Atuendo

Fuera de los campamentos nudistas, la «presencia» humana va asociada con el traje. ¿Cómo me visto para hablar en público?

Volvamos a la segunda reflexión de Clarasó: «El ideal de belleza de un sapo es una sapa.» A cualquiera se le ocurre que si le invitan a hablar en la concesión de los Oscars de Hollywood no conviene que acuda en vaqueros y con la pelambre pectoral asomando por la camisa desabrochada. En una convocatoria de «huelga salvaje» nadie se presenta de punta en blanco.

Es de sentido común que hay que adaptarse a la conducta colectiva dentro del estilo propio. Ese «estilo» sí conviene que sea perceptible.

En España, confío en que sólo transitoriamente, se ha perdido la brújula en el terreno del atuendo y del lenguaje. En actos oficiales a los que acude el rey o el presidente del gobierno, algunos de los profesionales que cubren la información asisten disfrazados de mendigos o delincuentes del grupo quinqui. En la televisión y en la radio se escuchan casi constantemente expresiones groseras y obscenas, totalmente inapropiadas e innecesarias.

—Es la moda, la gente habla y viste así.

Hay «algunos» que hablan o visten así. Por la calle y en las oficinas no se escucha ese lenguaje, salvo en algún altercado durante los atascos del tráfico y en el autobús que lleva a los niños al colegio. Los que menciono parece que participan en un campeonato de ordinariez y mal gusto. No los imite. Su número es menor que antes, la moda parece que entra en fase menguante.

El extremo opuesto también es desaconsejable. En nuestra patria, hace unos decenios quien aparecía en público se creía obligado a presentarse como un figurín. Parecían invitados a una boda de medio pelo, aunque entonces no nos extrañaba. Hoy se haría mal papel en el estrado con un inoportuno alarde de sastrería.

En Inglaterra, en los decenios siguientes a la segunda guerra mundial, algunos de los políticos estaban entre los hombres más elegantes y de mayor prestancia física del mundo, como Anthony Eden o Harold McMillan. Se habrían dejado pelar vivos antes de aparecer con un traje recién estrenado. El truco era llevar ropa de corte impecable, del mejor sastre del imperio..., pero que habían hecho usar antes, durante un par de meses, a un criado o a un voluntario joven de la familia. El aspecto seguía siendo de un hombre distinguidísimo, «pero que está por encima de esas trivialidades, no tiene tiempo ni de encargarse ropa, usa la vieja; ya lo ves, tiene tan buena pinta que el pobre no lo puede evitar, queda bien con lo que le echen encima». Puede imaginarse el cuidado que tenían con lo que «se echaban encima».

Como el lector no dispone ni de criados ni del mejor sastre del imperio, conviene que tenga alguna referencia de lo que se hace hoy.

—Estuve anoche en un estreno de cine con fotógrafos, focos, micrófonos y toda la historia. La mitad iban de esmoquin, otros en mangas de camisa, y alguno en pantalón corto y camiseta oliendo a sobaquina. Si tengo que hablar en uno de esos actos, ¿cómo me presento?

De momento olvidemos a los de la camiseta. Hay que subir al estrado con aspecto homogéneo con el grupo mejor del público. Cuidado en que no parezca que cese ha vestido para hablar».

Si la intervención se realiza en un grupo de trabajo en la oficina, en una convención de vendedores de la empresa, en un cursillo de reciclaje profesional..., en cualquier circunstancia en la que gran parte de los espectadores son personas que nos tratan con frecuencia en el ámbito laboral, que por tanto tienen grabada una imagen física nuestra, debemos corresponder a esa imagen. Así, la actuación brillante la asocian con nuestro rendimiento habitual. Si les damos una imagen física excepcional, inconscientemente estamparán la idea de que sólo quedamos bien cuando lo preparamos, como una excepción. No nos conviene.