Capítulo octavo
Lo que despertó a Andrew Craig fue el rumor de voces procedente de la habitación contigua.
Cuando abrió los ojos, comprendió instantáneamente que estaba tendido en la cama plegable del living de Lilly Hedqvist. Confusamente recordó los sucesos de la noche anterior… Gottling, borracho en el Wärdshus, revelándole cómo el Premio Nobel de Literatura fue influido por la política; la pintoresca reunión nudista del gimnasio, con todos los socios escuchando el discurso de su director; Lilly y él, entregándose a largas demostraciones de amor allí mismo, en aquella cama.
Sólo este último recuerdo tenía algún sentido, y Craig se esforzó por resucitarlo con detalle, pero por último renunció a ello. Había estado más ebrio de lo que suponía. Sólo subsistían algunas confusas imágenes amatorias. El resto era un vacío. La única evidencia que subsistía del placer, con excepción de la cama deshecha, era su languidez corporal. Su espíritu no contenía resaca ni remordimiento; notaba sus miembros relajados.
De buena gana se hubiera quedado en la cama, pero entonces volvió a oír las voces que lo habían despertado. Indudablemente, una de ellas era la voz de Lilly. Dirigió una mirada al reloj. Eran ya más de las nueve. ¿Por qué aún estaba Lilly allí? ¿Por qué no había ido a trabajar? Y la otra voz, ¿de quién sería? ¿De un amigo? ¿De un enemigo? ¿Quién había entrado en el piso y estaba entonces en la pequeña cocina? ¿Y si lo veía así, qué pasaría?
Las voces indistintas continuaron su conversación y entonces Craig se dio cuenta de que una de ellas era masculina. Alarmado, se incorporó inmediatamente y saltó de la cama. Recogiendo sus ropas y zapatos, se ocultó a toda prisa en el cuarto de baño.
Tardó veinte minutos en ducharse, secarse, vestirse y asearse. Cuando salió, de talante algo belicoso por la comprometida situación en que Lilly lo había colocado (sentimiento que rápidamente se disipó al pensar en que él también la había puesto en situación comprometida y al decirse después que ella no sabía, o al menos no lo había manifestado, que él fuese un personaje importante y de gran valor para los periodistas), observó que la cama plegable ya estaba deshecha, empotrada de nuevo en la pared, y que el living era todo orden y castidad.
Entró en la cocina, dispuesto a todo.
Al principio pensó que Lilly, de pie ante la cocina de dos fogones colocada junto a la entrada, estaba sola. La mañana era oscura y allí sólo había una ventana y una mortecina bombilla eléctrica encendida. La joven era, como siempre, una delicia para los ojos, con sus áureos cabellos bien peinados, sueltos y largos, su juvenil y delicada garganta, su blusita bien planchada de color cacao y su falda canela oscuro, hoy holgada. Acababa de verter el café en las tazas, cuando él entró y su sonrisa espontánea y amistosa, que descubrió sus blancos dientes, no demostraba el menor remordimiento.
—Buenos días, míster Craig. ¿Descansó bien?
—Maravillosamente, Lilly. Me pareció oír…
Se detuvo a mitad de la frase. Su mirada pasó junto a Lilly hasta clavarse en el fondo oscurecido de la cocinita donde, apoyado negligentemente en la puerta de servicio, con un platito en su mano regordeta y una humeante taza en la otra, estaba un hombre.
—Quiero presentarle a mi mejor y más viejo amigo de Estocolmo, míster Craig —dijo Lilly—. Nicolás Daranyi. No le gusta que le llamen Nicolás. Todo el mundo tiene que llamarle Daranyi.
—Como la Garbo o la Duse —dijo Daranyi—. O también como Kitchener. Creía que lo rebajaban cuando lo llamaban Horado Kitchener. Tal vez sea falta de modestia por mi parte. Pero todos tenernos nuestras pequeñas vanidades. —Dejando la taza y el platito, se adelantó para estrechar la mano de Craig—. Mucho gusto en conocerle, míster Craig.
A la luz de la bombilla, Craig pudo ver mejor al intruso. Daranyi tenía cincuenta años bien cumplidos y su estatura era inferior a la media. Tenía una cabeza voluminosa y maciza, apenas cubierta por un cabello lleno de brillantina y que llevaba con raya al lado con el fin de cubrir en lo posible su incipiente calva. Su cara, de expresión melosa, estaba escrupulosamente rasurada y sus mofletudos y joviales carrillos comprimían sus ojos, convirtiéndolos en dos rendijas. Pero su mirada era alegre, su larga nariz y su boca mostraban una expresión risueña, que hacía pensar en las fiestas navideñas. Craig estaba seguro de que por Navidad debía vestirse de Papá Noel para dar una sorpresa a los niños. Precediéndole, se adelantaba una considerable tripa y resultaba sorprendente que sus delgadas piernas pudiesen sostenerlo. Su traje gris, a cuadros casi imperceptibles, le iba corto en las mangas y en los pantalones, pero estaba bien planchado, limpio e inmaculado, a pesar de que se veía algo raído. Su aspecto era inconfundible: aquel hombre procedía de la Europa Central e incluso en aquel lugar extranjero él resultaba forastero. Olía a jabón exótico y a colonia de muchos grados.
—Debo confesar que me siento un poco violento —dijo Craig con franqueza.
—¿Por qué? —preguntó Daranyi con ingenuidad—. ¿Porque ha dormido demasiado?
Lilly se apartó de la bandeja que estaba preparando y palmoteó con deleite.
—¿No comprendes, Daranyi? Míster Craig es un modesto americano de moral puritana y le da vergüenza que lo encuentren compartiendo la intimidad de una joven soltera.
—Ya veo —dijo Daranyi con gravedad—. Pero, míster Craig, usted está en Suecia, no en su Minnesota natal.
—Es de Wisconsin —le interrumpió Lilly.
—Pues en su Wisconsin natal. Además, yo soy como un padre para Lilly. —Y añadió prontamente, con un brillo malicioso en sus ojos entornados—: Es decir, como un padre tolerante y sofisticado.
—No sé cómo hubiera podido vivir sin Daranyi —dijo Lilly, terminando de arreglar la bandeja—. Cuando me fui de Lund hace cuatro años, no conocía a nadie aquí y sólo traía tres cartas de presentación. Una de mi tía, era para Daranyi. Él me encontró trabajo en la Nordiska Kompaniet. Gracias a él, encontré este piso. Me compró el aparato de televisión. Y durante las dos mañanas libres que tengo, y los domingos, me lleva en su coche a todas partes. Sin él, estaría perdida.
—No haga caso a Lilly, míster Craig —observó Daranyi—. Siempre me valora en exceso, aunque esto no deja de complacerme en secreto.
—Y Daranyi sabe —prosiguió Lilly alegremente, volviéndose a Craig— que las jóvenes suecas se encuentran en difícil situación, al haber más mujeres que hombres en Suecia…
—Seis mujeres por cada cinco hombres en Estocolmo —precisó Daranyi.
—… y que una chica de veintitrés años, como yo, se convertiría en una solterona, irritable y neurótica, si no pudiese tener cada quince días en su cama a un hombre que admira. Por lo tanto, no se sienta usted violento, míster Craig. Estoy segura de que Daranyi le dirá que cuando esta mañana vino, estuvo muy contento de encontrarlo conmigo.
—Es cierto —dijo Daranyi, ecuánime.
Algo desconcertado, pero divertido, Craig siguió a Daranyi al living. Daranyi despejó la mesita de café, de cristal, y acercó las dos sillas de mimbre. Lilly les sirvió zumo de frutas, tomó con un cucharón los huevos revueltos de un plato de loza y colocó sendas tazas de café ante ellos. Luego se sentaron a desayunar.
—Lilly me ha dicho que es usted escritor —dijo Daranyi a Craig.
Craig, con la boca llena, asintió.
—¿Escribe novela o reportajes? —inquirió Daranyi.
—Novela —repuso Craig.
—Entonces, no es probable que lo haya leído. Dado el carácter de mi trabajo, tengo poco tiempo para las novelas. Tengo que leer obras de política y biografías, actuales y antiguas, y casi todo el tiempo que puedo dedicar a la lectura lo consagro a revistas y periódicos, además de las obras citadas.
—¿A qué se dedica usted, míster Daranyi? —le preguntó Craig.
Daranyi se había llevado el zumo de frutas a los labios, pero no terminó de apurarlo.
—Soy espía, míster Craig —dijo y luego, lentamente, se bebió el contenido del vaso.
Craig comprendió que su cara debía de mostrar una estúpida expresión de asombro. Hizo la pregunta de manera casual, al paso, sin esperar ninguna respuesta de interés, suponiendo que Daranyi sería agente de seguros, dependiente en una zapatería o burócrata. En lugar de esto, había mencionado la profesión más extraña e inverosímil de la tierra.
Craig pensó que tal vez no había oído bien.
—¿Ha dicho usted… espía?
—Exactamente —contestó Daranyi, engullendo vorazmente el huevo revuelto. Masticando a dos carrillos, prosiguió—: Ahora ya no es la mejor de las profesiones. Antes lo fue, pero eso ha terminado. Si tuviese un hijo, no dejaría que siguiese mis pasos. Preferiría que fuese dentista.
Craig continuaba pasmado. ¿Y si aquel sujeto panzudo le estuviese tomando el pelo? Pero se le veía bastante serio y Lilly, ocupada en despachar su desayuno, apenas prestaba atención a la conversación. Desde luego, no se trataba de una broma.
—Pero, si usted es espía —dijo Craig, estupefacto—, ¿para quién trabaja? ¿Y cómo es posible que se atreva a mencionarlo?
—Entre amigos no hay inconveniente —repuso Daranyi—. ¿Cómo encontraría clientes, si no lo mencionase? Además, casi nadie me toma en serio. Se trata de una profesión muy inverosímil, ¿no le parece? La mayoría se piensan que quiero tomarles el pelo. Pero no hay necesidad de guardar el secreto, excepto cuando trabajo. Entonces me muestro reservado y discreto. En cuanto a eso que me pregunta, de para quién trabajo… le diré que trabajo para quien pague bien. Soy el último representante de una especie casi extinguida… el espía independiente y que trabaja por su cuenta.
—¿Y eso, exactamente, qué significa?
—Pues significa, míster Craig, que los ideólogos aficionados han dejado casi sin trabajo al espía profesional. El modo de actuar de la Unión Soviética es típico a este respecto. Sus servicios de información no necesitan pagar los servicios de agentes de calidad en el extranjero. Saben que disponen de suficientes idealistas y fanáticos del Comunismo o de compañeros de viaje que trabajarán para ellos abnegadamente y por precios de saldo. Los tipos como el doctor Allan Nunn May, el doctor Klaus Fuchs y los Rosenberg han convertido la vida del espía en algo muy difícil. Siempre ha habido agentes nacionales, desde luego, pero también había espías independientes. Por ejemplo, Gertrud Zelle… a quien usted conoce por el nombre de Mata Hari o H. 21. Centenares de hombres y mujeres como ella, que sólo habían jurado fidelidad a sí mismos y a los nobles principios de su profesión, trabajaban para cualquier país y en cualquier misión, por precios a convenir. En mi juventud, cuando vivía en Budapest, me sentí atraído por esta profesión, como otros se sienten atraídos por el Derecho o la Medicina. A juzgar por mis lecturas, era evidente que, si bien había ciertos riesgos, la profesión tenía grandes alicientes… viajes constantes, trato con personas interesantes, buena comida, considerables beneficios y la posibilidad de pasar a la Historia. Durante la última guerra trabajé para los alemanes en Estambul. Había cultivado algunos talentos especiales —uno de ellos la lectura de labios— y me sentaba en las terrazas de cafés y restaurantes para ver los labios en movimiento de los diplomáticos americanos, franceses e ingleses, cuyas conversaciones anotaba. Después de la guerra, realicé algunas misiones de valor para los ingleses en Jordania y Palestina. Como usted ve, no tengo favoritos. El sentimentalismo es sinónimo de hambre para un hombre como yo. Con marcos alemanes y libras esterlinas inglesas pueden comprarse las mismas vituallas y ropas.
—¿Y cómo fue que vino a Suecia? —quiso saber Craig.
—No podía regresar a Budapest, ni lo deseaba —repuso Daranyi—. Era apátrida. No tenía pasaporte auténtico, a pesar de que disponía de varios pasaportes falsos que había empleado en diversas ocasiones. Con la mayor frialdad, escogí a Suecia como una perfecta base de operaciones. Está cerca de Moscú, cerca de los dos Berlines y a pesar de ello hay aquí poderosas influencias anglosajonas. Y además Suecia, debido a su ansiedad por guardar su neutralidad, es un excelente cliente para el espionaje. No me resultó difícil conseguir que me enviasen aquí como corresponsal extranjero de segunda fila. Una vez aquí, me hice útil a varios personajes importantes, los cuales han conseguido hacerme quedar en Estocolmo. Esta ciudad tiene sus inconvenientes. No hay vida de noche, a diferencia de París, Roma, Viena o Estambul. Pero hay sitios peores. Mis ingresos son limitados, pero es que mis necesidades son también reducidas. Llevo una vida agradable y rutinaria. Tengo buenos amigos, como Lilly.
—Háblale a míster Craig de Enbom —dijo Lilly, mientras tomaba café.
—Ah, sí, Enbom —dijo Daranyi—. Lilly está orgullosa de la parte que yo desempeñé en este asunto. Y yo también lo estoy. Verá, míster Craig, no quiero darme aires de importancia con usted. Yo no soy un gran espía como Alfred Redl, Jules Silber o Fraulein Doktor Elsbeth Schragmüller. En primer lugar, empecé a practicar demasiado tarde mi profesión. La clase de espionaje que yo realizo ya está pasada de moda, como le he dicho. En segundo lugar, soy un cobarde. No me avergüenza confesarlo. Soy un espía que tiene miedo. Con tales limitaciones, es natural que no me confiasen misiones muy importantes. En cierto modo, he quedado reducido al papel de un detective. Hace un mes realicé mi última investigación por encargo de un industrial danés que deseaba obtener ciertos informes de carácter particular acerca de un nuevo competidor sueco. Antes de este trabajo, había realizado unas averiguaciones por cuenta de un miembro de la Real Academia Sueca de Ciencias…
Craig no pudo ocultar su sorpresa.
—¿Un miembro del jurado de los Premios Nobel?
—A decir verdad, sí —repuso Daranyi—. El doctor Carl Adolf Krantz, antiguo cliente mío. Probablemente, nunca habrá oído hablar de él. De todos modos, no puedo hablarle de este asunto.
Craig se mordió la lengua, dominando su curiosidad. Sacó la pipa para llenarla, y continuó escuchando atentamente.
—Aunque de vez en cuando, muy raramente —pero a veces sucede—, me encuentro con un caso interesante. Por ejemplo, como ese al que Lilly se refería…, el caso Enbom, que se remonta al 1952. Sin duda habrá oído usted hablar de él.
—Sí, estoy seguro de haber leído algo —dijo Craig, tratando de recordar.
—Fue el caso de espionaje más importante de nuestra historia —dijo Lilly—. Y en él, Daranyi tuvo un papel importante.
—Fritiof Enbom era redactor de un periódico comunista sueco de Boden —explicó Daranyi a Craig—. Boden es una fortaleza de extraordinaria importancia estratégica situada en territorio lapón, cerca de Finlandia. Enbom era sueco y uno de esos espías ideológicos a los que me he referido. Era un agente al servicio de la Rusia soviética. Empezó a trabajar para ella durante la última guerra. Había conseguido ocultar una emisora de radio portátil. Venía con frecuencia a Estocolmo. Cuando lo hacía, trayendo consigo informes sobre nuestras fortificaciones, dejaba una horquilla doblada en la grieta de una casa próxima a la embajada rusa y entonces los rusos lo visitaban. Todo fue bien hasta 1951. En dicho año tuvo un altercado con los comunistas, abandonó su periódico de Boden y se trasladó a Estocolmo. Como Enbom necesitaba trabajo, solicitó la ayuda de algunos de sus antiguos camaradas comunistas suecos que ocupaban cargos en el Gobierno. Estos se negaron a ayudarlo, lo cual irritó extraordinariamente a Enbom. Una noche, exponiendo sus cuitas a un amigo, le reveló lo que había hecho por los comunistas en calidad de espía. Su amigo, que era un sueco leal, denunció a Enbom al Ministerio de Defensa, y el espía fue detenido inmediatamente, junto con su hermano y su amante. Y aquí es donde aparezco yo en escena, pero aún no puedo revelarle cuál era mi misión ni para quién trabajaba. Además, fueron detenidas otras cuatro personas complicadas en el asunto. Enbom fue acusado de comunicar secretos militares a Rusia, quien le pagó por esta información la suma de diez mil coronas. Contra los demás se presentó la misma acusación. Enbom, convicto, fue condenado a la pena más dura que puede imponerse en Suecia: trabajos forzados a perpetuidad. En cuanto a los demás, uno fue absuelto y cinco recibieron penas menores. Como usted puede ver, a veces mi vida no es tan monótona. Quizá algún día sienta deseos de aprovecharme como personaje de una de sus novelas, míster Craig.
Craig sonrió.
—Quién sabe; todo es posible.
—Pero la verdad —prosiguió Daranyi— es que Estocolmo engaña a los turistas. Es una ciudad tan ordenada, inmaculada y próspera, que parece aburrida y falta de interés. Pero no se fie usted de las apariencias. La neutralidad convierte a Estocolmo en terreno abonado para las conspiraciones e intrigas. El caso Enbom fue uno que, por casualidad, trascendió al gran público. Pero yo le doy palabra de que existen docenas de intrigas tan apasionantes como esta y tan variadas como el smorgasbord, en esta ciudad.
—Resulta difícil de creer… Es como si me dijesen que las hermanas Brontë eran un grupo de espías —dijo Craig. Mirando a Lilly, que se golpeaba la boca con una servilleta, añadió—: Supongo que Lilly será una de sus agentes.
—No, esta chica no tiene remedio —dijo Daranyi—. No sirve para esta clase de trabajos.
—Yo creo que mi franqueza desconcierta a míster Craig —observó Lilly—. Anoche le convencí para que ingresara en nuestra sociedad nudista.
Daranyi movió la cabeza.
—Esto no es para mí. Tiene usted más valor que yo, míster Craig. Por nada del mundo me atrevería a exponer mi barriga a ese hatajo de fanáticos de la higiene.
—No recuerdo gran cosa de lo que pasó —dijo Craig—. Me parece que estaba algo achispado.
Lilly juntó las manos detrás de la cabeza y se desperezó. Sus senos se distendieron bajo la blusa color cacao, pero nada se reveló y Craig se dio cuenta, de que por primera vez ella llevaba sostén. Intrigado, se preguntó la causa de ello.
—Bien, sea por lo que fuere, por la bebida o por la reunión nudista, la verdad es que le sentó muy bien —dijo Lilly a Craig—. Anoche estuvo maravilloso en la cama.
Craig se sonrojó como una amapola.
—Y tú también, Lilly.
Daranyi tosió antes de hablar.
—En Suecia tuvimos un presidente del Consejo de Ministros —Per Albín Hansson— que era prohibicionista y su cita predilecta era una frase de Aristóteles, que decía: «Los que se acuestan borrachos sólo engendran hijas». Un aviso para los prudentes.
Lilly amenazó con la mano a Daranyi.
—No seas un viejo chivo. ¿Crees que soy una niña? Cuando iba a la escuela en Vadstena —sólo tenía siete años— ya me explicaron la fecundación del óvulo, y cuando cumplí doce años, ya me habían enseñado en clase el empleo de los anticonceptivos. Dile a Aristóteles que no hay peligro de que yo engendre una hija. —Se volvió al estupefacto norteamericano—. ¿Está usted aliviado, míster Craig?
—No, si se tiene que parecer a ti.
—Los norteamericanos dicen cosas más lindas que los suecos. —Consultó su reloj de pulsera y de pronto se levantó de un salto—. Llegaremos tarde. Date prisa, Daranyi. —Miró a Craig—. ¿Tiene algo que hacer en el hotel?
—No, creo que no.
—Entonces, puede acompañarnos. Quiero que conozca a una persona. Sólo le entretendré una hora. Después, Daranyi podrá dejarme en la Nordiska Kompaniet y acompañarle a usted al hotel. ¿Le parece bien?
—De acuerdo, les acompaño —dijo Craig.
Lilly no se molestó en lavar los platos, sino que sacó a toda prisa su abrigo y los gabanes de los hombres del armario. Se la veía muy nerviosa mientras salían al vestíbulo, bajaban en el ascensor y salían a la calle.
—Anoche hizo tanto frío, que algunos canales se helaron —observó Daranyi, mientras se encaminaban a su automóvil—. Pero hoy no hace tanto frío. Sin embargo, es un día tristón. Mire las nubes.
—No perdamos tiempo —le apremió Lilly—. Ya sabes que no me gusta llegar tarde.
El automóvil resultó ser un «Citroën» negro. A pesar de su vejez —tenía por lo menos diez años— resplandecía, limpio y cuidado. No tenía ni un rasguño, ni un golpe y los cromados eran rutilantes. Craig ayudó a Lilly a sentarse en el asiento delantero y él se acomodó atrás, mientras Daranyi corría a ponerse al volante como una exhalación.
Arrancaron con una sacudida y luego el coche prosiguió suavemente. Daranyi conducía muy rígido, como todos los gordos, y con la mayor corrección, como los que gozan de un permiso de residencia temporal. Su velocidad no era elevada, pero sostenida.
—¿Adónde vamos? —preguntó Craig.
—Cerca de Vällingby —respondió Lilly—. Ya verá. No haga preguntas.
Craig se recostó en su asiento, fumando tranquilamente, mientras Daranyi relataba anécdotas de la vida de un húngaro en Suecia y Lilly permanecía muy quieta, sumida en sus propios pensamientos.
Al poco tiempo, al llegar a una amplia calle residencial donde había algunas tiendas modernas, Daranyi disminuyó la velocidad y se metió en una zona de aparcamiento situada junto a la acera. Salieron del «Citroën» y se dirigieron, seguidos por Lilly, a un edificio de piedra de dos pisos. Craig no tuvo tiempo de leer la inscripción en sueco que figuraba sobre la puerta, mientras seguía a sus acompañantes al interior.
Penetraron en un vestíbulo y de allí pasaron a una sala de espera, pulcramente amueblada con un sofá de roble con respaldo de rejilla y cuatro sillas tapizadas con piel de becerro. En el centro había una gran mesa con dos hileras de revistas suecas.
—Siéntense y pónganse cómodos —les ordenó Lilly—. Yo vuelvo en seguida.
Y desapareció por una puerta de vidrio opaco. Daranyi tomó asiento y se puso a hojear una revista. Craig empezó a buscar algo por la sala.
—¿Qué busca? —le preguntó Daranyi.
—Trato de encontrar un cenicero.
—Siempre se olvidan de ponerlos. Verá, casi todos los que vienen aquí son mujeres, y estas apenas fuman en público. —Señaló con el dedo—. Ahí tiene uno, en el alféizar.
Craig cruzó la estancia, extrañado por las costumbres locales, vació la ceniza de su pipa en el platito de cerámica, la llenó de nuevo, la encendió y se sentó en una silla.
—¿Por qué tanto misterio? —quiso saber Craig.
—A veces a Lilly le gusta gastar bromas a los amigos —dijo Daranyi.
Esperaron cinco minutos, ambos en silencio, y de pronto la puerta de vidrio esmerilado se abrió y apareció Lilly. Llevaba en brazos a un niño de cabello pajizo vestido con unos pantalones tejanos azules y que tendría poco más de un año. Le hacía arrumacos y frotaba su naricilla con la suya. El niño reía satisfecho.
Le dio la vuelta en sus brazos, como si fuese una muñeca y lo inclinó hacia Craig.
—Arne, quiero que conozcas a un amigo nuestro que viene de muy lejos… Míster Craig. —Sonrió a Craig desde el otro lado de la pieza. El norteamericano se levantó a medias, parpadeando de estupefacción—. Míster Craig —prosiguió Lilly—, le presento a mi hijo.
Luego, sin esperar la reacción de Craig, volvió el niño hacia Daranyi y lo dejó en el suelo.
—Anda, ve a dar un besito a tío Daranyi.
El niño avanzó con paso inseguro, pero denotando familiaridad, hacia los brazos que le tendía Daranyi. El húngaro lo abrazó fuertemente y después, buscando en el bolsillo de su chaqueta, sacó un caramelo de uvas y lo tendió al niño, que lo tomó en sus manitas y le dio un beso. Volviéndose entonces, la criatura vio en lo alto la cara extraña y sorprendida de Craig, se apartó asustado y, tratando de huir corriendo, se cayó. Inmediatamente Lilly se arrodilló a su lado y se inclinó para recogerlo amorosamente.
—¿Se ha hecho daño mi Arne? —le susurró—. Mamaíta quiere mucho a su Arne.
Levantándose con el niño en brazos, se volvió hacia Craig.
—¿Qué opina de Arne? ¿Verdad que se me parece? Para catorce meses es muy listo, pero es tímido.
—Es un niño muy hermoso —dijo Craig, completamente en serio—. No sabía que estuvieses casada, Lilly.
—Pero sí no lo estoy —respondió Lilly, risueña—. Continúo siendo una solterona… Ahora discúlpeme. Tengo que ir con Arne a ver a la guardiana. Hasta luego.
Craig se consideraba un hombre que estaba a la vuelta de muchas cosas, y Estocolmo aún le había dado más experiencia, pero en este caso, su asombro se convirtió en verdadero pasmo, que apenas pudo disimular. Estupefacto, vio cómo Lilly salia de la sala con su hijo.
Al acordarse de Daranyi, sentado a su lado, lo miró.
—Está sorprendido, ¿verdad? —le preguntó el húngaro.
—Estoy estupefacto.
—Pero no espantado, ¿verdad?
—No. Espantado, no.
—Así me gusta —dijo Daranyi—. Lilly no desearía merecer su desaprobación. No quiso decírselo antes, por miedo a que no la comprendiese. Es una mujer que se fía únicamente del instinto. Y su instinto le dice que primero tenía que enseñarle a su hijo, porque cuando los viese a los dos juntos, lo comprendería mejor.
—No creo comprender nada —dijo Craig—, pero espantado, no, no lo estoy.
—Me doy cuenta —observó Daranyi—. Tal vez yo consiga explicárselo. Venga. En la esquina hay un restaurante de las empresas «Norma». Lilly se reunirá allí con nosotros dentro de un momento. Mientras tomamos café, trataré de hacérselo comprender.
Salieron al exterior, recorrieron la breve distancia que los separaba de la esquina y, una vez en el restaurante «Norma», se instalaron en los taburetes del extremo de la barra, muy separados de los restantes clientes de la mañana.
Después de pedir café para Craig y café con un bollo para él, Daranyi se volvió en su taburete giratorio hacia su compañero.
—Para que comprenda —le dijo con expresión grave—, tengo que hacer primero un pequeño juego de manos. Nada por aquí, nada por allá, y usted ya no está en Wisconsin, ni en la Calle Mayor de su poblado norteamericano ni en ningún lugar de los Estados Unidos. Está usted en Escandinavia, en un clima moral diferente, un clima moral completamente distinto y progresivo. ¿Es capaz de hacerlo?
—Lo intentaré. Ella lo presentó como su hijo. No se puede tener un hijo por arte de magia. ¿Fue un… desliz?
—En absoluto, míster Craig. La concepción y el nacimiento de Arne fueron premeditados.
—Usted bromea.
—Míster Craig, despójese de sus viejos prejuicios. De cada diez niños que nacen en Suecia, uno es ilegítimo.
—Yo no soy un puritano, diga lo que diga Lilly. Nada más lejos de la verdad. Pero, de todos modos, esto no es lo que uno espera de alguien a quien se conoce íntimamente…, o se cree conocer.
—Pero tiene que ser alguien. ¿Por qué no puede ser una persona conocida? Unos se hacen millonarios, y a veces resulta que se trata de personas que conocemos. Otras veces alguien resulta asesinado, y es un amigo nuestro. La gente se divorcia, y se suicida, y a veces resulta que se trata de personas a quienes conocemos. El pequeño Arne es ese niño entre otros diez que nacen en Suecia.
—¿Y cómo fue? Dice usted que fue premeditado.
—Hace dos años, un famoso arquitecto sueco, un hombre muy apuesto y de porte impresionante, entró en la Nordiska Kompaniet para comprar un vestido con objeto de hacer un regalo de cumpleaños a su esposa. Lilly fue la dependienta que lo atendió. Se enamoraron instantáneamente; un flechazo. Las jóvenes como Lilly no son partidarias de la promiscuidad, pero creen en el amor, sin sublimarlo, pero expresándolo y disfrutándolo. Tuvieron relaciones íntimas. Como le digo, este arquitecto se enamoró de Lilly, pero sin que ello le impidiese querer también a su mujer y a sus tres hijos. Lilly es una criatura muy juiciosa, como usted habrá podido ver. Sabía que nunca podría ser suya legalmente. Pero aunque el camino del matrimonio se le cerraba, ella deseaba el fruto del matrimonio. Quería un hijo a imagen y semejanza del hombre amado. Entonces ambos hablaron de ello, exactamente como hubieran hecho un par de recién casados, y engendraron al hijo. Al poco tiempo, Lilly supo que ya lo llevaba en su seno.
Craig se esforzaba por librarse de sus prejuicios y escuchar con imparcialidad. Daranyi, desde luego, presentaba el caso de manera muy razonable.
—Pero las consecuencias…, ¿no pensó Lilly en las consecuencias?
—En Suecia no hay consecuencias —repuso Daranyi. El camarero les había servido ya el café y él echó dos terrones de azúcar en su taza y revolvió el líquido—. La palabra expósito es aquí desconocida, y así es como debe ser. Si bien se mira, míster Craig, el niño recién nacido está limpio de mancha y de pecado.
—De acuerdo —dijo Craig—, pero sin embargo…
—Suecia no fomenta el nacimiento de hijos naturales. Las jóvenes como Lilly no prefieren que sus hijos lo sean. El matrimonio sigue siendo el ideal. Pero la vida no se detiene, la gente se enamora y Suecia afronta sin rebozo estos hechos. Tenga usted en cuenta que en el registro civil figuran todos los nacimientos, ya sea la madre casada o soltera. A causa de ello, Suecia presenta el porcentaje de hijos naturales más elevado del mundo. A veces me pregunto si ello no se debe únicamente a que los suecos admiten lo que en otros países se oculta y se trata de presentar como un pecado.
—¿Quiere usted decir que Arne no tendrá que pagar las consecuencias de ello?
—En absoluto. Cuando Lilly estaba a punto de dar a luz, yo mismo la llevé en mi coche a un hospital del Estado, donde ya estaba esperándonos el padre, o sea el arquitecto. Cuando Arne vino al mundo, Lilly pasó a ocupar una habitación que compartía con dos madres casadas, y recibió exactamente el mismo trato que estas. El precio de la estancia en el hospital, asistencia médica incluida, era sólo de una corona diaria —unos veinte centavos norteamericanos— en virtud de la medicina socializada, que tanto detestan los médicos de su país. El Gobierno entregó a Lilly un donativo de cuatrocientas coronas, para atender a sus necesidades inmediatas. Mientras aún estaba en el hospital, la visitó la guardiana que le había sido asignada por el Estado. Como usted ve, el Estado socialista sueco piensa en todo. En 1917 se fundó el llamado Svenska Barnavardsnämnden, o Comisión de Beneficencia Infantil, destinada a velar por las madres solteras. Esta organización dispone de mujeres guardianas, que han seguido un curso de dos años en el que han estudiado sociología, psicología y puericultura. Cada una de ellas atenderá a una madre soltera. La guardiana aconsejará a la madre, procurará que no le falte dinero, etc. La guardiana de Lilly la visita a ella y al niño todos los meses —hoy están en el edificio donde se halla instalado el Jardín de la Infancia, del que acabamos de salir— y dentro de poco tiempo, la guardiana solamente la visitará un par de veces por año, hasta que Arne cumpla los dieciocho.
—¿Y cómo se las arreglará Lilly?
—A eso iba, míster Craig. Como ya le he dicho, los suecos son un pueblo muy juicioso. Consideran que no se puede robar el padre a un niño. Pero si el padre no quiere asumir esa responsabilidad, como ha hecho el padre de Arne, el Estado busca al padre con ayuda de la madre. Si él admite su paternidad, santas pascuas. Si no quiere admitirla, se le hace un análisis de sangre. Si resulta que padre e hijo pertenecen al mismo grupo sanguíneo, el primero no puede rehuir su responsabilidad.
—Pero estos análisis de sangre no siempre son exactos —objetó Craig.
—Desde luego, pero eso es mejor que nada. Probablemente existen algunos casos injustos, pero muy pocos. Si la prueba sanguínea es negativa, y el padre no puede ser hallado, o, a pesar de serlo, resulta que es demasiado pobre para mantener a la madre y al niño, el Estado asume el mantenimiento del susodicho hijo ilegítimo. El arquitecto amigo de Lilly, desde luego, reconoció su paternidad al instante. Actualmente da a Lilly el diez por ciento de sus ingresos mensuales, para que esta pueda mantener a Arne, criarlo y educarlo.
—¿Y qué dice a todo esto la mujer del arquitecto?
—No lo sabe, porque él no se lo ha comunicado. Si muere antes que ella, terminará por saberlo, porque Arne recibirá parte de la herencia. Pero lo más corriente es que los maridos lo cuenten a sus mujeres. Se producen escenas, naturalmente, pero yo no sé que nunca nadie se haya divorciado por eso.
Craig permanecía ensimismado contemplando su café, pero sin decidirse a probarlo todavía.
—Míster Daranyi, no me tome usted por un indiscreto, pero… ¿sigue viéndose Lilly con el padre de su hijo?
—No. Eso terminó hace medio año. La decisión, puede usted creerme, fue de la propia Lilly. Finalmente dejó de estar enamorada. En el fondo, vio que no era su tipo. Ahora está contenta de pensar que él no era libre y por lo tanto no pudo casarse con ella, pues el resultado hubiera sido un matrimonio desgraciado unido por el hijo, o un divorcio. Por si le interesa, le diré que aún está muy contenta con su hijito. Por el momento, Arne es la niña de sus ojos. Ahora lo tiene siempre en el Jardín de la Infancia, que pertenece al Estado. Pero más tarde, sólo lo dejará aquí de día, mientras ella trabaje, y por la noche y los domingos lo tendrá con ella en el piso.
—¿Y cree usted que esto es correcto?
—Míster Craig, cuando Arne nació, Lilly publicó una notita en los periódicos y envió tarjetas azules a todas sus amistades. Varias de sus amigas se encuentran en circunstancias similares. Una joven que también pertenece a la sociedad nudista, como ella, y que tiene un buen empleo, a los treinta y cuatro años de edad se moría de ganas de tener un niño, pero a causa de la escasez de varones temía quedarse para vestir santos. En la empresa donde trabaja, habló del caso con su patrono, hombre al cual admiraba. Él le prestó su colaboración y ahora ella es madre de una hermosa niña. Y a oyó usted hablar a Lilly de la educación sexual en la escuela. Esto, aquí, es universal. Ninguna muchacha, ningún joven, terminan sus estudios sin poseer un conocimiento completo de las relaciones sexuales, del nacimiento, del aborto y de los anticonceptivos. Esto sería imposible en su país, porque las diversas iglesias y sectas confesionales no lo permitirían. Pero aquí la Iglesia Luterana es la religión oficial, y se halla dominada por el Estado. Esto quiere decir que la Iglesia es débil en Suecia. Apenas nadie asiste a ella. La enseñanza religiosa está suplantada por la enseñanza laica y un gobierno realista. ¿Le parece mal? Seamos sinceros. Las costumbres sexuales de los jóvenes suecos no son distintas de las costumbres de los jóvenes norteamericanos. A los diecisiete, a los dieciocho, a los diecinueve años, las necesidades del organismo son más o menos las mismas en todas partes. Pero en Norteamérica, el amor es ilícito, tiene que practicarse en los pajares, en callejones oscuros y en los hoteles, y está enturbiado por sentimientos de vergüenza, de culpa y de secreto. Aquí el amor no es ilícito, sino que es algo natural. Si una joven ama a un muchacho, tiene relaciones sexuales con él como la cosa más normal. Si el amor continúa, se casan. Si dejan de quererse, no se casan. Yo he leído los resultados de la encuesta realizada por el doctor Chapman, quien realizó una investigación sexual entre las mujeres casadas de Norteamérica. ¿Qué nos dicen sus estadísticas? Que de diez mujeres casadas, cuatro han tenido relaciones sexuales premaritales. Bien, sepa usted que se hizo una encuesta similar en Suecia y se descubrió que aquí, de cada diez mujeres casadas, ocho ya habían tenido relaciones sexuales antes del matrimonio, y la mayoría de ellas a los dieciocho años. Comprenda, míster Craig, aquí la gente es más libre, pero no por ello es peor. A decir verdad, es mejor. Los matrimonios suecos son más sólidos. Aquí un hombre no se casa con una mujer para poder acostarse con ella. Primero se acuesta con ella y después la toma por esposa, porque comprende que no puede vivir sin ella.
Craig paladeaba su café con expresión distraída, pensando en Lilly. Quedaba aún una pregunta por hacer, una pregunta que ya no debiera haberle inquietado, pero él era hijo de su pasado.
—¿Y qué será de Lilly? —preguntó al fin.
Daranyi se encogió de hombros.
—Quién sabe. Aún es joven. Las suecas se casan relativamente tarde. Creo que por término medio se casan a los veintiséis años. Lilly ha conocido a algunos hombres a los que ha amado. Quizás un día encontrará a uno al que amará lo suficiente para casarse con él.
—¿Y por qué…, por qué se entregó a mí?
Daranyi sonrió.
—No se entregó a usted, míster Craig. Fue usted quien se entregó a ella.
—No estoy tan seguro.
—Pues yo sí. Lilly hace el amor cuando y como le parece a ella.
Craig dejó la copa vacía sobre el mostrador.
—Ahora todo me parece distinto —dijo—. Hasta anoche, todo fue sólo… una aventurilla…, un devaneo con una chica encantadora. Pero ahora…
—¿Ahora, qué, míster Craig?
—No sabría decirlo exactamente. Creo que Lilly merece algo más. Y su hijo, a pesar de lo que usted ha dicho…, también merece algo más.
—Míster Craig, observo en usted los síntomas de la enfermedad incurable que usted comparte con todos sus compatriotas.
—¿Cuál es?
—Sensación de culpabilidad, míster Craig, de culpabilidad… de la cuna a la tumba.
—Pero el niño…
—No se preocupe por el niño. Es Arne Hedqvist, plenamente reconocido y aceptado. Lilly sabe, por habérselo dicho yo, que algunos de los hombres más ilustres de la Historia fueron hijos bastardos: Leonardo de Vinci, Erasmo, el papa Clemente VII, Alejandro Dumas hijo, vuestro Alexander Hamilton y el sueco Strindberg. Estos se abrieron paso en la vida y Arne aún contará con mayores facilidades. Lo mismo que Lilly. No se halla agobiada por complejos de culpa ni de pecado. Quizás usted también podrá señalar este día con piedra blanca, y, de ahora en adelante, desechará sus complejos de culpabilidad.
Daranyi miró al fondo del restaurante e hizo una seña con la mano.
—Ahí viene —dijo, dando la vuelta al taburete y levantándose—. Vámonos ya.
Craig se puso en pie lentamente. Hubiera deseado comentar aquello con alguien de su intimidad. Trató de pensar en Miller’s Dam y en Harriet, pero ambos estaban muertos. Solamente revivió la visión de Emily Stratman. Si pudiese hablar con ella…, pero no podía, porque entre ambos se alzaba una barrera invisible. Ambos habían tratado de franquearla, pero no lo habían conseguido. Emily todavía se le presentaba como un ser irreal.
Sólo la joven de rubios cabellos que estaba ante él era real, pero en este caso surgía de nuevo la sensación de culpa, que le había inculcado Leah.
¿Qué debo yo a los demás?, se preguntó.
¿Cuándo podré pertenecerme a mí, solamente a mí?
El doctor Hans Eckart abandonó el taxi y, con su rígido paso militar, se aproximó a la diminuta figura adornada por una perilla que había acudido a su cita en la esquina de la calle.
—Carl —dijo Eckart.
Carl Adolf Krantz giró en redondo y, sin molestarse en estrechar la mano enguantada de Eckart, como mandaba la etiqueta, lo agarró por el brazo y lo metió en el quicio de una puerta.
—Entra aquí —dijo Krantz con tono de apremio.
Molesto, Eckart accedió a la estúpida y melodramática orden del sueco, permitiendo que este lo empujase al interior abierto de una entrada konditori.
—¿Se puede saber qué te pasa, Carl?
Pero Krantz atisbaba a tres figuras que se alejaban, un hombre rechoncho, un hombre alto y una joven, que caminaban por la acera opuesta.
—Gott sei dank —murmuró por último—. No nos ha visto juntos.
—¿Quién? —preguntó Eckart con exasperación—. Um Himmels willen… ¿Qué significa esta idiotez?
Krantz se había repuesto e inmediatamente se deshizo en humildes excusas.
—Perdóname este mal momento, Hans. No era mi deseo molestarte. Pero cuando tú te acercabas, vi al otro lado de la calle, saliendo del restaurante «Norma», al húngaro.
—Zum Teufel! ¿Qué húngaro?
—¿No recuerdas cuando te hablé de él? —hizo una pausa discreta, mirando hacia atrás, pero la puerta del salón de té estaba cerrada—. ¿De cómo maniobré para imponer la candidatura de Stratman durante aquella votación secreta?
—Sí, Sí…
—Te hablé entonces de un payaso húngaro que se las da de espía —aunque en realidad es un detective que tiene muy buenas relaciones entre la prensa— y de cómo contraté sus servicios para que me informase sobre los candidatos de Física rivales de Stratman. ¿No te acuerdas? Fue él quien descubrió los antecedentes del español y averiguó que los dos australianos eran un par de invertidos.
—Creo recordarlo vagamente.
—Pues ahora estaba en la acera opuesta. No había nada de malo en que nos viese juntos, pero es un tipo curioso, debido a su profesión, bastante chismoso en ocasiones y me pareció más prudente…
—Hiciste muy bien —dijo Eckart, deponiendo su enojo.
Krantz asomó la cabeza por la entrada y miró calle arriba. Vio a un caballero alto que ayudaba a subir a una rubia a un automóvil. Distinguió a Daranyi, identificable por su corpulencia, que se sentaba acto seguido tras el volante. Los acompañantes de Daranyi, la rubia y el caballero alto, estaban demasiado lejos para que pudiese reconocerlos. Por un momento Krantz se preguntó quién podrían ser y qué se traía entre manos Daranyi aquellos días.
Cuando el «Citroën» se alejó, Krantz se volvió hacia Eckart.
—Se han ido —dijo—. Estamos en libertad de ir a donde nos plazca. Has dicho por teléfono que deseabas una breve conferencia, ¿no es eso?
—En efecto.
—Verás, el lugar que escojamos para ir depende del tema de nuestra conversación. —En su fuero interno, Krantz abrigaba la esperanza de que Eckart le hubiese solicitado aquella entrevista para comunicarle buenas noticias sobre su nombramiento de catedrático en la Universidad de Humboldt. Pero, como hombre realista, comprendió que aquello aún era prematuro y que lo más probable era que Eckart quisiese exponerle alguno de sus problemas. Probablemente había visto ya a Stratman y necesitaba consejo—. Si no es nada importante —continuó Krantz— podemos ir al restaurante «Norma» de ahí enfrente. No obstante, si prefieres un sitio más tranquilo y reservado…
—Sí, prefiero un sitio reservado —le interrumpió Eckart con voz firme.
—Dispongo de un «Volkswagen». Está a la vuelta de la esquina. Podemos sentarnos a hablar en él o ir a dar un paseo…
—Nos sentaremos a hablar en él —dijo Eckart.
Por el tono de su compañero, Krantz olió que algo desagradable flotaba en el ambiente. Estaba ansioso por saberlo, mientras acompañaba a Eckart al «Volkswagen». Krantz abrió la portezuela para que subiese el alemán y Eckart, muy rígido, entró para sentarse en el asiento tapizado de cuero, poniendo sus manos, en las que se destacaban las azuladas venas, sobre sus rodillas. Krantz cerró de un portazo, cada vez más nervioso, luego dio rápidamente la vuelta al vehículo y se instaló ante el volante.
—¿Quieres que deje las ventanillas cerradas o deseas que entre el aire?
—Déjalas cerradas.
Krantz se quitó un guante y, sacando el rompecabezas metálico del bolsillo, se puso a juguetear con los dedos de su mano desnuda.
Eckart, que estaba ordenando sus ideas, notó de pronto que el rompecabezas metálico lo distraía y le dirigió una mirada de disgusto.
—Carl, höre doch auf con ese rompecabezas…, guarda ese infernal juguete. Tengo que concentrarme y quiero que tú también te concentres. La situación es grave.
—Sí. Lo siento.
Krantz se guardó el rompecabezas en el bolsillo de la chaqueta y esperó con aire compungido.
—Como tú sabes, ayer almorcé con Max Stratman.
—Ah, qué bien.
—Nada de bien —rezongó Eckart—. Perdí lastimosamente el tiempo.
Krantz deseaba vivamente que su única aportación de valor a aquella entrevista, a saber, la presencia de Stratman en Estocolmo, no quedara disminuida.
—Ya te advertí sobre esa posibilidad, Hans. ¿Te acuerdas? ¿No te acuerdas? Él dijo a la prensa que no deseaba trabajar al servicio de un Estado totalitario. Dijo que había salido de Alemania voluntariamente. —Muy preocupado, dirigió una mirada de soslayo a Eckart—. ¿Es eso lo que te repitió?
Eckart hizo caso omiso de la pregunta de Krantz.
—Le ofrecí un puesto en la Universidad de Humboldt por un salario triple del que ahora gana. Le ofrecí una casa. Le ofrecí libertad de movimientos. Sólo un mentecato estúpido y sentimental hubiera podido rechazar semejante ofrecimiento. Y él lo rechazó.
Krantz notó el dolor que le producían las palabras de Eckart, casi físicamente. Desde el primer momento comprendió, aunque no se lo hubiesen dicho claramente, que Eckart y sus camaradas de la Alemania Oriental querían tener a Stratman en Estocolmo para atraerle de nuevo a la Madre Patria. Pero, por la razón que fuere, no se le había ocurrido a Krantz que desearan ofrecer a Stratman un puesto en la Universidad. Esto constituyó una sorpresa para él y le molestó profundamente, porque además representaba una amenaza para su propio futuro. Después de todo, había que suponer que los cargos de la sección de Física de la Universidad debían de ser limitadísimos. Si el gran Stratman conseguía un puesto allí, ¿quedaría otro para Krantz, que no le llegaba ni a las suelas de los zapatos? Esto era lo único que importaba a Krantz, en aquellos momentos. Le importaba tres pepinos la negativa de Stratman. Excepto, naturalmente, en lo que dicha negativa pudiese ayudar a su propia solicitud. Pero intuía que aunque el puesto de Stratman quedase vacante, no significaba que él pudiese ocuparlo ipso facto, sino que más bien, como sospechaba desde el primer momento, la negativa del sabio alemán le cerraba las puertas a él. En cuanto al hecho de que Stratman hubiese dado un chasco a Eckart, no le importaba en absoluto. Krantz era sueco, germanófilo pero en el fondo sueco, y, como neutral, se lavaba las manos en aquel asunto. Lo único que le importaba era él y su porvenir. ¿Qué era lo más ventajoso para él?
Eckart le había expuesto sin rebozo sus sentimientos y el ladino Krantz comprendió que debía mostrarse de acuerdo con su protector.
—Estoy tan sorprendido como tú —dijo—. ¿Cómo es posible que haya hombres de ciencia capaces de rechazar un ofrecimiento tan magnífico?
—Hay quien se cava su propia tumba —musitó Eckart, como hablando consigo mismo—. Yo siempre pensé que fueron demasiado lejos en lo que concierne a la liquidación de elementos indeseables. La depuración tenía que haberse hecho con más cuidado, pensando en el futuro. De aquellos polvos nacieron estos lodos. —Su mirada se cruzó con la de Krantz—. Stratman no está dispuesto a perdonar a Alemania la muerte de su cuñada y a Rusia la muerte de su hermano. Esta sobrina suya que ha sobrevivido —se refirió a ella por el nombre de Emily— es quien, según sospecho, alimenta en él este odio irrazonable. Estoy seguro de que Stratman es un lacayo de sus amos los militares y, aunque charla por los codos acerca de las maravillas de América y las virtudes de la democracia capitalista, todo ello no es más que un disfraz. En el fondo, continúa siendo alemán. Nuestra equivocación, sin embargo, fue el convertirlo además en judío.
—¿Y tan rotunda fue su negativa?
Eckart permaneció silencioso un momento, mirando por el parabrisas.
—Eso dijo, eso dijo.
—Entonces, no se puede contar con él —observó Krantz—. Hay otras personas de talento. Tienes que buscar en otra parte.
—No —respondió Eckart, colérico—. Stratman no hay más que uno. No hay otro como él.
—Pero hay centenares de físicos que se han ocupado de la energía solar. Tal vez si contratases…
Eckart se volvió hacia Krantz con una ferocidad nacida de la frustración.
—¡No digas sandeces! ¿No te das cuenta de lo que pretendemos? Solamente Stratman tiene la llave de la puerta que ha abierto para nuestros enemigos y ha cerrado para nosotros. Algún día encontraremos esa llave. Pero lo que ahora nos preocupa son las otras muchas puertas que él pueda abrir. No lo queremos en el Berlín Oriental por la parte que pueda ofrecernos de su descubrimiento. No. Ni siquiera por los nuevos descubrimientos que pueda darnos. Lo queremos con nosotros para que no siga trabajando para ellos, ayudándolos y dándoles armas. Lo queremos no como una adición para nosotros, sino como una resta para ellos. Esto es lo que queremos y esto es lo que tendremos. ¿Por qué crees que te cuento todo esto? Porque aún no hemos perdido las esperanzas y porque contamos contigo en tu calidad de amigo y futuro colega.
Krantz escuchó esta última frase con una mezcla de agrado y prevención.
—¿Qué más puedo hacer por vosotros? Yo ya he cumplido mi misión.
—Sólo una parte de tu misión —dijo Eckart con aspereza—. Tu misión habrá terminado cuando nosotros nos demos por satisfechos. Y aún no estamos satisfechos.
Krantz se tiró de la perilla con mano temblorosa.
—No es esto, Hans, no es esto, como tú sabes muy bien. Se trataba de un intercambio de favores. Yo te hice una petición muy sencilla y tú me hiciste otra muy difícil. Me pediste que asegurase el Premio Nobel de Física para Stratman y consiguiese que este acudiese a Estocolmo a recibirlo. Esto es lo que tú me pediste y nada más. A cambio me prometiste una cátedra de Física en la Universidad de Humboldt. Yo he cumplido por completo mi promesa, y ahora tú tienes que cumplir la tuya.
—Verdaderamente, Carl, siento respeto por tu espíritu meticuloso y realista… un profundo respeto —dijo Eckart, con tono más blando y apaciguador— pero hay límites para la exactitud en las relaciones humanas. No estamos midiendo moléculas. Estamos cerrando un… acuerdo satisfactorio para ambas partes. Sí, en efecto, tú has traído a Stratman aquí. Nadie te regateará jamás este mérito. Pero mientras continúe aquí y no acceda a nuestros deseos, continuará estando sujeto a discusión. Hasta cierto punto, podríamos decir que la mercancía aún no ha sido entregada.
—Lo ha sido, Hans. Él está aquí.
—De paso. ¿A qué se debe tu resistencia, Carl? Ni siquiera sabes lo que deseo de ti.
—Lo único que sé es lo precaria que es mi situación —repuso Krantz—. No puedo ir humanamente más lejos, como miembro del Comité Nobel. ¿Qué más puedes desear de mí?
—Un pequeño favor, una cosa puramente rutinaria, y nada más. Si yo me hallase en situación de hacerlo, no te lo pediría. Pero yo soy forastero. En cambio, tú aún no lo eres. Una tarea que para mí resulta formidable y para ti es cosa fácil. Y te prometo esto, Carl… en cuanto accedas a terminar el trabajo que has iniciado… en cuanto lo termines… antes de separarnos y de que yo me vaya de Estocolmo, te ofreceré el contrato para la cátedra de Humboldt y el visado de residencia en el Berlín Oriental. Ahora, ¿qué dices a eso?
Krantz comprendió que era inútil discutir. Tenía que seguir adelante, o renunciar a sus sueños para el futuro. Bien, se dijo, todo depende de lo que pidan de mí. Y añadió en voz baja:
—Exactamente, ¿qué deseas que haga?
—Durante toda la tarde y la noche de ayer le di vueltas al problema —dijo Eckart—. En realidad, este consiste en encontrar algo que constituya un mayor aliciente para Stratman. ¿Qué podemos ofrecerle que él no pueda rechazar? Esta es la forma científica y civilizada de enfocar el problema. Pero para hacerle la oferta adecuada, me dije, tengo que saber más sobre el hombre y sus necesidades. ¿Qué quiere? ¿Qué desea? ¿A cambio de qué estaría dispuesto a cambiar de amo? ¿Cuáles son las necesidades y los lujos que lo traerían a nuestro lado? Estas son las preguntas que tú tienes que responder, Carl. Cuando tengas las respuestas, prepararé una segunda entrevista con Stratman. Esta vez me presentaré a ella con el anzuelo bien cebado, te lo aseguro. Y lo pescaré, no tengas duda.
—¿Cómo puedo averiguar cuáles son las necesidades de Stratman? Yo no soy detective.
—Pues no hace mucho tiempo lo fuiste. Podrás enterarte de sus necesidades averiguando cosas de su vida y de las vidas de los que le rodean, como su sobrina, principalmente. Después de todo, tú mismo me dijiste que hallaste la manera de obtener informes sobre el físico español y los dos australianos, y que dichos informes te fueron de gran utilidad. Ahora lo único que te pido es esto: que vuelvas a obtener informes. ¿Te parece mucho?
—Ya veo —dijo Krantz, pensativo—. Si sólo es esto…
—Sólo es esto.
—Tal vez sea posible. Puedo utilizar de nuevo los servicios del húngaro… de ese Daranyi. Tiene experiencia para estas cosas, trabaja como una mula y tiene buenas fuentes de información.
—¿Es de confianza?
—Totalmente. Como te dije, su residencia aquí depende de varias personas como yo. Y siempre anda falto de dinero. Supongo que, llegado el caso, tú me facilitarías fondos, ¿no?
—El dinero no es problema. Es decir, dentro de límites razonables.
—¿Para cuándo necesitas estos informes sobre Stratman? —preguntó Krantz.
—¿Para cuándo? Para ayer, si esto fuese posible. —El rostro prusiano de Eckart lanzó un leve bufido, satisfecho de su forzado humor y luego asumió de nuevo su expresión severa—. Vamos a ver. ¿Qué día es hoy? ¿Seis de diciembre? Para el nueve por la noche, lo más tarde.
—¿Sólo tres días para un trabajo así? Imposible.
—Nada es imposible, y tú lo sabes. Necesito esos informes para el día nueve, a fin de que pueda citarme con Stratman para el diez por la mañana. El diez por la tarde ya tendrá el premio, y se irá al día siguiente. Me lo dijo él mismo. Debes intentarlo, Carl. Tienes que superarte a ti mismo.
Krantz suspiró.
—Lo intentaré —dijo.
—Cuando des instrucciones al húngaro —o a la persona que contrates, sea cual sea— debes tener mucho cuidado y obrar cautelosamente. Tu agente no debe saber con precisión lo que te propones. ¿Comprendes? El menor desliz o indiscreción podría ser muy embarazoso para mí… y para ambos, Pero no te asustes. ¿De qué se trata, en resumidas cuentas? De un inocente pasatiempo. De una inofensiva encuesta para obtener algunos datos sobre la psicología de Stratman. Esto no resultará difícil para un hombre de tu estatura y mentalidad. Ya me parece verte en Berlín con todos nosotros. Tú y Stratman, nuestros más preciados galardones. Cómo te envidiarán los suecos entonces, ¿eh, Carl…? Ahora, acompáñame al hotel. Me apearé dos manzanas antes. Acuérdate de telefonearme mañana, cuando lo tengas todo preparado. Yo estaré esperando… Ahora, Carl, dejemos eso y hablemos de otras cosas más agradables. ¿Dan alguna revista que valga la pena en Estocolmo, esta temporada? ¿Y las chicas… qué tal están las bellezas nórdicas este año, mi buen amigo?
La invitación con letras en relieve, impresa sobre carísimo papel de hilo, fue recibida por veinte personas.
En ella se invitaba a un banquete de gala, ofrecido por Ragnar Hammarlund, dueño de la casa, y Märta Norberg, que haría los honores de la misma, en homenaje a los laureados con el Premio Nobel de aquel año. La hora era las siete de la tarde del seis de diciembre. El traje era smoking para los caballeros y traje de noche para las señoras. Luego figuraban las iniciales O. S. A. —om svar anhalles—, que significaban: tenga la bondad de contestar. Al pie de la invitación, figuraba, por último, el número del teléfono particular de Hammarlund.
Si bien los veinte invitados respondieron afirmativamente, unas horas antes de la cena pareció que la lista iba a quedar reducida a diecinueve. Emily Stratman había telefoneado al secretario de Hammarlund para decirle que su tío no se encontraba bien —no era nada grave, sólo un poco de fatiga— pero que deseaba descansar y pedía que le disculpasen. Cuando le comunicaron esto, Hammarlund telefoneó personalmente al conde Bertil Jacobsson, para pedirle que sustituyese al profesor Stratman y buscase otro acompañante para Emily. Jacobsson accedió con mucho gusto a ello y Hammarlund, satisfecho, supo que el número de invitados volvía a ser de veinte.
Eran ya las siete y cuarto de la noche.
Detrás de la historiada verja de hierro y el estanque de los lirios, las ventanas del primer piso del Taj Mohal —Askslottet— de Hammarlund, brillantemente iluminadas, se reflejaban sobre el canal de Djurgardsbrunns. Como los invitados escandinavos ya se hallaban acostumbrados a la puntualidad sueca, y como los invitados extranjeros ya habían sido advertidos previamente de aquel particular, los veinte visitantes ya se hallaban en el interior del enorme y espléndido salón principal.
Los últimos invitados acababan de atravesar la arcada que daba acceso al salón. Este grupo estaba formado por Jacobsson, Emily Stratman, Andrew Craig y Leah Decker. El anfitrión y Märta Norberg estaban de pie junto a la entrada, para saludar con un cordial apretón de manos a los recién llegados.
Ragnar Hammarlund, vestido con un impecable traje de etiqueta que llevaba el sello de Bond Street, parecía más desprovisto de facciones que nunca. Apenas podía distinguirse su cara blanca y lampiña, por lo que su persona parecía el resultado de un cruce entre el jinete sin cabeza y el hombre invisible. A su lado, en su papel de señora de la casa para aquella noche, papel que ella desempeñaba con frecuencia, se encontraba la legendaria Märta Norberg.
Mientras esperaban que les llegase el turno de saludar a sus anfitriones, Leah susurró al oído de Craig, con la voz trémula propia de una admiradora:
—Oh, está igual que en las películas…
A decir verdad, Märta Norberg estaba tal como había aparecido en millares de carteles, portadas de revistas y anuncios de funciones teatrales y de películas. A sus cuarenta y dos años de edad se la veía tan joven y lozana como a los treinta y dos y a los veintidós; era el producto perfectamente conservado de los más costosos salones de belleza internacionales. A pesar de la característica inclinación de sus anchos hombros —que había evocado durante tanto tiempo, ante los sobrecogidos públicos de Londres, Nueva York, El Cairo y Bombay, la renuncia a las vanidades de este mundo, ofreciéndoles la armonía de una sexualidad mística y única a la vez— Märta Norberg era alta, de una talla muy superior a la de Hammarlund, de pie a su lado. Sus restantes rasgos distintivos eran también evidentes, aquellos rasgos objeto de interminables alabanzas en las revistas de cine. «Su cabello color ceniza, que le caía hasta los hombros con abandono, peinado al desgaire… sus ojos grises, como dos estanques hundidos, en los que lucía el enigma indómito de la feminidad… su nariz patricia que hizo la fortuna de mil teatros… su sonrisa enloquecedoramente superior, la sonrisa de una Mona Lisa valquiria… su voz insinuante, de tono aterciopelado, que resonaba en su garganta de cisne».
Esperando la presentación, Craig se sintió casi tan cautivado por la actriz como Leah. Se preguntó si se hubiera vuelto, de cruzarse con ella por la calle como una perfecta desconocida. Desde el punto de vista estético, sus facciones y su físico eran imperfectos. Tenía la cara demasiado larga y hundida, el pecho demasiado plano bajo el apretado traje de seda —sus senos semejaban dos botones desmesurados—, que le llegaba hasta el cuello, dejando la espalda desnuda. Además, su figura era demasiado derecha y erguida. Mas su atractivo emanaba de su fama mundial, que ella llevaba como el manto de una reina.
Pero cuando, después de sus compañeros, pudo estrechar su mano firme y delicada a la vez, sintió la corriente eléctrica de su magnetismo personal y comprendió el atractivo que aquella mujer irradiaba.
—Craig —dijo, presentándose según la etiqueta sueca.
—Le conozco —dijo ella con su voz de soprano—. He leído con deleite todos sus libros. Soy Märta Norberg.
—La conozco —dijo él a su vez—. He visto con deleite todos sus personajes… Camila, Nora Helmer, Beatriz, Saddie Thomson, Lady Windermere.
Sus labios se plegaron en una sonrisa casi imperceptible.
—Habla usted tan bien como escribe. Venga, Ragnar le presentará a los demás invitados.
De nuevo se impuso la etiqueta sueca. El señor Manker presentó a Leah y esta a su vez, pasó este protocolo a Craig. Por lo visto Emily, de aspecto tan delicado en su traje de noche de seda sin mangas, había sido bien aleccionada por Jacobsson, pues actuaba como Craig sabía que él también debía actuar.
Los catorce invitados que les habían precedido estaban de pie, algunos con cócteles en la mano y otros con whisky y soda, formando un semicírculo, una formación casi idéntica a la que Craig vio durante el banquete real. Se acercó desmañadamente al semicírculo, siguiendo a Leah y a Emily. Al enfrentarse sucesivamente con los invitados, se presentó pronunciando su apellido, y entonces el invitado murmuró a su vez el suyo. Craig saludó a los que ya conocía —los esposos Marceau, el doctor Farelli y señora, el doctor Garrett y señora, Konrad Evang, el noruego— de un modo más espontáneo y menos ceremonioso. Pero ante los desconocidos, se atuvo a la más estricta etiqueta. Entre los invitados se hallaban el barón Johan Stiernfeldt, en representación del monarca, con su esposa la baronesa; la señorita Svensson, contralto, famosa cantante de ópera; el general Alexei Vasilkov agregado militar de la Embajada Rusa, con su esposa Nadezhda Vasilkova. También estaba allí la señora Lagersen, de cara de mono, que aspiraba a la fama a causa de haber conocido personalmente a Mette Sophie Gad, la desconcertada mujer danesa de Paul Gauguin, a quien trató en Copenhague durante 1905, y que había publicado recientemente Recuerdos de Mette y Paul. Por último, estaba allí el doctor Oscar Lindblom, el investigador químico al servicio de Hammarlund, hombre delgado y de aspecto inquieto.
Una vez terminadas las presentaciones, como se sabía que aquellos eran los últimos invitados que tenían que llegar, el semicírculo se rompió, disgregándose en diversos grupitos y parejas.
Leah, que fingía haber perdonado a Craig la mala noche que le dio y que había vuelto a asumir su antiguo papel de enfermera dominante y conciencia sempiterna, empezó a deshacerse en elogios del lujoso salón, decorado al estilo Jorge III y, por primera vez Craig prestó atención al lugar donde se hallaba.
La gran sala, con las paredes cubiertas de entrepaños de madera que iban del suelo al techo y cada uno de los cuales estaba adornado por grabados del siglo XVIII, mostraba en uno de sus lados una enorme chimenea de mármol de Carrara. En el fondo, sobre un pequeño estrado y entre las puertas de estilo francés que daban a una terraza que dominaba el jardín botánico, había una orquestina de cinco músicos, de aspecto completamente parisién, que interpretaba música de fondo y clásicos de la opereta, en un discreto diapasón. Una diminuta chanteuse francesa, de talle de avispa y atractivamente anémica, toda ella gesticulación, se puso a cantar, acompañada por la orquesta, con tono reservado y nostálgico.
Junto a la pared opuesta había dos aparadores de caoba, estilo Chippendale, de patas labradas. Sobre uno de ellos había un pavo real tallado en hielo y rodeado de orquídeas de invernadero con un arco iris de smorgasbord —arenque salado en escabeche, rodajas de salmón, mariscos, albóndigas de ternera, espárragos de Gotland, pastelillos de carne picada, patatas hervidas, bizcochos de centeno y pan de azafrán, pechuga ahumada de pato y toda clase de quesos— servido por dos lozanas muchachas suecas que llevaban delantales holandeses. En el segundo aparador había vasos y botellas, y dos camareros de uniforme rojo y negro se cuidaban de escanciar las bebidas. Por la sala circulaba el mayordomo de librea de Hammarlund, que respondía al nombre de Motta y era un anciano suizo con cara de San Bernardo embriagado. Motta sostenía en sus manos una gran bandeja con entremeses calientes al estilo americano. Siguiendo al mayordomo, con platos y servilletas, muy atildada con su almidonado vestido, caminaba una doncella finlandesa.
Leah quedó separada de Craig por Saralee, la esposa de Garrett, que se sentía más segura en compañía de su compatriota, y ambas se pusieron a hablar animadamente de las compras que habían realizado en Suecia. Con un suspiro de alivio, Craig se apartó en busca de Emily. No la había visto en todo el día. Cuando Daranyi lo dejó en el hotel, trató de llamarla pero le dijeron que había salido con su tío. Cuando se dirigieron en coche a la residencia principesca de Hammarlund, Jacobsson y Leah llevaron la voz cantante y Craig apenas pudo dirigir alguna que otra sonrisa a Emily. A la sazón le dominaba una verdadera impaciencia por hablar con ella.
Por último la vio. Iba del brazo de Jacobsson, el cual la había conducido a un grupo del que formaban parte el barón Stiernfeldt y su esposa la baronesa, la señora Lagersen y los Farelli. Craig comprendió que de momento no podría llevársela consigo. Sólo había otra alternativa, de momento.
Dirigiéndose al bufete, pidió un scotch doble con hielo.
Mientras esperaba, observó al extremo de la mesa un cartel apoyado en un marco y que rezaba Placering. Bajo este rótulo figuraba la distribución de plazas para la cena. Craig examinó el croquis a lápiz, que mostraba la colocación de los invitados a la mesa. Él estaría sentado entre Margherita Farelli y Leah Decker. Frunciendo el ceño, examinó el croquis con más atención. Emily estaría sentada entre Jacobsson y el general Vasilkov.
Craig tomó la bebida que le ofrecía el camarero y frunció los labios al contemplar de nuevo el orden de la cena. ¡Qué poco romántico! Alguien tenía que arreglarlo. Se prometió hacerlo él mismo, más tarde.
Por un momento, acompañado de Lindblom y Märta Norberg, el anfitrión se apartó de sus invitados para contemplar la sala.
Todos los suecos de importancia —es decir, de posición social elevada— tenían que ofrecer tres cenas de etiqueta al año, por lo general durante la temporada de invierno, cuando la vida era monótona y de un aburrimiento insoportable, pero Hammarlund tenía por costumbre sobrepasar siempre este número. En el fondo, era un hombre solitario, pero no era este el motivo que le inducía a ofrecer sus veladas de gala. Ofrecía sus lujosos banquetes porque desde sus alturas olímpicas le gustaba contemplar a los hombrecitos, que miraba como desvalidos insectos, y los caprichos del Homo sapiens lo divertían y daban pasto a sus cogitaciones. Aquella era la novena cena de etiqueta que Hammarlund ofrecía aquel año, pero solamente la tercera vez en su vida que había invitado a laureados con el Premio Nobel.
Las dos primeras cenas que dio en honor de los laureados resultaron desastrosas, porque encontró a los sabios aburridísimos y dogmáticos, cuando no unos verdaderos pelmazos. Había jurado no celebrar otro banquete Nobel, escogiendo únicamente sus invitados entre las personas cuya compañía le resultaba más grata, industriales, con los que se entendía a las mil maravillas hablando de las piraterías realizadas, y gente de teatro y otros histriones, aturdidos y locos. Lo que aquel año le obligó a cambiar de parecer, haciéndole organizar otro banquete Nobel, fue la concesión del premio a los esposos Marceau. Inmediatamente comprendió el valor que los químicos franceses podían tener para él, hasta donde ellos ni podían imaginar y que escapaba también a la comprensión de las personas ordinarias. Percatándose de que sería una incorrección agasajar únicamente a los Marceau en Askslottet, asumió la responsabilidad de organizar aquel tercer banquete Nobel de gala. Hasta entonces, se dijo, todo había ido a las mil maravillas. Pero pronto tenía que poner en marcha su plan.
Märta Norberg se volvió a él para decirle:
—Ese escritor, Craig, tiene cierto charme. Aseguraría que puede resultar divertido.
—Olvida a Craig —le ordenó Hammarlund secamente—. Ya te he dicho que te consagres plenamente a Claude Marceau. —Se volvió a Lindblom—. Y tú, Oscar, ya sabes cuál es tu misión. —Hammarlund tomó a Lindblom y a Märta Norberg por los brazos—. Vamos. Empecemos antes de que se comprometan.
Los tres cruzaron la sala en dirección a los Marceau, que estaban juntos, bebiendo con expresión fúnebre, sin hablar entre sí ni con nadie. La irritación entre los Marceau había subido de punto durante las últimas veinticuatro horas. Claude estaba que echaba humo a causa del agotador horario que Denise le había impuesto merced a los buenos oficios de la Fundación y Denise estaba dominada por una gran tensión, porque aquella misma mañana se había enterado por la prensa de la inminente llegada de las maniquíes francesas de Copenhague. En tales circunstancias, la aparición de Hammarlund acompañado de la deslumbradora Märta Norberg y del joven Lindblom, no resultó del todo desagradable.
Cuando se lo proponía, Hammarlund era un hombre que se movía como el pez en el agua en los ambientes del gran mundo. Con una soltura hija de una larga práctica, emparejó a Märta Norberg con Claude Marceau, dirigiéndolos al bufete para que allí le sirviesen un cóctel a Märta. Aliviado al verse libre de la vigilancia y del furor de su esposa, y ciertamente impresionado por las atenciones de que le hacía objeto la famosa estrella, Claude se alejó, más que contento y agradecido a Hammarlund.
Cuando Denise se quedó con Hammarlund y su delgado y juvenil empleado, cuyo nombre no podía recordar, decidió de lo perdido sacar partido. Bebiendo su martini seco, dejó que su repulsivo anfitrión cargase con los deberes de la hospitalidad.
—Ya conocía usted al doctor Oscar Lindblom, según creo —le dijo Hammarlund.
—Sí, ahora ya me acuerdo —dijo Denise—. Fue el joven que se sonrojó cuando anoche nos presentaron.
Habiendo conseguido identificar nuevamente a Lindblom, Denise lo examinó de una manera objetiva, de pie junto a su patrono. Lindblom y Hammarlund eran polos opuestos en lo físico —uno era un ectomorfo y el otro un endomorfo—, pero parecían hacer juego, a causa de una característica que ambos compartían. Ambos eran extraordinariamente descoloridos. Si Hammarlund parecía un montón de pasta, Lindblom recordaba por su aspecto a una de esas figuras humanas cuya silueta aparece en los libros de dibujos infantiles, y que hay que colorear comparándola con el modelo. A excepción de su mata de pelo castaño oscuro, y las ojeras de insomnio que exhibía, bajo sus ojos grises, las regulares facciones nórdicas de Lindblom, flacas pero bellas, estaban esfumadas por una personalidad tímida e introvertida.
Inmediatamente Denise se dio cuenta de que las pálidas facciones de Lindblom se teñían de rubor. Toma, se dijo, le acusé de ruborizarse, y ahora se ruboriza de nuevo. El joven quiso decir una frase galante, tartamudeó y por último dijo:
—No todos los días, doctora Marceau, se puede conocer a un genio de la propia especialidad, al que hemos convertido en nuestro ídolo.
Denise inclinó la cabeza.
—Gracias, doctor Lindblom. —Observó la reacción complacida de Hammarlund—. Seguramente no tiene usted la mano muy firme con él, míster Hammarlund. Cuando un químico tiene tiempo de aprenderse delicados cumplidos, quiere decir que no se ocupa lo suficiente de sus tubos de ensayo y de sus ratones.
—Muy bien —dijo Hammarlund—. Eso quiere decir que se acuerda usted de que yo le presenté al doctor Lindblom como jefe de mi laboratorio particular.
—Sí, lo recuerdo muy bien.
—¿Y no recuerda también que le dije que es uno de los químicos más prometedores de Escandinavia? Recuerde lo que le digo: un día obtendrá el Premio Nobel, como su esposo y como usted…
Lindblom se sonrojó de nuevo y su corbata de pajarita bailoteó nerviosamente sobre su prominente nuez.
—Míster Hammarlund, la verdad, yo…
Hammarlund apartó su protesta con un ademán, como si espantara a un mosquito. Continuó dirigiéndose a Denise con expresión intensa.
—Está usted muy equivocada al pensar que no se ocupa de sus tubos de ensayo y ratones. Se consagra en cuerpo y alma a sus experimentos. Está a punto de realizar un hallazgo importantísimo en el terreno de los alimentos sintéticos. Pero precisamente ahora, hace muy poco, parece que se ha atascado.
—Es triste, pero es algo que sucede con frecuencia —dijo Denise a Lindblom con un ferviente desinterés.
—Confío mucho en que le hable de su trabajo —dijo Hammarlund con energía—. Sé que él lo desea. Y en el terreno de la galantería, lo encontrará usted encantador. —Miró hacia otro lado, como tenía planeado—. Veo que el general Vasilkov me busca. Discúlpenme un momento, por favor. Disfruten en su mutua compañía.
Hammarlund abandonó con presteza a Denise y Lindblom. Ya los había injertado. Confiaba en que el injerto prosperase.
Denise vio alejarse a su anfitrión con una expresión de alivio que no trató de ocultar. Pero lo que había quedado era igualmente aburrido. Examinó al hombre pajizo que tenía a su lado, aquel sueco bobalicón, aquel simple aficionado, y se preguntó cuándo podría darle el quite con elegancia.
—Debe disculpar a míster Hammarlund —le dijo de pronto Lindblom con tono algo mortificado, mientras su corbata de pajarita daba saltos—. Todo cuanto tiene es de lo mejor, y se permite estas expresiones de entusiasmo hacia sus empleados, a los que considera también inmejorables.
—¿De qué está usted hablando? —preguntó Denise agriamente.
—Me refiero…, me refiero… a esa predicción que ha hecho, de que algún día yo ganaré el Premio Nobel, como usted y su marido. Yo no puedo permitirme semejante idea, ni dejar que usted crea que yo me considero un igual de dos grandes laureados como ustedes. Yo apenas soy algo más que un principiante, un estudiante casi, comparado con su genio. Me resulta muy embarazoso que… que se mencione mi nombre junto al de ustedes dos. Por esto le pido que disculpe la exageración de míster Hammarlund.
Denise entornó los ojos para examinar con más atención a su acompañante. Su rostro macilento y sus ojos grises, lo mismo que sus restantes facciones, no desprovistas totalmente de atractivo, mostraban una expresión sinceramente abyecta, pero lo que Denise no podía soportar en los hombres eran los signos de debilidad.
—No importa —dijo—. Todos tenemos nuestro lugar y nuestro trabajo.
Comprendió que tendría que prestar oído a lo que él tuviese que contarle acerca de su trabajo, antes de poder librarse de su fastidiosa presencia. Más valía que le hiciese desembuchar lo antes posible, para terminar pronto. Veía a su marido, de pie junto al improvisado bar, hablando demasiado animadamente con Märta Norberg y arrimándose excesivamente a ella. Perdido ya su equilibrio moral, y hundido hasta las profundidades del donjuanismo, no se sabía hasta dónde podía seguir descendiendo Claude. Si no podía conseguir a Gisele Jordan, el muy imbécil tal vez intentaría conquistar a Märta Norberg, a pesar de que la fama pregonaba a los cuatro vientos que esta era un iceberg nórdico. Sería propio de aquel viejo granuja, de aquel Casanova de pacotilla, alimentar su vanidad con otra aventura.
Denise se mordió los labios, llevada por su resentimiento y, al darse cuenta de que estaba echando a perder el rouge, abrió al instante el bolso para pintárselos de nuevo. De momento aún no se sentía alarmada, pero sería una imprudencia dejar que Claude siguiese flirteando con la estrella. Se arreglaría el maquillaje, terminaría el martini y escucharía lo que tuviese que decirle aquel bobalicón, y luego se iría al bufete y cortaría por lo sano.
Mientras se pintaba los labios y luego se empolvaba, Denise dijo:
—Míster Hammarlund me dijo algo sobre su trabajo. ¿Desea usted decirme también alguna cosa? Desde luego, aquí no es lugar para hablar como si estuviésemos en un laboratorio…, pero un poco puede ser interesante. ¿En qué se ocupa actualmente, doctor Lindblom?
El tono avinagrado de Denise cohibió a Lindblom, pero al propio tiempo hizo que aumentara su veneración por ella. Aquel genio femenino, que vivía en un mundo tan superior, con la cabeza indudablemente abarrotada de cien proyectos que requerían un talento muy superior al suyo… ¡le había pedido que le hablase de su obra, de sí mismo! Lo deseaba desesperadamente, mas al propio tiempo temía aburrirla. Lo que por último le obligó a hablar, fue el recuerdo de lo que Hammarlund le había ordenado aquel mismo día: «Oscar, cuando estés solo con ella, haz que se interese por tu trabajo…, este es uno de los principales objetivos de la reunión».
Para un hombre introvertido como él, esta misión era tan ardua como si se le hubiese ordenado que acaparase la atención de Marie Curie, pero la necesidad de informar a Hammarlund acerca del éxito de su misión le obligó a realizar un esfuerzo sobrehumano.
—Estoy seguro de que míster Hammarlund le habló de lo que motiva nuestras investigaciones en el terreno de los alimentos sintéticos…
—Sí. El engrandecimiento personal.
—Estos pueden ser sus motivos, pero no los míos. Él es vegetariano, como usted sabe, y no quiere ingerir alimentos —especialmente carne— procedentes de cuerpos de animales vivos. Sin embargo, sabe también que las proteínas que proporciona la carne son necesarias para la vida. Así que me planteó el problema de las proteínas sintéticas, de algún sustituto de la carne con el mismo valor que esta y que fuese aceptable, bajo el punto de vista estético y moral. Yo le dije que con tiempo y dinero, todo era posible en el terreno de los alimentos sintéticos. Cuando los soldados enfermaban de paludismo durante la última guerra, los curaban con quinina. Pero se produjo una gran escasez de quina, o sea corteza medicinal del quino. Esta necesidad vital estimuló la invención de la quinina sintética, conocida por el nombre de atabrina, como usted sabe, y perdone. Yo le hice ver entonces que, cuando existe una importante necesidad, surge siempre una posible solución.
—¿Y usted considera al vegetarianismo de su patrono como una importante necesidad? —observó Denise con sarcasmo.
—En absoluto. Mientras su necesidad nacía de un deseo de acallar sus escrúpulos, y de paso ganar unos cuantos millones más, los motivos que a mí me impulsaban eran totalmente distintos. En primer lugar, en el laboratorio descubrí que los alimentos naturales no eran tan eficaces y sanos como la gente se imagina. Los alimentos sintéticos podían prescindir de algunos de los defectos que presentan los alimentos naturales, y resultar mucho más sanos. Además, una vez pudiesen fabricarse los alimentos en el laboratorio, para producirse después en serie, la alimentación del mundo estaba asegurada para siempre…, se terminaría la depauperación y el hambre. Este objetivo me pareció digno de los mayores esfuerzos y me he consagrado a él desde entonces.
—Admiro sus humanitarios sentimientos —dijo Denise, que le escuchaba aburrida—, pero, al fin y a la postre, terminará usted fabricando únicamente un producto artificial de escaso valor.
—No, no, doctora Marceau, le doy a usted mi palabra de que este terreno está lleno de posibilidades. Piense en lo que ha hecho ya Bergius al convertir aserrín y virutas en hidratos de carbono del tipo de la glucosa, y en lo que ha hecho Físcher al sintetizar proteínas que proporcionan una perfecta alimentación. Existe la tendencia a olvidar que en los alimentos naturales ya se encuentran elementos sintéticos. ¿Qué son los helados? ¿Son algo natural? ¿Algo que se cosecha en el campo? ¿Crecen como el trigo? No, son el resultado de la combinación de productos naturales con productos químicos. O tomemos, por ejemplo, la levadura química. ¿Crece acaso en los árboles? Así, vemos que se emplean productos sintéticos, sustancias químicas como el fosfato de monocalcio. ¿Y qué diremos del pan cocido…?
El joven prosiguió su discurso, cada vez con más calor, pero Denise no le escuchaba. Su furiosa atención estaba concentrada en su marido, que se hallaba al otro lado del salón. Había pedido otras bebidas para Märta Norberg y para él. Se había arrimado aún más a aquella desvergonzada, para hablarle con un tono más acalorado y confidencial, tratando de conquistarla con su humor de patán, tocando incluso su brazo desnudo y riendo. Era evidente que trataba de seducirla. Desde luego, recientemente había practicado aquella técnica y debía recordarla bien.
Denise apenas escuchaba el himno a los alimentos sintéticos que entonaba Lindblom. Aquella palabra se le fijó en el cerebro y deseó que la química pudiese producir hombres sintéticos, de una fidelidad sintética y de un amor que no protestase al llegar a la media edad, dotados también de un sexo sintético, adaptado únicamente al otro cónyuge.
—… y por lo tanto yo trato de reproducir, en el laboratorio, el sabor de la carne, el contenido nutritivo de la carne y el aspecto de la carne —decía Lindblom—. Al propio tiempo, exploro nuevas zonas, especies de algas…
—Es fascinador —dijo Denise con voz firme y tajante.
Lindblom comprendió que Su Majestad daba la entrevista por concluida, pero no se apenó por ello. Le halagaba haber podido retener su atención durante tanto tiempo. Y respiró aliviado al pensar que, después de la cena, podría comunicar a Hammarlund el éxito parcial de sus gestiones.
—Algún día —prosiguió Denise—, en circunstancias más favorables y en un lugar más apropiado, usted tiene que explicarme los resultados concretos que ha alcanzado y los problemas que le han impedido seguir avanzando. En este momento, verá…
—Será para mí un honor —se apresuró a interrumpirle Lindblom— que usted visite mi laboratorio para enseñárselo y hacerle ver mi trabajo.
—Gracias, muchísimas gracias. Como usted sabe, no somos dueños de nuestro tiempo. Dependemos de la Fundación Nobel y el conde Jacobsson nos ha preparado un programa que no nos deja ni una hora libre. Pero como le digo, algún día…
—Usted y su esposo serán siempre bien venidos.
—Ahí, sí, mi esposo —dijo Denise, mirando hacia el bufete—. Temo haberme olvidado de él, gracias a su elocuencia, doctor Lindblom, y su fascinante trabajo. Pero ahora tengo que reunirme con él. Le agradezco mucho sus informaciones.
Dejando a Lindblom plantado, cruzó el salón a grandes zancadas. Claude y Märta Norberg se llevaban las copas a los labios cuando ella se interpuso entre ambos.
—¿Dónde te habías metido? —dijo a Claude con tono regañón.
La urbana sonrisa de Claude se congeló.
—Miss Norberg siente mucho interés por los espermatozoides…
—Quelle surprise! —dijo Denise.
Märta Norberg parecía no haberla oído. Con la mirada buscaba a alguien por la habitación.
—Bien, les dejo a los dos juntos —dijo cortésmente—. Su encantador esposo, el doctor Marceau, es el responsable de que echase por completo al olvido mis deberes como ama de casa. Tengo que circular entre mis invitados. —Y volviéndose a Claude, añadió—: Ha sido algo divino. Ahora, mi querido amigo, acuérdese de guardar un espermatozoide congelado para la Norberg. Puede ser que algún día lo necesite, si no encuentro pronto a un hombre.
Hizo una graciosa inclinación de cabeza y se alejó deslizándose por el pavimento.
—«Guarde un espermatozoide congelado para la Norberg» —parodió Denise—. La desvergonzada… Apostaría a que esta es la única vez que ha estado vertical en todo el año.
Claude demostró disgusto y contrariedad en su expresión.
—Denise, ¿son necesarias estas continuas vulgaridades? La señorita Norberg es una mujer decente y muy cautivadora.
—¿Como otra que conocemos?
Él fingió no oírla.
—¿Qué tal el doctor Lindblom?
—Un fogoso Don Juan —respondió ella, iracunda—. Tuve que luchar para que no me violase… Ahora dame una bebida natural, marido sintético.
—¿Qué quieres decir con esto? ¿También me pondrás dificultades esta noche?
—Puedes estar seguro que sí, mon brave —respondió Denise Marceau.
Durante el aperitivo, Andrew Craig se esforzó por cruzar su mirada con la de Emily. Entonces, con el segundo whisky doble en la mano, lo consiguió. Ella volvió la cabeza en su dirección, dándose cuenta de que la miraba y, con un movimiento de cabeza, él la invitó a acercarse, pero ella replicó con un rápido y desvalido movimiento de hombros.
Él la comprendió. El grupo había aumentado. Aún formaban parte del mismo el barón Stiernfeldt y la baronesa, la señora Lagersen y Margherita Farelli, aunque el doctor Cario Farelli había desaparecido. Y a este grupo se habían añadido, desde la última vez que Craig lo miró, Ragnar Hammarlund, Konrad Evang, el general Vasilkov y su esposa. Era el círculo más dilatado del salón y a Craig le irritaba ver las atenciones que recibía Emily de los caballeros. Era algo inevitable, se dijo. Ella era irresistible para los hombres. Donde ella brillaba, las mariposas tenían que revolotear alrededor de la llama.
Por último tuvo que reconocer que Emily no podía escapar de sus admiradores. Por lo tanto, él se quedaría solo. Se volvió lentamente para ver qué hacían los restantes invitados. Leah seguía hablando con Saralee Garrett y otra señora, miss Svensson, la cantante de ópera. Craig vio que Leah le dirigía preocupadas miradas y esto significaba una pequeña amenaza, pues podía llegar a pensar que estaba solo y desamparado. Una segunda amenaza se iba concretando también. Märta Norberg, la estrella de la pantalla, se iba aproximando regularmente. Estuvo un rato con Claude Marceau, pero por dos veces la sorprendió mirándole. Dejó a los esposos Marceau al extremo opuesto del bar y, dando un rodeo, durante el cual cambió unas palabras con el doctor Lindblom, dijo luego algo a Motta, el mayordomo, y después se aproximó a saludar a Leah y las señoras, se acercaba inexorablemente a él. Nadie se interponía ya entre ambos. Aunque había cosas mucho peores, se dijo.
Cuando era más joven, al admirar la inaprensible y ampliada imagen de la Norberg en docenas de pantallas cinematográficas, al deleitarse con su talento dramático tras las candilejas, Craig compartió con otros millones de jóvenes algunas locas fantasías. Los años no parecían haber pasado para la Norberg, se dijo entonces. Parecía vivir fuera del tiempo, para continuar siendo el símbolo grácil y esbelto de todo cuanto es deseable e inalcanzable. Sin embargo, a causa de una extraña perversidad, al tener entonces la oportunidad de conversar con ella de una manera íntima, casi de igual a igual, sentía una extraña repugnancia de hacerlo. No estaba de humor para charlar del mundo de la farándula. Tampoco estaba de humor para escuchar el relato de sus triunfos. Su espíritu estaba absorbido por Emily Stratman, sólo por Emily, con algún que otro pasmo ocasional por Lilly.
Apuró su segunda copa y de pronto sintió que se ahogaba en la caldeaba habitación. Se preguntó dónde podría refrescarse, en la soledad y libre para ordenar sus ideas. Paseó la mirada por los accesos del salón y por último la fijó en las puertas de estilo francés contiguas a la infatigable orquesta. Una de ellas estaba entornada. Craig no necesitaba ver más.
Dando la copa vacía al mayordomo, y rechazando otra que este le ofrecía, se dirigió a una de las puertas y, confiando en que pasaría desapercibido, se escabulló por ella y la cerró a sus espaldas.
El frío aire nocturno, no tan glacial como el de otras noches, lo estimuló. Durante una eternidad que duró un minuto permaneció inmóvil sobre las losas, aspirando el aire de la noche y contemplando el claro cielo azul marino tachonado por millares de diminutas estrellas, como guirnaldas que adornasen un alegre árbol de Navidad con sus lucecitas. Al poco tiempo volvió a ensimismarse y se puso a pasear por la terraza, iluminada de una manera tenue y romántica por antiguos faroles de coche ingleses. Pensó en Emily, en Leah y después en Lilly, por este orden, tratando de relacionarlas por separado con Miller’s Dam, Lucius Mack, el Colegio Joliet y su Retorno a Itaca.
Se acercó a la baja balaustrada de piedra que separaba la terraza del jardín y se puso a mirar distraídamente abajo, a los grupos de arbustos, los caminos enarenados y los distantes invernáculos. En aquel momento se dio cuenta con sorpresa de que no estaba solo. Dos figuras masculinas, exactamente a sus pies, cruzaban el césped, dirigiéndose desde la escalera de la terraza al jardín.
Aguzando la vista, consiguió reconocerlas. El más corpulento, que andaba con paso firme y elástico, era Cario Farelli. Su acompañante, que avanzaba a saltitos y sacudidas, nerviosamente, con sobresaltos, era John Garrett.
Craig se preguntó brevemente qué tenían que decirse los dos ganadores del premio de Fisiología y Medicina, que apenas se conocían. Su mente de escritor analizó el problema. ¿Hablarían de cuestiones profesionales? ¿Pero por qué salían a hablar afuera, con aquel frío? ¿Por qué no hablaban dentro de la casa, cálida y acogedora? ¿O se trataba de otra cosa? ¿De algo de carácter particular?
—Porque se trata de algo de carácter particular —dijo John Garrett con tono belicoso, en respuesta a la pregunta de Farelli, cuando ambos llegaron al sendero enarenado.
Farelli protestó de nuevo bonachonamente.
—¿Pero con este frío? Acuérdese de que yo soy latino. Tengo la sangre aguada.
—Sí, ya sé cómo tiene la sangre —dijo Garrett con voz ronca. Siempre que bebía con exceso, como le había ocurrido aquella noche, su voz se hacía ronca. Y a la sazón, además, se hallaba dominada por un odio que apenas podía reprimir.
—Si lo que usted tiene que decirme es tan particular, podríamos pedir a Hammarlund que nos dejase utilizar su biblioteca. Así, al propio tiempo que conversáramos, gozaríamos de los beneficios de la civilización. ¿Se lo pedimos?
Farelli se detuvo y miró esperanzado a la cara invisible de Garrett, que entonces estaba congestionada. Garrett también se detuvo, balanceándose.
—No —repuso—. Lo que tengo que decirle… no quiero que lo oiga nadie.
—Desde luego, está usted muy enigmático, doctor Garrett.
Garrett abombó el pecho, tratando de erguirse plenamente e igualar a su enemigo en fuerza y poder físico. Llegó a aquella decisión después de hablar con el doctor Erik Ohman, a su regreso de la fracasada visita al Real Instituto Carolina de Medicina y Cirugía. Y esta decisión era, ni más ni menos, la de cantarle las cuarenta a Farelli. No podía aplazar por más tiempo lo inevitable. Las tácticas publicitarias de Farelli lo estaban sacando de sus casillas. La treta de Farelli en el Instituto Carolina, donde se aprovechó de Ohman y de él mismo, valiéndose de Sue Wiley para pregonar a los cuatro vientos que sólo él era el sabio, y que Garrett no existía, había colmado la copa de su paciencia. Esta vez Farelli se encontraría con la horma de su zapato. El doctor Ohman sabía ya que era un charlatán, una vergüenza para la profesión médica y para el Premio Nobel. El doctor Ohman ya sabía que Farelli lo había utilizado inicuamente para sus propios fines.
La fogosa perorata de Garrett, durante la cual hizo hincapié en lo que Ohman debía a Garrett y en el respeto que este le tenía, convirtió al sueco en un seguro aliado, que utilizaría cuando le hiciese falta. Pero entonces Garrett no necesitaba aliados. Había esperado con impaciencia que llegase el momento de decirle unas cuantas verdades a Farelli. Cuando este comprendiese que Garrett lo había calado, cuando Farelli comprendiese que Garrett había descubierto sus maquinaciones, el italiano cesaría en sus intrigas y se retiraría por el foro. No se atrevería a continuar su desvergonzada actuación. Entonces, y solamente entonces, Garrett quedaría al fin libre de recibir todo el mérito del descubrimiento que por derecho le pertenecía.
Comprendió que se había dejado arrastrar por sus cavilaciones y que Farelli lo miraba de manera extraña.
—¿No se encuentra bien, doctor Garrett?
—¿Por qué me lo pregunta?
—Parece hallarse… ausente. Le estaba preguntando qué asunto misterioso nos obliga a salir aquí fuera, a pillar una pulmonía.
—Voy a decírselo…, voy a decírselo… —Garrett había perdido toda la compostura y temblaba de pies a cabeza—. ¡Le he hecho salir aquí para decirle lo que pienso de que se haya quedado con la mitad de mi dinero!
De momento Farelli movió su leonina testa con una falta total de comprensión. Con incredulidad, preguntó:
—¿He comprendido bien su frase en inglés, doctor Garrett? ¿Dice usted que yo me quedo con la mitad de su dinero?
—Exactamente, eso es lo que digo. La mitad del Premio Nobel. Yo debiera haber recibido 50 300 dólares en lugar de 25 150. Usted no merece la mitad de ese premio. Nunca la ha merecido, y usted lo sabe. Yo hice el descubrimiento antes que usted, pero usted se lleva la fama y el mérito…, es lo mismo que Cook y Peary… Usted es Cook… un impostor.
Farelli se quedó boquiabierto.
—Doctor Garrett, no puedo dar crédito a mis oídos. Usted bromea, desde luego. Esto no es más que una broma.
—No es una broma. No me venga ahora con fingimientos. Usted podrá engañar al Comité Nobel, a la prensa, a Sue Wiley, a Ohman y a medio mundo. Pero algunos sabemos la verdad y le hemos calado.
—¿Que me han calado? ¿Qué han calado? Sus absurdas palabras me hacen bailar la cabeza.
—Sabe muy bien de qué hablo. ¿Quiere que se lo diga? Yo sé mucha psicología, no sólo patología sino también psicología, y sé el modo de descubrir a los impostores como usted. La historia está llena de impostores y falsarios. Yo me he documentado sobre todos ellos, y en cada página que he leído he visto su efigie…, le he visto en Salmanasar, en Tichborno y en el llamado doctor Graham, con su Templo de la Salud y su lecho celestial, y en el coronel Gahdiali y otros muchos curanderos. Usted se aprovechó de mis descubrimientos, de mis años de trabajo, de mis comunicaciones científicas… y además tenía espías en mis laboratorios…
El moreno rostro de Farelli se endureció.
—Che faccia tosta! —gruñó—. Doctor Garrett, si no supiese que está usted borracho o que es un paranoico, lo abofetearía.
—Vamos, hágalo, hombre, hágalo —lo desafió Garrett, como un muchacho alborotador y pendenciero que desease recibir un bofetón para decir que le habían pegado primero—. Lo he estado observando, Farelli. Ohman y yo no le hemos quitado ojo de encima y hemos visto actuar al más gran operador de todos los tiempos. ¡De qué modo les ha tapado los ojos con una venda! Y lo que hizo durante nuestra conferencia de prensa…, la manera indecente como me arrinconó. Y en el banquete real, tratando de ponerme en ridículo ante los demás. Y ahora…, ahora…, ahora… fingiendo que quiere ayudar a Ohman… con el fin de aprovecharse de él y conseguir que la Wiley le escriba un artículo barato que lo ponga por las nubes.
Garrett se tambaleaba, presa de una gran excitación que se añadía a los efectos del alcohol.
—Como no pudo conseguir todo el premio y toda la fama —prosiguió con voz aguda—, ahora trata de arrebatármelo. Pero le conozco; sé que es un falsario, y otros ya empiezan a darse cuenta, pero usted persiste en su actitud, sin atenerse a las consecuencias. ¡Sí, a las consecuencias! Porque es usted un falsario, un condenado embustero…
La ancha cara de Farelli estaba lívida.
—Cállese, estúpido. Si calmi. Serénese, y tal vez algún día le permitiré que me presente excusas.
Dio media vuelta para irse, pero Garrett no estaba dispuesto a dejarle decir la última palabra en aquella noche, en aquella noche de exaltación que vería el triunfo de Garrett, que era el triunfo de la verdad.
Así es que, a punto de caerse, tendió la mano, agarró a Farelli por el brazo y lo hizo girar en redondo.
—¡Es usted un farsante, un miserable Dago! —vociferó.
Farelli golpeó la mano de Garrett, desasiéndose de su apretón.
—¡No me toque! ¡Es usted un enfermo, un loco! ¡Váyase… imbecille… pezzo!
Sólo le dijo esto, nada más, pero aquella frase enfureció a Garrett más allá de todo lo imaginable. El doctor Keller lo hubiera comprendido, y sus pacientes también. Garrett perdió completamente la cabeza. Dando rienda suelta a todo su resentimiento y su furia contenidos, asestó un puñetazo a Farelli. El golpe alcanzó la parte alta del hombro al italiano y resbaló por él. Fue menos el golpe que la sorpresa que le produjo lo que hizo retroceder unos pasos a Farelli, tambaleándose.
—¡Ya te enseñaré! —gritó Garrett como un energúmeno.
Y se abalanzó ciegamente sobre el italiano, moviendo los brazos como las aspas de un molino, tal como hacen los hombres de media edad y vida sedentaria al enfurecerse. Pero Farelli ya había recuperado el equilibrio y el dominio de sí mismo. Se apartó con agilidad y, mientras uno de los puñetazos de Garrett se perdía en el vacío y el otro le rozaba las costillas, Farelli hundió su poderoso puño derecho hasta la muñeca en el estómago de su agresor. La furia y el oxígeno se escaparon simultáneamente de Garrett, que se dobló en dos. Luego, mientras se plegaba lentamente como un cortaplumas, Farelli le encajó un terrible gancho de izquierda en la indefensa mandíbula. El ruido que produjeron los nudillos al chocar con el hueso fue breve y seco, como el de unas tenazas al cerrarse, y Garrett, con la cabeza doblada y apretándose el vientre con las manos, se desplomó en el suelo como abatido por un hachazo.
Luego quedó sentado en la arena del camino, gimoteando, escupiendo sangre y alcohol y aspirando aire como una manga de succión.
Levantó la mirada, con ojos de demente y de pronto, apelando a una oculta reserva de fuerzas, se incorporó, gimiendo, sobre una rodilla y después, abrazándose a las piernas de Farelli, trató de derribar a su adversario. Farelli se soltó con un puntapié y lanzó un juramento en italiano, pero cuando intentó retirarse, Garrett ya se había puesto nuevamente en pie, para sostenerse incierto y vacilante. Se arrojó entonces sobre Farelli, que era más corpulento que él, tratando de hacer presa en su cuerpo y derribarlo sobre el césped, en un intento final por destruir todo lo que se interponía entre él y la dignidad personal. Farelli trató de arrancarse las manos de Garrett de los hombros y así ambos lucharon y blasfemaron, sobre el barro helado del jardín.
Fue entonces cuando Andrew Craig acudió corriendo, pues observó el altercado desde la terraza. Interponiéndose entre ambos, los separó y, como él tenía voluntad y no se hallaba dominado por la ira, su autoridad se dejó sentir y Garrett soltó a Farelli, para retroceder tambaleándose y jadeando, con los labios temblorosos pero sin pronunciar palabra.
—¿Está usted loco? ¿Se han vuelto locos los dos? —les preguntó Craig.
—Él me insultó —dijo Farelli con tono de dignidad herida—. Él empezó la pelea.
Finalmente, Garrett consiguió hablar con voz quebrada:
—Es un embustero… un farsante… él me provocó…
—Me importa un bledo lo que ha pasado y quién tiene o no tiene razón —dijo Craig, furioso—. Por Dios, señores, son ustedes dos personas mayores…, dos hombres de carrera…, los dos han ganado el Premio Nobel… y están aquí comportándose como dos matones de taberna. Vamos, basta ya. Olvídenlo. ¿Qué pasará si esto se sabe? Imaginen que alguien los encuentre así.
Volviéndose a Farelli, le ordenó:
—Váyase usted primero. Antes péinese y arréglese la chaqueta. Tiene la solapa desgarrada. Pero creo que podrá disimularlo antes de entrar.
Luego Craig se volvió a Garrett.
—Vamos a ver si puedo arreglarlo un poco. Tome mi pañuelo y séquese la sangre. No es más que un corte en el labio. Voy a dejarlo un poco presentable antes de llevármelo al tocador.
—Benissimo —dijo Farelli a Craig. Luego dirigió una mirada desdeñosa a Garrett—. Arrivederci, fratello mio.
Y se alejó.
Garrett lo fulminó con la mirada, amenazándolo con el puño.
—No hemos terminado ni mucho menos, asqueroso charlatán. Ya te arreglaré…, ya te ajustaré las cuentas…, espera y verás.
Y después Garrett se apartó para llorar y vomitar a la vez en la oscuridad del jardín, no a causa del dolor físico, sino por la humillación que sentía, por el sentimiento de derrota, de injusticia y de desamparo que se acumulaban en su pobre y afligido corazón, amenazando con hacerlo estallar.
Sólo había seis personas en aquel grupo formado cerca del improvisado bar: Denise Marceau, entre Hammarlund y Evang, y Leah Decker con Jacobsson y la señora Lagersen.
Hammarlund, para impresionar a los Marceau, dio el pie acostumbrado a la señora Lagersen, a fin de que esta continuase la conversación en el momento oportuno. Empezó por mencionar con orgullo los últimos óleos de Monet y Sisley que había adquirido por mediación de sus agentes en una subasta de París, y que a la sazón se hallaban camino de Estocolmo y pronto enriquecerían las paredes del salón y de la galería, junto con los demás impresionistas de su colección. Lo que más echaba de menos era un Gauguin. Siempre había deseado poseer un Gauguin. Aquel era el pie y la señora Lagersen tomó entonces la palabra.
Evocó la muerte de Paul en la lejana Dominica y refirió que ella se encontraba con Mette en Copenhague la semana que llegó la triste noticia, que produjo en Mette tanto desconsuelo por una vida perdida de un modo tan estúpido. Recordaba muy bien cómo los efectos personales de Paul —sus muebles y sus cuadros— fueron subastados en Papeete para pagar una multa impuesta por el juzgado. Cuando salieron a subasta los efectos del pintor francés que había fallecido en la locura, se hicieron toda clase de bromas de mal gusto y cuando salió el último óleo de Paul, el subastador lo puso cabeza abajo, agregando: «¿Quién da más por las cataratas del Niágara?». Alguien le dio siete francos y todos pensaron que aquello significaba el fin de Paul Gauguin; incluso Mette lo pensó en Copenhague. Sin embargo, actualmente Ragnar Hammarlund, con toda su fortuna, no podía conseguir un Gauguin.
Denise escuchaba absorta a la señora Lagersen, auténtica pieza de museo, vivo eslabón que unía el presente con lo inmortal. Los relatos de primera mano, las anécdotas, junto con la bebida y la música, quitaron algo de su veneno a la cólera de Denise. Qué interesante era todo aquello, se dijo, mientras observaba el perfil de Claude. La señora Lagersen había empezado a contar otra anécdota y Denise decidió escucharla con atención. Cuando la anécdota tocaba a su fin se materializó a su lado Motta, el mayordomo, quien se inclinó detrás de Claude. Parecía ansioso, pero se mantenía a respetuosa distancia, como correspondía a un flemático servidor.
Terminada la anécdota, todos rieron de buena gana. Aprovechando este momento, y antes de que pudiesen empezar a relatar otra anécdota, Motta se acercó prontamente a Claude y lo tocó en el brazo. Claude se inclinó a un lado, volviéndose a medias hacia el mayordomo, y este le susurró algo al oído. Evang estaba hablando y nadie reparó en Motta y en Claude, nadie excepto Denise. Vio cómo su esposo fruncía el ceño, asintiendo. Luego le oyó murmurar unas confusas palabras de disculpa que no se dirigían a nadie en particular y acto seguido observó cómo se iba apresuradamente, en seguimiento del mayordomo.
Denise perdió todo interés por las anécdotas que estaban contando Evang y la señora Lagersen. Pensaba únicamente en Claude. ¿Cuál era el recado que le había comunicado el mayordomo? Tenía que averiguar la causa de aquella misteriosa llamada y saber adónde se había dirigido.
Evang acababa de referir una larga anécdota, que fue seguida por Denise.
—¿Le gusta la música? —preguntó cortésmente.
—Muchísimo, tanto la orquesta como la vocalista —dijo ella con expresión displicente.
—Los traje en avión de París para usted, con el deseo de que se sintiese como en su casa.
Denise inclinó la cabeza para mirar a Hammarlund con sorpresa. Le causaría una decepción saber que, a pesar de que ella vivía en París, no formaba parte de la Ciudad Luz, de su vida nocturna, de sus diversiones, y que era incapaz de distinguir a una orquestina francesa de una sueca. Además, durante aquellos últimos años de trabajo, apenas había abandonado su laboratorio. Pero ¿a qué se debía aquella atención de Hammarlund?
—¿Y dice que lo ha hecho por mí?
—Sí, para complacer a una gran dama que admiro.
—Pues muchísimas gracias, señor.
—El doctor Lindblom me ha dicho que ha sostenido una conversación interesantísima con usted.
A ella le costó recordar a Lindblom y la conversación.
—Sí —repuso—, sí, es un joven prometedor.
Estaba obsesionada por la súbita desaparición de Claude. ¿A qué se debía? Y entonces advirtió que el mayordomo había reaparecido y se disponía a continuar atendiendo a los invitados.
Apretó fuertemente el bolso en sus manos, diciendo a Hammarlund que la disculpase un momento. Luego se dirigió hacia el mayordomo, cerrándole el paso antes de que pudiese preguntar a los invitados qué deseaban que les sirviese.
—Soy la esposa del doctor Marceau. ¿Ocurre algo?
—Nada en absoluto, madame. Han telefoneado desde el Grand Hotel, para comunicar que tenían una conferencia urgente de negocios para el doctor Marceau y deseaban hablar con él, a fin de saber si podían traspasarla aquí. Ahora está esperando a que la pongan directamente aquí.
—¿Una conferencia internacional? —preguntó Denise aparentando indiferencia.
—Sí, madame, de Copenhague.
Denise sintió un súbito calor en las sienes y por un momento temió que iba a desvanecerse.
—¿Por dónde hablará el doctor Marceau? Pudiera ser que esa conferencia me interesase.
—Por el teléfono de la biblioteca, madame. Si tiene la bondad de seguirme…
Ella siguió al mayordomo y ambos salieron del salón, pasaron a un corredor con varias puertas a los lados y dieron la vuelta hasta llegar frente a una lujosa puerta de roble.
Motta puso la mano en el picaporte de bronce.
—Por aquí, madame.
—No se moleste. Ya entraré yo misma. Usted puede regresar con los demás invitados. Muchas gracias.
Motta ya había hecho girar el picaporte, entreabriendo la puerta, pero entonces lo soltó, se inclinó y desapareció silenciosamente por la esquina del corredor.
Denise esperó, petrificada, a que el mayordomo desapareciese, oyendo ya la voz de Claude. Tan pronto como se quedó sola, se acercó a la puerta de roble. Se preguntó si esta chirriaría si la empujaba, pero pensó que más valía no preocuparse. La abrió unos cuantos centímetros más, se detuvo y luego volvió a empujarla otros centímetros. La voz de Claude era baja pero clara. Desde allí ella no podía verlo, pero la luz tenue de la lámpara proyectaba su sombra, alargada como la de un ladrón nocturno, sobre la pared cubierta de trofeos, que desde allí era visible.
Contempló como hipnotizada aquella negra silueta sobre la pared y, apretando fuertemente sus manos resecas, escuchó, sin sentirse avergonzada por su indiscreción. Se sentía embotada y vacía, desvalida y temerosa, como un agente lanzado por primera vez en paracaídas tras las líneas enemigas y que sorprendiese una conversación en el cuartel general acerca de un ataque por sorpresa, y se afilaba ya las uñas al sospechar la ventaja que aquel conocimiento daba a su patria, que en este caso era ella misma.
Prestó oído atento a todas las inflexiones, pausas y observaciones de la voz de su marido.
—No oigo nada. Répétez, s’il vous plaît —decía Claude—. Sí, sí, al aparato, Se oye muy mal.
Pausa.
—Sí, muy bien, Gisele, muy bien. Estoy muy ocupado pero vale la pena. Es un gran honor. ¿Y tú, cómo estás, querida? ¿Cómo fue el viaje en avión?
Pausa.
—¡Qué contento estoy! Es maravilloso oírte. Aquí es bastante difícil. Se notaría mi ausencia.
Pausa.
—Oh, es un banquete de etiqueta. Un millonario sueco nos lo ha ofrecido. Pero puede venir alguien. Me alegro de que me hayas llamado. Pero aquí es un poco arriesgado. Qu’est-ce que c’est?
Pausa.
—¿Qué dices? ¿Aquí en Estocolmo? ¿Cuándo?
Pausa.
—Lo sé, lo sé, Gisele. Yo también te echo de menos. Pero tú no lo comprendes. Mis obligaciones… el horario… no tengo un momento libre… sería muy violento… ¿Cómo?
Pausa.
—Tú ya conoces mis sentimientos. Naturalmente que quiero verte. ¿Cuándo sería eso? ¿Por cuánto tiempo?
Pausa.
—¿El nueve, dices?
Pausa.
—¿Sólo por la tarde? Comprendo. ¿Pero tendrás tiempo de participar en el desfile de la noche?
Pausa.
—Claro que lo quiero, Gisele, tú ya lo sabes bien. Te prometo que nos veremos, como sea. Naturalmente, no podré acompañarte al aeropuerto, pero… ah, otra cosa. Sobre todo, no te alojes en el Grand Hotel… ¿Cómo? ¿Qué dices?
Pausa.
—¿Ah, ya lo has arreglado? Estupendo. Entonces, espera que te telefonee allí. Lo haré cuando llegues. Será antes de la una. Puede que tarde unos minutos, pero lo haré, y también te veré, puedes estar segura…
Pausa.
—¿Qué te hace pensar semejante absurdo, amor mío? Je te trouve toujours ravissante! Nada ha cambiado.
Denise se apartó de la puerta como si esta fuese una guillotina. En la biblioteca, la voz del doctor Guillotin acababa de pronunciar las palabras fatídicas: Nada ha cambiado. Nada, nada. Los ojos de Denise se anegaron en llanto y apenas pudo contener los sollozos.
Alejándose de la puerta, corrió hacia el recodo y luego siguió el corredor. Al aproximarse a la entrada brillantemente iluminada del salón, aminoró el paso y luego se detuvo, temblorosa, tratando de recuperar su compostura. Sacó un pañuelo del bolso y se tocó cuidadosamente los ojos, tratando de no desarreglar el maquillaje. Luego sacó la polvera, la abrió y examinó sus facciones —tan ajadas, agotadas y deshechas— en ese espejito circular. A toda prisa se empolvó ligeramente sus pálidas mejillas y luego se dio un toque de carmín.
Se daba cuenta de que había perdido la batalla. Se estaba preparando la escena final del drama. Dentro de tres días a partir de aquella noche, antes de tres días, Gisele Jordan llegaría a Copenhague para acudir puntualmente a la cita con su marido oculta y segura en la habitación del hotel. Y con algún pretexto, cuidadosamente tramado, Claude la dejaría para que siguiese atendiendo al espantoso horario que ella había impuesto a ambos. La dejaría a ella, la persona usada y aburrida, demasiado conocida, la dejaría a ella, a la pazpuerca de cuarenta y dos años, que no olía a perfumes sino a productos químicos, la dejaría con su hostilidad y su resentimiento implacable, para volar hacia los brazos de la otra, tan fresca, tan desenvuelta, tan rubia, alta y perfecta, tan excitante con la fragancia de la juventud, de la carne, del refinamiento, que lo acogería con sus besos y sus mañas secretas; y después de aquello, Denise quedaría borrada para siempre.
A pesar de la jaqueca que tenía, su cerebro buscaba afanosamente la más leve esperanza de salvación. ¿Cómo podría luchar contra aquella rival tan superior, sobrevivir a aquella lucha desigual? Si continuaba mostrándose colérica, aún apartaría más de ella a Claude, pues ya se había convertido a los ojos de su marido en la personificación de una conciencia culpable. ¿Y si echase a perder su cita del día nueve, siguiéndolo, descubriéndolo o, de una manera quizá menos cruel, revelándole lo que acababa de averiguar? Su intuición le dijo que esto era imposible. Le obligaría a adoptar una decisión extrema y ella temía cuál pudiese ser aquella última decisión. El resultado inevitable de ella sería una solicitud de divorcio. Si le daba a escoger entre blanco y negro, estaba perdida. Sin embargo, no podía seguir viviendo en aquella confusa niebla gris. Cualquier decisión que adoptase entonces, o que un tercero adoptase, sería importantísima para ella. Pero no podía perder a Claude; ella no podía quedar abandonada, condenada a una reclusión amarga y solitaria. Seguía en pie la incógnita, pero lo que entonces pasaba era algo distinto. Ya no se trataba de castigarlo… sino de retenerlo a su lado.
De pronto Denise recordó dónde estaba. No podía continuar de pie en el corredor, sumida en sus cavilaciones, expuesta a que Claude la encontrase allí. No sólo el lugar donde estaba sino la expresión de su rostro la delataría. Esto podría acelerar la decisión final de Claude. O, lo que aún era peor, podría despertar su compasión. Con un estremecimiento, guardó la polvera en el bolso y después regresó a la mascarada con su disfraz de mujer imperturbable.
Reconociendo el salón en busca de alguien, quienquiera que fuese, con quien pudiese conversar, para mostrarse ocupada y dicharachera cuando Claude regresara, sus ojos se posaron en Lindblom, aquel químico de aspecto tan cetrino y ridículo —¿cómo se llamaba?— que estaba de pie a un lado, en un tímido aislamiento y sorbiendo una bebida.
Mientras lo examinaba sin que él se diese cuenta, algo brotó en el cerebro de Denise. Nada de hipótesis y experimentos, nada de pruebas por eliminación, de fórmulas y deducciones; sencillamente, se le había ocurrido una idea… un descubrimiento. Pero incluso entonces era una mujer científica. No quería saltar a conclusiones prematuras. Primero, el examen microscópico. Acercó el ojo de su espíritu al microscopio invisible y aumentó la imagen del doctor Lindblom —Oscar Lindblom— del doctor Oscar Lindblom, que era como se llamaba aquel joven químico. Fue dando aumentos al microscopio mientras estudiaba la viabilidad de su idea.
Coma ejemplar de experimentación, no era precisamente su ideal. Todo lo contrario. Demasiado débil, pero ella le infundiría fuerzas. Además, tenía otro defecto: se hallaba demasiado falto de distinción. Mostraba la misma ausencia de coloración que Hammarlund, tenía un rostro pálido y exangüe y, principalmente, unas facciones, una figura y una personalidad esbozadas, sin acabar. Para aquel experimento hacían falta fuerzas, atrevimiento, empuje y virilidad. Sin embargo, el microscopio no mentía: aquel sujeto poseía también algunas virtudes. A pesar de sus monótonas facciones, su cara era correcta, incluso agradable y de rasgos regulares. Aunque era delgado, pasaba del metro ochenta de estatura y sus miembros eran bellamente proporcionados, si no musculosos. Era soltero, recordó, y sin compromiso. Y la cualidad más favorable —en potencia peligrosa, pero no por ello menos favorable en aquellos momentos— era que la idolatraba.
Haciendo gala de una resolución que no conocía desde sus tiempos de trabajo en el laboratorio, tomó una decisión. Tenía que ser aquello o nada. En menos de tres días, Claude podía estar perdido para siempre. Tenía que echar toda la carne en el asador, confiando en que sus sospechas acerca del punto flaco de Claude eran ciertas y en el conocimiento del poder que le daría su súbito descubrimiento.
Atrevidamente, se acercó a Lindblom.
—Hola —le dijo con tono jovial—. ¿Qué hace tan solo un joven soltero y apuesto como usted?
Lindblom se volvió sobresaltado y, al reconocerla, una radiante sonrisa iluminó su rostro. Acto seguido se sonrojó:
—Yo… siempre suelo estar solo durante las fiestas. No es que sea poco sociable, pero…
—Le comprendo —dijo Denise cariñosamente, mirándole a los ojos, que él se apresuró a bajar con timidez—. ¿Me permite que le haga compañía?
—¿Que si se lo permito? Por Dios, doctora Marceau…, cómo no voy a permitírselo… tratándose de usted. Esto es para mí un honor, una gloria.
Ella decidió no perder tiempo. Con aquel joven inexperto no había que andarse con rodeos, ni ejercer sutiles artes de seducción.
—Doctor Lindblom, según creo recordar… usted me invitó a visitar su laboratorio, ¿no es eso?
—Sí, en efecto. Es lo que más deseo. Y usted me dijo que tal vez, algún día, usted y su marido…
—Yo soy mujer y, como tal, creo tener derecho a ciertos privilegios…
—¿Privilegios?
—Entre ellos, el de cambiar de idea.
Los ojos grises de Lindblom se animaron y brilló en ellos una esperanza que ya se había perdido.
—¿De veras? ¿Es posible?
—Mi esposo y yo tenemos que asistir a otro acto de la Fundación Nobel por la mañana. Pero no es nada importante. Puede ir él solo. Yo ya estoy cansada de ceremonias oficiales. Mañana por la mañana pretextaré tener una jaqueca. Una vez haya anulado mi compromiso, la jaqueca se me pasará y quedaré en libertad de hacer lo que me plazca. ¿Y usted? ¿Podrá estar libre para mañana, doctor Lindblom?
—Trataré de estarlo —dijo Lindblom con creciente entusiasmo—. No tengo más ocupación que mi trabajo. Además, Hammarlund estará encantado.
—Deje en paz a Hammarlund —dijo ella con tono tajante—. Encuentro a este buen señor bastante latoso y además me parece un oportunista. No, ni Hammarlund ni nadie. Deseo echar una cana al aire y echarla como a mí me parezca. Sólo deseo verle a usted, los dos solos y sin que nadie nos moleste. Quiero que me enseñe sus experimentos y sus notas. Los examinaremos juntos en paz y tranquilidad…
—¡Oh, doctora Marceau, no sé cómo expresarle mi alegría!
—Tal vez encontremos la manera de aprovecharnos mutuamente de nuestros descubrimientos.
—Para mí, mañana será un día memorable…
—Sí —observó Denise con una débil sonrisa—, así lo espero. —Añadiendo con tono más tenso—: Digamos a las once de la mañana. ¿Dónde nos encontraremos?
—El laboratorio particular está a medio kilómetro de la casa, en un bosquecito. Le diré lo que podemos hacer. Yo le enviaré un automóvil a recogerla. El coche la esperará en el camino del bosque.
—No lo olvidaría ni aunque pasase un millón de años.
—¿A las once, pues?
Con el rabillo del ojo, Denise vio entrar a Claude en el salón con estudiada indiferencia. Ella fingió no verlo. Esforzándose por demostrar gran alegría, ofreció el brazo a Lindblom.
—Vamos a celebrarlo —le dijo—. Acompáñeme al bar. Brindaremos por… nuestra cita científica.
Mientras esperaba para beber otra copa antes de la cena, Andrew Craig saludó a Denise Marceau y Lindblom con una sonrisa cortés y concentró de nuevo su atención en la alarmante disposición de lugares que figuraba en la cartulina puesta al extremo de la mesa. Se había propuesto ir a ver de nuevo a John Garrett, que había dejado encerrado en el tocador, pero estaba seguro de que el amoníaco y el agua fría habrían bastado para despabilar al ilustre investigador y resucitar su amortiguado sentido de la dignidad.
Como ya llevaba más de una hora separado de Emily, su plan para rectificar la colocación de los invitados a la mesa se impuso en Craig a cualquier otra consideración.
Se acercó al desgaire al extremo de la mesa, fingiendo haber visto por primera vez el rótulo de Placering y se puso a examinar el croquis con atención, para sacarlo después del marco y llevárselo a la butaca de caoba labrada que estaba arrimada a la pared.
Sentándose en ella, Craig levantó el rótulo como un escudo. Fingió examinarlo con atención suma pero, mirando furtivamente por el borde, vio que nadie le hacía caso ni se fijaba en él. Sacó entonces rápidamente el lápiz de oro del interior de su chaqueta, le quitó la caperuza con el pulgar y, después de borrar dos nombres, los cambió de sitio. Después de su arreglo, Jacobsson y Vasilkov ya no gozaban de la compañía de Emily Stratman entre ellos. En cambio, tenían el placer de contar con la agradable compañía de Leah Decker. Y Craig, privado de su encantadora cuñada, se consolaba teniendo a Emily a un lado y Margherita Farelli al otro. Craig quedó muy satisfecho de su obra maestra de caligrafía. La signora Farelli era una mujer muy discreta, que hablaba muy poco, y Craig tendría a Emily a su lado durante toda la cena.
Poniéndose en pie, colocó nuevamente el croquis en el marco.
Al alejarse de allí, Craig vio que Märta Norberg se apartaba de Leah, disculpándose, y que mirando hacia él se dirigía con decisión a su encuentro. Habiendo resuelto ya la cuestión de Emily, a Craig no le importaba. Dispuesto a todo, tomó un trago de whisky y esperó.
Märta Norberg, apartando sus rebeldes rizos y mirándole con una sonrisa desconcertante, se plantó ante él.
—¿Trataba usted de evitarme? —le dijo, insinuante.
—¿Cómo ha podido pensar tal cosa?
—No lo sé. Ha demostrado un desinterés monumental por la señora de la casa.
—Todo lo contrario. La señora de la casa estaba muy ocupada.
La sonrisa felina de superioridad apareció y desapareció.
—Muy ocupada, sí. Pero bien ocupada, no. No obstante, su cuñada es una persona muy inteligente.
—¿De veras?
—Su modo de hablar puede dejar mucho que desear, pero lo que dice es interesante —observó Märta Norberg—. Habló mucho de usted.
—¿Ah, sí?
—De todos modos, cuando observé a ese dechado de perfecciones que ella me describía tan solo en ese sillón, tan abandonado, reducido a la lectura de la disposición de lugares en la mesa, pensé que podría proporcionarle una compañía algo más entretenida.
Por un momento, se preguntó si ella le habría visto alterar los nombres. Luego pensó que no.
—Para decirle la verdad, miss Norberg, yo soy un lector ávido que lee todo cuanto le cae en las manos: horarios de ferrocarriles, viejas guías telefónicas, catálogos de semillas…, orden de asiento en un banquete… y, cuando no encuentro otra cosa, incluso leo la palma de la mano.
Ella le tendió su mano fina, haciéndola girar lentamente hasta mostrar la palma.
—Lea la mía.
Él se cubrió los ojos con la mano, fingiendo meditar profundamente y acarició la palma de la Norberg con el índice.
—Veo a una mujer, majestuosamente sola, con millares de hombres postrados a sus pies.
—Detesto las muchedumbres, míster Craig —le dijo ella con voz suave—. Si mirase con más atención, vería algo más. No en la línea del éxito, sino en la de la vida. ¿No ve a un hombre que aparece en mi vida?
Craig se dio cuenta de que ella lo miraba con insistencia, pero no alzó los ojos. ¿Se trataba de una indirecta, aquel juego de niños? Era posible, todo era posible, y la probabilidad le hizo gracia. Recordó entonces el pequeño discurso de Gottling: la democracia había arrinconado a los títulos y entonces, para llenar aquel hueco, había creado su propia nobleza… la aristocracia de la celebridad, la riqueza y las letras. En aquel círculo reducido, a nadie se le preguntaba por su pasado. Uno podía proceder de los barrios bajos del East Side neoyorquino o de Coney lsland, ser hijo de unos padres semianalfabetos que hablaban con el ordinario acento del ghetto, no haber asistido a la escuela de segunda enseñanza o a la universidad, o proceder de una familia de labriegos de Iowa o de un rancho de Idaho, de unos padres campesinos, apegados al terruño, incultos y toscos, pero si era capaz de tumbar a cualquier hombre de la tierra de un puñetazo, o abrirse paso a codazos y empujones para amasar una fortuna fabulosa o —¿por qué no?— escribir un libro que conmoviese a millones de lectores, si él pudiese ofrecer su imagen al mundo en las portadas de las revistas, o su nombre en letras de molde, si se convirtiese en un triunfador… pasaría a formar parte de aquella reducida minoría. Bastaba con destacar en una sola cosa o a veces ser un mimado de la fortuna. Y él era uno de aquellos felices mortales. De la noche a la mañana, se había encumbrado a las alturas. De la noche a la mañana, los que antes no se hubieran dignado mirarlo ni dirigirle la palabra, los que lo hubieran considerado como del montón, reconocían su aristocracia y lo aceptaban como su igual. De la noche a la mañana, lo que hasta hacía poco tiempo era imposible, se había convertido en algo tangible. De la noche a la mañana, podía bromear con un rey, cenar con un millonario y flirtear con la esfinge inaccesible que simbolizaba en su época al sexo. Era increíble. Él no se consideraba entonces distinto a como era antes de su ascenso. A sus ojos, no había cambiado. Había cambiado a los ojos de los demás.
Y aquella noche, Märta Norberg podía decirle:
—¿De veras no ve a un hombre en mi vida?
Un mes antes, se hubiera sentido intimidado al pedirle que le leyese la palma de la mano. Y entonces ella se lo estaba pidiendo.
Se inclinó sobre su mano.
—Veo a muchos hombres —dijo.
—No lo creo —repuso ella, retirando instantáneamente la mano—. Es usted un mentiroso, míster Craig. Limite su lectura a los horarios y guías telefónicas. —Entonces sonrió, como para disipar cualquier sombra de disgusto—. Leí el otro día en el periódico que, entre las cosas que más le gustan de Suecia, se incluyen Carl Milles, Ivar Kreuger y Märta Norberg.
—Y los vidrios de Orrefors —añadió Craig con mansedumbre.
—Sí, por supuesto. —La estrella lo examinó atentamente—. ¿Debo sentirme halagada en esa compañía que usted me ha puesto?
—Todos tienen en común unas dotes artísticas divinas. Con la diferencia de que usted y Orrefors poseen también belleza.
—Los vidrios de Orrefors son duros y transparentes. Aunque usted pueda pensar lo contrario, yo no lo soy. —Se mesó el cabello—. Pero poseo talento artístico y belleza, eso sí. Le agradezco el cumplido.
—Yo siempre esperaba con impaciencia sus nuevas películas y obras teatrales —dijo Craig con sinceridad—. Ir a verla actuar, en la pantalla o en las tablas, era siempre para mí un acontecimiento. La echo de menos, y sé que no soy yo solo. ¿Por qué nos ha abandonado?
—Yo no les abandoné —dijo Märta Norberg, muy seria—. Quien me ha abandonado es el creador de argumentos. Estoy esperando que se escriba un papel digno de mi tiempo. En los últimos cuatro años sólo he leído estupideces. ¿Por qué los literatos ya no crean más figuras femeninas… mujeres de tamaño natural, tan trágicas e importantes como la propia vida? ¿De qué tienen miedo? ¿Qué se ha hecho de Ana Karenina? ¿Qué se ha hecho de Madame Bovary? ¿Dónde está Margarita Gautier? ¿Por qué han disminuido de tamaño las mujeres?
—Las mujeres de hoy no tienen menos estatura que las de antes —observó Craig—. El problema consiste en que los hombres se han encogido —agobiados por la compleja vida moderna— y tienen tanto trabajo tratando de ponerse a la altura de las mujeres, que ya no tienen tiempo de cantarlas.
—Tal vez tenga razón —dijo Märta Norberg, pensativa—. Quizás eso nos corresponda a nosotras… De todos modos, he llegado a estar tan desesperada, que me he propuesto desenterrar el viejo repertorio de Raquel. Ahora estoy estudiando la Adriana Lecouvreur, de Eugenio Scribe. ¿Conoce esta comedia?
—La comedia no, pero sí el tema en que está inspirada. La Lecouvreur fue una actriz del siglo XVIII a la que amó Voltaire, ¿no es eso?
—Sí. Y el Mariscal de Sajonia. Es una vieja comedia, un vodevil quizás anticuado. Pero posee una figura de mujer, desbordante de pasión. Y al menos, esta heroína es digna de Märta Norberg. —Examinó brevemente a Craig—. ¿Le gustaría verme ensayar este papel?
—Nada sería más de mi agrado.
—Muy bien. Todas las tardes voy al Real Teatro Dramático. Tengo de director a Cronsten. ¿Por qué no se deja caer por allí mañana? A decir verdad, hay una cuestión de negocios de la que deseo hablar con usted. Pero, este no es el sitio adecuado. Si viene mañana al atardecer —de cinco a seis— cuando el ensayo esté casi terminado, tomaremos juntos el aperitivo para hablar tranquilamente. ¿Vendrá usted?
—Sin duda alguna, miss Norberg.
Ella miró a un lado.
—Ragnar ha sacado el pañuelo. Esto significa que pide socorro. Tengo que correr a salvarle. Muy bien. Hasta mañana por la tarde, míster Craig.
—No faltaré, miss Norberg. Y gracias.
La siguió con la mirada hasta que se reunió con el grupo de Hammarlund. Andaba a zancadas, como un hombre; su porte no era muy altivo, con los hombros excesivamente caídos. Sin embargo, su figura entera irradiaba una profunda feminidad y un extraño atractivo. Rodeándola como los anillos a Saturno había un círculo inescrutable. ¿O era aquello el resultado prefabricado por un centenar de máquinas de escribir de agentes teatrales? No, se dijo, estas cosas no se improvisan. Era real. Provocaba el deseo de saber cómo era de verdad, lo que había en lo más profundo de su ser y si poseía, en un grado superior al de los simples mortales, el poder místico de hacer sentir a un hombre ordinario que era un superhombre. Así hablaba Zaratustra. Así hablaba Märta Norberg.
Mientras miraba a Märta Norberg tomando del brazo a Hammarlund, y uniéndose a su grupo, Craig vio a Emily Stratman apartarse del mismo. Supuso que lo había visto, pero no estaba seguro. Después de dejar su copa vacía en una mesa, se dirigió hacia las puertas de la terraza. Craig la siguió con la mirada y se olvidó de la Norberg. Si lo que deseaba era feminidad, junto con atractivo y misterio, estas cualidades eran algo innato y natural en Emily. Su ajustado traje de seda subrayaba los contornos de su cuerpo al andar, su pecho que vacilaba como una ola, sus muslos sinuosos y ondulantes. Corrió el pestillo de la puerta y desapareció.
Craig miró hacia atrás. Leah no se daba cuenta de nada. Inmediatamente, se dirigió a la terraza.
En el exterior, el aire era más frío que antes y las lámparas inglesas parecían veladas. Al principio no la distinguió y por último la vio vuelta de espaldas, con los brazos cruzados para defenderse del frío, en un rincón oscuro de la terraza.
Se acercó a ella.
—Emily…
La joven se volvió hacia él, lentamente, sin demostrar sorpresa, con sus ojos verdes y su rostro inocente serios y confiados.
—… Hace demasiado frío aquí, pero… —balbució, con los ojos fijos intensamente en la boca de Craig y sin escucharle—. Tenía que verte a solas.
Sin decir nada más, con los brazos desnudos cruzados, pareció caer hacia él y Craig le rodeó los hombros con el brazo, espontáneamente, sin pensar, para atraerla hacia sí e infundirle calor con su cuerpo.
Teniéndola así medio abrazada, ella levantó la cara, con los ojos cerrados y sus carnosos labios entreabiertos y, momentáneamente, él dio al olvido toda la discreción y las posibles consecuencias. La atrajo a sus húmedos labios. El beso duró un breve infinito, hasta que él la rodeó hacia sí, oprimiéndole la espalda con la mano, hasta que su boca se unió con los dos brazos y el beso se hizo más profundo y la creciente pasión se apoderó de ambos.
De súbito, con una ansiosa boqueada, ella apartó los labios de su boca, con los ojos aún fuertemente cerrados, pero esquivando el rostro, aunque sin soltarse de su abrazo.
—Emily —le susurró Craig—, amor mío…
Ella ocultó su cara en su pecho, sin pronunciar palabra y mientras él le acariciaba su brillante cabello, el sonido de un batintín de bronce que resonó en el interior, una, dos, tres veces, los volvió a la realidad, a su aislamiento, a la terraza de piedra y al frío nocturno.
La voz del mayordomo se dejó oír en el salón cuando hubieron cesado los ecos del batintín.
—La cena está servida…, la cena está servida.
Emily se apartó de Craig.
—Nos buscarán —dijo.
Él la sujetó por el brazo.
—No, Emily, espera…
—Debemos irnos —dijo ella, dirigiéndose al salón.
Durante unos segundos Craig permaneció inmóvil, sin notar el frío, saboreando aún sus labios, la entrega de su cuerpo y su mutua intimidad. Por último, ansioso por acompañarla a la mesa, cruzó la puerta del salón.
Vio en seguida que la mayoría de los invitados habían desaparecido.
Quedaban aún cuatro parejas alineadas al estilo sueco, con las señoras a la derecha y sus acompañantes a la izquierda.
Le sorprendió ver que Emily no le hubiese esperado. Quizá no había visto el cambio de lugares, se dijo.
Como se le había hecho tarde, decidió tomar sólo un whisky sencillo antes de cenar. Mientras lo pedía, su mirada se posó en el Placering y, atónito —tal vez se trataba de una ilusión óptica— observó la presencia de dos borrones. Quizá no había borrado con el cuidado debido, se dijo.
Se acercó de nuevo a la carta para disfrutar una vez más de los cambios que había introducido en ella: Emily Stratman, Andrew Craig, Margherita Farelli.
Los borrones que había observado eran reales, pero no los había hecho él. Unos nuevos borrones figuraban a ambos lados de su nombre.
Emily Stratman había desaparecido. En su lugar aparecía el nombre de Leah Decker. La reaparición de Leah Decker era obra de una persona que escribía con pulcra caligrafía. Él la reconoció al instante: era de la propia Leah Decker. En cuanto a su propio nombre, Craig observó que seguía intacto e invariable. Pero, como Emily, su otra compañera de mesa también se había esfumado. Margherita Farelli había desaparecido y en su lugar, con una escritura que él no conocía, pero que era evidentemente femenina, figuraba el nombre de Märta Norberg.
—Ah, está aquí, míster Craig.
Volviéndose, vio que Märta Norberg le miraba sonriente.
—Para que vea el aprecio en que lo tenemos. Lo hemos sentado al lado de la señora de la casa. Estará usted a mi izquierda. Ragnar se dispone a pronunciar su discurso de bienvenida. ¿Quiere acompañarme a la mesa?