en el matrimonio. Tal vez creyó que sólo Claude abría las cartas que iban dirigidas a él, y que su esposa hacía lo propio. No podía saber que, durante los muchos años de colaboración y de trabajo común, en que casi toda la correspondencia que recibía era de carácter científico y dirigida a ambos, siempre habían abierto indistintamente las cartas. Mala suerte, se dijo Claude. Ya estaba hecho, y tendría que apechugar con ello. La cosa no tenía remedio.

—No negaré que la carta proceda de mademoiselle Jordan —dijo por último—. Únicamente ella puede haberla enviado. Pero te aseguro, Denise, que yo no tenía la menor idea de que visitaría Copenhague. Supongo que esto se presentó y…

—… y ahora ella te hace saber que te está esperando, tendida en la cama, dispuesta, como tu divina sous-maitresse.

—Lo puedo soportar todo de ti, Denise, menos la grosería.

—Y yo lo puedo soportar todo de ti, excepto la humillación. —Los labios de Denise temblaban—. ¿Cuándo quedasteis citados para veros?

—Por favor, no quedamos citados para nada. Ella estará en Copenhague, trabajando con sus compañeras. Y yo estoy aquí en Estocolmo contigo.

—Copenhague está a una hora o dos de avión desde aquí. Es como tomar el metro. —Hizo una pausa—. Piensas verla, ¿verdad?

—No pienso verla —dijo Claude con firmeza.

—Si vuelves a humillarme de nuevo mientras estamos en Estocolmo, ya puedes subir tú solo al estrado y quedarte con ese condenado premio, que yo no te acompañaré.

—¡Vaya, qué generosa te has vuelto de pronto! —dijo Claude con sarcasmo, cansado de estar a la defensiva—. Esta tarde no lo eras tanto.

—¿A qué te refieres?

—A la conferencia de prensa —dijo Claude con acritud—. Desde luego, hiciste lo posible por castrarme…

—Preferiría no hacerlo con palabras…, sino con una cuchilla embotada, si tuviera una —le interrumpió Denise.

—… por dejarme en ridículo en público —prosiguió Claude sin hacerle caso—. Me gustaría leer esa entrevista. Los que la lean pensarán que tú sola obtuviste el Premio Nobel, y que yo he venido para ayudarte a llevar las medallas.

—No les dije más que lá verdad.

—Realizamos el trabajo juntos, y tú lo sabes. ¿Desde cuándo decimos yo he hecho esto y tú has hecho aquello? ¿Hasta dónde hemos llegado, Denise? ¿Hasta tener que discutir esto? Tú ya sabes que formamos equipo…, un equipo de dos…

—Creía que éramos tres. En mi nómina figuran tres personas.

—¡Mon Dieu, basta de una vez!

—Yo me casé contigo para colaborar en todo, no sólo en tu trabajo, sino en tus placeres. Pero si tú te buscas los placeres fuera de casa, y sólo me dejas el trabajo, entonces esto no me basta. Como tú me has dejado sola, pensaré sólo en mi, ahora y en el futuro y, por lo tanto, hablé sólo por mí misma.

—Denise, ya te dije que todo se arreglaría.

—¿Cómo?

—Todavía no lo sé —dijo él, compungido—, pero se arreglará, te lo garantizo. —Abarcó el salón con un ademán—. No creo que este sea el lugar y el momento más indicados para decidirlo.

—Voy a decirte una cosa: no pienso esperar tus decisiones. De ahora en adelante, decidiré por mi cuenta.

—Haz lo que te dé la gana —repuso él.

Denise lo fulminó con la mirada, deseosa de decirle otras muchas cosas crueles e importantes, pero decidió interrumpirse.

—Tráeme algo para beber —le ordenó.

Él buscó con la mirada a un criado, hasta que lo encontró, y entonces lo llamó por señas. Cuando apareció la bandeja y tomaron otras dos copas de champaña, Denise reparó en los dos caballeros que antes se acercaban a ellos y luego se alejaron. Al parecer, comprendiendo que la pelea matrimonial había terminado, se aproximaban entonces nuevamente.

El conde Bertil Jacobsson se inclinó ligeramente ante los esposos Marceau.

—¿Cómo están? Uno de nuestros más célebres ciudadanos siente grandes deseos de conocerlos. —Se apartó para presentarles a Hammarlund—. La doctora Denise Marceau…, el doctor Claude Marceau…, nuestro eminente industrial, míster Ragnar Hammarlund.

Hammarlund tomó la mano de Denise, dispuesto a besársela, pero como ella solía resistirse en Francia a este gesto de salutación, por considerarlo arcaico e insincero, bajó bruscamente la pequeña y gordezuela mano del magnate, convirtiendo el gesto en un apretón de manos masculino. Al apretársela fuertemente, notó que la estrujaba en su palma como un caracol aplastado, y la retiró rápidamente. Después, Hammarlund ofreció su viscoso apretón a Claude, quien le estrechó la mano sin fijarse.

Hammarlund se dirigió entonces a Denise:

—El conde Jacobsson me ha dicho que estuvo usted muy brillante en la conferencia de prensa de esta tarde.

—El conde Jacobsson es excesivamente amable —dijo Denise, sonriendo al aristócrata sueco y dirigiendo de reojo una triunfal mirada a su marido.

—Es que es así —dijo Jacobsson, entusiasmado—. He escuchado a muchos laureados de Química, pero a muy pocos tan claros e interesantes como Madame le docteur. —Se volvió entonces a Claude—. Supongo que esta velada les resultará agradable.

—Me resultaría más agradable —dijo Claude con tono festivo si pudiese probar alguna bebida sueca en lugar de champaña. Para un francés… el champaña es como la leche para un norteamericano.

—Pero, por Dios, puede usted pedir lo que quiera —dijo Jacobsson, algo nervioso.

—¿Podría decirme además dónde está el lavabo? —preguntó Claude. Hizo una inclinación de cabeza en dirección a su esposa. Luego se volvió a Hammarlund—. Míster Hammarlund, le ruego que me disculpe un momento. Vuelvo, en seguida.

Apartándose de ellos, se alejó apresuradamente, acompañado de Jacobsson.

Denise vio cómo se iba, más molesta que nunca con él por haberla dejado con un perfecto desconocido, preguntándose si lo que le ocurría era que no podía soportar ya más su compañía y sólo quería perderla de vista un momento.

—He seguido su trabajo en los periódicos durante años —oyó que decía Hammarlund—. No había otros químicos en la tierra que se tuviesen más merecida esta recompensa.

—Yo también he leído cosas de usted durante años —dijo Denise, haciendo un esfuerzo—. ¿Estuvo usted con Ivar Kreuger?

—Fue una temprana e instructiva fase de mi vida, que me convenció, entre otras cosas, de que el mejor negocio es ser un hombre honrado.

—Yo era muy niña aún y vivía en París cuando se produjo el escándalo —dijo Denise—. Recuerdo que mi padre me señaló las habitaciones de la Avenida Víctor Manuel donde él se suicidó. ¿Qué fue de usted después de eso? ¿Y qué pasó con todas las empresas de Kreuger?

—Yo lo había dejado varios meses antes —repuso Hammarlund—. Abandoné a Kreuger y a su imperio de cerillas y me introduje en la fabricación de municiones. Un artículo mucho menos frágil y mucho más solicitado. En cuanto a las empresas de Kreuger, sólo su casa central, la Compañía de Cerillas sueca, sobrevivió al escándalo. Esta empresa aún posee, según creo, más de un centenar de fábricas en tres docenas de países. No obstante, siento muy poco interés por los fósforos…, aunque algunos de mis investigadores han trabajado durante varios años tratando de encontrar un fósforo permanente, que durase siempre.

—No sabía que estuviese usted interesado en la investigación —dijo Denise y, como se sentía demasiado impaciente para ser cortés, añadió—: Creía que a los hombres como usted sólo les interesaba hacer dinero

—Así es —asintió Hammarlund, sin sonreír—. Los hombres como yo también somos previsores. En última instancia la investigación puede dar dinero. Solamente en Suecia, poseo nueve laboratorios industriales. Incluso tengo dos en Francia. No llevan mi nombre, pero los mantengo yo.

—No lo hará usted por altruismo, supongo,

—En absoluto. Nos proponemos una finalidad práctica. Casi toda esta alquimia está condenada al fracaso y es una pura pérdida de dinero, pero un día, uno de mis laboratorios producirá un perfume cuyo olor sea permanente una vez aplicado, o una fibra textil que no sufra desgaste o un neumático de automóvil de duración eterna… y entonces mis enormes inversiones en empresas tan dudosas podrán amortizarse. Precisamente ahora me intereso por los alimentos sintéticos. Aún guardo en mis archivos un antiguo informe de usted y su esposo, sobre los experimentos que realizaron con cierto género de alga, como posible fuente alimenticia.

—Sí, eso fue poco después de casarnos.

—¿Por qué abandonaron esa investigación?

—No nos parecía muy prometedora; además, éramos jóvenes y acariciábamos grandes esperanzas. Trabajamos en una docena de proyectos hasta encontrar el que nos parecía más lleno de posibilidades.

—No puedo decir que se equivocasen, teniendo en cuenta que ello les ha valido el premio Nobel.

—En efecto.

—Pero desde mi punto de vista egoísta, hubiera deseado que continuasen su estudio de los alimentos sintéticos. Creo que es la empresa más prometedora de nuestro futuro inmediato, y hay muy pocos genios en ese terreno. Aunque debo reconocer que yo tengo a mi servicio un excelente químico analista, que trabaja directamente para mí, en el laboratorio particular que tengo detrás de mi finca. Es el doctor Oscar Lindblom, un joven desconocido que algún día será famoso. Esta misma semana, ambos estuvimos preparando un compuesto homogeneizado. Los alimentos sintéticos son mi «hobby». ¿Le interesa saber por qué me atrajo esta cuestión hasta tal punto?

A Denise no le interesaba lo más mínimo. Buscó con la mirada a Claude, rabiosa por su ausencia, y entonces se acordó de lo que le había preguntado su interlocutor.

—¿Por qué? ¿Por el dinero, acaso?

—Esta vez, para ser sincero debo decirle que no fue por el dinero, al menos al principio. Tiene usted que saber, doctora Marceau, que soy enemigo de la carne…, es decir, vegetariano de toda la vida.

Esta afirmación no sorprendió a Denise, al fijarse de nuevo en el extraño aspecto del magnate.

—¿Y cree usted que eso es bueno? —le preguntó.

—Oh, estoy en muy buena compañía. Plutarco era vegetariano, lo mismo que Voltaire, Schopenhauer, Tolstoi y nuestro Swedenborg. Yo no he llegado al extremo de Shelley, quien no quería comer bollos porque podían contener mantequilla…, pero yo me niego a comer alimentos de origen animal; es decir, procedentes de animales que me pudieran divertir o que yo pudiera acariciar. Aunque le parezca raro, esta actitud me llevó a pensar en la posibilidad de obtener alimentos sintéticos… incluyendo las algas, que yo clasifico con los sintéticos. Entonces, poco a poco fui viendo que la importancia comercial de dichos productos era superior a los beneficios estéticos que de ellos se podían derivar. No está lejano el día en que el hambre habrá desaparecido de la faz de la Tierra, junto con la desnutrición, gracias a la baratura que alcanzarán los alimentos sintéticos.

—¿Que usted fabricará?

—Este es mi sueño. De todos modos, reverencio casi como unos héroes a los químicos esclarecidos y desde que se anunció que ustedes vendrían a Estocolmo personalmente, he estado esperando el momento de conocerlos.

—Es usted muy amable, míster Hammarlund.

—Quite allá, nada de eso. —Se golpeó la cara con su pañuelo de seda—. Si ha leído el programa, sabrá que esta semana doy una cena a los premiados…

—En efecto. Lo había olvidado.

—Nos sentiremos muy honrados…

—Emplea usted el plural. ¿Se refiere a su esposa?

—No, yo soy un hombre solo, por propia elección. Hago mía la frase de Ibsen: «El hombre fuerte es más fuerte solo».

—¿Y la mujer fuerte?

Ella miró atentamente y sus ojillos planos se percataron de su insatisfacción y su amargura.

—No estoy tan seguro en el caso de una mujer…, con las mujeres es distinto. —Aguardó su comentario, pero ella se contuvo de nuevo. Entonces prosiguió—: Al hablar en plural, me refiero a mis amigos. En cuanto a mí, me sentiré muy honrado de recibirlos. El doctor Lindblom también asistirá a la cena, desde luego —creo que le interesará mucho conocerlo— y Märta Norberg se ha ofrecido amablemente para hacerles los honores de la casa.

—¿Märta Norberg… la actriz?

—No hay otra.

—Yo no soy una dévote de la escena o del cine, pero cuando he ido a ellos, casi siempre ha sido para verla. No la he visto desde hace varios años. ¿Se ha retirado ya?

—Una actriz nunca se retira. Está esperando siempre el papel adecuado para su temperamento. Esto es como preguntar a una actriz si volverá a las tablas. Lo más probable es que conteste: «¿Volver? Pero si nunca me he retirado». ¿Puedo contar con la asistencia de usted y de su esposo?

—Yo nunca hablo por mi marido —repuso Denise—. Debe invitarle usted mismo. En cuanto a mí, sí, estaré encantada de asistir… bajo dos condiciones: que usted no se empeñe en hacerme visitar su laboratorio y que no me sirva una comida sintética ni vegetariana. Hammarlund se acarició su luciente cara de albino con el pañuelo, casi alegremente, y contestó:

—Se lo prometo… No habrá laboratorio…, no quiero que su estancia en mi casa se convierta para usted en un día de trabajo. En cuanto a la comida, procederá toda ella de animales que usted pueda acariciar, llegado el caso. —La observó por un momento—. Si su esposo estuviese ocupado y no pudiese venir, le aseguro que no se aburrirá. Los jóvenes suecos son extremadamente galantes y atentos… y saben apreciar todo lo bueno que viene de Francia.

Denise asumió de pronto una expresión seria, casi irritada.

—Míster Hammarlund, yo puedo tener mis problemas, pero entre ellos no se cuenta, ciertamente, la necesidad de procurarme gigolos.

Hammarlund extendió ambas palmas hacia ella, en gesto de arrepentimiento y disculpa.

—Perdóneme, doctora Marceau…, a veces soy muy torpe hablando…, pero le aseguro que no pretendía decir nada de eso. Le presento mis excusas; si me pasé de la raya, lo hice, puede creerme, llevado por el deseo de ofrecerle mi hospitalidad.

Convencida de la sinceridad de sus palabras, Denise depuso su enojo.

—No, la culpa ha sido mía. Probablemente estoy sobreexcitada. Será culpa del viaje, de las emociones, de este mismo acto de hoy… —Mirando por encima del hombro del magnate, vio a Claude y Jacobsson que volvían juntos—. Ahí vienen. Le gustará hablar con mi marido. Tiene más mundo que yo.

Cuando llegó Claude, con una nueva bebida casi incolora en la mano y Jacobsson pisándole los talones, Denise le dirigió la palabra inmediatamente:

—Míster Hammarlund ha sido muy amable, pero yo le he hecho pasar un mal rato.

—Nada de eso —protestó Hammarlund.

Denise continuó hablando con su esposo:

—Resulta que míster Hammarlund es un gran protector de la química, y te gustará saber que conoce perfectamente nuestros primeros trabajos. —Se volvió bruscamente hacia Jacobsson—. Apenas he cambiado dos palabras con los demás ganadores. Creo que debería ir a hablar con ellos. —Tomó a Jacobsson por el brazo—. ¿Quiere usted acompañarme, conde?

La reunión, la mayor que se celebraba en la sala del Mar Blanco, había sido comprimida hasta formar un apretado círculo por las idas y venidas que tenían lugar en su periferia y por un deseo común a todos los reunidos de hablar de temas intrascendentes. En el grupo central, a partir del punto por donde Denise Marceau entró en él cinco minutos antes, se hallaban, de derecha a izquierda: Saralee, esposa del doctor Garrett, el doctor Garrett, un joven príncipe sueco de uniforme, muy serio y con barros en la cara, Margherita, esposa del doctor Farelli, Cario Farelli, Konrad Evang, Emily Stratman, Max Stratman, Carl Adolf Krantz y el conde Bertil Jacobsson.

El joven príncipe, en una cultivada voz de falsete, pronunciaba un discurso biográfico sobre Alfredo Nobel, para responder a la pregunta que Margherita, con su marcado acento extranjero, le había hecho sobre el creador de la Fundación que llevaba su nombre. John Garrett escuchaba con impaciente cortesía, apoyándose ora sobre un pie, ora sobre el otro. A Garrett no le interesaban las noticias ni las diversiones; únicamente le interesaba el asesinato. Como un cazador al acecho, él no prestaba atención a la caza menor. Sólo esperaba que apareciese el rey de los animales.

Desde su lamentable fracaso durante la conferencia de prensa, Garrett había pasado revista a su obra y a su propia valía, decidiendo que esta merecía una defensa a ultranza. Juró que nunca más permitiría que el italiano lo tratase como un simple satélite. Mientras los demás hablaban, él esperaba la intervención de Farelli, para interrumpirlo o contradecirlo, demostrando así que era un hombre indigno de pertenecer a aquel selecto círculo de invitados. La espera se hacía irritantemente larga. A pesar de que Garrett se hallaba dispuesto a saltar sobre su presa, esta no quería presentarse. El parlanchín Farelli de aquella tarde había desaparecido. A la sazón se le veía tranquilo y callado. Muy elegante con su terno de lana negra, de corte inglés y hecho en Roma, se limitaba a escuchar. Diríase que olía un peligro al acecho y prefería escudarse en el silencio. Garrett rechinaba los dientes y dejaba pasar el tiempo.

El joven príncipe seguía hablando, con voz aguda, de Alfredo Nobel:

—… es otra de las razones que nos hacen admirarlo tanto. Venció todos los obstáculos. Su padre se declaró dos veces en quiebra. En cuanto a él, no recibió educación alguna, ni siquiera pasó por una escuela superior. Esto le interesará especialmente a usted, profesor Stratman. Se refirió usted a John Ericsson —que construyó el Monitor para Lincoln— y a sus primeros experimentos para tratar de realizar lo que usted ha hecho, el dominio de la energía solar. Pues bien: ¿sabía usted que Nobel conoció a Ericsson en América?

—¿De veras? —preguntó Stratman, interesado.

—Figura en nuestros libros de Historia —dijo el joven príncipe—. Nobel tenía entonces solamente diecisiete años. Ericsson le mostró el motor que pensaba hacer funcionar con la energía de los rayos solares, lo que inspiró la inventiva de Nobel.

—Y entonces inventó la nitroglicerina —dijo Garrett con tono doctoral.

—No considero totalmente acertada esta afirmación, doctor Garrett —dijo Farelli, interviniendo en la conversación—. La nitroglicerina —el aceite explosivo— fue descubierta por un compatriota mío, algún tiempo antes que Nobel…, el profesor Ascanio Sobrero, de Turín.

—Es cierto —confirmó el joven príncipe.

La confianza de Garrett se tambaleó ante aquel nuevo revés. Había hablado con excesiva precipitación. De cazador, se había convertido en cazado. Farelli volvía a tomarle la delantera. Garrett decidió no volver a cometer la misma equivocación.

—Lo que hizo Nobel fue inventar la cápsula fulminante —prosiguió el joven príncipe— y luego la pólvora de seguridad, una combinación de nitro y arcilla alemana, que fue el inicio del gran negocio de la dinamita, que le convirtió en millonario. Pero como observaba antes, él siempre tuvo que luchar contra toda clase de obstáculos. En los primeros años, los explosivos destruyeron su fábrica y mataron a su hermano menor. Entonces tuvo que trasladar su laboratorio a una almadía de pontones que situó en el centro de un lago de Suecia. Por una serie de desgraciados accidentes, la nitroglicerina estalló a bordo de varios barcos frente a las costas de Alemania y Panamá, hizo volar toda una manzana de casas en San Francisco y unos almacenes en Australia. Según mis noticias, el Senado norteamericano —al decir esto se volvió hacia Garrett— llegó hasta someter a debate un proyecto de ley por el que el embarque del líquido inventado por Nobel sería un crimen castigado con la horca.

—Sí —dijo Garrett—, mis compatriotas se muestran con frecuencia muy recelosos ante la Ciencia. Mientras realizaba mis trabajos sobre injertos cardíacos, recibí muchas cartas amenazadoras procedentes de chiflados que me advertían que no tratase de imitar a Dios.

Farelli se calló la boca y Garrett sintió el júbilo de una pequeña victoria.

—Afortunadamente Nobel halló el medio de domesticar y dominar a la dinamita —observó el joven príncipe— y al cabo de diez años, ya tenía quince fábricas y era uno de los hombres más ricos del mundo…, casi tan rico en su época como lo es hoy nuestro célebre Hammarlund.

Farelli intentó hablar e inmediatamente Garrett se puso en guardia.

—Todo esto es muy interesante —dijo el italiano—. Pero siento curiosidad por otra cosa. Aquí estamos todos nosotros los laureados procedentes de todos los rincones de la Tierra, los beneficiarios de la generosidad de Nobel. Sin embargo, yo apenas sé nada sobre mi bienhechor, su carácter y su vida. ¿Cómo era de verdad Alfredo Nobel?

Garrett dio un brinco.

—Pero sin duda, doctor Farelli, usted habrá leído al menos alguno de los centenares de artículos o libros que se han escrito sobre Nobel. Cualquiera puede leerlos. Yo he leído muchos y creo conocerle tan bien como si fuese una persona de mi familia.

—En tal caso, usted sabe leer entre líneas, doctor Garrett —replicó el italiano—. Yo no decía que no hubiese leído biografías de Nobel. Lo que decía era que, a pesar de todo cuanto he leído, sigo sin saber nada sobre él. ¿Qué clase de hombre era este, capaz de crear la dinamita, algo tan terriblemente destructor como la dinamita, y dotar al propio tiempo premios para la paz sobre la Tierra, el idealismo en la Literatura y los descubrimientos beneficiosos para la humanidad?

—Complejo de culpabilidad, nada más —dijo Garrett con voz cavernosa, apelando en su desesperación al lenguaje del doctor Keller y de su grupo terapéutico—. Trataba de compensar sus culpas. Esto salta a la vista.

El conde Bertil Jacobsson carraspeó:

—Si ustedes me permiten…

—El conde Jacobsson conoció a Nobel personalmente —interpuso el joven príncipe.

Todas las miradas se volvieron hacia Jacobsson, cuando este prosiguió:

—… Yo me siento inclinado a mostrar mi conformidad por lo que ha dicho el doctor Farelli, a saber, que Nobel continúa siendo un enigma. Ninguno de sus biógrafos ha conseguido captar su contradictoria naturaleza. Sí, yo le conocí brevemente aunque, en cierto modo, puede decirse que he pasado toda mi vida con él. A pesar de ello, no me atrevería a decir que lo conozco.

Mientras escuchaba estas palabras, Garrett levantó los hombros para hundir su cabeza entre ellos, como tenía por costumbre cuando sus profesores lo reprendían en la escuela de primeras letras. Sintió el apretón de simpatía de Saralee en su brazo, pero esto no fue bastante.

—Nobel era ateo, pero leía la Biblia —dijo Jacobsson—. Era un solterón que consideraba repulsivas a las mujeres, pero admiraba la belleza de las jóvenes norteamericanas. Sin duda le hubiera causado una gran impresión miss Stratman, aquí presente.

Farelli, Krantz, Evang y el joven príncipe obedecieron la indirecta de Jacobsson y admiraron las gracias de Emily Stratman. Esta perdió momentáneamente su aplomo, se sonrojó y luego, maquinalmente, se llevó una mano al escote, muy pronunciado, del atrevido traje de noche que hasta última hora no se decidió a ponerse, para hacerlo luego como un gesto de reto.

Dándose cuenta del agudo embarazo de la joven y lamentando haber sido él el causante, pues sólo se proponía elogiar su tranquila belleza, el conde Jacobsson se apresuró a continuar:

—A pesar de que Nobel era socialista, creía en un dictador electo y en el sufragio limitado a la minoría culta del país. En cuanto a las recompensas y condecoraciones, se reía de ellas. Solía decir que debía a su camarero que le hubiesen hecho caballero de la orden sueca de la Estrella del Norte, porque los platos que preparaba aquel conquistaron a los que concedían esta preciada condecoración. Afirmaba que ingresó en la orden brasileña de la Rosa sólo porque conocía a Dom Pedro, soberano del Brasil. Detestaba la publicidad, y no concedía entrevistas a la prensa ni permitía que lo fotografiasen. «Esto es para actores y asesinos», le oí decir una vez. Sin embargo, creó su famoso Premio Nobel. Me pregunto qué hubiera pensado de las conferencias de prensa que hemos celebrado esta tarde.

Habló entonces Stratman:

—Y yo me he preguntado muchas veces, conde Jacobsson, por qué se limitó a conceder cinco premios. ¿Por qué no quiso recompensar también a los que más sobresalieron en Botánica, Biología, Zoología y Psicología?

—Sus omisiones aún fueron más numerosas —admitió Jacobsson—. Tampoco dotó premios para otras artes y disciplinas como la Arquitectura, la Economía, la Música y el Arte. Esto no fue casual. El sólo quería premiar aquellas actividades que más le interesaban. Caruso nunca hubiera ganado un Premio Nobel de música, porque Nobel no apreciaba el canto. Paul Cézanne nunca hubiera sigo galardonado, porque a Nobel no le gustaba la pintura. Luther Burbank tampoco, porque Nobel no sentía ningún interés por la Botánica. Para ser totalmente sincero, debo decir que en su primer testamento incluso omitió la Literatura…, pero Nobel rectificó esta omisión en sus últimos años, cuando empezó a leer y a escribir, con lo que renació su interés por la Literatura.

—Según creo, su legado originó algunos problemas —observó Stratman.

—Por desgracia, así fue. —Jacobsson se esforzaba por mostrar discreción, pero el pedagogo que había en él apartó toda prudencia—. Como los juristas no le merecían ninguna confianza, redactó un testamento hológrafo. En él legaba una verdadera fortuna, pero no nombraba albaceas. Afortunadamente, el rey asumió esta responsabilidad. Nobel tenía parientes en Rusia y Suecia, y la rama sueca de su familia impugnó el testamento y durante cinco años este estuvo en litigio. Por último, se impuso la última voluntad de Alfredo Nobel y los premios se concedieron por primera vez en 1901, en la Academia de Música, seis años después de la cremación de los restos mortales de Alfredo Nobel.

—Por nuestra parte…, mi esposa Margherita y yo podemos decir que nos alegramos mucho de que así fuese. No sólo por el honor que esto significa para nosotros —Nobel era un hombre muy inteligente para limitarse a esto—, sino por las liras, mejor dicho, las coronas, que resultarán muy útiles en una época en que el dinero parece ser lo único que vale.

—¿Qué hará usted con su parte del premio? —le preguntó Garrett, agresivo, desde el otro lado del grupo.

—Lo destinaré íntegro a mi obra favorita de beneficencia —dijo Farelli—. La Fundación Cario Farelli, destinada a ayudar a Cario Farelli y a los pequeños Farelli.

—¿Se quedará usted con ella? —le preguntó Garrett con tono acusador.

—Naturalmente.

Saralee Garrett tiró de la manga de su marido.

—John, yo creo que lo que hagan los demás con el dinero es una cuestión particular.

Garrett le hizo caso omiso, pues seguía con la vista fija en su presa:

—Todo es cuestión de gustos. Yo doy mi parte al Centro Médico Rosenthal de Pasadena, para que la destine a labores básicas de investigación. Como usted sabe, la investigación pura se halla muy necesitada de fondos.

—Le felicito —dijo Farelli—. Y le envidio, porque puede permitirse ese lujo.

—Un hombre de ciencia no tiene otra alternativa —dijo Garrett con tono pomposo.

Carl Adolf Krantz se volvió hacia Stratman:

—¿Y usted, Herr Profesor, no tiene nada que decir sobre esto?

—Yo estoy de parte de nuestro amigo de Roma —dijo Stratman—. Yo me embolsaré el premio en metálico. Ya he hecho bastante para el mundo. Que el mundo se quede con la energía solar, que yo me quedaré con el dinero que me ha proporcionado.

—Bravo, muy bien —dijo Krantz, sin poder contener su admiración ante su ídolo.

Garrett se sonrojó hasta la raíz de los cabellos.

—Muy bien, son dos votos contra uno; no obstante yo sigo creyendo…

El conde Bertil Jacobsson vio llegado el momento de realizar una intervención diplomática e interrumpió la protesta del norteamericano con tono urbano y cortés:

—Está bien cualquier cosa que se haga con el dinero procedente del premio. Estas ganancias están por encima de mezquinas cuestiones de interés. Además, es natural que los laureados tengan sus propias necesidades que atender. Muchos, como ha hecho usted, doctor Garrett, han destinado el importe de su premio a finalidades altruistas y admirables. Alberto Einstein no se quedó ni un céntimo de su Premio Nobel. Contando con la aprobación de Elsa, su segunda esposa, que era además su prima, entregó la mitad del importe a su primera mujer, Mileva, por la admiración que demostró en sus primeros años de lucha. El resto de aquella suma lo destinó a obras de beneficencia en Berlín. Romain Rolland entregó su cheque a unas organizaciones pacifistas. Fridtjof Nansen destinó su dinero a crear dos escuelas de agricultura en Rusia. Rabindranath Tagore entregó el importe de su Premio Nobel a su escuela internacional de Shantiniketan…

—Y Jane Adams —le interrumpió Konrad Evang— dio la mitad que le había correspondido del premio, que ascendía a 15 755 dólares, a la Liga Internacional Femenina pro Paz y Libertad.

Jacobsson asintió.

—Sí. Mas, por otra parte, un número igual de laureados prefirieron quedarse con el importe del premio. A Selma Lagerlöf le sirvió para rescatar su vieja casa solariega, de tres siglos de antigüedad. Björnstejerne Björnson, con el importe del premio levantó la hipoteca que pesaba sobre su propiedad rural de Noruega. Marie Curie instaló un nuevo cuarto de baño en su casa y gracias al premio, su marido pudo dejar la enseñanza. Yeats consiguió la seguridad económica gracias al premio y el doctor Clinton Davisson, el físico, pagó a todos sus acreedores. El premio fue una verdadera tabla de salvación para Knut Hamsun, que se hallaba sumido en la pobreza. Así ya ven ustedes, señores, que no existe una regla fija ni un precedente.

—Lo que vale la pena recordar —observó el joven príncipe— es que los nueve millones de dólares de Nobel, exceptuando un cuarto de millón que sirvió para comprar acciones seguras en Norteamérica, fueron invertidos en valores, ferrocarriles y bienes inmuebles suecos, que ofrecen una absoluta garantía de seguridad y que producen dividendos muy elevados, los cuales sirven para dotar los premios. No recuerdo un solo año en que haya habido un premio inferior a treinta mil dólares norteamericanos, y este año los premios son superiores a los cincuenta mil dólares. Creo que hay que considerar esto como un mérito de nuestra saneada economía… y un resultado de nuestros años de neutralidad.

Jacobsson se agitó con inquietud al oír mencionar la palabra neutralidad… Aquel tema era muy delicado para él, pues en las dos últimas guerras mundiales estuvo siempre al lado de las democracias y con apasionamiento… y lamentaba que aquel joven temerario hubiese mencionado la palabreja con aquel tono tan engreído. Sin deseos de ofender al príncipe, Jacobsson se creyó en el deber de atenuar la impresión causada.

—No sé hasta qué punto nuestra llamada neutralidad ha ayudado a la economía sueca —dijo Jacobsson— y aun estoy menos seguro de que nuestra tan cacareada neutralidad fuese tan neutral como pretendía ser. La mayoría de los suecos se pusieron al lado de los aliados durante la última guerra y…

—Tonterías —le atajó Carl Adolf Krantz con voz ronca.

—… y, a pesar de la objeción presentada por mi colega, la mayoría de los suecos ayudaron la causa aliada siempre que les fue posible. Enviamos cien millones de dólares y nueve mil voluntarios a Finlandia cuando este país fue atacado por Rusia en 1939. Cuando cayó una V-1 de los nazis en Suecia, nos apresuramos a enviarla desmontada a Inglaterra. Establecimos un centro para refugiados judíos en Malmö, y nos negamos a conceder asilo a los criminales de guerra nazis o fascistas. Salvamos a casi veinte mil daneses y noruegos de los campos de concentración…

—Suecia fue germanófila, y tú no lo ignoras —espetó Krantz, erizado como un puercoespín, al imperturbable Jacobsson—. El Rey Gustavo V estaba casado con una princesa alemana. Todos nuestros hombres de ciencia estudiaron en universidades alemanas, como yo hice. El alemán era el segundo idioma que se hablaba en Estocolmo. En cuanto a la guerra, no permitimos que las tropas inglesas atravesasen nuestro país para ir a ayudar a Finlandia, pero en 1940 permitimos a Hitler —e hicimos muy bien— que enviase tropas utilizando nuestros ferrocarriles, y también armamento, a Narvik y Trondheim. En 1941 permitimos el paso de toda una división alemana por nuestro territorio para dirigirse a Finlandia, desde donde debía iniciar una ofensiva contra Rusia. Entregamos rodamientos a bolas a Alemania y un centenar de otros artículos de primera necesidad. Soy el primero en lamentar los excesos nazis, que ignoraba incluso el propio Führer, pero no podemos negar todo lo bueno que había en Alemania, sólo a causa de los prejuicios populares. Alemania fue y continúa siendo la patria de Beethoven, Goethe, Kepler, Hertz, Hegel…

—Y también de Joseph Goebbels, Heinrich Himmler, Julius Streicher, Reinhard Heydrich, Ilse Koch —dijo Stratman con mansedumbre.

Desconcertado, Krantz miró a su ídolo.

—Sí, desde luego, estoy de acuerdo con usted, Herr Profesor…, pero ya sabemos que en un país hay de todo, bueno y malo. Pero lo malo es pasajero y lo bueno permanece. Todos los suecos lo vemos así. Como perpetuos espectadores, conservamos siempre nuestra objetividad. Yo me enorgullezco de la labor que realicé a favor de Alemania durante la guerra. ¿Por qué tengo que avergonzarme de ella? En tiempo de paz, esa nación nos ha dado mucho más que Inglaterra o Norteamérica.

Cuando Krantz terminó de hablar, un pesado silencio se cernió sobre el pequeño grupo. El momento era embarazoso, y todos lo compartían. Por un instante, Stratman se sintió tentado de continuar la controversia, pero al acordarse de Emily, que permanecía silenciosa a su lado, optó por callar.

Fue el joven príncipe quien rompió aquel silencio:

—Creo que ha quedado claro que Suecia no fue germanófila ni aliadófila. Suecia sólo estuvo a favor de sus propios intereses y de la humanidad. Buena prueba de ello es el martirio de nuestro querido Dag Hammarskjöld, que ofrendó su vida por la causa de la paz. Nuestro instinto nacional, a semejanza de Suiza, nos inclina a favor de la supervivencia, nuestra y de los demás pueblos. ¿Es equivocada esta actitud? Por el contrario, yo la considero civilizada y considero que es bueno desear la vida en lugar de buscar la muerte y la destrucción. Quizá si fuésemos una nación fuerte y poderosa, nos hubiéramos visto obligados a alistarnos en uno de los dos bandos. Pero como no somos fuertes, hemos podido permanecer al margen de la Historia, como espectadores. No es un papel muy agradable, pero tiene una gran dosis de justicia y de razón.

—Yo pertenecía a la Sanidad y me destinaron a una unidad de Infantería de Marina durante la última guerra —dijo Garrett sin que viniese en absoluto a cuento. Aquellas palabras eran un completo non sequitur, al menos para los que las escucharon, y algunos apenas pudieron ocultar su desconcierto. Pero Garrett sabía adónde iba—. Participé en los combates de Iwo Jima —prosiguió, mirando fijamente a Farelli—. ¿Y usted, doctor Farelli, también participó en la guerra?

Todos contuvieron el aliento.

Farelli permaneció imperturbable. Dirigiendo una fría mirada a Garrett, repuso:

—Yo no estuve en Iwo Jima, pero sí como huésped en Regina Coeli. Como usted sabe, se trata de una prisión de Roma. No todos los italianos éramos camisas negras de Mussolini.

Garrett sintió aquella respuesta como un bofetón en pleno rostro y acusó su derrota, quedándose con la boca abierta y sin saber qué decir.

Entonces Farelli se volvió a Stratman:

—No obstante, estoy seguro de que el profesor Stratman aún podría contarles peores cosas que yo. Como judío, debió de sufrir mucho.

Stratman notó que Emily se estremecía y replicó en voz baja y tono grave:

—Yo no sufrí, al menos físicamente. Pasé toda la guerra en un laboratorio, donde me retenían como rehén. En cambio, mi cuñada estuvo en Ravensbruck y después en Auschwitz.

Dominado aún por la vergüenza, Garrett quiso decir algo, lo que fuese, para reconquistar el respeto perdido. Decidió demostrar compasión.

Sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, le espetó esta pregunta a Stratman:

—¿Murió en el crematorio?

Stratman dio un respingo y dirigió una rápida mirada a Emily. Los ojos de la joven se habían llenado de lágrimas y estaba muy nerviosa, tratando de contener sus emociones.

—Yo…, quiero beber algo —balbució. Luego dio media vuelta y se alejó a toda prisa.

Stratman la siguió por un momento con la mirada, viendo cómo se acercaba al camarero y luego se volvió hacia Garrett y los demás miembros del grupo.

—Sí, murió en la cámara de gas. Era la madre de Emily. Mi pobre sobrina pasó toda la guerra en Ravensbruck y ahora la tengo a mi cuidado.

La conversación había llegado a un punto muerto. Saralee se llevó a su marido, apartándolo del grupo, y luego los demás se separaron, juntándose con otras personas de las muchas que llenaban el amplio salón.

Con una fascinación fija, que su embriaguez hacía aún más intensa, Andrew Craig llevaba ya varios minutos contemplando atentamente la esbelta joven morena de provocativa silueta que formaba parte del grupo contiguo. Entre todas las jóvenes que se encontraban en el gran salón, aquella era la única que atrajo sus miradas. Mientras fingía seguir la conversación que sostenían Ingrid Pahl, un erudito miembro de la Academia Sueca y el embajador de Italia, su mirada no se apartaba de la joven que permanecía al lado del profesor Stratman. Estaba seguro de haberla visto antes, pero no recordaba donde ni cuándo. Sin embargo, se dijo, si la hubiese visto antes no la hubiera olvidado. De pronto no estuvo tan seguro de conocerla con anterioridad.

Entonces le sorprendió ver la súbita agitación de su rostro y vio como daba media vuelta y se alejaba del grupo. Sus ojos la siguieron mientras vagaba por el salón sin rumbo fijo, y entonces comprendió que buscaba al criado de librea, que se hallaba precisamente a mitad de distancia entre la joven y él.

Siguiendo un impulso momentáneo, una necesidad inconsciente que no tuvo tiempo de analizar, Craig se disculpó de manera muy poco ceremoniosa y se alejó del grupo. Aunque sus piernas no obedecían totalmente a sus deseos, y zigzagueaba un poco al andar, intentó llegar junto al criado al mismo tiempo que lo hacía la joven. Emily Stratman ya había llegado junto a la bandeja para tomar la única copa de champaña que quedaba, cuando Craig llegó también.

—Oh —exclamó—, vaya…, usted se me ha adelantado.

—Lo siento —dijo ella, sin hacerle apenas caso—. Pero puede usted pedir que le traigan otra.

Craig miró al criado con expresión interrogadora. El servidor levantó un dedo, para indicarle que esperase un momento, y se alejó a toda prisa.

El norteamericano examinó a la joven, que en aquel momento estaba bebiendo el champaña.

—Estoy seguro de que ya nos conocemos —dijo.

Por primera vez, ella levantó la cabeza para mirarlo.

—Pues yo creo que no —dijo. De pronto arrugó la nariz, como si fuese a estornudar. Indicando el champaña, dijo—: Las burbujas hacen cosquillas.

—Hay que ser francés… o buceador… para no notarlas.

—Hum…

Ella bebió el champaña a sorbitos, rehuyendo su mirada.

—Bien, pues si no nos conocemos… podemos hacerlo ahora. Yo soy Andrew Craig. Me han dado…

—Ya lo sé —le interrumpió ella—. Usted me fue indicado por mis acompañantes cuando entró. Felicidades.

—Gracias. ¿Y usted, es la hija del profesor Stratman?

—Soy su sobrina.

—Ah, ya. Él es soltero, ¿verdad?

—Solterón impenitente.

—¿Y usted le cuida?

—Yo más bien diría que es al revés. —Tras una leve vacilación agregó—: Mi tío se basta a sí mismo. Yo no.

Él la miró con más atención. Era más alta de lo que había supuesto. Su cabello corto, negro como el azabache, reflejaba el brillo de las luces. Los rizos que rodeaban sus mejillas parecían encerrar su rostro de doncella, dándole una expresión pícara. Las palabras «virgen» y «vestal» cruzaron por su mente, pero aquellos ojos oblicuos orientales, de color esmeralda, hacían imposible aplicarle aquel apelativo. La serenidad que irradiaba, le encantó. Era la propia imagen de la calma, pero ella había dicho que no podía bastarse a sí misma.

—Hace unos minutos la estaba mirando, en el grupo del que también forma parte su tío —dijo—. Me impresionó su aplomo…, eso que los franceses llaman sang-froid y que admiran tanto…, hasta que de pronto algo pareció trastornarla y se alejó. ¿Aún está trastornada?

Ella lo examinó por primera vez, con el pasmo retratado en su semblante.

—Sí, estoy muy trastornada. No se deje engañar por la fachada. He necesitado años para construirla, para aprender a ocultarme tras ella. —Hizo una pausa, como si se sorprendiese de sus propias palabras—. No sé por qué le digo esto. Debo de haber bebido demasiado. Esta es la cuarta copa de champaña que tomo.

—El que ha bebido demasiado soy yo, por haberle hablado de ese modo —repuso Craig, sintiéndose obligado a continuar—: Sólo le pregunté si estaba trastornada porque quise mostrarme amable con usted. No sé explicárselo. De pronto me pareció muy importante…, esto es todo.

—No se preocupe. No me he molestado.

—Usted sabe cómo me llamo yo. Pero yo no sé cómo se llama usted.

—Emily Stratman. Lugar de nacimiento: Alemania. Naturalizada en los Estados Unidos. Residencia en Nueva York desde los quince años…, ¿o eran dieciséis? Residencia actual: Atlanta, Georgia. ¿He olvidado algo?

—Sí. ¿Estado?

—Soltera y agresiva.

—¿Como resultado de un matrimonio disuelto?

—¿Es así como los escritores obtienen el material de sus novelas? No hay matrimonio pasado, presente ni futuro.

—Y ¿cómo puede usted hablar con tanta seguridad del futuro?

—Porque conozco el presente. ¿Qué hacía usted antes de ganar el Premio Nobel…, dar consejos por correspondencia a los amantes desgraciados? —Inmediatamente se apresuró a rectificar sus palabras—. Perdone, no es más que una broma. No me tome por una fresca.

—No trate de disculparse de ser «fresca» ante mí. Esa palabra me deja frío. Sólo se puede ser fresco, o fresca, con los viejos. Y yo no soy viejo. Aún recuerdo la primera vez que una linda muchacha, que me presentaron en el club rural, me dijo «señor». Aquel día comprendí que había llegado a la media edad.

—Los hombres de media edad no me molestan —observó Emily—. A decir verdad, los prefiero. Su compañía es más agradable.

—Otra flecha. ¿Hay que entender que agradable es un sinónimo de «prosaico» e «inofensivo»?

—No he pensado en ello, ni lo haré. Esta noche no estoy para pensamientos profundos ni análisis. Sólo para el champaña y el Rey.

—Dicho de otro modo, todavía sigue trastornada.

—Usted es de una perspicacia que aterra. Por favor, no desnude a mi pobre psiquis aquí. —Hablaba sin ira ni animosidad, con voz monótona y baja. Guardó un reservado silencio durante unos minutos, mientras miraba su copa, pero sin beber, y luego sus miradas se cruzaron—. Sí, aún estoy un poco descentrada. Supongo que querrá saber por qué.

Él asintió.

—Sí, quiero saber por qué.

—Pues aquí tiene material para su próximo libro, míster Craig. Estábamos todos conversando y el doctor Garrett se dedicaba a azuzar al doctor Farelli —con muy poco éxito, justo es reconocerlo— cuando pasó a explicar lo que él había hecho en la guerra, y entonces el doctor Farelli dijo que él había estado preso en una cárcel italiana. Esto le llevó a preguntar si mi tío había sufrido mucho durante la guerra, y mi tío dijo que lo retuvieron como rehén por mi madre y por mí. Nosotras estuvimos en Ravensbruck durante toda la guerra, hasta que se llevaron a mi madre para enviarla a Polonia en un tren para ganado… a Auschwitz. Entonces… el doctor Garrett preguntó si ella había muerto —¿cuál es la palabra exacta que dijo?— sí, si había muerto en el crematorio. Y yo no sé lo que me pasó…, me impresioné mucho…, como si aquello acabase de suceder… como si la viese muerta ante mí… Y creo que eso me hizo perder el aplomo. Es una tontería, porque hacía años que el recuerdo de mi madre no me impresionaba de ese modo. Y de pronto, me puse así, sin más ni más, en este sitio y entre extraños. ¿Le sirve esto de material, míster Craig?

Él se sentía profundamente conmovido.

—Yo no quiero que usted me dé material, miss Stratman.

—¿Pues qué quiere?

—Alguien con quien hablar tal como lo estamos haciendo.

El criado de librea regresó con la bandeja llena. Craig tomó una copa de champaña y esperó a que el servidor se fuese. Entonces reanudó inmediatamente su conversación con Emily como si temiese perderla.

—Rectifico lo que he dicho. Lo que yo quiero no es alguien con quien hablar…, sino hablar concretamente con usted. Sin explicaciones. Uno ve a una chica, a una señorita, y sólo porque tiene los ojos verdes, o sonríe de una manera determinada, o se aparta el cabello de los ojos con la mano…

—O está trastornada.

—… sí, una cosa así, entonces uno siente deseos de conocerla. A veces, cuando se la conoce, uno se da cuenta de que se ha equivocado, que de nuevo se ha dejado engañar por una ilusión, pero otras veces…

No terminó la frase; encogiéndose de hombros, se llevó la copa a los labios.

—¿Esa señorita que le acompaña pertenece a su familia? —preguntó Emily.

—Es mi cuñada. ¿Cómo sabía que no era mi mujer?

—Yo leo los periódicos, míster Craig. También leo montones de libros y me entero de quiénes son sus autores. Sabía que usted había enviudado.

—En efecto. Desde entonces, hace ya tres años, mi cuñada me ha hecho de nodriza.

Pensó en evocar la imagen de Harriet, pero sintió que no estaba en deuda con ella aquella noche, en aquel lugar, y por lo tanto no la mencionó.

—Su cuñada es muy bien parecida.

—Es posible. A decir verdad, no me fijo en ella.

—¿Se le parecía su esposa?

—Mi esposa era más femenina, en cierto modo. —En aquel momento no estaba muy seguro de si Harriet había sido muy femenina. Todo era relativo. Comparada con Leah, Harriet era muy femenina. Pero comparada con la joven que tenía ante sí, con Emily Stratman, Harriet, con sus vagas facciones eslavas y su carácter activo y desenvuelto, le parecía menos femenina—. Mi cuñada Leah ha plantado su bandera en mi cabeza, como terreno conquistado, y así estoy.

—¿Y qué vida hace usted? —le preguntó Emily—. Sé que vive en Wisconsin…, pero ¿cómo vive?

La aborrecible película de los últimos años empezó a proyectarse en su memoria; él sopesó su verdad masoquista y repulsiva, e instintivamente comprendió que no podía revelar la verdad. Como un adolescente, deseó impresionar a la hermosa joven.

—Poseo una gran finca rústica en el sur de Wisconsin, en las afueras de un encantador pueblecito —dijo—. Por las mañanas paseo o cuido el jardín, a veces monto a caballo o voy a ver a diversos amigos. Después de almorzar, me encierro en mi estudio del primer piso y escribo hasta que anochece. Mis noches son muy tranquilas… me reúno con algunos amigos, jugamos a las cartas o me dedico a la lectura. A veces voy a pasar unas semanas a Chicago o Nueva York, para respirar un poco el aire de la ciudad. Una vida un poco monótona, ¿no es verdad?

—Me parece divina.

Craig sonrió torcidamente. ¡Si Lucius Mack le hubiese oído! Sin duda le hubiera dicho: Vaya, hombre, me alegro de que vuelvas a la novela… ya iba siendo hora.

—¿Y usted, qué vida lleva? —preguntó él a su vez.

—Pues yo… me ocupo de la casa de mi tío, trabajo en un hospital de excombatientes de las afueras de Atlanta y, como le he dicho, leo mucho. —Esta descripción le pareció tan desprovista de vida, que se avergonzó de ella y decidió adornarla un poco—. Además, como ya puede usted suponer, siempre tenemos la casa llena de personas famosas que van a ver a tío Max, y yo tengo que hacerles los honores. Demasiadas cenas…, demasiadas noches perdidas… Yo… yo suelo salir como todas las chicas… No me gusta ir a los night clubs, pero en cambio voy al teatro, a pasear en coche y de visita. Más que suficiente para mantenerme ocupada. —Se sentía más avergonzada que antes y anhelaba cambiar de tema—. Ahora estoy leyendo un libro suyo. Lo adquirí para el barco.

Esta observación le gustó a Craig, y no lo ocultó.

—¿Cuál es?

—Yo creía que los había leído todos, cuando me di cuenta de que me faltaba leer El Estado Perfecto. Casi lo he terminado. Aseguraría que es mi favorito. El que me gustó menos fue El Salvaje…, lo encontré excesivamente brutal…

—Como nuestra época.

—… sí, como nuestra época, y eso es lo que asusta. Armageddon es emocionante y conmovedor, pero también me dio miedo. El Agujero Negro me parece un clásico, aunque puedo asegurarle que no se vendió mucho en Georgia. Aún recuerdo los esfuerzos que hizo el librero para disuadirme de que lo comprase: «Es un libro del Norte, señora», no hacía más que decir. Pero el que ha escrito usted sobre el intento de Platón por poner en práctica su utopía… ese creo que perdurará. Tío Max me dijo que se agotó hace poco en Escandinavia, y que por eso le dieron el premio. Desde luego, lo merece usted.

La instintiva simpatía que le inspiraba la joven se convirtió en una verdadera adoración.

—Me gustaría que asistiese usted a la próxima reunión para promoción de ventas de mi editor.

—No es necesario. Usted ya no necesita publicidad. —Lo miró de hito en hito—. Desde luego, resulta curioso conocer a un autor —dijo por último—. Es difícil hacerse una imagen. Dos de sus libros, no, tres, son tan violentos…, mejor dicho, indignados… furiosos. Y usted no me parece así en absoluto.

—Mi lengua viperina está muy oculta, y sólo la saco a relucir en ocasiones especiales, por ejemplo, cuando escribo un libro.

—¿Por qué? Yo más bien lo considero una virtud, no un defecto.

—Los insultos son una bandera roja, que invita al conflicto, a la lucha con la vida… y mi parte más visible es tímida, tiene miedo y no quiere líos. ¿Me entiende?

—Completamente.

—Quizá por eso me refugio en la Historia, donde nadie me buscará para obligarme a luchar. Es más cómodo. Es una debilidad, una especie de huida, pero así es.

—También comprendo eso. Casi lo había adivinado.

Craig paseó su mirada por el salón y pensó que o bien se había vuelto miope o los invitados se hallaban envueltos por la niebla. He bebido demasiado, se dijo, he bebido con exceso… Y en aquel momento lo lamentaba. Hubiera deseado estar allí con todas sus facultades intactas, pero ya era demasiado tarde.

—No hablemos más de eso —dijo—. No seamos la nota discordante del banquete real. —Apuró su copa de champaña en un último gesto de flagelación. Depositando la copa sobre una cómoda, dijo—: Ahora quiero enseñarle una cosa.

Tomó a Emily por el brazo, pero ella se resistió.

—¿Qué quiere enseñarme?

Él señaló a un lado.

—¿Ve esa puerta de ahí? El conde Jacobsson me ha dicho que conduce a una de las habitaciones históricas del Palacio…, el dormitorio de lujo de Sofía Magdalena. Dice que vale la pena verlo. ¿Por qué no vamos?

Ella vaciló.

—No sé…

—Sea usted audaz.

Le tomó la copa que sostenía en la mano y la colocó también en la cómoda. Luego, rápidamente, cruzó las alfombras francesas en dirección a la puerta de la cámara real.

—Sígame —ordenó, y Emily le siguió por un corredor penumbroso hasta un diminuto y resplandeciente salón. Craig abrió la puerta, atisbó al interior y anunció—: Sofía Magdalena nos espera.

Ella entró en el regio dormitorio y Craig la siguió cerrando la puerta tras ellos.

La majestuosa estancia, tenuemente iluminada por una sola lámpara, era blanca y dorada, con el techo barroco. Las pilastras eran delicadas y femeninas con su adorno de laureles rosa. La pintura del techo representaba una alegoría de los cuatro continentes. El resto estaba perdido en sombras.

Craig permanecía cerca de la puerta, sintiendo que las rodillas se le doblaban, y siguiendo con la mirada de sus ojos enrojecidos a Emily, que se acercó a una alcoba para examinar dos retratos firmados por Gérard, de Eugenio de Beauharnais, hijastro de Napoleón, y de la esposa de aquel, la princesa Amalia Augusta de Baviera. En el salón, Craig sólo había percibido el rostro de Emily, pero en aquel lugar íntimo y recogido vio, como si fuese por primera vez, su esbelto cuerpo, subrayado por el ajustado traje de noche hendido hasta la rodilla. Entonces, cuando ella se volvió de perfil, y después se puso de escorzo, él se dio cuenta de que, si bien era esbelta, no era delgada. Sus hombros eran opulentos, lo mismo que su pecho, y sus caderas y piernas descendían en una amplia curva desde su estrecha cintura.

Mientras se tambaleaba junto a la puerta, pensó con una punzada de dolor que ningún cuerpo femenino le había atraído como aquel desde que murió Harriet. Con excepción, desde luego, de la Lilly que se apareció en su sueño la noche anterior. Aunque eso fue distinto, algo fugaz y momentáneo. Pero entonces le parecía resucitar de un largo sueño de muerte. Deseaba la belleza física de Emily, y aquella necesidad, aquel deseo, que no experimentaba desde hacía tanto tiempo, se sobrepuso entonces a su razón.

Con su paso tambaleante de beodo atravesó el dormitorio y se plantó frente a ella. Emily levantó la mirada, mostrando una expresión de sorpresa.

La cabeza de Craig daba vueltas, el corazón le latía desordenadamente y se sentía loco y extravagante.

—Quería estar a solas con usted —le dijo.

Los ojos de Emily denotaron alarma, pero no se movió.

—Ya estamos solos.

—Es usted tan hermosa… todo yo tiemblo interiormente… qué hermosa es… Tenía que decírselo…

—Gracias —dijo ella, muy rígida—. Ahora, creo que deberíamos…

—Emily, quiero besarla. No he tocado a una mujer que me importase… tan hermosa como usted… desde…

Le puso las manos sobre los brazos, notando su suavidad bajo sus palmas. Trató de atraerla hacia él, pero toda ella fue de pronto músculos y tendones que se le resistían.

—¡No me toque!

—Emily, escuche, quiero decirle que…

—¡Salga! ¡Váyase!

Trató de pasar junto a él, casi corriendo, pero Craig la agarró por el hombro y la detuvo, haciéndola girar.

Entonces la vio como no la había visto hasta aquel momento: jadeante, temblorosa, acorralada, y comprendió el daño secreto, la lesión oculta que había en ella y que él solo había conocido en sí mismo. La enormidad del nuevo daño que le había causado lo abrumó y sintió una vergüenza suicida.

La soltó inmediatamente.

—Lo siento, Emily. Le ruego que me disculpe. Yo… yo no soy así… en absoluto… he bebido demasiado y he perdido la cabeza. ¿Podrá perdonarme… perdonar lo que he hecho? Olvídelo, por favor. Se debe a la bebida… todo el día he estado bebiendo… y ahora… ahora que precisamente ese…

Un repentino y fuerte crujido interrumpió sus lamentaciones y un rayo procedente del saloncito penetró en el dormitorio. Ambos se volvieron a una hacia la puerta. Estaba abierta de par en par y en el umbral se alzaba Leah Decker, severa como la conciencia.

Leah avanzó despacio, con los labios apretados, mirándoles alternativamente, hasta colocarse a pocos pasos de ellos.

Fue a Craig a quien se dirigió, con frialdad:

—Te vi entrar aquí y he creído que debía decírtelo…, o de lo contrario te echarán de menos. Acaba de llegar el Rey.

Craig hizo una profunda inspiración, tratando de readquirir su compostura.

—Te presento a miss Emily Stratman…, sobrina del profesor Stratman… Mi cuñada, miss Leah Decker.

—¿Cómo está usted? —dijo Emily con voz opaca y sin tono. Luego dio unos pasos atrás—. Les ruego que me disculpen…, mi tío me espera…

Se dirigió rápidamente hacia la puerta, con la cabeza alta y sin mirar atrás.

Leah la contempló con ojo crítico y luego se volvió hacia Craig.

—Bien —dijo.

—¿Bien, qué?

—No, nada… Señor, cómo estás. Tienes los ojos llorosos e inyectados en sangre. ¡Y la corbata! Y además despeinado. Toma, aquí tienes un peine.

—No pierdas el tiempo conmigo. —Se sentía fúnebre y con deseos de entonar una endecha—. «Ni todos los caballos ni los hombres del Rey — a Humpty Dumpty pudieron devolver a su grey». ¿No te acuerdas? Anda, vamos a hacer la reverencia.

Cuando el bastón del conde Bertil de Jacobsson golpeó tres veces el suelo, los ocupantes del salón se arrimaron a las paredes y esperaron formando un largo e irregular semicírculo. Apenas había cesado el eco de los golpes cuando el rey de Suecia penetró por la arcada. Tras él venían, muy elegantes, las princesas y los príncipes reales. El séquito se detuvo y el rey, que vestía un severo traje de etiqueta sin ningún adorno, se adelantó y contempló el salón con una leve sonrisa. Jacobsson se adelantó entonces por la alfombra en dirección a su soberano. Cuando llegó ante el rey, se detuvo y se cuadró rígidamente. El rey le tendió la mano y Jacobsson, inclinando la cabeza, la tomó en la suya…, aunque a decir verdad apenas la rozó.

Luego el rey se dirigió hacia el semicírculo que formaban los invitados, con Jacobsson siguiéndole respetuosamente a medio metro de distancia, y haciendo las presentaciones en un susurro mientras Su Alteza Real saludaba a los invitados, caballeros y señoras, con un apretón de manos, una inclinación de cabeza, una palabra ahogada.

Andrew Craig, situado junto a Leah en el primer tercio del semicírculo, observó todo este protocolo con ojos legañosos, apoyándose en la cómoda que tenía detrás para evitar tambalearse en exceso. Tal como había hecho el monarca pocos momentos antes, Craig se dedicó a contemplar a los invitados. La mayoría seguían el avance de Su Alteza Real. Los restantes, casi todos ellos escandinavos, miraban fijamente frente a sí, como soldados en una revista. Craig escrutó las caras de las mujeres, que veía bastante desenfocadas, buscando aquella de quien deseaba comprensión y perdón. Pero Emily no se veía por parte alguna.

Notó un extraordinario movimiento a su lado. Se volvió para descubrir su causa y le hizo gracia ver a su cuñada inclinándose y bajando la cabeza con unos extraños movimientos convulsivos que su ceñido y apretado vestido de noche aún hacía más epilépticos y desmañados. Entonces comprendió que aquella era su versión de la reverencia, recientemente aprendida. La vio erguirse de nuevo, lenta y trabajosamente, como si se levantase de una colchoneta, y por último recuperó su posición vertical.

En aquel momento oyó pronunciar claramente su nombre junto con las palabras «Literatura» y «laureado» y, como uno de los perros condicionados que utilizaba Pavlov, de una manera irreflexiva, por puro reflejo, se apartó de la cómoda de un empujón y se enderezó ante el rey de Suecia, tratando de abombar el pecho.

El rey le tendió la mano:

—Bien venido a Suecia, míster Craig.

Desmañadamente, Craig tomó la mano del monarca para soltarla en seguida.

—Gracias —dijo, disponiéndose a añadir la palabra «rey», pero se contuvo a tiempo, se esforzó desesperadamente por recordar lo que ordenaba el protocolo, y consiguió encontrarlo—: Majestad…

El monarca no se marchaba.

—Me gustó mucho su novela El Estado Perfecto. Los sentimientos que expresa en ella coinciden con los míos.

—Agradezco mucho estas palabras a Su Majestad.

—Espero con interés a que termine su próxima obra.

Sostenido por el batallón de botellas que había consumido, Craig se sintió tan osado como un joven socialista:

—¿Debo interpretar esto como una orden de Su Majestad?

La respuesta hizo gracia al soberano.

—Si usted prefiere considerarlo así, míster Craig…

—Me siento sinceramente halagado e inspirado. El primer ejemplar de mi libro será para Su Majestad.

El monarca continuó sus salutaciones, estrechando las manos de otros invitados y respondiendo con un leve ademán a las inclinaciones de las damas. Craig se sintió efectivamente halagado por el interés demostrado por el monarca, pero no inspirado, eso no, pues la soberanía del rey era temporal y limitada a su tierra, y Craig sólo rendía tributo a las musas: antes fue Clío, y a la sazón, Calíope. Con pesar, se dijo que no podría cumplir su promesa al rey de Suecia.

Llegó a sus oídos el susurro inquieto de Leah.

—¿Cómo te has atrevido a bromear así con Su Alteza Real?

—A él no pareció importarle.

—¿Y tú cómo lo sabes? Oh, Andrew, me has disgustado tanto…

—Pues a él le gustó —dijo Craig entre dientes.

—Aunque así fuese, tú te conviertes en un ser irresponsable cuando bebes… ¿Qué se te ocurrirá hacer ahora?

—Vamos, por Dios, Leah, que esta noche hemos dado el golpe. Yo no criticaré tu reverencia, pero tú no te metas con mi diálogo. Ahora, mujer, pórtate bien.

—Todos te vieron entrar en aquel corredor para ir al dormitorio…

—¿Y qué? Esto no es un burdel.

Leah exhaló un suspiro, sonrojándose y apartándose de su cuñado. Miró vivamente a su alrededor, para averiguar si alguien había oído la irrespetuosa frase de Craig. Al ver que nadie la había oído, se dispuso a hablar de nuevo, pero se contuvo y se sumió en un hosco ensimismamiento.

Al otro lado del salón, el rey había terminado de saludar a sus invitados y, situado entonces a la entrada de la Galería de Carlos XI, esperaba a su séquito. Seguido por las princesas y príncipes de sangre real, penetró en el comedor. Inmediatamente el semicírculo de invitados se rompió y todos avanzaron hacia la entrada, donde formaron una columna para dirigirse a ocupar sus lugares en la mesa del banquete real.

Craig descubrió que su tarjeta le colocaba entre Leah e Ingrid Pahl a menos de diez metros del rey, quien ocupaba la presidencia de la mesa, muy aislado salvo las dos princesas sentadas a un lado del monarca, un príncipe y otra princesa al otro lado, y un camarero privado de librea, de pie a una cierta distancia.

Aturdido por el alcohol, Craig entornó los ojos para ver bien lo que le rodeaba. Realizaba aquella cuidadosa inspección no para archivar lo visto en su memoria de escritor, sino en honor de Lucius Mack, su portapalio favorito, con el que tendría un buen tema de conversación. La mirada de Craig recorrió la Galería, distinguiendo bustos de un rey y una reina antiguos sobre una repisa, y varias vitrinas que contenían objetos de plata labrada, ámbar y porcelana. Las pinturas del techo —como había de saber más tarde— se referían a sucesos acaecidos en el reinado de Carlos XI y Ulrika Eleonora. Del techo pendía una resplandeciente araña, y exactamente bajo ella, sobre la mesa, se hallaba un magnífico vaso elevado y ante él un reluciente servicio de plata.

Atisbó para ver si el rey tenía el mismo servicio de plata, pero su mirada fue atraída por algo que había junto al plato del soberano. Era un vulgarísimo huevo, que se veía extrañamente majestuoso en una brillante huevera de oro.

Tocando el fláccido brazo de Ingrid Pahl, lo señaló y preguntó:

—¿Qué es eso?

—¿Qué?

—Junto al plato del rey. Parece un vulgar huevo proletario.

—Y lo es, míster Craig —dijo Ingrid Pahl risueña—. Es una tradición. Hace mucho tiempo, uno de nuestros primeros soberanos cristianos —posiblemente Olof Skötkonung o Erik Jedvardsson— se sentó a cenar con un gran dolor de tripas y, rechazando los opíparos manjares que tenía sobre su mesa, pidió un huevo pasado por agua. Aquello era inaudito, pues los huevos sólo los comían los labriegos, y, durante una hora, la cocina de palacio anduvo revuelta mientras todos buscaban el dichoso huevo y el rey se consumía de impaciencia. Por último encontraron el huevo y se lo sirvieron, pero entonces el monarca ya estaba fuera de sí. Acto seguido hizo una proclama real. Desde aquel día, habría siempre un huevo pasado por agua junto al plato del rey, dispuesto a ser comido, por si el monarca lo necesitaba. Durante diez siglos se ha mantenido esta tradición. Y ahí puede ver usted ahora el huevo real.

—Muy curioso —dijo Craig—. ¿Y qué hay sobre esa mesa, detrás de Su Majestad…?

—Ah, sí; su corona llena de piedras preciosas, su cetro, la esfera y la cruz, que significa poder y justicia, y el cuerno que contiene el óleo para ungirlo, son los símbolos de su autoridad y sus prerrogativas. De nuevo nos encontramos con la tradición, míster Craig. El rey no lleva la corona sobre su cabeza ni empuña el cetro en la diestra. Pero ahí están, usted puede verlos, y todos lo saben: el propio soberano, el gobierno democrático y el pueblo sueco… y para todos ellos, es algo que les inspira confianza y fortaleza en las épocas adversas. En mi opinión, míster Craig hay virtudes mucho peores que el seguro conocimiento de la continuidad que une al presente con el distante pasado y ofrece seguridades para el futuro. Me imagino que esto es algo que ni los ateos ni los republicanos deben de conocer.

—Tampoco lo conocen muchos norteamericanos —dijo Craig con tristeza—. Les envidio por tener… algo en qué creer.

Empezaron a servir el caviar y Craig lo probó sin apetito. Mirando al lado opuesto de la mesa, para ver quién tenía frente a él, reconoció a Stratman ajustándose sus gafas y, junto a este, estaba Emily, también probando el caviar y con los ojos bajos.

Craig no sentía interés por la espléndida cena. Concentró todos sus esfuerzos por captar la mirada de Emily, para hacerla saber que había cometido una tontería y que debía perdonárselo. De vez en cuando, durante la hora y media siguiente, se dedicó a mirarla con fijeza. Ingrid Pahl le hablaba, y lo mismo hacía Leah, pero él no las escuchaba. Trajeron y se llevaron los platos calientes —el consomé, la marinerad sill (que sabía a eperlano dulce), una gran tajada de venado con jalea, el tierno bistec de reno, la mezcla de lechuga, frutas, guisantes, camarones y trocitos de setas que recibía el nombre de västkustsallad, el tradicional flan con su regia corona de azúcar— pero Craig apenas probó bocado, dejando casi intactos aquellos suculentos manjares. Dominado por su dipsomanía, pidió más champaña y no dejó de beber durante todo el banquete. A pesar de que miró docenas de veces a Emily, ella se negó a levantar la cabeza y a reconocer su existencia. Como la mesa era muy ancha, el gran vaso formaba una barrera y Leah otra, no pudo dirigirle la palabra.

Continuó bebiendo con aspecto ceñudo. Una vez tuvo que responder a un brindis por Su Alteza Real y otra vez que brindar en memoria de Alfredo Nobel. Su barómetro emocional interno se elevó hasta considerarse un hombre justo y ejemplar y luego descendió hasta hacerle sentir compasión de sí mismo. Durante un breve instante se molestó por la actitud injusta de Emily. Después de todo, se preguntó, ¿qué le había hecho? Cualquiera diría que había cometido algo pecaminoso y perverso. Atrajo a una linda muchacha a una habitación apartada para decirle que era muy bonita y que quería besarla. ¿Era esto un crimen? No, por Dios, era un cumplido, un piropo, del que cualquier otra joven se hubiera enorgullecido… y además, viniendo de un Premio Nobel. Quien había fallado era ella, no él. Por Dios, que él no había atentado a su pudor ni la había lastimado, ¿no?

Luego, llegó a la conclusión de que sí, que había atentado contra su pudor y la había lastimado. Cada mujer, se dijo, es vulnerable de distintas maneras, y puede hacérsele daño de muy diversos modos. A una se la podrá injuriar y maltratar físicamente… a otra se la causará daño puramente mental… insultándola y faltándole al respeto de palabra o de obra. Sin duda alguna, Emily Stratman pertenecía a esta segunda clase de mujeres. Evidentemente se sentía tímida y cohibida en presencia de los hombres, con típicas reacciones de doncella, que consideraba los más pequeños actos coercitivos —palabras seductoras, un beso, un abrazo, una mano atrevida— como un ataque contra su femineidad privada e individual y como un acto de estupro. Cuando llegó a comprenderla así, Craig se sintió de nuevo deprimido y mortificado.

Pero luego, después de beber otra copa de champaña el barómetro volvió a elevarse. ¿Después de todo, qué le importaba a él aquella chica? No había habido mujeres de verdad para él desde Harriet, y se evitó el tumulto emocional que causan las mujeres al hallarse tan devotamente consagrado a su tumulto y su culpabilidad personales. En tales condiciones, aquella Emily resultaba una intrusa. Por un momento, al encontrarla, tuvo la osadía de cruzar la frontera prohibida y volver a la realidad, pero aquello resultó tan desagradable como él siempre había temido y a la sazón se alegraba de volver a su punto de origen. Las mujeres murieron para él con Harriet. Que se fuesen todas al infierno. Adiós, Emily.

Con sorpresa, vio que todos los comensales se levantaban. Sobresaltado, comprendió que el banquete real había terminado y que el rey había abandonado la mesa. Con gran dificultad, consiguió ponerse en pie.

—Tomaremos el café en el salón —le dijo Ingrid Pahl.

—Muy bien —replicó él.

Observó que Leah estaba enfrascada en una conversación con un diplomático y que ambos los precedían. Se colocó junto a Ingrid Pahl y volvió al salón, donde en un gran buffet se servía el café.

Sus meditaciones de la mesa lo habían descentrado y entonces deseaba evitar compañías ceremoniosas y conversaciones superficiales, para poner orden en sus ideas en la soledad. No estaba de humor para ver entonces a Emily y menos de humor aún para soportar a Leah. Quería huir de acusaciones y de muestras de desaprobación.

El conde Bertil Jacobsson se detuvo un momento a su lado, para fijar una de sus condecoraciones. Craig se acercó a él.

—Conde —le dijo— cuando vea a mi cuñada, miss Decker, dígale, por favor, que me he ido porque quería volver a pie, tomando el fresco.

—Así lo haré, míster Craig. —Jacobsson no pudo ocultar su preocupación—. ¿Se encuentra bien?

—Nunca estuve mejor. Ha sido una velada memorable. Y la cena, excelente.

—Tal vez le agradará saber que causó usted muy buena impresión a Su Majestad.

—¿Querrá decírselo a mi cuñada? —Y estuvo a punto de añadir: y dígaselo también a Emily Stratman. Pero se contuvo y en su lugar, dijo—: Ah, y a propósito, muchas gracias, conde.

Después de estas palabras, Craig fue en busca de su gabán y su sombrero y salió del Palacio Real.

Esperó en la acera barrida por el viento, frente al hotelito solitario; esperó al taxi que había llamado por teléfono desde el modesto bar del interior. Un camarero le indicó que marcase el 22 00 00. Craig así lo hizo, dando después a la telefonista su nombre y dirección. Ella respondió «Bil kommer», respuesta correcta, según le dijo el camarero y ahora, en el frío viento nocturno, esperaba que llegase el taxi.

La última vez que miró la hora, era casi medianoche, y a la sazón debía de ser mucho más tarde. Después de abandonar el palacio, empezó a andar sin rumbo fijo, sin recorrer mucho terreno con su andar vacilante de anciano, haciendo eses de vez en cuando y apoyándose en las heladas paredes de los sombríos edificios. A aquellas horas tan avanzadas de la noche invernal, la ciudad estaba desprovista de vida y únicamente oía las fuertes pisadas de sus zapatos sobre el pavimento y las piedras y algún que otro zumbido de un vehículo a motor. Cuando tenía la nariz, la boca y el mentón ateridos, casi congelados, encontró el hotelito tenuemente iluminado en una callejuela y, metiéndose en el bar vacío, durante media hora combatió la congelación con el whisky.

Su cerebro estaba en su mayor parte demasiado empapado de alcohol para pensar de una manera lógica. Pero una cuestión inmediata daba vueltas por su cabeza hasta que, en el bar, consiguió apresarla y tomar una decisión. Le parecía que aquella había alcanzado el nadir de su existencia. Aquella brillante ocasión en la que él había participado como uno de los invitados de honor, resultó ser un nuevo Waterloo de su vida. Por un momento se había sentido vivo, notando que antiguas cosas se agitaban en él, pero como ya no estaba armado para la vida, fracasó y volvió a hundirse en su fácil muerte fingida. Sin embargo, durante todo su errabundeo, un fragmento persistente de emoción —infinitesimal pero palpitante— subsistía aún. La emoción durante largo tiempo adormecida, era identificable: el deseo de ser amado, no amado por compasión, no amado por respeto, sino sencillamente amado.

Cuando la emoción se hizo más clara en su espíritu, comprendió que tenía que satisfacerla. Estando sereno, aquello hubiera sido una locura. La embriaguez tenía una lógica que le era propia. Craig telefoneó para llamar al taxi y entonces se hallaba esperando en la acera, abatido y presa de escalofríos.

Por último, apareció el coche negro provisto de taxímetro. Craig se metió de cabeza en el asiento trasero. Durante varios segundos trató de encontrar su cartera, por último la localizó y sacó el pedacito de papel que encontró sujeto a la botella en el tren, a la salida de Malmö.

—A Polhemsgatan 172C —dijo al taxista.

La carrera fue rápida, llena de patinazos y de breve duración. Dio al taxista un billete de los grandes, para no tener que calcular las coronas, recibió el cambio, dio una propina de tres coronas y se encontró ante una casa de pisos de siete plantas. Sobre la puerta vidriera colgaba una guirnalda de luces navideñas apagadas. Craig pulsó el botón y la puerta se abrió sola. Penetró en el vestíbulo.

Sobre cada uno de los buzones del vestíbulo figuraba un nombre, el número de piso y letra. El quinto buzón desde la derecha ostentaba este rótulo: «Fröken Lilly Hedqvist. Ap. C., Fl. 6.»

Avanzando a tientas en aquella luz mortecina, Craig llegó al ascensor. Era una extraña caja triangular, que parecía destinada a contener dos flacos liliputienses, y Craig se metió en ella como en una ratonera. Miró los botones bizqueando los ojos, oprimió el del piso 6º, y salió disparado hacia la última planta del edificio.

Cuando el ascensor se detuvo bruscamente, Craig salió como pudo de él. El corto y penumbroso corredor danzaba ante sus ojos. Se preguntó si sería capaz de recorrerlo, o si debía ir allí —aquella búsqueda en pos del amor le parecía entonces menos razonable que antes—, pero de pronto comprendió que aún sería una locura mayor volver al Grand Hotel para encontrarse con Leah.

Apoyándose con una mano en la pared para no caerse, avanzó por el corredor. La última puerta, situada junto a la ventana y la escalera de incendios, mostraba la letra «C». La golpeó suavemente con los nudillos y, al no recibir respuesta, golpeó con más fuerza.

Escuchó la voz de ella al otro lado.

Ja?

—Soy yo —dijo.

Oyó dar la vuelta a la llave, la puerta se abrió un poco y luego se abrió del todo.

Únicamente reconoció la cascada de áureos cabellos.

—¡Míster Craig! —murmuró ella, preocupada, ajustándose su bata color espliego.

La joven oscilaba ante sus ojos, como un metrónomo, y él hizo un esfuerzo desesperado por mostrarse cortés. Se descubrió, o al menos se imaginó que lo hacía, y dijo:

—Miss Lilly…

Pero fue incapaz de acordarse de su apellido.

—Pase, haga el favor.

Su tono era tan suplicante, que él la obedeció en seguida. Su defectuosa visión sólo pudo discernir parte de la única pieza de que se componía el piso: un mosaico en la pared, sobre un diván de madera de pino con cojines a rayas; una mesita de café, de vidrio, con estructura tubular negra; dos sillas de mimbre en forma de cuchara; un pequeño aparato de televisión; una cama doble plegable, que podía ocultarse en la pared. Él se acercó a ella y se dejó caer sobre el mullido colchón.

Comprendió que la joven estaba a su lado, de pie.

Él trató de dar una explicación:

—Lilly, yo… estoy muy borracho… y soy muy viejo… y no me importa nada… pero… esta noche… quise estar con alguien que no le importase mi estado… pensé en ti, Lilly. ¿Te importa?

Ella se arrodilló a su lado.

—Oh, míster Craig, qué contenta estoy de que haya venido.

—Permítame descansar sólo un poco antes de volver al hotel.

Ella tomó sus manos heladas entre las suyas y se puso a frotarlas, comunicándole su calor.

—Quédese. Yo me ocuparé de usted. Échese aquí, échese y duerma.

Él se sintió satisfecho ante aquella cordial acogida y entonces se dio cuenta de que ella le había quitado el gabán y la chaqueta y de que tenía la cabeza muy hundida en la almohada de plumas. Lilly también le había levantado las piernas, poniéndoselas sobre la cama. Luego le desabrochó el cuello de la camisa, según le pareció, y se inclinó sobre él para cuidarlo, y quizá lo que le rozó la mejilla era su pecho. Era maravilloso imaginar aquellas cosas antes de dormirse y, en efecto, se quedó dormido inmediatamente.

Volvió a la consciencia sin abrir los párpados y esperó, inmóvil, mientras su cuerpo extendido iba despertándose gradualmente.

Al abrir los ojos vio las finas cortinas y que la ciudad aún estaba sumida en sombras tras ellas. La estancia en que descansaba estaba parcialmente iluminada por una lamparilla nocturna que él no veía, y desde el ángulo opuesto le llegaba el apagado zumbido de un radiador. Al despertar creyó que se encontraría en su habitación del primer piso de Miller’s Dam, luego recordó que estaba en el Grand Hotel de Estocolmo y después, cada vez más desconcertado, se dio cuenta de que estaba en una habitación desconocida.

Luchando contra la gravedad y el peso del sueño, se incorporó con esfuerzo, apartando la manta. Con excepción de sus «shorts», estaba desnudo. No recordaba haberse desnudado para meterse en cama, cuando de pronto los recuerdos de la noche irrumpieron en su cerebro. La imagen se hizo clara —los aúreos cabellos en cascada, el peinador color de espliego— y miró a su alrededor para comprobar los detalles que faltaban.

Lilly Hedqvist, acurrucada bajo la manta, dormía a pocos palmos de él en la misma cama doble. Dormía con la fácil inocencia de una niña, con sus rebeldes rizos ocultándole a medias las mejillas, pero sin tapar el lunar que tenía sobre la boca. Tenía la manta subida hasta los hombros, mostrando únicamente los delgados tirantes blancos de su camisón.

Mientras la observaba en aquel momento en el que se presentaba ante él tan desprevenida, e inanimada, Craig se sintió conmovido. Él, un extraño, un forastero, un beodo, había invadido su intimidad, y ella lo había aceptado con una bondad sin reservas y con una abierta confianza, prodigándole sus cuidados y compartiendo con él su lecho. Craig sabía que estaba muy en deuda con ella, y lo primero que tenía que hacer para satisfacerla era marcharse sin molestarla.

A desgana abandonó el lecho, lamentando no haber conocido a aquella joven antes de que comenzase la época de su desintegración. Aunque entonces, se dijo, aquel encuentro nunca hubiera sido posible, porque nació de la compasión… de la que ella sentía por él, y de la que él mismo se inspiraba.

Buscó el cuarto de baño, abriendo un armario por equivocación, y por último lo encontró. Encendiendo la luz fluorescente se miró en el inevitable espejo, esforzándose por ver en su imagen reflejada lo que había visto Emily Stratman antes de la medianoche y lo que vio Lilly Hedqvist después de la medianoche. Únicamente vio una cara macilenta y angulosa que mostraba las huellas de la debilidad y que le dio asco. Abriendo el grifo, se echó agua fría a la cara y luego se lavó y enjuagó la boca. Aquello le reanimó. Estaba sereno y, aunque pareciese increíble, sin resaca. Se hizo una silenciosa promesa: vida nueva, basta de beber, basta de destruirse a sí mismo, basta de anti-vida.

Entrando de puntillas en el living, recogió la camisa y los pantalones, puestos en una silla junto a la cama y entonces, de repente, mientras permanecía allí de pie, se sintió demasiado fatigado para vestirse. Únicamente deseaba volver a la cama, para hundirse en un infinito de calor y de paz, para despertarse más tarde en un mundo donde hubiese algo que le importase. Cansado y desalentado, se sentó al borde del lecho. Permanecía agazapado, inerte, sabiendo que eran casi las nueve de una oscura mañana invernal, sabiendo que Leah le esperaba, que los comités del Premio Nobel le esperaban, que el programa le esperaba, y que él no estaba para actos y ceremonias oficiales.

—¿Adónde va usted, míster Craig?

La voz de Lilly lo sobresaltó y se volvió en redondo. Ella estaba tendida de espaldas, cubierta por la manta, con la cabeza vuelta hacia él, apartándose con una mano el cabello de los ojos y con la otra sujetándose la manta sobre la garganta.

—Al hotel —contestó él—. Quería irme sin despertarla.

—¿Por qué?

—No quería comprometerla. —Pero reflexionó y añadió—: No, no es eso. Me daba vergüenza hablar con usted.

—¿De qué tiene que avergonzarse?

—De la forma en que me vio…

—Vi a un hombre que había bebido demasiado y que estaba cansado. No me importó en absoluto. Había pensado con frecuencia en usted y de lo que nos divertimos en el ferry de Malmö, y me alegró que se acordase usted de mí y viniese a verme.

—Sí, me acordé de usted.

Ella se incorporó hasta quedarse sentada apoyada en la almohada, sin dejar de taparse con la mano. Con la mano libre, golpeó la cama:

—Venga aquí, míster Craig.

Dejando sus ropas, él dio la vuelta a la cama y se sentó a su lado.

—¿Por qué pensó en mí, anoche? —le preguntó.

—No lo sé exactamente, Lilly.

—Sí lo sabe.

—Al principio, sólo quería estar solo y me sentía derrotado, pero después ya no quise estar solo… deseaba compañía… y me acordé de usted… de lo bien que lo pasamos juntos… y sin saber cómo, vine aquí.

—Pero no ha tenido compañía, como usted dice. Ha dormido y ahora se va, pero sigue sintiéndose solo.

—Sí

—¿Y es así como quiere estar… solo?

—Lilly, por Dios…

—No, debe ser sincero conmigo y con usted mismo. Debe aprender la sinceridad. ¿Por qué vino a verme, en realidad?

—Bien, ya que me lo ha preguntado… porque la quería, porque la necesitaba…

—Me necesitaba —repitió ella lisa y llanamente, sin la menor inflexión interrogativa—. Sí esto es cierto. Entonces, ¿qué le da miedo? ¿Por qué complica tanto una cosa tan sencilla como amar y ser amado? ¿Por qué viene y luego se va solo?

—Hacen falta dos para…

—Y somos dos —susurró Lilly.