Capítulo noveno
En el centro de la Ciudad Vieja de Estocolmo existe una de las curiosidades arquitectónicas de la ciudad, que constituye una de sus principales atracciones turísticas. Se trata del callejón llamado de Marten Trotzig, que apenas tiene un metro de anchura. El pavimento de la estrechísima callejuela no es llano, sino que consiste en unos desgastados peldaños de piedra que descienden formando una empinada escalera entre las ennegrecidas paredes de las viejas casas y bajo dos faroles de hierro forjado, hasta desembocar en Västerlanggatan.
El callejón de Marten Trotzig era la cruz y la vanidad, ambas juntas, de Nicolás Daranyi. Su piso de tres habitaciones situado en la planta baja de una de las casas del callejón se hallaba en la esquina de Västerlanggatan y sólo a unas cuantas casas del principio de la calle. La desventaja de aquel emplazamiento consistía en que, al estar tan cerca de la concurrida arteria y en las proximidades de un lugar de tanto interés turístico, la tranquilidad y la paz eran algo imposible de conseguir allí. Ya fuese invierno o verano, los grupos de turistas parloteaban como cotorras bajo las ventanas de Daranyi, subiendo y bajando por el callejón, charlando por los codos, en inglés, en alemán, en danés, y deshaciéndose en elogios de aquel sitio tan singular. A Daranyi le gustaba la lectura y meditar en lo que leía, lo mismo que pensar en las cosas que había visto y había realizado en su vida de vagabundo, pero la situación de su morada hacía imposible la realización de sus sueños de monacal retiro.
Sin embargo, Daranyi no hubiera renunciado por nada del mundo a su piso para instalarse en una vivienda más moderna y tranquila de la ciudad nueva. Aunque la situación de su morada tenía sus inconvenientes, y aunque el alquiler que pagaba por ella era ligeramente superior a sus medios (lo que le obligaba a escatimar en otros gastos y necesidades), Daranyi la conservaba por su dirección. Sabía que aquello era puro esnobismo, pero no le importaba porque era un hombre que concedía valor a cosas tan superficiales como esa. Su piso se hallaba en una de las partes más respetables y codiciadas de la ciudad, y de las más antiguas. Para un apátrida como él, que había vivido durante tanto tiempo a salto de mata, no tenía precio poder exhibir aquellas señas, como una bandera que hablaba de dignidad, tradición y respeto.
Los momentos más tranquilos del año eran las oscuras mañanas invernales y las largas y tenebrosas noches de invierno. Entonces los turistas lo dejaban tranquilo, nadie apenas subía o bajaba por los escalones del callejón y Daranyi gozaba de su situación privilegiada y de la paz que tanto anhelaba.
Aquella lúgubre mañana del 7 de diciembre —eran las 8.15—, con el aire de las calles semejante a la pared de un iceberg, era uno de los momentos favoritos de Daranyi. A veces caían unos copos de nieve, revoloteando brevemente por el aire helado, antes de posarse con suavidad sobre el piso. Era una mañana impropia para andar por la calle, una mañana que invitaba a encerrarse en una habitación caldeada, cómoda y acogedora, y esto es lo que hacía Daranyi, convencido de que era una de las almas escogidas de Dios. No obstante, lo que completaba su dicha no era sólo el calor y el techo, sino la seguridad de algo puramente humano…, la inmediata perspectiva de unos saneados ingresos.
Daranyi se sentía orgulloso de que una figura tan distinguida como el doctor Carl Adolf Krantz fuese a visitarlo a aquellas señas, lo buscase refrenando su impaciencia, aceptase su hospitalidad —el sillón de cuero pardo, la mesa de época de Bukowski, el humeante café y los panecillos con mantequilla— como hacía Krantz entonces, ofreciéndole con su presencia la promesa de que tendría dinero en aquel período de estrechez económica. Las visitas de Krantz a aquella casa no eran frecuentes, pero siempre eran bien venidas, pues no eran simples visitas de cortesía. La aparición de Krantz significaba que el dinero no andaba lejos. Bien era verdad que durante su enigmática llamada a Daranyi poco después de que este regresara a su casa la noche anterior, y durante los diez primeros minutos a partir de su llegada aquella misma mañana, Krantz aún no había dicho ni media palabra acerca de la misión que pensaba confiarle, pero Daranyi la presentía, la percibía bajo las capas de carne, la notaba en sus huesos.
Determinado a demostrar a su patrono ocasional que no lo dominaba la ansiedad y que sólo veía en su visita una visita amistosa, Daranyi se retrepó en su silla frente a Krantz, sopló en su café y escuchó amablemente los triviales comentarios que hacía su visitante de los acontecimientos internacionales, mientras esperaba, armándose de paciencia. Hasta que, cesando en su anodina conversación, Krantz se consagró a los panecillos y la mantequilla y ambos desayunaron en silencio. Entonces Daranyi comprendió, pues conocía bien el modo de proceder de Krantz, que las fintas iniciales terminarían pronto. Dentro de poco, Krantz le haría algunas preguntas ambiguas, plantearía indirectamente un problema que deseaba resolver, para pasar a las preguntas directas y por último a las órdenes.
La taza vacía de Krantz chocó con el platillo y Daranyi se dispuso a levantarse para ir en busca de la cafetera con asa de bambú, pero Krantz alzó la diestra, obligándole a quedarse en su sitio.
—No, gracias, no quiero más café —le dijo Krantz.
Se acarició suavemente el bigote y la perilla con la servilleta, sacó un rompecabezas metálico del bolsillo, balanceándolo y finalmente dejó que sus cortos dedos lo retorciesen con descuido.
—Dígame, Daranyi, ¿qué ha estado haciendo últimamente? ¿Se ha portado bien?
—¿Qué quiere que haga a mi edad, doctor Krantz? Practico el celibato y me gusta comer bien tres veces al día. Mis únicos vicios son la buena mesa y las primeras ediciones.
—¿Tiene trabajo ahora?
Daranyi meditó rápidamente la respuesta: mucho trabajo equivalía a la imposibilidad de atender nuevos encargos y ahuyentaría al cliente; falta de trabajo producía mal efecto y podía aumentar las exigencias del cliente.
—Así; así; vamos tirando —dijo Daranyi—. Siempre se presenta alguna chapuza.
Pero aquella respuesta no bastaba; Daranyi comprendió que si no concretaba, su cliente pensaría que mentía; si concretaba demasiado, le consideraría poco digno de confianza.
—Estoy terminando dos informes de carácter industrial… Comprenda, doctor Krantz, que no estoy en libertad de divulgarlos…
—Sí, sí —dijo Krantz con impaciencia—. Voy a decirle qué me ha traído aquí… Sepa que tengo una idea. Se ha presentado un asuntillo —es algo que me concierne— y necesito algunos datos… obtenidos de una manera inteligente y discreta. No se me ocurre nadie más que usted capaz de hacerlo, Daranyi. La cuestión es saber si… está usted disponible inmediatamente, si puede dejar a un lado su restante trabajo, para emprender una breve e intensiva investigación. Dígame la verdad, Daranyi. Nos conocemos bien. Somos viejos amigos. Yo querría contar con su plena colaboración, que se entregase en cuerpo y alma a la tarea, sin dejarse distraer por otros trabajos. Ya sabe lo que yo requiero de usted: perfección, prontitud y prudencia. ¿Qué dice a esto, Daranyi?
—Como ya le he dicho, los trabajos que estoy realizando casi están terminados. Afortunadamente, ya queda poco. Pero aunque quedase mucho, yo lo dejaría todo para complacerle a usted. —Por el cerebro de Daranyi pasó fugazmente el recuerdo de The Feerie Queene [27]: este es el templo de Venus y aquí están unos amigos inseparables, Damon y Pitias, Jonatán y David, Hércules e Hilas. El rostro terso y mofletudo de Daranyi asumió la máscara de Damon, seria, sincera, dispuesta a todo—. Usted siempre se ha portado de manera muy generosa conmigo, doctor Krantz, y sus menores deseos son órdenes para mí. Ya sabe que en mí tiene a su más fiel servidor.
La inquietud de Krantz se cambió en satisfacción.
—Muy bien, muy bien.
—Usted expóngame el problema y yo lo atacaré inmediatamente.
Krantz, que hasta entonces había estado hundido en el butacón de cuero, dejando colgar sus cortas piernas y rozando apenas la alfombra con la punta de los zapatos, se inclinó hacia adelante en lo que pretendía ser un gesto de confianza. Quedó entonces sentado en el borde del sillón, con los pies sólidamente plantados en el suelo. Guardándose el rompecabezas, como si Eckart lo contemplase severamente por encima del hombro, abordó la cuestión que lo había llevado allí.
—Como usted sabe, Daranyi, esta es la Semana Nobel, una de las épocas más atareadas del año para mí…
—Es verdad. ¡Cómo pasa el tiempo! Casi lo había olvidado.
—¿Se ha enterado de las figuras mundiales procedentes de Norteamérica, Francia e Italia que se han reunido aquí para recibir el premio?
—Me avergüenza confesarlo, doctor Krantz, pero esta semana he estado tan ocupado, que apenas he tenido tiempo de echar un vistazo a los periódicos.
Krantz agitó la mano en el aire.
—No importa. Mi encargo se refiere a esos ganadores del Premio Nobel. A causa de su importancia, y de la naturaleza de lo que usted pueda averiguar, sus pesquisas… así como todo el asunto… tienen un carácter estrictamente confidencial.
—Doctor Krantz, ¿le he fallado alguna vez? —Y Daranyi añadió con orgullo—: Soy un profesional.
—No se ofenda. Deseo subrayar únicamente… la categoría de las personas objeto de la investigación y me permito recordarle que están en el primer plano de la actualidad mundial. Ahora bien: ha llegado a oídos de varios de los que formamos las comisiones Nobel un rumor según el cual uno de nuestros laureados, no sé cuál puede ser, tiene un pasado equívoco…, no, esta no es la palabra…, un pasado dudoso y una personalidad igualmente dudosa. Podría producirse un escándalo, antes o después de la ceremonia de concesión. Si esto es cierto, debemos saberlo de antemano, debemos estar informados y en disposición de adoptar las oportunas medidas preventivas. Está en juego el buen nombre de la Fundación Nobel.
Daranyi asintió con gravedad, sin creer una sola palabra de lo que Krantz le había dicho. Por principio, Daranyi desconfiaba y sospechaba de todo el mundo, y su larga experiencia le había demostrado que los motivos que pretextaban sus clientes para contratar sus servicios siempre tenían que ponerse en tela de juicio. Pero Daranyi nunca se había encocorado por ello. La moral no tenía nada que ver con el espionaje profesional. Un espía ético estaría condenado a morirse de hambre. Se aceptaba un encargo. Se ofrecían unos servicios a cambio de unos honorarios. No se pensaba en la moralidad del caso. Y asunto concluido.
Daranyi tampoco cometió el error de pensar, esta vez. Llevaba la máscara de Damon.
—Comprendo la importancia que esto tiene y su preocupación —observó.
Krantz estaba satisfecho de sí mismo. Para él, hombre seco y que se atenía a los hechos, tan desprovisto de sutilezas e imaginación, lo peor ya había pasado. El resto era relativamente sencillo.
—De manera completamente natural, varios de los que formamos las comisiones nos unimos —extraoficialmente, por supuesto y decidimos emprender una acción sub rosa [28]. Yo mencioné a mis colegas que conocía a una persona que podía sernos muy útil… y aquí me tiene.
—Se lo agradezco mucho —dijo Daranyi—. ¿Desea usted que proceda como hice durante la encuesta sobre los físicos australianos?
Krantz retrocedió ligeramente ante la mención de una antigua intriga, que era mejor olvidar.
—Nada de eso —le dijo—. Aquello fue una labor de investigación hecha sin prisas y a larga distancia. En las pesquisas actuales domina el factor tiempo y la persona —las personas— objeto de la investigación, están a mano y por consiguiente sus pesquisas ofrecerán mayor riesgo. Le he dicho que se rumorea un escándalo, pero no quiero que usted levante la liebre… Dios nos libre de ello. En realidad, tal vez no encontrará usted ninguna prueba escandalosa. Pero los miembros del comité tenemos nuestros informes, la mitad del rompecabezas y los datos que usted nos facilite quizá nos permitan completarlo. ¿Comprende?
—Completamente.
—Le dejaré unas fotografías de los laureados, una nota de sus recientes actividades en Estocolmo —es decir, de sus actividades públicas— y el resto de su programa. También le dejaré un currículum vitae de cada laureado, en el que figura su origen, formación, declaraciones y costumbres, según datos procedentes de nuestros archivos oficiales y la prensa. Esto ya lo tenemos y no tiene importancia. Se lo doy únicamente para que se familiarice con esas personas, sepa quiénes son y las conozca.
—Cualquier dato me será de utilidad.
Los ojillos de Krantz brillaron.
—Lo que sí necesitamos y no tenemos son datos de carácter personal —todo cuanto pueda obtenerse con estas prisas— acerca de cada laureado, sus parientes y amigos. Le repito que no me interesa un escándalo. Lo que nosotros queremos es lo que el público desconoce…, las pequeñas debilidades presentes, las antiguas indiscreciones, las historias de carácter íntimo, los aspectos secretos y que no se pueden revelar de la vida de cada uno de ellos. Creo que con esto le bastará de momento. Usted es un hombre muy práctico en estos menesteres.
—Gracias —dijo Daranyi con modestia—. ¿A cuántas personas se extiende la investigación?
Krantz metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó dos sobres. Dejó uno de ellos sobre la mesa.
—Las fotografías —dijo. Abriendo el segundo, que era de mayor tamaño, sacó de él y desplegó media docena de páginas mecanografiadas a un espacio, que hojeó brevemente. Por último comentó—: Seis laureados y dos acompañantes femeninos, una cuñada y una sobrina. Debido a la premura, quizá tendríamos que insistir especialmente en dos o tres de ellos.
Durante medio minuto, Krantz se sumió en sus pensamientos. Eckart le había apuntado el truco: como no se podía confiar en nadie, era preferible no dar la impresión que sólo le interesaba un laureado, Max Stratman, sino que debía fingir que deseaba ver extendida la investigación a los seis laureados, entre los que Stratman pasaría desapercibido. Esto era más seguro, comprendió Krantz, pero tenía el inconveniente de que ampliaba en exceso las investigaciones de Daranyi. Este obtendría algunos datos sobre cada uno de ellos, y posiblemente los que obtuviese de Stratman resultarían insuficientes. Krantz reflexionó acerca del riesgo que representaba demostrar más interés por algunos nombres en detrimento de otros. Finalmente, decidió arriesgarse.
—Quiero que sepa usted una cosa —prosiguió Krantz—. Se trata de facilitar sus gestiones. En total hay que investigar los antecedentes de diez personas, pero teniendo en cuenta lo que ya sabemos, sería preferible concentrar nuestra atención en cuatro de ellas. En su lugar, yo concentraría mis mayores esfuerzos en… vamos a ver… el doctor John Garrett y el doctor Cado Farelli, los laureados en Medicina —sus esposas tienen menos importancia, aunque, claro, nunca se sabe—, en esos dos y… veamos… el profesor Max Stratman, también… el profesor Stratman y su sobrina, que se llama Emily Stratman. ¿Se acordará usted, Daranyi?
—Mí memoria es infalible.
—Eso es: Garrett, Farelli y los Stratman. —Examinó los papeles que tenía en la mano—. En cuanto a los demás… los esposos Marcea u… Andrew Craig…
Las suaves facciones de Daranyi casi revelaron su sorpresa inicial.
—¿Andrew Craig? —repitió.
Krantz levantó la mirada.
—El premio de Literatura. ¿Le conoce usted?
Daranyi evocó mentalmente la figura del alto y desgarbado norteamericano que encontró en la cama de Lilly Hedqvist, su desayuno juntos, su monólogo sobre la vida en Suecia ante Craig en el restaurante Norma. No podía haber dos Andrew Craig, ambos escritores, en Estocolmo y en un mismo invierno. Aquel hombre tan amigo de la bebida —Dios mío, incluso estuvo en la sociedad nudista con Lilly— aquel hombre puritano, turbado por dudas y remordimientos, de gran atractivo personal y que era amante de Lilly, había dejado de ser un vagabundo, un turista de paso, para convertirse en uno de los grandes escritores de nuestra época, en un Premio Nobel nada menos. Y Daranyi, al recordar que había sermoneado a aquel gigante como lo hubiera hecho a un lugareño, se sintió débil y estúpido, trató de fijarse en lo que le preguntaba Krantz y lo consiguió a costa de un gran esfuerzo.
—¿Que si lo conozco? No, por supuesto que no. Leí unos libros de un autor americano llamado Craig…
—No hay duda de que es el mismo, pero ahora no tenemos tiempo para cotilleos literarios, Daranyi.
Este pensó bruscamente en Lilly: ¿Conocía esta la augusta posición que ocupaba su cortejador? Probablemente no, o de lo contrario lo hubiera mencionado. No, sin duda no lo sabía. Lilly, a pesar de su mente alerta y su buen juicio innato, era una muchacha inculta. Era un delicioso animalillo sensual, cuya franqueza podía tomarse a veces como su conocimiento de la vida y su cultura. Daranyi, en su calidad de paternal mentor de la joven, la conocía muy bien. Con excepción de algún que otro periódico naturista y revistas de psicología popular para las madres, apenas leía nada y mucho menos libros; ni siquiera el periódico. Era imposible que conociese a Craig como escritor ni que estuviese enterada de su reciente galardón. ¿Sería ventajoso que lo supiese? Era evidente que Craig gozaba con su presencia, sentía interés y simpatía por ella. ¡Vaya pez gordo que él podría pescarle a Lilly!
Daranyi comprendió que tendría que seguir pensando en la cuestión cuando estuviese solo. A la sazón tenía el deber de atender a Krantz y al evidente camelo que trataba de endilgarle el ilustre físico. Únicamente subsistía una duda interior… ¿Cuál de los cuatro escogidos sería el que Krantz trataba de ocultarle, a pesar de que era el que más le interesaba? ¿El doctor Garrett? ¿El doctor Farelli? ¿El profesor Stratman? ¿La sobrina de este? Aquel era el intríngulis de la cuestión y lo que le prestaba aliciente, dejando aparte las coronas que le reportase.
—… podemos concederles menos tiempo —estaba diciendo Krantz—. Recuerde que también me interesan datos sobre Craig y los Marceau, así como las esposas de los médicos y la señorita Decker —cuando menos se piensa salta la liebre— pero quiero que concentre su atención en los más importantes. Confío en su discreción.
—Me lo ha expuesto todo muy claramente, como siempre, doctor Krantz. Hablemos ahora del tiempo de que dispongo…
—Necesitamos estos datos dentro de un plazo fijo —dijo Krantz con firmeza—. Debo tenerlos al anochecer del nueve de diciembre. Si lo consigue usted antes, le prometo una prima. Pero el nueve…
Daranyi silbó.
—Imposible.
Krantz le recitó las palabras de Eckart:
—No hay nada imposible, Daranyi. Yo no le pido que mueva montañas. Unos cuantos datos de aquí, otro de allá…
Daranyi hizo un rápido cálculo.
—Me concede usted sólo cuarenta y ocho horas… sesenta a lo sumo.
—Me hago cargo plenamente de las dificultades, y he venido preparado.
—Sacando la cartera, extrajo de ella un fajo de billetes sujetos con una tira de papel engomado.
—Dos mil quinientas coronas sólo para gastos —dijo.
Daranyi tomó el fajo de billetes y lo sopesó con satisfacción.
—Es una buena ayuda.
—Supongo que hará usted como siempre ha hecho…
—¿A qué se refiere?
—Procurarse informes pagados de los corresponsales extranjeros, entre otras fuentes de información.
—Sí, es muy posible.
—Afortunadamente, el momento es muy oportuno. Se han reunido aquí informadores de todo el mundo… el Grand Hotel, el Stockholm, el Eden Terrace, el Foresta y el Carlton están a rebosar. Muchos de ellos andan escasos de fondos. La suma que le he dado tiene que bastar.
—Excepto con los americanos.
—Es cierto —dijo Krantz—. Pero con ellos ya encontrará usted otros medios. Por si le sirve, le puedo mencionar el nombre de una joven periodista, una tal miss Sue Wiley, que representa a los Consolidated Newspapers de Nueva York… ¿Se acordará de su nombre?
—Sí, Sue Wiley.
—He podido enterarme de que está preparando un artículo sensacionalista en el que hará historia del Premio Nobel y de sus numerosos ganadores, antiguos y actuales. Sospecho que sería capaz de hacer cualquier cosa para procurarse nuevas informaciones.
—¿Sugiere usted, doctor Krantz, que ella podría darme informes concretos, de gran utilidad para mí, a cambio de algunos chismes que yo le facilitase para aderezar su artículo?
—De eso, ni hablar. Pero ante ella, yo no me presentaría como un periodista. Tal vez se pondría sobre aviso en presencia de un competidor… los norteamericanos se muestran muy celosos de las exclusivas… o como sea que las llamen.
—Temería que le «pisase» el artículo.
—Sí… ¡qué expresión tan estúpida! Pero puede presentarse bajo otra identidad.
—Deje usted eso de mi cuenta, doctor Krantz.
El físico se acarició la perilla, pensativo.
—Preste atención al programa que han seguido los laureados. Por él verá que se emborracharon en el Palacio Real y en la residencia de Hammarlund…
—No se preocupe —dijo Daranyi, para tranquilizar a su visitante—. Tengo mis fuentes de información… y con dos mil quinientas coronas… —Vaciló—. Lo que me preocupa es la limitación del tiempo.
—Haga usted lo que pueda. No le pido más.
—Muy bien. Puede confiar en mí. —Quedaba la cuestión final. Daranyi tosió y después carraspeó—. Ahora, en cuanto a mis honorarios…
Krantz se puso en pie, tirando cuidadosamente de su chaqueta para alisada.
—Aún no hemos decidido cuáles serán sus honorarios, Daranyi. Tengo que celebrar otra reunión con mis colegas. Confíe en mí. ¿Le he fallado alguna vez a este respecto? ¿Verdad que no? Descuide, que sus cuarenta y ocho horas de trabajo serán muy remuneradoras. Recibirá una recompensa más que proporcionada a su labor, superior a la que recibió al término de su última misión, puedo asegurárselo. Y le repito que si puede facilitarme ese material con antelación, tendrá una prima.
—En las cuestiones financieras me pongo enteramente en sus manos pues confío en su generosidad y en que sabe apreciar mis servicios.
Krantz tomó el gabán y Daranyi se puso en pie para ayudarle a ponérselo.
Al llegar a la puerta, Krantz se detuvo.
—Discreción absoluta, Daranyi.
Una sonrisa iluminó el semblante del húngaro, quien quiso hacer una pequeña broma:
—Yo también quiero a mi pescuezo.
Krantz lanzó un gruñido.
—Entonces, estamos de acuerdo. El día 9, a cualquier hora, cuando haya terminado, telefonéeme a mi número particular. Yo no me moveré de casa hasta que usted me llame. Entonces, le recibiré en seguida.
—Confío en que no me presentaré con las manos vacías —dijo Daranyi.
—Así lo espero —asintió Krantz.
Con estas palabras se marchó. La entrevista había terminado. Daranyi contempló con expresión displicente la puerta cerrada, preguntándose qué había detrás de todo aquello. Muy pronto lo sabría. Esto era lo bueno de su oficio; esto, y el dinero.
Volviendo junto a la mesa, tomó las notas biográficas que Krantz le había dejado y empezó a leerlas despacio. Sus cuarenta y ocho horas de pesquisas habían comenzado.
Exactamente a las 11.05 de aquella misma mañana —el aire estaba tan helado como durante las primeras horas, pero el paisaje de Djurgarden aparecía pintado de color gris zinc y no negro— Denise Marceau fue conducida en automóvil por una puerta trasera que se abría en la parte posterior de Askslottet y vio al doctor Oscar Lindblom por el parabrisas, golpeándose los brazos mientras esperaba en el camino del bosque.
Mientras le ofrecía la mano para que se apease del «Bentley» de Hammarlund, un lujo que ella agradeció, pues se adaptaba a su talante de aquellos momentos, le complació observar que Lindblom aparecía más apuesto, más decidido y más viril que la última vez que lo vio. El viento lo había despeinado y el frío había teñido de un vivo arrebol sus mejillas. La bufanda de lana que llevaba en torno al cuello y los hombros, en lugar de gabán, le confería una indefinible elegancia. Ya no parecía tanto una cavidad. Gracias a Dios, pensó ella, mientras avanzaba alegremente, dándole el brazo, a través de las hileras de árboles desnudos. Lindblom le dijo que había algunos corzos domesticados en el bosque, pero Denise no vio a ninguno.
El laboratorio particular, una construcción de cemento de una sola planta, de dieciocho metros por nueve, se alzaba en un claro, aislada de cualquier otra construcción y vivienda. Aunque el interior del laboratorio, formado por dos salas y un baño, poseía el aspecto familiar de docenas de laboratorios que Denise había visto en Francia, aquel parecía infinitamente más moderno.
Lindblom, atento como un cadete militar, la ayudó a despojarse de su grueso abrigo gris. Ella estuvo satisfecha, segura de que no se lo había imaginado, sino que él había admirado furtivamente su nuevo vestido de shantung, de falda corta, como exigía la moda, y escote muy pronunciado.
Después de ofrecerle fuego para que encendiese el cigarrillo, él la precedió muy orgulloso por la sala principal, la sección de trabajo del laboratorio, señalándole meticulosamente todos los alambiques y su contenido, todas las bombas de vado, los termómetros, mecheros, frascos y recipientes, el espectrofotómetro, la centrifugadora de alta velocidad, los roedores para experimentación encerrados en jaulas de acero inoxidable. A pesar de su falta de interés momentáneo por la ciencia, Denise no pudo por menos de sentirse impresionada por el derroche de dinero que se había efectuado en un laboratorio particular.
Mientras recorrían el laboratorio, Lindblom le hablaba con entusiasmo nervioso del trabajo que a la sazón efectuaba. Su amor por las especies de algas, los nódulos de glicina, las rodofíceas y las clorofíceas, resonaba en sus tímpanos. Odiaba apasionadamente las sustancias químicas que integraban los alimentos naturales. Con este odio corría parejas, en cuanto a intensidad, la devoción que experimentaba por los productos sintéticos. Lo que interesaba a Denise no eran los conocimientos que le comunicaba Lindblom, sino el hecho de que fuese capaz de sentir emociones. Se preguntó si sólo sería capaz de apasionarse por la química de la alimentación. ¿Sería capaz de reaccionar de manera similar a la química de la mujer?
Le escuchaba con muy poca atención y a veces no le escuchaba en absoluto. Aquel era uno de sus dones: la capacidad de aislarse casi totalmente durante una conversación, asintiendo intuitivamente en el momento oportuno, interponiendo un comentario de alabanza o de disgusto como si escuchase atentamente. Utilizó esta habilidad durante la visita del laboratorio y las explicaciones de Lindblom. Tenía cosas más importantes en la cabeza.
Desde que adoptó aquella decisión la noche anterior, en casa de Hammarlund, hasta el momento en que Claude la dejó aquella misma mañana, había estado de talante alegre, con la seguridad que le proporcionaba su íntima y secreta esperanza. Aquel súbito cambio de humor desconcertó a Claude, como ella no dejó de notar. Incluso adivinó que su marido podía sospechar de ella. Cuando terminaron de desayunar en la suite del hotel, él la interrogó con tiento acerca de sus actividades y le preguntó si le había gustado la fiesta de Hammarlund. Mientras él la sondeaba, por primera vez desde su humillación, ella experimentó un sentimiento de auténtica superioridad.
Sin embargo, ella sabía, que a pesar de la esperanza que acariciaba en secreto, llevaba las de perder y la situación no había cambiado. La inminente llegada de Gisele desde Copenhague podría dar al traste con todos sus esfuerzos. Empero, había decidido hacer algo, pues no quería sucumbir sin lucha, y esta idea la consolaba.
Pero la batalla aún no había empezado.
La noche anterior tomó la decisión crucial. En aquel laboratorio, aquella misma mañana, tendría que poner en práctica lo que había decidido, y, una vez hubiese empezado, tenía que llegar hasta el final.
Mientras seguía a Lindblom, consultó furtivamente su reloj. Había llegado a las 11.05. Eran ya las 11.55. La hora cero que ella se había fijado estaba muy próxima. La decisión final. La primera cuestión que se planeaba era la siguiente: ¿Debía hacerlo? Si lo hacía, podía adoptar dos soluciones: a) flirtear con el muchacho, estrecharse las manos, abrazarse, algún besito, susurros románticos, todo lo cual se vería seguido por otros encuentros similares dedicados a estos inocentes devaneos y sin pasar de ellos; b) cópula.
El instinto le aconsejaba que la moderación no daría resultado. La pasión que sentía Claude —hipnotizado por los atractivos físicos de Gisele— no podía contrarrestarse mediante un simple flirteo. No podía fingir que había habido algo más, y sabía que Lindblom aún era más incapaz de fingir que ella. Claude consideraría el flirteo como una venganza infantil, más bien ridícula y estúpida, una broma patética. Por otra parte, el adulterio poseía un poder avasallador que obligaría a reaccionar a su marido. En este caso, no hacía falta que Lindblom fingiese. Se convertiría en su amante. Lo sabía y lo demostraría. Y la verdadera posesión de su cuerpo, que ningún otro hombre había tocado desde su matrimonio, sería un golpe terrible para la egolatría de Claude. Si este no reaccionaba, como su matrimonio ya estaba perdido de todos modos, nada importaba ya. Pero si acusaba el golpe en su amor propio y conseguía despertar sus celos, aún había esperanza.
Mientras seguía a Lindblom por el laboratorio, continuaba haciéndose estos y otros parecidos razonamientos. Estaba satisfecha de haber resuelto la primera cuestión de manera afirmativa: Sí debía hacerlo. Surgía entonces la segunda cuestión: ¿podría hacerlo? Esto ya era más difícil. Ella se había educado en el seno de una familia profundamente católica de la vieja Francia. Sin embargo, en su mayoría de edad, libre de la tutela familiar y de la sombra de la Iglesia, tuvo tres breves pero serias aventuras con compañeros estudiantes de la Sorbona. Pero después de conocer a Claude y de pronunciar sus votos ante el altar, le fue absolutamente fiel, sin flirtear ni una sola vez, a pesar de las tonterías que suelen decirse acerca de la manga ancha de las francesas. Ni siquiera le había venido en mientes tal posibilidad.
Pero entonces, se dijo, mientras continuaba paseando, todo había cambiado, por culpa de Claude. ¿Continuaba estando ligada por sus votos de fidelidad? Aquellos votos eran mutuos, él también los había pronunciado, pero los había roto. ¿Por qué y para quién tenía que preservar ella su castidad? ¿Y qué tenía que temer? Era mujer, y esto hacía las cosas más fáciles. Y además de mujer, era científica, lo cual aún le allanaba más el camino. Era una mujer científica de cuarenta y dos años, realista, desprovista de romanticismo, bastante experimentada y por todo ello la empresa que iba a acometer le resultaba mucho más fácil.
Dos factores la hacían posible y necesaria. Lindblom se detuvo para señalarle un vaso para análisis que contenía líquido. Mientras ella le miraba, por una curiosa metamorfosis el vaso se convirtió en un recipiente y este asumió la forma de la joven vagina de Gisele Jordan entregada a Claude, a su marido, y vio a este tomándola. Esta imagen aborrecible no tardó en disiparse, pero subsistió el furor que le inspiraba aquella afrenta. Entonces, tratando de olvidar aquella imagen y de mostrarse amable con Lindblom, se acercó a él para inclinarse y examinar con más atención el vaso. Sin darse cuenta, se inclinó sobre su brazo extendido con el resultado de que su pecho opulento, apenas retenido por un fino sostén de encaje, se apretó fuertemente contra el brazo del joven. Denise, excitada y satisfecha al comprobar su poder, notó la súbita rigidez del brazo, de todo su cuerpo a su lado y comprendió en seguida que él caería con facilidad y que la operación sería indolora. Y así quedó resuelta la segunda cuestión, la de si podía hacerlo. Sí, podía.
Y entonces, sin poder contenerse apenas, se dispuso a llegar al desenlace de su astuto plan.
Apartándose, miró a Lindblom con expresión amistosa y contenta. Mi colaborador, pensó, pero en lugar de eso, le dijo:
—Ha sido apasionante, Oscar… ¿Me permite que le llame así?
—Por favor, por favor…, no faltaba más…
—¿Dónde podría dar ahora un poco de descanso a mis pobres pies, fumar un cigarrillo y…?
—Perdóneme, madame Marceau. Me he dejado llevar por mi entusiasmo. ¡Qué estúpido! Venga, pasaremos a la sala contigua…, que Hammarlund llama mi sala de pensar…
La acompañó a la sala contigua, desprovista de puerta y que era un pequeño estudio alfombrado, con una mesa moderna a un lado sobre la que se veía una máquina de escribir portátil, un montón de gráficos y una cafetera eléctrica. Arrimado a una de las paredes había un macizo sofá tapizado con una gruesa tela y una librería abarrotada de publicaciones científicas. Completaban el mobiliario dos livianas sillas.
—¿Desea utilizar el cuarto de baño? —le preguntó, señalándolo.
Ella movió negativamente la cabeza.
—¿Tomará un café?
Ella volvió a hacer un ademán negativo.
—No, solamente deseo sentarme y fumar un pitillo… y que me hable de usted.
Se sentó en un ángulo del sofá, cruzando las piernas de manera que el corto vestido de seda le quedó provocativamente muy por encima de las rodillas. Lindblom fingió no verlo, mientras se inclinaba para encenderle el cigarrillo.
Ella se retrepó en el sofá, aspirando profundamente, con lo cual su pecho se destacó en todo su esplendor. Lindblom seguía de pie y ante ella con aire cohibido.
—¿Le importa hablarme de usted? —le preguntó Denise.
—En absoluto. Pero temo que no me encontrará muy interesante. En mi vida no hay nada fuera de mi trabajo, madame Marceau.
—Permita que lo someta a un pequeño juicio. ¿Cuánto años tiene, Oscar?
—Treinta y dos.
No está mal, se dijo ella. No es un crío.
—¿Y aún soltero? —le preguntó—. ¿Cómo se las arregla para seguir libre… siendo tan bien parecido?
Lindblom se puso como la grana ante el cumplido.
Antes de que pudiera contestar, ella dijo:
—No tiene por qué sonrojarse. En Francia estamos acostumbrados a hablar sin ambages de todo. Yo creía que en Suecia era lo mismo.
—No es exactamente así, madame Marceau. Nosotros los suecos somos un pueblo muy correcto y apocado.
—¿Y esos reportajes que he leído sobre la libertad sexual que aquí impera?
—Algunos son verdad y otros no.
—Ya veo. Sin embargo, usted ha conseguido librarse del acoso de las muchachas, ¿eh, Oscar?
—No soy lo que se dice un artista de cine. Además, estoy entregado en cuerpo y alma a mi trabajo.
—Lo comprendo perfectamente —dijo Denise, bondadosa, para tranquilizarlo—. Pero en cuanto a su vida social…, ¿no tiene una amiguita?
Él se mostró sorprendido.
—¿Qué quiere decir, exactamente?
—Una amante. No quiero molestarle con mi franqueza o mi curiosidad, pero resulta que, desde que lo conozco un poco mejor, usted me intriga. ¿Ya se ha dado cuenta de que es bastante atractivo? Por eso me estoy preguntando quién puede ser la afortunada.
—No hay ninguna —barbotó Lindblom.
—¿Ninguna, ninguna? Pero sin duda debe de haber algunas mujeres en su vida.
Él se agitaba, muy embarazado.
—Algunas veces salgo con chicas, pero muy poco.
Denise notó el nerviosismo del joven y abandonó el tema diciendo:
—No tiene importancia. Siento de veras haberle puesto en un aprieto. Lo hice sin mala intención.
Acercando su rostro al de Lindblom, le besó lentamente, sintiendo cómo su delgado cuerpo temblaba de emoción. Se apartó ligeramente preguntando:
—¿Qué, te ha parecido mal?
—No… No…
—¿Es esto lo único que sabes decir?
—Ha sido maravilloso. Me siento muy honrado…
—¿No me quieres un poquitín, Oscar? Puedes decirme la verdad.
—¿Qué quiere que le diga, madame Marceau? Ya puede figurarse lo que siento. Usted… y su marido… eran mis ídolos. La simple idea de conocerla personalmente, de atreverme a estar a solas con usted…
—No seas tonto, Oscar. Haz estos discursos cuando hables de figuras históricas como los Curie. Yo no soy como ellos. No estoy sepultada en los libros de historia. El Premio Nobel no ha momificado ni mi corazón, ni mi carne, ni mis emociones. Soy un ser humano, aún joven, y tengo la suerte de estar con otro ser humano también joven, un hombre electrizante. No quiera que me admires por mi obra. Quiero que me admires por mi persona. ¿No me encuentras atractiva?
—Es usted la mujer de mis sueños…
—¿Pero me encuentras atractiva?
—Naturalmente, madame…
—Naturalmente…, ¿qué?
—Madame…
—¿No sabes llamarme otra cosa?
—Por otro nombre…, no me atrevería…
Ella examinó el rostro cetrino del joven, en el que se pintaba una gran tensión interior, y vio el tic que había surgido en la comisura de su ojo derecho. Era tan estúpido, increíble e introvertido como un personaje de Stendhal, pero su temor y su inhibición agudizaron su deseo de terminar el experimento con pleno éxito.
—Oscar —le dijo cariñosamente—, afloja tu lengua y deja que hable tu corazón. ¿No ves lo que yo quiero que me digas…, lo que quiero oír de tus labios…? Es lo que todas las mujeres en la flor de la vida desean escuchar de boca del ser amado. ¿Te produzco efecto como mujer? Sólo como mujer…, desprovista de méritos, obras y premios…, una mujer que no está por encima de ti, sino que es tu igual o quizá menos, que desea conquistar tu admiración…
Lindblom tenía las facciones crispadas y, muy trabajosamente, consiguió articular:
—La idolatro… ¡La idolatro por encima de todas las demás mujeres!
Denise ya tenía la victoria en la mano.
—Si tú pudieras, Oscar, si fuera posible… ¿Me querrías?
—Ni siquiera me atrevo a pensar en semejante…
—¡Esto quiere decir que sí, que eres capaz de quererme! —dijo Denise triunfalmente. Se volvió a medias hacia él, adoptando un tono apremiante, como si hablase de negocios—. Vamos a hablar de esto de una manera razonable, mientras aún podamos hacerlo. Ambos somos adultos y científicos. Al propio tiempo, justo es reconocerlo, somos seres humanos, personas sujetas a emociones, que exigen satisfacción, y esto a menudo es tan importante para nosotros como nuestro trabajo, ¿no es cierto? ¿Admites que esto es cierto?
Cerró los ojos, preguntándose si no hablaría de manera demasiado teatral. Tal vez hablaba demasiado, pero debía hacerlo, pensó, porque estaba haciendo los papeles de ambos, el del hombre y el de la mujer.
—Oh, sí, sí… —dijo la distante vocecita de Lindblom—, pero ¿está usted segura de que… su marido…?
Denise abrió los ojos disponiéndose a mandar al infierno a Claude y a reñir a Lindblom por su resistencia, pero instintivamente comprendió que esto podía reducir al joven a la impotencia. Esta última palabra —impotencia— le dio la clave de su respuesta.
Aunque ya eran las dos de la tarde del 7 de diciembre, la cama de matrimonio de la suite Nobel del cuarto piso del Grand Hotel aún estaba ocupada por un laureado.
A excepción de algunas visitas al cuarto de baño, John Garrett no había dejado el lecho del dolor en toda la mañana. La herida más grave que había recibido en el jardín de Hammarlund no era corporal, sino espiritual. El estómago aún le dolía a consecuencia del puñetazo de Farelli y tenía el ojo derecho ligeramente abotargado, aunque el golpe le alcanzó en la mandíbula y no en el ojo. Pero estas heridas eran de menor importancia y pronto dejarían de dolerle. Lo que le seguiría doliendo era la herida causada a su amor propio.
El recuerdo de lo que le había sucedido le causaba una aflicción que ningún bálsamo ni medicamento podían remediar. Cuando se despertó a primera hora de aquella mañana, el dolor que experimentaba en el estómago y la mandíbula le recordó su humillación y se puso a evocar morbosamente, una y otra vez, la desagradable escena.
Había momentos en que pensaba que había descendido muy bajo al portarse con tal grosería. No había pegado a nadie ni le habían pegado desde que era mayor de edad. Era un intelectual, un doctor en Medicina y Cirugía, no un fierabrás callejero. Los puños no arreglaban nada, excepto los de aquellos cuyos bíceps eran mayores y estaban más ejercitados. Él no había buscado camorra. Fue sólo la vista de Farelli, poseído de tal aplomo durante la fiesta, lo que sacó a Garrett de sus casillas. Y las cuatro copas que bebió precipitaron las cosas, pues él no era un bebedor y el alcohol se le subía fácilmente a la cabeza. Si no hubiese bebido, probablemente no hubiera agredido a su rival. Por otra parte, si lo hubiese atacado sin haber bebido, hubiera tenido la cabeza lo bastante clara, hubiera inclinado la balanza de la pelea a su favor. La victoria siempre asistía al derecho y la razón, ¿no era verdad? De todos modos, se repetía hasta la saciedad, él no había querido descender tan bajo, sino únicamente señalar a Farelli con sus palabras cuál era su lugar, haciéndole saber que él, Garrett, no se chupaba el dedo y lo tenía bien calado. También lamentaba haber empleado aquel lenguaje arrabalero aunque, mirándolo bien, no lo sentía demasiado, porque aquel charlatán no se merecía otra cosa. Pero lo que de verdad le escocía era haberse visto maltratado, dando con sus huesos en el santo suelo, para quedarse gimiendo a los pies de aquel sinvergüenza. Y lo que aún era peor, que un desconocido como Craig presenciase su miserable humillación.
Pero recordó que lo que siguió a esto no estuvo nada mal. Su ojo aún no había empezado a ponerse amoratado y él, reforzado por unas cuantas copas más, consiguió terminar airosamente el banquete de gala. Cuando Saralee lo acostó, se lo contó todo —según su versión, desde luego— y ella le demostró su simpatía, debidamente conmovida e inquieta, como correspondía a una buena esposa, e incluso llegó a apuntar la necesidad de denunciar a la policía a aquel pendenciero matón italiano.
Había terminado ya la mañana y comenzaba la tarde, pero él aún seguía en cama, demasiado disgustado y afligido para abandonar el lecho y enfrentarse con el hostil mundo exterior.
Sonó el timbre de la puerta y oyó que Saralee decía desde el saloncito:
—Debe de ser el doctor Ohman. Lo haré pasar.
Garrett se incorporó a medias sobre la almohada, preguntándose a qué se debería la visita de Ohman. Entonces, entre las cortinas medio corridas, vio que el visitante no era el médico sueco, sino el camarero de chaqueta blanca asignado al servicio de la suite, que les traía la bandeja con el almuerzo.
Cuando el camarero se hubo ido, Saralee se acercó a los pies de la cama.
—¿Te encuentras mejor, John?
—Así, así.
—El doctor Ohman no tardará en llegar. ¿Quieres quitarte el pijama y vestirte?
—No, lo recibiré aquí.
Cuando Saralee volvió al saloncito, para continuar escribiendo postales, Garrett desechó su obsesiva evocación de los horrores de la víspera y se esforzó por concentrar sus pensamientos en Ohman. A las once de la mañana, el sueco había telefoneado y Saralee se puso al aparato. Según ella refirió a Garrett, el médico sueco parecía excitado, como si poseyese alguna información de importancia. Preguntó si Garrett estaría libre por la tarde, porque en tal caso, él tenía que decirle algo de extrema importancia. Tapando el micrófono, Saralee repitió estas palabras a su marido y Garrett movió la mano negativamente, murmurando que no deseaba ver a nadie, pero luego añadió que le preguntase de qué se trataba. Saralee así lo hizo, escuchó y dijo a Garrett:
—Es algo que se refiere a Farelli.
Esto despertó inmediatamente la curiosidad de Garrett y sus deseos de ver a su aliado.
—Dile que venga a las dos.
Eran ya más de las dos y Garrett, extrañado, se preguntaba a qué se debía el retraso de Ohman. Lo que hubiera deseado saber sobre todo era si Ohman se había enterado de la pelea y venía como nuncio de malos presagios. De nuevo volvió a su obsesión: el altercado, que se dedicó a evocar en sus menores detalles.
El doctor Erik Ohman llegó a las 2.10, con una pequeña cartera de piel bajo el brazo. Sus facciones de pugilista estaban iluminadas por una expresión radiante, pero se puso instantáneamente serio al ver a su amigo en cama, mostrando las señales de una lucha reciente.
En cuanto Saralee hubo salido con el gabán de Ohman, este acercó una silla a la cama, examinó las magulladas facciones de Garrett y lanzó una exclamación preocupada, mientras se rascaba sus cortos cabellos rojizos con sus gruesos dedos.
—Uhhh… doctor Garrett, mi buen amigo, ¿qué le ha pasado? ¿Se ha caído por unas escaleras… o ha chocado con una puerta?
—Ese granuja borracho de Farelli me dio una paliza —dijo Garrett con vehemencia.
El sueco se quedó pasmado.
—¿Quiere decir que le pegó?
—No sólo una vez, sino varias. Y cuando me tuvo en el suelo, me dio de puntapiés.
—¡Pero doctor Garrett, esto es… uhhh… espantoso, inaudito!
—Es la pura verdad. Anoche, fui a cenar con Saralee en casa de Ragnar Hammarlund —nos ofreció un banquete a todos los laureados— y entre estos se contaba también Farelli, desde luego. Él bebió algunas copas de más, como yo… Reconozco que yo estaba muy resentido con él. No podía quitarme de la cabeza el que él, a pesar de que sabía que usted era amigo mío, tratase de apuntarse un tanto utilizándole a usted y a su magnífico trabajo para fines publicitarios. Así es que decidí de pronto decirle que usted y yo sabíamos lo que se traía entre manos y lo que pensábamos de su inicuo proceder. Salimos los dos afuera, para hablar sin testigos en el jardín, de una cosa pasamos a la otra, él hizo alguna afirmación insultante —no la recuerdo exactamente—, yo hice un movimiento inocente de advertencia —tal vez lo amenacé con el índice o algo parecido— y, sin darme tiempo a prepararme, él me atacó violentamente…
—¿Y le puso ese ojo a la funerala?
—Sí. Me asestó un golpe al estómago y otros dos a la cara. Yo perdí el equilibrio, pues no me hallaba preparado, trastabillé y me caí. Y entonces él se ensañó conmigo, atizándome puntapiés. Ese bruto podía haberme matado, se lo aseguro, de no ser que alguien nos oyó e intervino.
—¿Es alguien que le pueda perjudicar? —preguntó Ohman, preocupado.
—No, en absoluto. Era otro de los ganadores… Craig, el escritor. Impidió que Farelli siguiese atizándome puntapiés y evitó que yo le devolviese los golpes que me había dado.
—Más vale así. La lucha podía haber adquirido muy feo cariz. —Movió la cabeza—. Este… uhhh… este Farelli… Sabía que era un mal tipo, cuando usted me contó la verdad, pero nunca me hubiera imaginado que fuese capaz de recurrir a estos medios. Garrett se tocó su ojo hinchado.
—Es un hombre sin moral, capaz de todo.
—Ya lo veo —asintió Ohman. Le apenaba encontrar postrado en el lecho a su generoso mentor norteamericano, víctima de una brutal agresión, y de pronto se puso a pensar—: Doctor Garrett, ¿qué hará con Farelli?
—No sé cómo enfrentarme con este hombre. Diga usted, si quiere, que prefiero convertirme en mártir en aras de mis principios de hombre civilizado y cristiano. Las personas como usted y como yo hemos aprendido casi desde la cuna a portarnos de un modo digno y a sobrellevar con resignación las afrentas. Así, cuando de pronto nos enfrentamos con un bárbaro que desconoce los más elementales principios de la convivencia humana, nos sentimos perdidos. Debo confesarle mi fracaso…, no sé cómo tratar con esta bestia… con esta víbora…
—Doctor Garrett…
Había algo en la expresión del médico sueco, serio, imperturbable y de aspecto vengador, que obligó a Garrett a interrumpir su parrafada.
—Tengo el arma que le permitirá luchar con ventaja contra Carlo Farelli.
Esta afirmación de Ohman, pronunciada como una sentencia inapelable que saliese de labios de un juez empelucado, despabiló a Garrett, quien esperó, oído avizor. ¿Habría aún alguna esperanza?
—Uhhh… al principio… yo no estaba seguro de si debía revelarle esto. —Diciendo estas palabras, puso la cartera de piel sobre sus rodillas—. Me parecía muy poco concluyente. Sin embargo, si pudiese demostrarse, usted ganaría la partida de golpe. No sólo silenciaría a Farelli, sino que lo descubriría. Lo borraría de la faz de la tierra.
Garrett se enderezó y sus ojos brillaron con ardor fanático.
—¿De qué se trata?
—Se lo explicaré. Uhhh… cuando nos conocimos personalmente en el Instituto Carolina…, cuando usted me convenció de que Farelli se atribuía el mérito de un descubrimiento que no era suyo, sino de usted… y, por si fuese poco, ahora incluso intenta robarle su mérito…, resolví… uhhh… hacer averiguaciones… uhhh… sobre Farelli. Aunque no fuese para otra cosa, esto me permitiría ampliar mi conocimiento de aquel hombre, y comprender por qué se le admitía en el seno de la profesión médica. Como usted sabe y como le expliqué cuando nos vimos, la Real Academia Sueca de Ciencias designa a diversos expertos y especialistas para que examinen el expediente de cada candidato —por ejemplo, el de usted lo examinamos entre un colega mío y yo— y otros dos colegas míos del Carolina… habían realizado una investigación similar por lo que toca a Farelli. Estas pesquisas y estudios son muy completos. Ya le conté cómo a comienzos de siglo, nuestro comité destacó dos de sus miembros a San Petersburgo para… uhhh… averiguar lo que pudiesen sobre Pavlov. De una manera confidencial le diré que nuestros investigadores médicos no sólo comprueban un descubrimiento y determinan su importancia, sino que —quede esto entre nosotros hacen un informe sobre el… uhhh… carácter y la personalidad del descubridor. Pues bien, doctor Garrett, este informe también se hizo en el caso de Cario Farelli.
Durante todo este relato, la excitación de Garrett fue subiendo de punto. Aquello era definitivo. Se avecinaba algo de vital importancia.
—Usted…, usted dijo por teléfono que poseía una información muy importante. ¿Se refiere a Farelli? ¿Descubrió algo sobre este bandido…?
—Sí.
Garrett no pudo moderar su voz.
—¿Y qué descubrió? ¡Dígamelo… tengo que saberlo!
Ohman corrió lentamente la cremallera y abrió la cartera. Rebuscó en su interior y sacó dos delgadas hojas escritas a máquina.
—Como usted sin duda sabe —dijo Ohman— el pasado de Farelli es… uhhh… muy animado.
—Yo sólo sé lo que han publicado los periódicos. —Y preguntó con tono apremiante—: ¿Qué quiere usted decir con eso de que… es muy animado?
El sueco golpeó con el índice las hojas mecanografiadas.
—Aquí está todo. No es el informe original. Pero uno de los investigadores que lo realizó —viejo amigo mío y antiguo condiscípulo… un especialista cardíaco como nosotros— me refirió de memoria lo que había descubierto, yo tomé mis notas y luego las pasé a máquina. Naturalmente, sería posible consultar el informe original, por mediación de mi amigo o de otra persona. Está archivado, pero estoy seguro de que no difiere esencialmente de lo que tengo aquí. Mi amigo tiene una memoria de elefante. —Ohman consultó la primera hoja de las dos que tenía sobre las rodillas y levantó la mirada—. Usted ya sabe, por supuesto, que a finales de 1941, cuando Mussolini ya había declarado la guerra a Rusia y a los Estados Unidos, el doctor Farelli fue detenido por la OVRA, la policía secreta fascista, ¿no es verdad?
—No conozco los detalles —dijo Garrett—. Se jactó una vez ante mí de haber estado en la cárcel durante la guerra.
—Sí, esto ha sido comprobado —prosiguió Ohman—. Hay que reconocer, a favor suyo, que posee un largo historial de antifascista. Cuando aún estudiaba en la Facultad de Medicina, Farelli se opuso a la aventura mussoliniana contra el Negus en Abisinia. Cuando estalló la guerra mundial, Farelli, junto con otros médicos jóvenes, firmó una carta abierta, publicada en Il Popolo di Roma, oponiéndose a la entrada de Italia en el conflicto. A finales de 1941, la OVRA supo, por una delación, que Farelli había asistido en su calidad de médico a los enemigos del Duce que actuaban en los movimientos de resistencia al régimen. Inmediatamente, se presentaron en su casa los carabinieri para conducirlo a la prisión de Regina Coeli, en Roma.
—¿Qué se propone usted… convertirlo en un héroe? —preguntó Garret con acritud—. Los héroes fuimos nosotros, ya que usted plantea así las cosas. Usted fue al menos neutral y ayudó a los refugiados, y yo participé en el desembarco de Iwo Jima…, pero, digan lo que digan, Farelli era italiano…
Ohman, comprendiendo el desasosiego de su amigo, le perdonó su falta de objetividad.
—Cito tan sólo nuestro informe de carácter neutral —dijo—. Pero espere, doctor Garrett, que ahora viene lo importante, como le prometí. —Golpeó con los dedos los papeles que tenía en la mano—. Como decía, se llevaron a Farelli a la prisión de Regina Coeli y más tarde, según nuestros informes, lo trasladaron a otra prisión, un viejo castillo cercano a Parma donde el régimen encerraba a sus enemigos políticos, que muchas veces eran fusilados allí mismo. Hasta aquí, el informe no puede ser más favorable para Farelli. Pero de pronto el académico que realizaba la encuesta —el amigo de quien le he hablado— encontró un dato desconcertante e inexplicable.
—¿Ah, sí?
—Uhhh… escuche esto. Cuando vuelve a aparecer Farelli, está como médico —no como detenido, sino como médico— en la Alemania nazi.
La afanosa respiración de Garrett resonó en el silencioso dormitorio.
—En la Alemania nazi —susurró, como si fuese una bendición. Para añadir rápidamente—: ¿Cómo lo sabe? ¿Hay pruebas de ello?
—Esta es la cuestión —dijo Ohman, muy serio—. En nuestra opinión, estas pruebas son muy endebles, casi inexistentes…, pero son pruebas, de todos modos. De momento vacilé y pensé en no hablarle de ello. ¡Es algo tan escaso y fragmentario! Puede tratarse de una pista falsa. Por otra parte…
—Vamos, léamelo.
—… por otra parte me pareció que, en vista de la conducta de Farelli hacia usted, en vista de nuestra… uhhh… amistad, yo le debía a usted esta información, para que usted la analizara y la calibrara. —Levantó las hojas de sus rodillas, pero sin consultarlas aún. Como usted sabe, doctor Garrett, el cuerpo médico alemán, por el que sentíamos tanta estima en los años anteriores a Hitler, al que colmamos de premios Nobel y de honores…, el cuerpo médico alemán se denigró durante la última guerra.
Garrett recordó el relato del proceso de Nuremberg de 1947.
—¿Se refiere usted al juicio seguido contra los médicos nazis en Nuremberg?
—Me refiero a los delitos que motivaron este juicio. Durante la guerra, hubo casi dos centenares de médicos alemanes que se portaron con tal crueldad, que a su lado el Marqués de Sade parecía un dechado de bondad y delicadeza. Estos médicos alemanes se valieron de seres humanos indefensos —judíos de ambos sexos, prisioneros de guerra polacos y rusos, e incluso alemanes contrarios a Hitler— en lugar de emplear conejillos de Indias y ratones para sus sádicos experimentos. Yo estoy… uhhh… produce náuseas enterarse de las cosas que hicieron. ¿Está usted enterado, doctor Garrett?
—Esto ocurrió hace tanto tiempo… —repuso Garret—. Además yo estaba en el Pacífico.
—Para sus insensatos experimentos, aquellos ilustres médicos inyectaron el tifus, a dosis mortales, en prisioneros. Esterilizaron a judíos sometiéndolos a los rayos X; la mayoría perecieron. Probaron la acción de hormonas sintéticas en homosexuales indefensos, algunos de los cuales murieron. Inyectaron la fiebre amarilla en personas, no en animales. Asimismo, sometieron a sus víctimas humanas a la acción de diversos gases asfixiantes. Produjeron abscesos artificiales en personas para estudiar el envenenamiento de la sangre. Amputaron miembros sanos para realizar experimentos de injerto. La lista es demasiado repugnante para proseguir.
Contempló entonces las hojas mecanografiadas.
—Hasta que un día, con la aprobación de Himmler y del Ministerio del Aire del Reich, emprendieron una larga serie de horribles experimentos —en nombre de la medicina aérea y sin duda con el fin de procurarse datos valiosos para utilizarlos con los pilotos de la Luftwaffe— con una cámara de descompresión, para estudiar las reacciones cardíacas a gran altitud. Estas pruebas fueron el no va más en cuanto a salvajismo… uhhh… Según mis notas el doctor Sigmund Rascher propuso estas pruebas a Himmler, y este las aprobó. La cámara de descompresión fue instalada en el campo de concentración de Dachau y los prisioneros fueron introducidos uno a uno en la cámara de tortura, en la que se fue extrayendo el aire hasta que el prisionero, sin oxígeno ni equipo alguno —convertido en conejillo de Indias— experimentaba en su organismo los efectos simulados de un rápido ascenso a una altitud de veinte o veintidós kilómetros. Fue algo terrible, doctor Garrett. He oído relatar estos casos. Durante los primeros minutos aparecía transpiración y desórdenes motores; a los cinco minutos, espasmos; a los ocho minutos la respiración cesaba; a los doce minutos, la sangre hervía y los pulmones se rasgaban, mientras la víctima humana estallaba literalmente y se arrancaba la carne del rostro para aliviar sus sufrimientos, intentando hallar un oxígeno inexistente. Entretanto, los… uhhh… médicos estudiaban a la víctima por una mirilla de observación, comprobando sus cardiogramas y haciendo después la autopsia de los cadáveres sin que les temblase la mano.
Ohman se interrumpió. Vio que Garrett se había puesto pálido. Ambos guardaron silencio. Solamente se oía el tic tac del reloj de viaje de Garrett, puesto sobre la mesilla de noche.
El sueco suspiró.
—Conocemos los nombres de todos los médicos que participaron en estos experimentos de gran altitud. Uno de ellos era el doctor Carlo Farelli.
—Farelli…
Incluso Garrett, que consideraba a su enemigo capaz de todo, no le creía capaz de aquella enormidad. El norteamericano quedó estupefacto. Por último consiguió preguntar:
—¿Tiene usted pruebas?
—Como ya le dije… no son concluyentes. Se las leeré. —Tomando el papel leyó—: «Informe elevado al Instituto de Medicina aérea experimental de Alemania, a la atención del doctor Siegfried Ruff y del teniente general doctor Hippke. Asunto: Experimento 203 de acción cardíaca a grandes altitudes. Lugar: cámara de descompresión de Dachau. Sujetos empleados para la prueba: cinco criminales, voluntarios. Altitudes probadas: de 10 000 a 20 000 metros. (Los resultados se enviarán por separado). Efectos de las pruebas: dos muertos. Médicos participantes en las mismas: doctor A. Brand, Berlín; doctor Gorecki, Varsovia; doctor Brauer, Munich; doctor J. Stirbey, Bucarest; doctor C. Farelli, Roma… Firmado, doctor S. Rascher, 3 de abril de 1944». —Ohman se interrumpió, levantó la mirada y dejó el papel a un lado—. Ahí lo tiene.
Garrett tiró de la manta, con la vista fija en la pared opuesta.
—Doctor C. Farelli, Roma —recitó, como si leyese un epitafio. Movió la cabeza, aturdido. Increíble. ¿Hay algo más?
—Esto es todo. No hay nada más.
—¿No podría haber dos C. Farelli en Roma, ambos especialistas del corazón?
—No. Sólo había uno. Nuestro investigador lo comprobó.
Garrett se volvió bruscamente hacia Ohman.
—Con estas pruebas condenatorias, ¿cómo permitieron ustedes que Farelli compartiese el premio conmigo?
—Estas pruebas fueron puestas en la balanza por mi colega junto con todo lo demás, que le era favorable en un noventa y nueve por ciento. Él pensó que la simple mención del nombre de Farelli en este documento no era bastante para descalificarlo. Por lo tanto, no mencionó el hecho al jurado del Instituto Carolina.
—¿Que no era bastante para descalificarlo? —repitió Garrett con sarcasmo.
—Los antecedentes políticos de Farelli eran buenos, por otra parte. Estuvo preso durante casi toda la guerra. En cuanto a esta única mancha que hay en su historia, mi colega pensó… uhhh… que tal vez Farelli no tuvo arte ni parte en aquellas pruebas, a las que sólo asistió como observador extranjero.
—¿Y usted también cree eso, doctor Ohman?
—Para serie sincero, no sé qué pensar. Es posible que la actitud de Farelli se hubiese debilitado tras el largo encierro…, es posible incluso que hubiese sido objeto de malos tratos… y que finalmente, para conseguir cierta libertad, un trato más humano, claudicase en su resistencia y se doblegase a la voluntad de Mussolini. En una palabra, en aquellos días el Duce hacía lo que podía para cumplir su acuerdo con Hitler. Hay pruebas de que ofreció algunos médicos para que cooperasen en diversas empresas con los investigadores a sueldo de Hitler. Farelli ya era por entonces un notable especialista del corazón y supongo que Mussolini le ofreció la libertad a cambio de que fuese a Alemania con otros médicos italianos para participar en aquellos… en aquellos… uhhh… experimentos.
—No hay excusa que valga —dijo Garrett, implacable.
—De acuerdo. Pero es la única explicación que puedo encontrar para una conducta tan censurable.
—Debieran haberlo ahorcado en Nuremberg con los demás —observó Garrett—. Y en cambio, su pusilánime amigo va, suprime esto y le da el Premio Nobel.
Por un momento, Ohman se sintió herido en su orgullo patrio y trató de salir en defensa de su colega.
—En un platillo de la balanza puso esta mención tan poco concreta y en el otro la carrera de Farelli de antes y después de la guerra. Creyó que la contribución que había hecho Farelli al progreso humano era incuestionable y, en cambio, esta única prueba de colaboracionismo era demasiado endeble. Este fue el factor decisivo.
Las emociones de Garrett habían experimentado diversos altibajos. Al principio se indignó tanto ante aquella información… ante la descripción de un acto de barbarie y cobardía tan indigno y ajeno a su prosaica naturaleza y su formación académica normal, que aquella monstruosidad le produjo repugnancia y ni siquiera deseó escucharla. Pero poco a poco, cuando se fue familiarizando con la idea, cuando notó de nuevo el dolor en el mentón y el estómago, su odio por el italiano reapareció. Farelli lo había humillado despiadadamente, en público y en privado, y esta conducta cuadraba con la del hombre que había ayudado a sus colegas alemanes en las matanzas de Dachau. Esto demostraba la existencia de unas pruebas que los blandos suecos, siempre temerosos de complicaciones, habían tratado de suprimir. Y así, gradualmente, el espíritu de Garrett sustituyó por una mezquina venganza la elevada indignación moral y la idea de castigo ejemplar en nombre de toda la Humanidad. Sintió que, ante la Humanidad, ante Dios, él tenía el deber de librar al mundo de aquel Eichmann romano. En el espacio de una hora pasó, trepando por la cucaña de Ohman, desde la más vil sensación de derrota hasta las alturas de una gran sensación de poder y superioridad. Gracias a las generosas revelaciones de su colega sueco, podía borrar a Farelli de su vida, arrebatarle la parte del león de los honores, de la cual él se había apoderado, y, al propio tiempo, merecer los plácemes de todos por haber librado a la Humanidad de aquella víbora.
—Doctor Ohman —dijo entonces—, piense lo que piense su colega, yo no voy a permanecer cruzado de brazos —mi conciencia no lo permite— dejando que ese criminal de guerra se pasee impunemente por Estocolmo, dándose aires de César. No permitiré que se siente junto a mí durante la ceremonia final.
El sueco se rascó la cabeza nerviosamente.
—¿Y qué propone usted? .
Por primera vez en aquel día, Garrett sonrió.
—Tengo mis ideas.
Ohman se puso en pie de un salto.
—Yo le he traído esta información porque somos amigos. Confiaba en que la escucharía con calma y se tomaría tiempo para reflexionar, antes de proceder con la mayor prudencia. Yo suponía que, cuando usted regresase a América la semana que viene, enseñaría este… informe… uhhh… a sus amigos del Pentágono, a fin de que estos efectuasen las debidas comprobaciones. De este modo, usted podría descubrir la verdad. Si entonces resultaba que Farelli era inocente, ya no habría que darle más vueltas al asunto. Y si resultaba que era culpable, no tardaría en saberse…
—¡No!
—Doctor Garrett, por Dios…
—No pienso permitir que un criminal de guerra quede impune. No voy a permitir tampoco que unos datos tan acusatorios como estos terminen olvidados en alguna oficina. Ahora es el momento… ahora, cuando todo el mundo tiene la atención fija en Estocolmo. Ahora es el momento de lanzar la acusación a la cara de Farelli, antes de que ese canalla se burle de usted, de mí y de todos nosotros.
—Pero el Comité Nobel no apoyará…
—Ni falta que me hace. Tengo un portavoz mejor, un agente divulgador infinitamente superior.
—¿Quién es?
—Sue Wiley, de Consolidated Newspapers. Mañana mismo le facilitaré esta información, que pone de manifiesto la infamia de Farelli. Ni usted ni yo saldremos a relucir para nada. Yo sólo le daré el soplo y dejaré que ella se las componga sola. Y mañana por la noche —se lo garantizo— el mundo entero lo sabrá y lo que le he prometido será cierto. ¡Durante la ceremonia final, yo me sentaré en el estrado solo y yo, únicamente yo, recibiré el Premio Nobel de Medicina y Fisiología!
La noche había caído sobre la ciudad y una húmeda niebla arropaba las heladas tinieblas polares. Eran las seis y cinco de la tarde cuando Andrew Craig llegó frente a las frías aguas de Nybroviken, a varias manzanas detrás del Grand Hotel. El portero le indicó con toda exactitud el camino que debía seguir para llegar al Real Teatro Dramático, recordándole que ocupaba toda una manzana cerca de Strandvägen, a orillas de la helada bahía de Nybroviken.
Pero Craig se había extraviado en la niebla y andaba en busca de ayuda. Por la esquina surgió un joven sueco montado en una bicicleta, que avanzaba silbando alegremente, arropado como un lapón.
—Oiga, joven… —lo llamó Craig.
El ciclista dejó de pedalear.
—¿Podría indicarme, por favor, dónde está el Teatro Dramático?
La cara color de remolacha del joven demostró sorpresa y de pronto se iluminó con una radiante sonrisa.
—Dramatiska Teatern?
Indicó con el pulgar hacia atrás y luego levantó el índice —¡aquello era mucho mejor que el esperanto!— Y Craig comprendió que sólo se hallaba a una manzana de distancia.
Avanzó despacio, casi a tientas, en las frías tinieblas. Su mente volvió —en realidad, nunca la había dejado— a la persona de Emily Stratman. Aún notaba en sus labios el sabor del beso que ella le diera hacía casi veinticuatro horas. Durante la cena en casa de Hammarlund no pudieron comunicarse, excepto por medio de miradas, y tampoco pudieron hablar cuando regresaron al hotel en automóvil, pues iban acompañados.
Aquella mañana él se despertó muy tarde y se encontró con ella a la hora de almorzar, aunque en compañía de su tío y tres físicos escandinavos con sus respectivas esposas. Se sentó a la mesa con ellos en el Jardín de Invierno, pero no tuvo ocasión de hablar con Emily a solas. Sólo cuando se levantaron de la mesa pudo preguntarle, aprovechando un momento en que se encontraron juntos, cuándo podría verla de nuevo. Pero ella no lo sabía. Por la tarde tenía que asistir a un té. Y por la noche a una función o algo parecido —un espectáculo— en Drottningholm. ¿Mañana, pues? Ella vaciló, preocupada, y él se dio cuenta de que de nuevo estaba asustada, de que tenía miedo de haber ido demasiado lejos en la terraza de Hammarlund, miedo de estar a solas con él y continuar la escena iniciada en su último encuentro. Pero Craig se mostró tan suplicante y bondadoso que por último accedió, casi con entusiasmo. Le dijo que al siguiente día podría cenar con él y así quedó convenido. Desde entonces, él no había vuelto a verla y se preguntó si ella y su tío habrían llegado sanos y salvos a Drottningholm, a pesar de la niebla.
Se encontró ante un edificio de piedra que se elevaba a gran altura, hasta perderse en las densas capas de niebla. Unas mortecinas luces amarillas revelaban unas columnas labradas y una estatua a la izquierda. Craig no tuvo duda de que aquello era el Real Teatro Dramático y se apresuró a subir la escalinata para llegar con puntualidad a su cita con Märta Norberg.
En el vestíbulo, una rolliza mujer de la limpieza, con las piernas cubiertas de bandas, manejaba un aspirador de polvo sobre una alfombra.
Él se quitó el sombrero.
—Discúlpeme. Miss Märta Norberg me espera.
—No está dentro —dijo la mujer—. El ensayo ha terminado…, está arriba con Nils Cronsten.
—¿Puede decirme por dónde se sube?
—Por ahí… Está arriba… con los jóvenes…, con los estudiantes de arte dramático de la Real Academia. En el cuarto piso.
—Gracias.
Craig se quitó el gabán y, echándoselo al brazo, empezó el largo ascenso por la escalera. Cuando llegó al cuarto piso, estaba mareado y acalorado.
Una rubia muy alta, con el aspecto frescote de una lechera inocente, vestida con un leotardo rojo ajustadísimo que destacaba exageradamente sus caderas y nalgas opulentas, venía apresuradamente por el corredor.
Craig le salió al paso. ¿Había que decir fröken o fru?
—Fröken…
—¿Diga, señor?
La joven hablaba con un purísimo inglés del West End.
—… ¿Dónde puedo encontrar a miss Norberg o a míster Cronsten?
—En el teatrito. Es allí.
Y señaló al lugar indicado.
Craig miró con atención el leotardo.
—¿Puedo preguntarle… quién es usted?
Ella sonrió y se le formaron unos hoyuelos en las mejillas.
—Viola, de La duodécima noche. William Shakespeare. Peso demasiado, pero hago régimen.
Con estas palabras se alejó corriendo, como una amazona que tuviese prisa, y Craig la siguió complacido con la mirada mientras se dirigía al teatro y penetraba en él.
Era, efectivamente, un teatrito, con noventa y ocho asientos rojos afelpados, las luces de los pasillos encendidas y un escenario bastante grande ocupado entonces por tres actores con trajes de época: una esbelta Olivia, cubierta con un velo, un digno y refinado Malvolio y un bufón, todos ellos vestidos con atavíos de alegres colores. Mientras trataba de adaptarse a la reducida sala, Craig escuchó.
Olivia se dirigía al camarero, con una voz cuyas entonaciones subían y bajaban:
—Oh, estás enfermo de amor propio, Malvolio, y pruebas los alimentos con un apetito destemplado. No hay calumnia en las palabras de un loco tolerado, aunque no haga más que murmurar…
Craig pensó en Gunnar Gottling, y decidió seguir escuchando.
—¿Es usted Andrew Craig?
Craig se volvió hacia el que había hablado y vio un caballero robusto y de aspecto vulgar, de edad indeterminada, aunque no era joven, con un tupé castaño partido en dos, una cara complaciente y respetable de banquero, corbata de pajarita y un atildado traje a rayas, que se alzaba de una butaca.
—Soy Nils Cronsten, director de miss Norberg. Me avisó de que usted vendría.
Ambos se estrecharon la mano en el pasillo.
—Le felicito, míster Craig, por el Premio Nobel. A decir verdad, ya le conocía por sus admirables novelas, y es un placer tenerlo aquí de visita. Siéntese aquí conmigo, haga el favor. Haré avisar a miss Norberg.
Craig se instaló en la segunda butaca de la fila y Cronsten se acomodó a su lado, levantando la mano y haciendo chasquear fuertemente los dedos. Inmediatamente, un joven de enmarañada cabellera y un vientre postizo bajo su traje de época, se levantó de un salto de la primera fila y vino corriendo por el pasillo.
—Sir Tobías Belch —dijo Cronsten con irónica severidad—, tengo una misión para vos.
—Usted dirá, míster Cronsten.
—Id con vuestros pies alados al camerino de miss Norberg y presentaos ante la estrella de Suecia, para comunicarle que su visitante de allende los mares se halla aquí presente y la espera… el renombrado míster Andrew Craig.
—¡Voy volando, señor!
El joven salió disparado como un conejo mecánico y Cronsten y Craig soltaron la carcajada al unísono.
—Märta ha ensayado algunas horas esta tarde —dijo Cronsten—, pero luego se cansó —no estaba de humor— y entonces subimos aquí para ver a las futuras Norberg. Por favor, no se lo repita, míster Craig. Ella no puede imaginarse que existan otras Norberg, pretéritas ni futuras; sólo hay una, ella, y ya ha alcanzado la inmortalidad.
—Ya lo suponía —observó Craig de buen talante.
—Y por último se fue a su camerino para pedir una conferencia telefónica.
—Anoche me contó que usted la dirige en Adriana Lecouvreur. Esto sería una gran noticia para el mundo de la escena. ¿Cuándo volverá a pisar las tablas?
—Nunca —respondió Cronsten, tajante—. He ensayado con ella cuatro obras durante estos últimos años, pero nunca sale nada de estos ensayos. En el último instante, siempre abandona y vuelve a esconderse… dice que no se halla satisfecha y que lo que ella quiere es el éxito asegurado. Nunca lo encontrará. Su enfermedad, míster Craig, se llama grandeza histórica. Cuando se alcanza la cumbre, cuando una persona deja de ser una actriz para convertirse en un mito, cuando se llega a tales alturas, ya no se puede subir más arriba. Es natural, pues, que Märta se haya vuelto excesivamente cautelosa. Desea encontrar el vehículo perfecto para su talento insuperable… no puede haber la menor posibilidad de fracaso… y esto, la verdad, es imposible. Por lo tanto, yo le sigo la corriente… y jugamos a los ensayos. Me engaño una y otra vez… diciéndome: tal vez ahora, tal vez ahora lo conseguirá… pero no lo conseguirá nunca. Dudo que vuelva a aparecer en escena. Algún día quizás haga otra película —cabe dentro de lo posible— pero yo no me fiaría demasiado. Y así continúa haciéndose la enigmática, la reclusa, la mujer inalcanzable… y como no podrá encontrar papel mejor que este, sospecho que lo representará hasta el fin de sus días.
—¿Y en qué pasa el tiempo? —quiso saber Craig.
—No hace vida de sociedad, si es esto lo que usted pensaba —contestó Cronsten—. Tiene bastante con ella misma. Cuando una mujer se llama Norberg, puede pasarse muy bien sin los demás. Dedica las mañanas a su tocado y al cuidado de su salud… es una caprichosa, como tantas actrices, y vive pendiente de las últimas novedades. Pasa las tardes leyendo obras de teatro o ensayando. Consagra las veladas a Hammarlund y sus amistades. A veces viaja de incógnito. Posee un villa en la montaña, cerca de Cannes y un piso en Nueva York. Pero lo que más le gusta, aquí o donde sea, es intrigar.
Estas palabras espolearon el interés de Craig.
—¿Dice usted que… intriga?
—Es demasiado complicado para explicarlo. Cuando usted la conozca mejor, lo entenderá. —Apartó la mirada—. Ahí viene nuestro mensajero con noticias.
El joven de cabello enmarañado y panza artificial corrió hacia ellos con una nota en la mano.
—Sir Tobías Belch se presenta ante vos. La Norberg ha huido. Dejó un billete a Viola dirigido a míster Craig.
Tendió la nota doblada a Craig y esperó a que Cronsten le ordenase retirarse.
Craig abrió la nota:
Mi querido laureado: Me voy corriendo a casa para hablar con Nueva York. Es absolutamente necesario que le vea esta noche. ¿Puede venir a cenar a las siete? Le esperaré. Vivo a un kilómetro y medio después de Hammarlund. Bastará con que lo diga al taxista.
Norberg.
Notando la curiosidad del director, Craig se lo explicó.
—Tuvo que irse, pero quiere que vaya a cenar con ella a las siete.
—Ahora son las siete menos veinticinco. Voy a decirle lo que haremos. Vamos a mi despacho a beber una copa y después yo mismo le llevaré en mi coche a casa de la Norberg.
—Yo no desearía abusar…
—No tengo que desviarme mucho de mi camino, así es que le llevaré.
Ambos se levantaron y Craig siguió al director por el pasillo. Al cabo de un minuto se encontraban en el minúsculo e inmaculado despacho de Cronsten, con su mesa de teca oscura y las sillas de abedul claro, que contrastaban con ella, pulcramente tapizadas con gruesos asientos de espuma de goma.
Mientras abría un armario empotrado en la pared, Cronsten preguntó:
—¿Qué va a tomar?
—No se moleste. Un whisky sencillo. No hace falta que ponga hielo.
Cronsten le sirvió el whisky y se lo ofreció a Craig, quien estaba frente a la pared opuesta, contemplando las fotografías enmarcadas de Greta Garbo, Ingrid Bergman, Signe Hasso, Viveca Lindfors, Mai Zetterling y otra media docena de actrices suecas, todas ellas con afectuosas dedicatorias para el director. Presidiendo aquella galería de retratos, en solitario esplendor, se hallaba una fotografía de Märta Norberg, sobre la que la artista había escrito: «A Cronny, de su Trilby».
Craig, mientras bebía, comentó:
—Por lo visto, usted las ha conocido a todas.
—Sí. Yo las he dirigido. Todas ellas tienen tres cosas en común: son suecas, poseen talento y han pasado por la Real Academia de Arte Dramático. Todas ellas son producto de nuestra escuela, la cual, a su vez, es el resultado de nuestro régimen socialista.
—Puede usted enorgullecerse de sus discípulas.
—En efecto, me siento orgulloso de ellas. Todos los veranos, imprimimos y repartimos un cartel que reza así: «Kungl. Dramatiska Teaterns Elevskola Prospekt». Este cartel constituye una invitación para nuestras jóvenes, comprendidas entre los dieciséis y los veintidós años, y también para los muchachos algo mayores, para que ingresen en nuestra Academia de Arte Dramático, subvencionada por el Estado. Después de rechazar a los que no reúnen condiciones, nos quedamos con un centenar, aproximadamente, para las pruebas finales. Todos ellos se reúnen en Estocolmo e interpretan diversas escenas en nuestro teatrito, durante el mes de agosto. Entonces celebramos una eliminatoria. En la última vuelta los aspirantes han quedado reducidos al número de dieciséis y entre estos escogemos a ocho, que seguirán nuestros cursos escénicos.
—¿Qué cualidades requieren para estos ocho finalistas?
—En las jóvenes, consideramos que la belleza es algo agradable pero no constituye lo fundamental. En realidad, es el factor menos importante. Tampoco nos interesan la técnica y las tablas. Deseamos que la joven escogida tenga emotividad, imaginación y valentía. Tal vez le sorprenda saber —lo recuerdo como si fuese ayer— que cuando la Garbo realizó esta prueba, era una joven extrovertida, que pregonaba a los cuatro vientos su confianza. Los ocho seleccionados siguen en la Academia un curso de tres años, completamente gratuito, y nuestros cincuenta profesores les enseñan a moverse en escena, a andar, a sentarse, a levantarse, les dan clases de dicción, Shakespeare, maquillaje y psicología de otros pueblos, para que comprendan todos los papeles, incluso los escritos por autores extranjeros. Durante el tercer año, cada uno de ellos recibe una beca de dos mil coronas. Después, son admitidos en el elenco del Teatro Real, pero los mejores de ellos pasan al cine, ya sea en Londres o en Hollywood.
—¿Qué normas pedagógicas siguen en la enseñanza?
—Aún estamos anticuados —repuso Cronsten—. Seguimos en Stanislawsky. La Norberg se formó con ese método. Yo nunca olvidaré el día en que vino, hace más de veinte años. Era una muchacha desgarbada, extraña, pero poseía belleza interior y una gran ambición. Aún así, tal vez la hubiéramos pasado por alto, a no ser porque Hammarlund, su descubridor, nos la había recomendado, y él ya era un hombre famoso y uno de los mecenas de nuestro fondo de ayuda a los estudiantes necesitados.
Craig terminó de apurar el contenido de su copa.
—¿Y cómo la descubrió Hammarlund?
—Ella era acomodadora en un cinematógrafo; Hammarlund la vio y le gustó su voz y su temperamento fogoso. Se interesó por ella. Supongo que hay que suponer que sus relaciones se hicieron más íntimas. Como decía Ellen Terry: «A los hombres les gustan las mujeres enfermizas». Cuando supo que ella quería ser artista, organizó una prueba en privado y la hizo participar en nuestras eliminatorias. Cuando estuvo matriculada en la escuela, su confianza aumentó de punto y derribó todos los obstáculos. Al llegar al tercer año, tuvo el valor de rechazar el papel de reina Cristina en una obra en un acto porque, según me dijo, no consideraba a Cristina una mujer auténtica y ella sólo quería encarnar en la escena a mujeres de verdad. Usted ya sabe lo que pasó después. Sólo la tuvimos un año en la escena de nuestro Teatro Real; luego representó aquel segundo papel en Broadway, antes de pasar a Hollywood… y ahora, veinte años después, sólo existe un papel bueno para ella… el de Märta Norberg. —Consultó su reloj de pulsera—. Le invitaría a otra copa, pero se le hará tarde.
Se embutieron en sus gruesos abrigos, bajaron por la escalera y salieron a la fría noche, cubierta de niebla. Cuando estuvieron en el interior del «Saab», Cronsten condujo lentamente, pues las esquinas estaban borradas por lóbregos vapores. Cuando entraron en Djurgarden, la niebla los rodeó totalmente y Cronsten hizo avanzar el «Saab» casi al paso.
Hablaban poco. De pronto a Craig le pareció reconocer la mansión de Hammarlund. Cinco minutos después, Cronsten dijo:
—Hemos llegado.
Penetró en un largo paseo circular y se detuvo, sin parar el motor, ante una casa blanca de dos pisos de estilo Jorge III.
—Le espera una velada muy interesante —dijo Cronsten, con una sonrisa enigmática—. Märta invita aquí a muy pocos hombres.
—¿De veras?
—Sólo a los encumbrados y a los poderosos.
—Yo apenas si me considero…
—No piense en como usted se considera, sino en como le considera Märta Norberg. ¿Le dijo cuál era el motivo de su invitación?
—No. Sólo que era para hablar de un asunto muy importante. Cronsten asintió, como si ya lo supiese y compartiese algún secreto con la artista.
—He tenido mucho gusto en conocerle, míster Craig. Le deseo suerte.
—No sé cómo agradecerle su atención.
Y abrió la portezuela del coche.
—No me agradezca que le haya traído hasta aquí en automóvil —observó Cronsten—, sino el consejo que voy a darle, porque usted es un hombre muy cabal y se lo merece.
Craig, de pie junto al automóvil, se inclinó junto a la portezuela abierta.
—¿Ha oído usted hablar alguna vez de los moluscos gigantes llamados taclobos, que se encuentran en la Gran Barrera de coral australiana? Son los mayores moluscos del mundo. A veces llegan a pesar hasta una tonelada y a medir tres metros. Se alimentan de seres vivos. Un nadador desprevenido que se acerque a un taclobo puede terminar atrapado por él. Entonces las enormes valvas del molusco se cierran sobre el infeliz para devorarlo. Creo que le resultará provechoso recordar esta pequeña lección de Historia Natural en las horas que se avecinan. Buenas noches, míster Craig.
Craig permaneció de pie en el paseo durante unos momentos, hasta que el «Saab» de Cronsten desapareció entre la niebla y entonces se acercó pensativo al enorme portal, pulsó el timbre y le franqueó la entrada un botones filipino bajito y que no sonreía.
—Soy Andrew Craig.
Después de entrar en el vestíbulo de alto techo, Craig dio su sombrero y su abrigo al botones.
—Por aquí, tenga la bondad —dijo el filipino en un perfecto inglés—. Miss Norberg se está bañando en la piscina.
Craig creyó no haber comprendido.
—¿Con este tiempo?
—En la piscina cubierta del lanai.
Mientras atravesaba el inmenso living, y sus pies se hundían en la mullida alfombra de piel de cordero, Craig examinó el mobiliario. Los muebles, desde luego, eran americanos y de los más caros. Craig conjeturó que la actriz había enviado el mobiliario de su casa de Bel Air o de su piso de Nueva York a su residencia de Estocolmo. Vio un elegante sofá bajo tapizado con seda veneciana amarilla, frente al cual había una mesita de laca negra y otro sofá de Thaibok turquesa, junto con varios sillones muy mullidos. En una pared, iluminado por un reflector instalado en el techo, se destacaba un enorme retrato al óleo, lleno de vida, de la Norberg, de tamaño natural y vestida de Manón Lescaut. Sobre una mesa, una escultura de Rodin, otra de Moore y una fotografía de Karsh de treinta y cinco por veintiocho, con marco de plata, de la Norberg en el papel de Eloísa probablemente, aunque mostraba demasiada resolución para encarnar aquella figura.
El botones abrió una puerta corredera de vidrio y Craig entró en el lanai. De momento pensó que, por arte de magia, se encontraba en un rincón primitivo de Tahití. Deseó haber tenido a Emily a su lado para contemplar aquella maravilla juntos. Tres paredes de cristal estaban casi ocultas por lujuriantes plantas tropicales y un muro de verdor que tenía el color del aguamarina. La piscina era distinta a las piscinas corrientes que él conocía. Había sido construida para que recordase a una caleta de los Mares del Sur. Sus aguas eran claras y cristalinas, excepto en el extremo más alejado, donde una cascada artificial se precipitaba en la piscina.
Y entonces vio a su derecha, reclinada en un canapé y envuelta en un kimono japonés de seda teñido con púrpura tiria, a Märta Norberg en persona.
—Estoy aquí, Craig.
El escritor se dirigió hacia ella. La artista permaneció en posición horizontal, sin moverse, y le tendió una de sus delgadas manos. Como la mano se hallaba inclinada hacia él, en una posición que no era propia para estrechársela, sino para besarla a estilo europeo, Craig rozó sus dedos con un beso, sintiéndose algo ridículo.
—Me alegro de que haya venido, mi simpático amigo. —Perezosamente, le indicó con la mano las bebidas puestas sobre la contigua mesita de palisandro—. Sírvase lo que más le guste. —Levantó su propio vaso de la hierba artificial que se extendía bajo la hamaca—. Yo me quedo con el vodka sin mezcla. ¿Por qué no me acompaña? Vuelva a llenármelo, por favor.
Mientras Craig tomaba su vaso y servía las bebidas, Norberg se dirigió al botones, que permanecía inmóvil en la puerta.
—Esta noche ya no te necesitaré más, Antonio… Al irte, avisa al cocinero que cenaremos a las ocho y media. —Cuando el botones se fue, cerrando la puerta corrediza, Märta Norberg dijo—: ¿No le parece una monada, Antonio? Es discreto, callado y eficiente. Me lo traje de Hollywood. De allí me traje también a casi todo mi servicio. Además de Antonio, a mi masajista y a mi secretario. El resto del servicio doméstico es fácil de encontrar aquí. Pero Antonio es único. Mis compatriotas lo contemplan como si fuese un bicho raro. ¡Un filipino en Suecia! ¿Y… por qué no?
—Me dijo que se estaba usted bañando.
Con estas palabras, Craig le ofreció el vodka y se sentó en el canapé a su lado.
—Todavía no. Le estaba esperando. Usted sabe nadar, por supuesto.
—Sí, antes solía nadar. No practico desde hace algunos años.
—Para mí, la natación es algo obligatorio. Entona los músculos. Paso diez minutos en la piscina todas las mañanas y media hora antes de cenar. —Levantó el vaso—. El vodka y el agua me gustan…, pero por separado.
Craig examinó el lanai.
—Nunca había visto una sala como esta.
—Cualquiera puede tenerla… si está dispuesto a gastarse cuarenta mil dólares.
—¿Tanto?
La Norberg se encogió de hombros.
—¿Por qué no? Si Lollia Paulina pudo permitirse el lujo de un traje de noche que le costó dos millones de dólares, y Cleopatra beberse una perla disuelta en vinagre que valía medio millón, nada impide que Märta Norberg se dé el gusto de permitirse esta fruslería. ¿Quiere que vayamos a nadar un rato?
—Permita que termine mi bebida.
—Bien. Entretanto hablaremos.
De un puntapié arrojó lejos de sí sus afelpadas sandalias, agitó los pintados dedos de sus pies desnudos y luego los ocultó bajo sus piernas, para infundirles calor.
—¿Le gustó la fiesta de Ragnar?
—Fue un verdadero acontecimiento. Algún día lo aprovecharé en una de mis obras.
—Es natural —dijo ella, añadiendo con tono indiferente—: Supongo que también aprovechará esa ridícula pelea entre Garrett y Farelli.
La expresión de Craig no reveló el asombro que sentía, pero miró fijamente a Märta Norberg.
—Es extraordinario —dijo—. Yo creía que no hubo testigos, salvo yo. ¿La presenció usted?
Ella denegó con la cabeza, muy complacida.
—No, yo no la presencié. La oí.
—¿La oyó?
—Eso mismo. ¿Quiere saber lo que oí, además? El doctor Claude Marceau tiene una aventura con una maniquí francesa llamada Gisele Jordan. ¿Qué tal? ¿Qué le parece?
—Me deja usted estupefacto.
—¿Quiere saber más? El célebre autor Andrew Craig besó a la sobrina de un importante personaje y le susurró palabritas cariñosas al oído…
—¿Cómo demonios ha podido saber esto?
La Norberg se divertía preocupándole.
—¿Es verdad o no?
Craig la fulminó con la mirada y se calló la boca.
Echando la cabeza hacia atrás, ella lanzó una cristalina carcajada. Por un momento los pliegues de su kimono se separaron, revelando sus piernas desnudas. Ella las volvió a cubrir con coquetería.
—Ahora tiene más temas para escribir, ¿eh, míster Craig? Bueno, voy a tranquilizarle. No se trata de juegos de manos, facultades místicas ni magia negra. Ragnar Hammarlund tiene su Elíseo abarrotado de micrófonos y cintas magnetofónicas. Basta abrir un grifo para que quede registrado en la cinta. Uno tose en el jardín, y la tos también queda grabada. Y un beso en la terraza, se conservará ya para la posteridad.
—Nunca había oído una cosa tan repugnante. Este granuja es un perfecto inmoral.
La Norberg se echó a reír de nuevo.
—Esto fue lo que yo pensé también al principio. Pero tenga usted en cuenta que, bajo su punto de vista, esto es lógico y posee su propia moralidad. Es natural que un hombre de negocios como él desee estar bien informado. ¿Y por qué no adoptar para ello los métodos más modernos?
—Yo no creo que el hecho de grabar las conversaciones particulares de sus invitados tenga nada que ver con los negocios.
—Se quedará usted sorprendido, Craig, con el ejemplo que voy a darle y que le hará comprender su objetivo. ¿Por qué cree que Ragnar ofreció esta fiesta anoche? Voy a decírselo. Ha puesto el ojo en los Marceau. Esto es lo único que le importa. El resto de ustedes no pasan de ser figuras decorativas. Los Marceau es lo único que le interesa. Una vez cayó en sus manos un antiguo informe suyo que versaba sobre alimentos sintéticos. Esto le dio la idea —y cuando tiene una idea, no la suelta por nada del mundo— de que si pudiese resolver el problema de los alimentos sintéticos, él sería el primero en ofrecerlos al mercado internacional, con lo que triplicaría su fortuna. No me pregunte por qué desea hacerlo. Los creadores de imperios no tienen otra obsesión que engrandecer sus imperios. Ha hecho que el joven Lindblom estudie el problema…, lleva varios años estudiándolo, no sólo él sino otros investigadores, pero Hammarlund siempre quiere lo mejor. Se imagina que si puede interesar a los Marceau en este problema, se harán grandes progresos gracias al concurso de los privilegiados cerebros de los dos premios Nobel y así él verá los resultados prácticos durante su vida. Esto le lleva a tratar de captarse a los Marceau y utilizarlos para sus propios fines. Y ahora, justo es reconocerlo, las cosas le marchan como una seda. Está enterado de la aventurilla de Claude Marceau. Bueno y santo, pero no le hará ninguna clase de chantaje, no, nada de esos métodos tan toscos…, sin embargo, este conocimiento le confiere cierta ventaja. Como yo no estoy dentro de su cerebro, no sé cómo piensa exactamente. Pero cree que ha conseguido interesar a Denise Marceau en el trabajo de Lindblom.
—Y usted, supongo que no abonará semejante proceder.
—Craig, a mí esto no me importa en absoluto. El mundo está lleno de toda clase de personas, entre las que se incluyen hombres tortuosos como Ragnar. Por mí, que se vayan todos al infierno de la manera que más les guste. A mí sólo me interesa un mundo: el mío.
—¿Pues por qué me ha contado todo esto?
—Porque he decidido duplicar la población de mi mundo, y le he concedido un visado de entrada. Si se porta usted bien, amigo, le concederé el derecho de ciudadanía.
Craig la contempló maravillado. Aquella mujer tenía algo de irreal, algo que él no podía adivinar. En otras ocasiones de su vida había tratado con asiduidad a personas egoístas y que sólo pensaban en sí mismas, pero nunca había encontrado a otro ser humano tan narcisista, que llegase a desinteresarse totalmente de la suerte o la desdicha de sus semejantes.
—Me sentiría muy halagado de naturalizarme ciudadano de Norberg —dijo, para decir algo—, pero no sé exactamente adónde quiere ir a parar con esto.
—Con el tiempo lo sabrá —repuso ella, enigmática y mirando a su vaso vacío—. Ahora, ¿qué va a ser… whisky o agua?
—Cuesta decirlo. Yo tomaría otra copa. Hammarlund me ha dejado muy mal sabor de boca. Al propio tiempo, desearía purificarme por completo. Al agua, pues.
Su mano señaló a un lado.
—Vaya a la puerta que hay detrás del trampolín. Es una cabaña empotrada. Encontrará cajones llenos de trajes de baño. Elija el que más le guste.
—Y usted, ¿qué hará entretanto?
—Calentarle el agua.
Levantándose, Craig se dirigió a la puerta de la cabaña, sintiendo la mirada de sus grandes ojos grises y amorales posada en su espalda. Penetró en la cabaña, se desnudó rápidamente, abrió varios cajones del muro, se probó diversos trajes de baño sobre su cuerpo anguloso y por último se puso unos pantalones blancos que parecían muy elásticos. Era un traje muy escueto y apretado con el que continuaba sintiéndose desnudo, lo que no le importó en absoluto. Deseaba refrescarse en el agua… y averiguar qué le estaba ocultando Märta Norberg.
Cuando salió de nuevo al lanai, vio que ella ya estaba en la piscina, tocada con un gorro de baño color limón y luciendo un brevísimo bikini. Nadaba con la gracia de una nereida. Se incorporó al llegar al extremo profundo, cerca de la cascada, y le gritó con su voz de soprano:
—Venga, Craig. Es delicioso.
Él sintió deseos de hacer un espectacular salto de tijera desde el corto trampolín, pero sabía que no estaba en forma y que corría el riesgo de producirse un esguince o desnucarse, por lo que optó por una entrada en el agua más conservadora y se tiró desde el borde, dando una panzada y produciendo un gran chapoteo. Notó el agua tibia y de efectos sedantes como el suave forro de su vieja cazadora de piel de oveja que había dejado en Miller’s Dam. Dando brazadas y moviendo los pies en una especie de crawl modificado, atravesó la piscina hasta llegar al lado de Märta Norberg.
—Está usted muy elegante con ese traje de baño, joven —le dijo ella a guisa de saludo, mientras el agua chorreaba por su largo rostro nórdico—. Parece un anuncio de Jantzen. ¿Qué deporte practicaba en la escuela? ¿El baloncesto?
—No, el rugby. Era extremo izquierda.
—Yo no fui a la escuela…, es decir, no fui con asiduidad. Mi familia era demasiado pobre. Terminé mis estudios al finalizar la realskola… la escuela de primeras letras. Más tarde, cuando pude pagarme profesores, amplié mis estudios. Fue entonces cuando empecé a practicar deportes. El esquí en invierno, el tenis en verano. Y esto todo el año. —Parecía una muchacha y a Craig le agradó más. ¿Quiere que hagamos una carrera?
—A la una, a las dos, a las tres… ¡Va! —exclamó Craig.
Ambos partieron braceando hacia el extremo opuesto y al llegar allí hicieron el viraje y regresaron hacia el otro lado. Ella lo ganó por una distancia de tres metros.
—Usted no me dijo que fuese también Gertrude Ederle —dijo Craig, dando ansiosas boqueadas.
—¿Quién ha dicho? Oiga, Craig, que no soy tan vieja.
Después de esto nadaron tranquilamente, sin hacer más carreras y ensayando la espalda, el crawl australiano, la braza de pecho, haciendo el muerto y todo ello sin cambiar palabra. Después de veinte minutos de estos juegos se encontraron frente a frente y sin aliento, sujetándose al borde de la piscina en el lado menos profundo de la misma y junto a la escalerilla metálica.
—¿Ya tiene bastante, Craig?
—Casi, casi.
—Ahora, basta de diversión. ¿Desea que hablemos de negocios?
—No sé de qué negocios se trata…, pero usted dijo que teníamos que hacerlo.
—Son asuntos muy importantes… para ambos.
Sujetándose al borde de la piscina, Craig se echó agua al pecho.
—Dispare.
—No deseo perder el tiempo con palabras inútiles —dijo Märta Norberg—. Telefoneé a mi agente de Nueva York y él telefoneó al suyo. Entonces mi agente telefoneó a unos estudios de Hollywood. Y unos minutos antes de que usted llegase, me llamó a mí.
—El hombre que hay en su vida se llama Alexander Graham Bell.
Ella no hizo caso de la broma. Mostraba una expresión concentrada. El humor había huido de su cara y con él parte de su feminidad.
—Queremos hacerle una proposición en firme sin peros ni quizás. Deseo llevar a la pantalla su última novela, Retorno a Itaca, asumiendo yo el papel principal. Como aún la está escribiendo, los estudios están de acuerdo en que yo le ofrezca ahora veinte mil dólares al contado, como anticipo de los doscientos mil que cobrará al terminar la novela. Esto es una buena suma, Craig…, sé que su cuenta corriente es muy escuálida… Lo sé por su cuñada y también me lo ha dicho su agente. También sé que cuando haya pagado sus deudas con el importe del Premio Nobel, le quedará para vivir por algún tiempo antes de volver a quedarse sin blanca. ¿Qué dice a esto?
Craig se quedó tan desconcertado por esta súbita proposición, que de momento no supo qué responder. La cabeza le daba vueltas.
—¿Cómo puede invertir tanto dinero en un libro que apenas está esbozado y que ni siquiera ha leído?
—Conozco el argumento. Miss Decker me lo refirió anoche. Es exactamente lo que he estado buscando desde hace años y, como usted puede suponer, el hecho de que haya ganado el Premio Nobel se cotiza mucho desde el punto de vista de los productores cinematográficos.
—Así, ¿Leah le refirió el argumento?
Maldijo interiormente a Leah, pero, al propio tiempo, le dio las gracias. Leah había copiado y recopiado a máquina aquellas primeras páginas y sus notas al margen. Por lo tanto, conocía los personajes y la trama tan bien como él. Pero no tenía derecho a divulgar su argumento y a tratar de sacarle partido tan ingenuamente, sin su conocimiento o aprobación. Al propio tiempo, su indiscreción tenía algo de milagro, pues había ocurrido en el momento oportuno. Aquel dinero caído del cielo sería como si le hubiese tocado la lotería. Apenas se molestó en pensar si sería capaz de terminar el libro. La libertad que le daría el dinero le hacía suponer que su obra de creador podría reanudarse en mejores circunstancias. Es decir, si dejaba de beber, si no se atormentaba con el recuerdo de Harriet y si era capaz de irse de Estocolmo convertido en un hombre íntegro y con voluntad de vivir.
Märta Norberg le contestó:
—Sí, conozco perfectamente el argumento.
Luego guardó silencio, permitiéndole meditar.
De pronto una curiosa y oscura duda atravesó su cerebro y lo inquietó.
—Entonces, si conoce usted el argumento —dijo midiendo sus palabras— sabrá que usted no puede participar en él. Toda la obra gira en torno al protagonista, que es un hombre, uno solo. Las mujeres no tienen más que una importancia episódica. Hay seis mujeres en la obra. Todas vienen y se van. Su aparición es fugaz. ¿Cuál de ellas interpretaría usted?
—Yo sería Desmona, la joven bohemia con la que él contrae matrimonio.
—Pero ella sólo figura en tres capítulos y después muere. Esta es toda su parte en la obra, exceptuando el recuerdo que deja en su espíritu. Después que muere de forma violenta…
—Yo no la mataría —dijo Märta Norberg con sencillez—. Yo suprimiría a las otras cinco mujeres —bien, al menos cuatro— y haría que Desmona viviese.
Craig frunció el ceño.
—Miss Norberg, yo respeto su genio como actriz…, más aún, lo reverencio. Pero usted no es escritora. Yo sí soy escritor. Este libro es mío y en él Desmana sufre una muerte temprana. Sin eso, el argumento pierde todo su interés.
—No sea tan ridículamente inflexible. Puede cambiarlo de cien maneras, basadas en lo poco que sé. Ni siquiera ha escrito todavía la escena de su muerte. Por lo tanto, lo único que tiene que hacer es no escribirla. Puede dejar el accidente, si quiere, y ella puede resultar herida tan sólo…, en realidad, creo que así la novela saldrá ganando mucho. Y después puede introducir los cambios necesarios en el resto de la obra.
Craig estaba anonadado. Pensó mucho antes de contestar:
—Permítame dejar esto bien sentado, pues no quiero que surjan malentendidos. ¿Me está usted sugiriendo —fíjese bien que digo sugiriendo— que adquirirá los derechos de mi nueva novela sólo a condición de que yo cambie su argumento de acuerdo con la idea que usted se ha formado de la heroína?
Märta Norberg se echó a reír y se hundió hasta el cuello en el agua.
—Cualquiera que le oyese creería que le estoy amenazando. No adopte usted poses afectadas, Craig, como si fuese uno de esos jovenzuelos de Nueva Inglaterra que pretenden ser unos tiernos Proust, libres del repelente contacto de otras manos humanas o de los espíritus ajenos, y que escriben sus preciosas y bruñidas frases como si los cielos se hubiesen rajado para inspirárselas. ¡Qué tontería! Usted lo sabe tan bien como yo. Dickens, Balzac, Dumas, todos ellos, escribían a tanto la línea y fabricaban sus obras de acuerdo con el gusto de sus editores o del público, y aún así escribían obras maestras, porque eran buenos. Usted también es bueno… y el hecho de perdonar la vida a uno de sus personajes para dar gusto a un cliente y para dar una buena inyección a su cuenta bancaria no le convertirá en un escritor comercializado ni significará que usted se vende. Únicamente servirá para demostrar que ya ha alcanzado la mayoría de edad.
—¿Y qué pasará si digo que no? ¿Si respondo que no, rotundamente? ¿Seguirá en pie su oferta?
—Claro que no. Como usted mismo dice, no hay papel para mí en la obra.
No le gustaba decir lo que dijo, pero tampoco deseaba perder aquella oportunidad:
—Se podría cambiar el guión cinematográfico. Eso sí que no me importaría en absoluto.
—Imposible. El libro alcanzará una amplia difusión…, se dará en forma de serial, lo distribuirán los clubs del libro, se harán ediciones en tela y en rústica… y yo quiero que todos conozcan a esa heroína…, que hablen de ella… que la quieran… mucho antes de que yo le infunda vida en la pantalla. ¿Qué me dice, ahora? ¿Lo hará? —Le dirigió una dulce sonrisa. Al ver que él se disponía a hablar airadamente, se apresuró a taparle los labios con su índice húmedo—. Espere, Craig. Antes de hablar, quiero que sepa que existe otro aspecto de mi oferta que le he ocultado deliberadamente. Pensaba hablarle de él después…, en unas… en unas circunstancias más favorables. —Hizo una pausa—. Le veo tan trastornado, que será mejor que se lo diga ahora.
—Muy bien…, ¿qué es?
—Los doscientos mil dólares son sólo una parte de la oferta. Hay una parte más valiosa, que vale infinitamente más. ¿Sabe cuál es, esa parte?
—No.
—Yo. —Sonrió al notar su desconcierto—. Yo, Märta Norberg —dijo simplemente—. Yo formo parte del trato.
Al principio él se sintió desconcertado, porque lo que ella le sugería con aquella indirecta era una remota posibilidad que había cruzado por su mente. Luego fingió sentirse más desconcertado de lo que estaba en realidad, porque si la hubiese entendido mal, quedaría como un palurdo. Examinó su célebre rostro, húmedo y burlón bajo el gorrito de goma, y guardó silencio.
—¿Le he sorprendido? —le preguntó ella.
—¿Dice de verdad lo que piensa?
—Naturalmente —repuso ella alegremente—. Como solían decir las jovencitas con tirabuzones que aparecían en las películas mudas, estoy dispuesta a afrontar un destino peor que la muerte. Pero yo no llevo tirabuzones, Craig, ni soy una niña tímida. Cuando colaboro, lo hago hasta las últimas consecuencias.
Él se quedó tan pasmado que se preguntó cómo se las arreglaría para reaccionar en forma negativa sin parecer un mozalbete falto de masculinidad. Decidió responder a la oferta con el mismo tono festivo y ligero con que ella se la había hecho y ver lo que saldría de su conversación.
—Mi querida amiga, ningún hombre se ha sentido jamás tan halagado.
—Un cuerno —exclamó ella.
La interjección no resultó grosera en su boca, sino propia de un negociante, y él sonrió.
—Así, ¿lo dice en serio? ¿Cómo puede…?
—Es muy fácil —le atajó ella—. Yo deseo lo que usted tiene y usted desea lo que yo tengo. Esto es lo único que importa. Pero añadiré una cosa. Lo que hace más agradable este cambalache es que yo le encuentro atractivo y estoy segura de que usted también me encuentra atractiva a mí. Pero aunque no fuese así, mi oferta seguiría en pie. —Percatándose de la expresión de incredulidad que aún persistía en las facciones de Craig, desprendió solemnemente una mano de la escalerilla, y le dio unas palmaditas en la mejilla—. No haga una montaña de una simple proposición. Ustedes, los creadores, son todos iguales. Piensan demasiado. Analizan de una manera agotadora todos los placeres. Déjese llevar por sus verdaderos impulsos, Craig, y así, dentro de unos años podrá recordar esta noche como el comienzo del trato… de la relación más memorable de su vida.
Con estas palabras volvió a asirse a la escalera y con gráciles movimientos subió de costado por ella, como debe hacerlo una artista de la pantalla. Por un momento lo dominó con su alta y esbelta silueta, mientras el agua rezumaba por su cóncavo esternón, su menudo pecho y sus gráciles flancos, antes de caer goteando sobre el borde de la piscina. Al quitarse el gorro de baño y sacudir sus cabellos, de nuevo adquirió su feminidad y, por primera vez en aquella noche, Craig la vio como un objeto de amor. Su cuerpo mojado, su breve indumento, su postura y el conocimiento de su leyenda, le causaron una poderosa impresión. Su bikini se reducía a dos tiras color menta, una pegada por el agua a sus pechos semejantes a botones y la otra, que comenzaba a bastantes centímetros por debajo del ombligo, estaba empapada y muy ajustada entre sus piernas a dos cordones que se destacaban sobre sus caderas desnudas.
Craig no se engañó. Aquella mujer le inspiraba deseo, pero el deseo que sentía no era el deseo natural que le produciría una mujer incitante, sino pasión por Märta Norberg, un objeto de amor que todo el mundo masculino codiciaba, sin poder alcanzarlo.
Pensándolo bien —como él entonces pensaba— la invitación era increíble y, por eso mismo, resultaba irresistible. Allí a su lado, mirándole mientras se secaba, estaba la mujer más deseada de la tierra, que el público contemplaba una y otra vez durante las continuadas proyecciones de sus películas inmortales. En aquel mismo momento, en oscuras salas de proyección esparcidas por todo el planeta, un número infinito de hombres de todas las tallas, corpulencias, complexiones y moralidad —rumanos, búlgaros, curdos, afganos, armenios, siameses, sudaneses, nigerianos, ecuatorianos, andorranos y protestantes norteamericanos, compatriotas suyos— permanecían pegados a sus asientos de platea y sus bancos de gallinero, contemplando la alargada y ampliada imagen bidimensional de aquella sueca enigmática proyectada en las sábanas blancas y en las pantallas de todo el mundo.
Aquella noche, todos aquellos hombres comulgaban en un idéntico sentimiento de admiración y deleite. Todos ellos sometían en espíritu a Märta Norberg a su voluntad de machos y sentían el placer de su violación cinematográfica. Sólo cuando las luces se encendían y la pantalla se oscurecía, todos sabían que la imagen era pura ilusión y entonces se sentían por un momento engañados…, pero la imagen de la Norberg perduraba en sus espíritus y el mito inaprensible conservaba su inmortalidad.
Y entonces, por increíble que pareciera, aquella hembra seductora estaba ante él de carne y hueso y no en imagen. Sería suya con sólo pronunciar una palabra. Pero él no podía pronunciarla.
Después de secarse, ella se sentó al borde de la piscina, tocando el agua con las puntas de los pies.
—Bien, Craig, ¿qué estaba pensando?
—La estaba contemplando.
—Sí, ya lo he visto. ¿Y esto simplifica su decisión?
—La complica aún más. —Se acercó a la escalerilla—. Yo la quiero, ¿sabe?
—Lo encuentro natural. Yo también lo quiero. Entonces, ¿qué se interpone entre nosotros?
—Su proposición. ¿Lo dice en serio?
—Desde luego que sí. ¿Puede dudarlo por un momento? Responda afirmativamente y mañana por la mañana firmará la carta preliminar y percibirá el anticipo. El resto lo cobrará cuando haya terminado de escribir la novela.
—No me refiero a esta parte de la proposición.
—¿Se refiere a mí? Esto también lo haré con mucho gusto.
—Me he quedado sin habla. Repítamelo, por favor.
Los labios de Märta Norberg se plegaron levemente en lo que a él le pareció una triunfal y desdeñosa sonrisa ante la inevitable debilidad y rendición de todos los hombres.
—¿Qué desea que le diga, Craig?
Él asió el pasamanos de la escalerilla, salió del agua y terminó de ascender por los travesaños hasta el borde de la piscina. Tomó la toalla de la estrella y empezó a frotarse el cuerpo, mientras ella lo miraba.
—Soy un simple aficionado para estas cosas, justo es reconocerlo —dijo Craig, friccionándose con la toalla—. ¿Cómo cobraré el anticipo? ¿Y cómo le entregaré la obra a su satisfacción?
—Todo será muy sencillo.
—¿Sencillo?
—Verá. Se quedará usted en Suecia más tiempo —se trasladará aquí— y ambos trabajaremos en el argumento hasta que estemos satisfechos. —Al verle fruncir el ceño, rectificó—. Si lo prefiere, puedo llevarlo a mi casa de la Costa Azul o incluso acompañarlo a Nueva York, donde tengo un piso amueblado. De día, trabajaremos… y de noche, nos haremos el amor.
Él tiró la toalla.
—¿Y esto es todo?
—Yo no me inmiscuiré en su trabajo. Soy una artista. Nuestras almas son gemelas. Cuando tenga ganas de estar solo para crear, yo me apartaré discretamente. Pero si prefiere mi presencia, me quedaré a su lado.
Él se puso en cuclillas a su lado y después se sentó, preguntándose cómo haría para comprender un espíritu tan distinto al suyo.
—Märta… La llamaré así desde ahora…
Ella sonrió.
—Vaya, hacemos progresos.
—No, escúcheme. Yo creo —lo creo de verdad— que usted considera esto posible. Deseo este dinero que me ofrece. Como usted sabe, me hace mucha falta. Y también creo que usted está convencida de que la novela que ahora estoy escribiendo…, mejor dicho, que trato de escribir…, la primera desde que me han dado el Premio Nobel —un libro en el que apareceré yo mismo al desnudo, de todo cuanto yo considero sagrado— puede falsearse y cambiarse para adaptarlo a sus necesidades. ¿No ve cuán equivocado es esto, hasta qué punto es falso y corruptor? Dice que ambos somos artistas y que nuestras almas son gemelas. Si así fuese, me comprendería. Pero lo que quiere decir es que usted es la artista, y que sólo esto le importa, y que yo soy menos artista y debo sublimar mi personalidad y mi arte para supeditarlos al suyo. Cuando usted me hizo esta oferta para comprarme al contado, mi respuesta automática fue no.
»Lo que me hace vacilar —y usted ya lo sabía— es ese ofrecimiento extra de una aventura con usted, de tener algo por cuya posesión cualquier hombre de la tierra daría muy gustoso el alma al diablo. Por lo tanto, vacilé, porque estaba estupefacto, desconcertado y —debo confesarlo— sentía curiosidad y excitación. Pero vamos a decir esto: imaginemos que esta fría oferta me ha deslumbrado tanto que, yendo contra todos mis principios, cerramos el trato. ¿Qué pasaría entonces? Yo me divertiría en la cama, y usted tendría mi libro, su ansiado argumento preparado por un nombre muy publicitario. Pero ¿qué tendríamos en realidad los dos? Usted tendría un libro malo, pues tendría que ser necesariamente malo. Y yo tendría…, ¿qué tendría? ¿El recuerdo de una conquista que halagaría mi orgullo masculino? ¿Cómo podría convencerme a mí mismo de que era una conquista, si en realidad no sería más que un contrato legal suscrito fríamente? ¿El recuerdo de un amor imperecedero? ¿Como el de Paris y Helena? ¿El Dante y Beatriz? ¿Nelson y lady Hamilton? ¿O bien el recuerdo de una unión mecánica y sin honor, pagada a un precio muy elevado, comprada y al fin y al cabo desagradable, porque sería una extravagancia que yo no puedo permitirme?
Ella le escuchó atentamente, sin quitarle los ojos de encima, sin tratar de interrumpirle, con una expresión que no denotaba emoción alguna y en la más completa inmovilidad. Cuando hubo terminado de hablar, agitó el agua con los pies.
—Sírvame un vodka, Craig —dijo.
Él se puso en pie, contento de que ella no se enzarzase en una discusión. Se acercó a la mesa para escanciar la bebida y el whisky que entonces él necesitaba más que nunca. Cuando volvió con ambos vasos llenos, ella le esperaba de pie. Evitó mirar su bikini y sus miembros al tenderle la bebida.
—Puede mirarme —le dijo ella—. ¿Por qué aparta la mirada?
—¿Por qué torturarme con algo que no puedo tener? —preguntó él a su vez, tratando de que su voz no denotase amargura. Luego hizo un tímido intento por bromear—. Nunca me ha gustado apretar la nariz contra los escaparates.
—Craig, quiero que ahora me mire. ¿Qué le parezco?
—Femenina. El polo opuesto de lo masculino.
—Soy algo más, ¿no cree?
—Desde luego.
—Mucho más —dijo ella, tajante—. Y este mucho más es mi propaganda y mi leyenda, que ejercen un atractivo tan grande. Pero no se deje engañar. Aún sin todo eso, hay en mí mucho más. No me refiero únicamente a mi belleza. Si ahora mismo me quitase mis dos piezas, ¿qué vería? Averígüelo, Craig.
Y continuó bebiendo su vodka.
De no saber sido por su profunda y descarnada sinceridad, Craig se hubiera sentido embarazado. No sabía qué responder. Por último dijo:
—Parece como si estuviésemos concluyendo una operación de venta.
Ella sonrió.
—Muy raramente tengo que hacerlas, estas operaciones.
—Pero la ha hecho. Y ahora voy a decirle algo: sigo sin creerlo.
—¿Me desafía? ¿Es esto lo que pretende?
—No, no se trata de una cosa tan infantil. Sencillamente, me niego a aceptar que usted puede proporcionar placer sin jota de emoción, pasión ni amor que surja del corazón…
—Guárdese esos cuentos de hadas para sus librotes —le interrumpió ella— y para todas las mujeres vacías que los leen y desean ser engañadas. Craig, yo conozco a los hombres.
—Ha conseguido exactamente lo que se proponía…, despertar mi curiosidad sin remedio.
Ella agitó su cabellera.
—Entonces, ¿hacemos el trato?
—No…, no según sus condiciones.
—Veo que sigue sin creerme. —Su rostro se había ensombrecido extrañamente—. ¿Qué le convencerá? ¿Quiere que le ofrezca un tráiler esta noche?
—No en el caso de que lo considerase como una opción a mis servicios.
—No sea grosero.
—No me propongo ser grosero, Märta. Sencillamente, no capto su onda. No nos comunicamos. Usted me habla de un paquete sobre el que ha puesto la etiqueta «Sexo», y yo le digo que si no tiene otro nombre, es un producto de muy escaso valor para mí. ¿No ha estado nunca enamorada? ¿Qué pasaría si se enamorase?
—No estaría donde estoy —dijo ella, muy tiesa—. Craig, nunca se han aprovechado de mí, ni permitiré que lo hagan.
—Pero usted quiere aprovecharse de los demás.
—¿Cómo tengo que tomarme esto? ¿Se pone sarcástico y trata de corregirme?
—Trato simplemente de creerla. Pero no puedo y estoy consternado.
—No ponga esa cara de sonrisa bobalicona. No se porte como un niño beato. Y no empiece a clasificarme con sus baratos clisés de escritor —caracterización prefabricada—, Enter, la fría calculadora devoradora de hombres, etc.
—Yo no la juzgo. Me limito a observar, imaginar y deducir. Trato de describir cómo es usted. ¿Lo sabe acaso?
—Puede estar bien seguro de que lo sé —repuso ella—. Voy a decirle cómo soy y quién soy, y cómo no soy y quién no soy. Soy una actriz, una gran actriz, la más grande del siglo. Esto significa una cosa para mí: que ante todo está mi arte; lo demás puede irse bonitamente al infierno. En este mundo hay dos clases de actrices. Una es la actriz-mujer. Esta es esquizofrénica; la mitad actúa ante el público y la otra mitad es un ser humano particular. Esta es la que termina destrozada emocionalmente y queda pronto olvidada, si se exceptúa alguna que otra función benéfica para recoger fondos y algún recuerdo necrológico. La otra es la actriz-actriz, que no está dividida en dos mitades, sino que es una sola pieza indestructible, entera, autónoma, que sabe adonde va, que sólo admite su propia guía y está consagrada únicamente a sí misma, como celebridad y como artista. En su vida todo se mide por un solo rasero…, todos los juicios, las decisiones, las elecciones y opciones, todo… ¿Es bueno para la actriz que hay en ella? Esto se aplica a la vida doméstica, al ocio, a los hijos, a las finanzas y… sobre todo, se aplica al amor.
Apuró su vaso de vodka y luego, en lugar de pedir a Craig que le sirviese otro, se acercó ella misma a la mesa y volvió a llenarlo.
—Yo tuve suerte —prosiguió— porque me convertí en una actriz-actriz desde muy temprano. Cuando me llevaron a América, comprendí cuán detestable y degradante era aquel mercado. El mundo del espectáculo de Norteamérica era exactamente como el deporte, el comercio, la política de aquel país…, una asquerosa e implacable especulación. En Hollywood, en Broadway, lo único que podían ofrecer era un buen papel respaldado por sus buenos fajos de billetes. Pero la belleza, la personalidad y el talento no bastaban para conseguir el papel. Abundaban las jóvenes hermosas y con tablas. Entonces, ¿en qué se basaba la elección? ¿Con qué se podía conseguir uno de aquellos papeles tan codiciados? ¿Mediante la fácil oferta de una misma? No, ni siquiera eso era bastante. Aquellas docenas de muchachas estaban más que dispuestas a despojarse de sus ropas y de su virginidad. En realidad, tan dispuestas estaban a hacerlo, tan fáciles resultaban que incluso yo, a pesar de ser una joven sueca, me sentí escandalizada. Pero entonces, como yo era lista, comprendí lo que se necesitaba para conseguir el papel. La belleza servía, pero era un artículo demasiado barato. Una belleza que no se adaptase a los cánones era mejor. El talento de actriz servía, pero abundaba demasiado. Había que tener personalidad, además. La oferta de una misma era un factor favorable, pero esto también resultaba monótono, como la carne cruda exhibida en el mercado. Pero ofrecer algo diferente junto con la entrega de una misma… y, una vez que esto fuese conocido, hacer que la posesión resultase cada vez más difícil… Estos fueron los factores que yo utilicé con tanto éxito.
Sostuvo el vaso de vodka ante ella, sin probarlo, y su vehemencia fue tal, que Craig pensó que se había olvidado de su presencia. Pero entonces pareció dirigirse expresamente a él.
—¿No se ha acostado nunca con una starlet? Cabellos muy bien peinados a la moda, cara de camafeo, labios de cereza y figura que siempre tiene cien, sesenta, noventa y cinco o noventa y tres, sesenta y noventa y tres. Una vez se ha probado una, es como si se hubiesen probado cien o un millar. El mismo deseo vehemente de complacer, las mismas frases cariñosas, pronunciadas con un acento cansado que lleva el sello de la escuela de arte dramático, los mismos meneos aprendidos con la práctica, la misma gama superficial de juegos amorosos —no son más que cálidos y serviciales receptáculos de amor, rutinarios, que parecen esperar en el proscenio a que les den la entrada, pero esperando horizontalmente— hasta que se termina la espera y pueden representar su auténtico papel. Esto no era para mí. Al instante comprendí que yo no sería otro montón de carne fácil que al día siguiente se evaporaría de la memoria, y que por toda paga recibiría un papelito insignificante del reparto. Yo no sería una starlet. Yo sería más y me convertiría en algo memorable. Y entonces me consagré a ello tal como me había consagrado a mi carrera artística. A medida que seguí mi camino no tardé en resistir a la tiranía de la moda. No permití que me peinasen como las del montón ni que me recortasen la nariz. Ni que inflasen artificialmente mis pechos hasta que alcanzasen el tamaño mínimo requerido. Ni moverme como todas ni decir las mismas palabras que ellas. Continué siendo yo misma y esto me hizo extraña, distinta y recordada. Y entretanto me convertí en una maravilla del amor, y cuando esto se supo y se me conoció, cada vez me dieron papeles más importantes, mejores y más escogidos, hasta que conseguí los más altos, y mi entrega y la publicidad hicieron de mí un nombre familiar. Y cuando por último me cerní a mayor altura que los hombres depravados, panzudos y sádicos que con tanta frecuencia me habían humillado —cuando todos estos hombres me necesitaron y yo ya no les necesité—, pude convertirme en lo que era de verdad y en lo que ahora soy… una mujer distante, reservada y que escoge. Mi habilidad ya no me era tan necesaria, pero la utilizaba siempre que me era conveniente…, para vencer a una rival y arrebatarle la obra codiciada, para conseguir el mejor director importado, para hacerme con el gran financiero, para obtener una buena tajada de los beneficios. Me mantenía distante y me entregaba en muy contadas ocasiones, pero cuando lo hacía, lo hacía bien. —Hizo una pausa—. Y aún lo hago, Craig.
El relato de aquella mujer, la historia de su vida, conmovió a Craig de un modo curioso. Su perspicacia de escritor llenó los huecos y las lagunas. Sin embargo, su historia aún la hacía más incomprensible.
—Pero ahora puede hacer lo que le plazca, Märta. Ha pasado toda una vida tratando de volver a ser usted misma y lo ha conseguido. Ya es usted misma. ¿Por qué no amar a quien desee y cuando desee?
—Porque la avaricia no cesa nunca —replicó ella sonriente— y yo tengo la avaricia de mi propia persona. Mi monumento se halla en el espíritu de los hombres. Para mantenerlo allí, tengo que seguir edificándolo. He estado ociosa demasiado tiempo. Debo construir de nuevo. Y los materiales que necesito con mayor urgencia son buenos argumentos. Usted tiene uno de ellos y yo lo quiero. Como el dinero solo no me basta para obtenerlo, estoy dispuesta a volver al mercado para ofrecer mi arte amoroso incomparable. Pero siendo quien yo soy, merezco tener lo que deseo según mis propias condiciones. Sea juicioso, Craig. Puedo imponer condiciones. Usted no. A pesar de esta ventaja, voy a ser justa, porque usted, además de hombre, es un artista, y si no recibe una recompensa justa no trabajará con satisfacción y yo sufriré tanto como usted. Por lo tanto le ofrezco una fortuna y además una experiencia única, una experiencia que se grabará de forma indeleble en su cerebro hasta el fin de sus días, una experiencia que significará más para usted y para sus biógrafos que ese estúpido premio. Me entrego toda a cambio de una parte de usted. Me tiendo de espaldas y quiero que esta sea la última vez. Usted no tiene más que decir que sí, sellaremos el pacto con un beso y usted ya se quedará aquí esta noche. ¿No está contento?
—Estoy asqueado —barbotó Craig. La simpatía que ella había conseguido arrancarle lo había abandonado, al verla cambalachear tan fríamente—. Por un dinero que puede ganarse de otro modo y unas cuantas convulsiones sin amor sobre un jergón, y por una conversación trasnochada… usted quiere una novela flamante, hecha por encargo y a medida, aliñada y compuesta, pulida y bruñida, falseada y desvirtuada…
—¡Cállese de una vez! —gritó ella de pronto—. Estoy harta de sus aires de escritor puro e intachable… Habla como si fuese un dios.
—No, espere, espere, que aún no he terminado. Yo no coloco a mi arte por encima de cualquier persona de la tierra que ejecute honradamente su trabajo diario con rectitud y probidad, para ganarse la vida de un modo digno. Yo no pretendo que me haya inspirado el cielo, ni ser un elegido, un hombre excepcional en contacto directo con la Musa… No, nada de eso. Yo no me considero superior a una ama de casa que sabe cocinar bien y cría a sus hijos como es debido, ni por encima de un fontanero que arregla perfectamente el retrete, ni del dependiente de la zapatería que sirve el número adecuado al cliente. Yo no defiendo una obra sacrosanta…, sino que trato de evitar mi propia destrucción, la destrucción de lo más honrado y decente que hay en mí, que aún no se ha hecho acreedor a ocupar un lugar en el mundo. Si yo consiguiese pergeñar el engendro que usted me pide haciéndolo pasar por una auténtica creación mía, para que llegase a todos los ámbitos del mundo con mi nombre en la cubierta, semejante libro sería una mentira y yo sería un canalla ante los ojos de todos mis lectores, porque abusaría inicuamente de su confianza.
Tomó aliento antes de proseguir.
—Lo siento, Märta, pero debo escribir a mi gusto, no al suyo. Por lo tanto, tengo que responderle que no, lisa y llanamente, Märta…, no. Usted no me preocupa. Encontrará otros argumentos, más adecuados, o hará que se los fabriquen a medida. Y encontrará hombres que se le entregarán sin necesidad de tener que hacerles el amor. Y quizás un día encuentre a un hombre al que ame sinceramente, sin necesidad de proponerle estas transacciones propias del mercado, aunque lo dudo. En cuanto a mí, conservaré mi —no quiero decir integridad— pero sí mi temple y el respeto que yo mismo me merezco, lamentando siempre haber tenido que renunciar al dinero que me ofrece y a sus deslumbradoras caricias. Sí, Märta, no tengo la menor duda de que encontrará a otros hombres que podrán aceptar sin inconveniente su dinero y sus caricias, que serán tan íntegros y cabales que podrán resistir sin mengua una pequeña corrupción, pero yo no poseo tal integridad y no puedo aceptar lo que me ofrece. Si le entregase lo poco que ahora me queda, nada de cuanto me ofreciese podría ayudarme a sobrevivir como hombre…, porque entonces estaría totalmente en quiebra.
Su anterior sonrisa había desaparecido del rostro de Märta Norberg y en lugar de ella, su boca se contraía en un extraño rictus, que ponía los dientes al descubierto. Aquellas tensas facciones nórdicas no demostraban ninguna emoción, comprobó Craig con pesar, pero sus dientes desnudos la revelaban como nunca nada lo hiciera.
—Ningún hombre me ha hablado así jamás —dijo— y para que esto no le produzca ninguna satisfacción, voy a decirle ahora mismo por qué me rechaza… la verdad de su negativa. Lo sé… lo huelo… sé por qué lo hace.
Él esperó a que hablase.
Su voz aterciopelada resonó como un latigazo, con el que intentó cruzarle el rostro.
—Está mintiendo descaradamente. Lo que le pasa es que no tiene virilidad, y ambos lo sabemos. Me tiene miedo, esto es todo. Le da miedo el sexo y le da miedo una mujer de verdad. Le apuesto mil contra uno a que le da miedo mi cama y mi cuerpo, porque no se le levanta.
Fue entonces cuando él cometió una estupidez. Hasta aquel momento había conseguido dominarse, pero entonces, como un estudiante que quiere gallear, perdió los estribos.
—Desearía hacerla quedar bien y decir que esto es verdad, pero lo cierto es que he hecho lo que debía, y precisamente aquí en Suecia, y con una mujer que tiene la decencia de dar amor a cambio de amor, sin pedir nada en pago.
—¡Es un embustero! —chilló ella—. Ni aunque fuese el propio William Shakespeare y me prometiese darme todos los versos que escribiese, permitiría ahora que me tocase. No permitiría que me pusiese las manos encima un hombre enclenque y canijo que tiene integridad en lugar de virilidad. ¿Es eso lo que da a su amiguita, a su pobre y hambrienta amiguita… una inyección caliente de integridad? ¡Salga de aquí, Craig, aléjese de mi vista! ¡Recoja sus ropas y lárguese, y que lo pierda de vista antes de que se me ocurra decir al mundo que su grande y masculino Premio Nobel… es el único hombre de todo el planeta al que no se le levanta en presencia de Märta Norberg!
Dio media vuelta y se alejó, tan furiosa que la contracción de los músculos de su espalda y hombros era perfectamente visible. Él la contempló por un momento, mirando su despeinada cabellera que ya no era provocativa, los hombros cargados que pronto serían viejos, el curvado espinazo que había perdido su esbeltez y su gracia para mostrarse flaco y nudoso, y las escurridas nalgas bajo el exiguo bikini, que ya no resultaban incitantes sino únicamente grotescas y lamentables. El altivo e inalcanzable símbolo del amor femenino se había convertido finalmente en una amargada mujer hombruna de la plaza del mercado. En esto, y nada más. Sin decir palabra, Craig se apartó de ella y entró en la cabaña.
Se vistió sin prisas en la reducida pieza, tranquilo, sin cólera, sintiendo únicamente la carga de una pena inexplicable y, cuando estuvo vestido, salió.
El lanai estaba vacío. Ella se había ido. Pasó al living y se acercó al teléfono amarillo. Recordó el número y marcó el 22 00 00, y cuando la telefonista respondió, le pidió un taxi y le dio las señas.
Al colgar, su mirada se posó en el retrato de Märta Norberg que pendía en la pared del fondo. ¿Manon Lescaut? La Verdulera, pensó…, no, la Verdulera del Mercado.
Su sombrero y su gabán estaban en un banco del vestíbulo. Nadie acudió a abrirle la puerta. Abrió la maciza puerta y se dispuso a esperar en el frío y la niebla.
Después de encender la pipa, se sintió mejor y se preguntó por qué sería. Aquella noche había perdido algo. A los ojos del mundo, había perdido mucho. Sin embargo, estaba seguro de que había ganado mucho más, infinitamente más. Por primera vez desde los años en que aún vivía Harriet, comprendió que no sólo era un escritor íntegro, sino un hombre probo y honrado. Esta frase resultaba algo pomposa y pensó en el modo de decirlo que resultase más sencillo, pero luego lo dejó, porque era cierta y porque en lo más profundo de sí mismo, en los recovecos del ser donde el alma se agazapa para observar, experimentaba un gran bienestar, que no sentía desde hacía mucho, muchísimo tiempo.
Le gustaba esperar en la niebla dando chupadas a la pipa; le gustaba esperar al taxi que lo devolvería al mundo de los vivos.