Los estorbos
Dejamos el vídeo y pasamos a una actuación convencional ante un auditorio. Debemos quitarnos de encima los estorbos. Los hay de muy diversa índole. Quizá acudimos con un paraguas, la gabardina y esa cartera grande y tan práctica, pero sobada por el uso. Improcedente acarrear al estrado todo ese equipaje. ¿Dónde
colocaremos el paraguas? ¿Sobre la mesa como si fuese una fuente con un salmón ahumado? ¿Y la gabardina? Sobre la mesa, imposible. ¿Plegada bajo la mesa, poniéndose perdida con esa tonelada de polvo que hay siempre a los pies de los oradores? ¿Y la cartera abultada y entrañable? Sobre la mesa cantará al público la mancha de grasa donde la sujeta la otra mano cuando pesa mucho; bajo la mesa parecerá que escondemos contrabando para pasar la frontera o una bomba de relojería. Es desairado. Hay que llegar sin estorbos.
—Si los dejo en una silla me los pueden robar.
Tal como están las cosas, se los roban seguro. La cartera, vacía la encontrará en el primer basurero, pero despídase del resto. No sea tacaño y déjelos en el guardarropa.
—¡Oiga! ¿Qué se ha creído? Ni soy tacaño ni hay guardarropa.
Tendrá que dar propina al conserje de la sala, o solicitar el amparo de algún conocido; todo menos estropear la escena agarrado con una mano al micrófono y con la otra al paraguas, la gabardina y la cartera. Para resolverlo garbosamente habría que ser uno de esos dioses hindúes con doce brazos.
En ocasiones es preciso hacer algún sacrificio. Me han contado una anécdota electoral de Pío Cabanillas que lo demuestra. La campaña la realizaba en su Galicia natal. El delegado en aquel pueblo de su partido no preparó bien el mitin que convocó en la plaza. El orador se vio rodeado por un pequeño grupo de entusiastas y curiosos. Llovía a cántaros y no tenían donde guarecerse. Un seguidor leal mantenía un paraguas sobre la figura del político, enfundado en un traje de franela gris con rayas blancas, y los zapatos negros de tafilete empapados en un gran charco, que cada segundo aumentaba de tamaño. El entusiasta tuvo un rasgo: ofreció sus zuecos de madera al orador. El astuto protagonista calculó su estampa calzado de madreñas, y cortésmente impidió que se las pasase el del paraguas. Una voz emocionada retumbó en la plaza: «¡Qué sufrido es usted, don Pío!» Dicen los oráculos locales que captó más votos.
Muchos de los estorbos no los lleva el orador, se los encuentra. La falta de responsabilidad, de eficacia y de sentido común de los encargados de preparar la sesión no tiene límites conocidos. Hace poco di una conferencia en Mallorca, en un hotel famoso por sus salas «preparadas técnicamente para convenciones». Los organizadores —unos buenos amigos que habían puesto mucha ilusión al invitarme— me tranquilizaron al recibirme en el aeropuerto: «Para tu conferencia hemos contratado la sala más cara, pero la garantía de que todo salga bien...» ¿Tiene curiosidad por saber lo que ocurrió?: además de no funcionar correctamente ninguno de los dos proyectores de diapositivas —en una conferencia en la que eran necesarias—, en la sala SONÓ TRES VECES UN TELÉFONO durante mi charla. En las tres ocasiones, la relaciones públicas del hotel sostuvo una cortés conversación con la operadora de la centralita: «¡Diga! ¿Cómo? Hable más fuerte, pues con el ruido del micrófono no le entiendo. Diga..., diga... No. Hay un error, éste no es el gimnasio.» «Perdone, hay un error. No es la habitación del señor Gurruchaga. No, no, es ese número, pero tiene que haber una equivocación.»
¿No me cree? Pues si conoce a algún médico de Palma de Mallorca, pregúnteselo, porque la conferencia era para ellos. Ocurrió exactamente así, además sonó también una alarma y no funcionaba el aire acondicionado. —Y ¿qué hizo?
Lo que no me atrevo a contar es lo que hubiese querido hacer. La verdad es que en mis cuarenta años de conferenciante nunca se me habían concentrado tal cúmulo de adversidades en una sola sesión. Al día siguiente el director del hotel vino a ofrecerme disculpas. ¿De qué les sirvió eso a los asistentes a la conferencia de la víspera? A mí ya se me había pasado el sofoco, y el director era francamente simpático. Nos tomamos una copa. Deseo que a usted no le ocurra en sus primeros cuarenta años, y es poco probable, pero esté seguro de que algún percance de ese tipo, aislado, no todos a la vez, se lo va a tropezar con frecuencia. Alguno puede resultar muy desconcertante. En Madrid, en una conferencia en el club Siglo XXI tuvo un desmayo por lipotimia un espectador. En El Ferrol fue peor: una oyente padeció un ataque epiléptico. Necesitamos saber cómo reaccionar.
En los incidentes ordinarios —no ante el ataque epiléptico—, por de pronto hay que parar... y poner buena cara. Si tiene fuerzas, sonría. Casi seguro el público reirá al ver que usted lo inicia, y se descarga la incomodidad colectiva. Por nada del mundo se le ocurra continuar en lucha con el teléfono y el «Diga..., diga» de la relaciones públicas. Si eleva la voz, también lo hará ella. Todos están pendientes del incidente, no del contenido de su intervención. Se desperdicia todo lo que diga en ese momento. Es inútil hacer como que no existe el percance. Existe. Hay que lidiarlo.
Cada uno tenemos nuestra técnica. Yo utilizo la que creo que es la mejor y la más sencilla: aludo directamente al incidente, se lo comento al público. Conviene hacer un paréntesis absoluto sin relación con el contenido de su discurso, que no debe reanudar hasta que las aguas vuelvan a su cauce. Tampoco deben quedarse todos, orador y público, pasmados en espera de que termine. Hay que distraerlos con algo relacionado con el incidente. Si logra poner en marcha el sentido del humor con una bromita o anécdota oportuna, miel sobre hojuelas.
No hace falta resultar muy ingenioso, basta con salidas un tanto simples, pues el público está también nervioso y ríe las bromas con facilidad. Recuerdo que, en Badajoz, en lugar del teléfono sonó un timbre intenso y prolongado... por dos veces. La primera puse simplemente cara de guasa mirando al timbre hasta que terminó, y al final dije en un susurro al micrófono, en simulación de confidencia: «Parece que nos dejan continuar.» Rieron. Ya digo que es la respuesta habitual, están casi tan incómodos como usted. Hay que hacer una pausa hasta que se apaguen por completo los murmullos, y sólo entonces, con vuelta al tono de voz normal, se continúa la charla. El segundo timbrazo exigía algo más complejo. Se me ocurrió contarles la archiconocida anécdota de Oliveira Salazar y el embajador uruguayo. «Porras» en portugués es un taco de primera, y era época de grandes miramientos. El embajador se llamaba Porras y Porras. El estadista portugués retrasaba la recepción de las cartas credenciales. Cuando la situación se hizo diplomáticamente incómoda y sus colaboradores le apremiaron, Oliveira Salazar comentó: «Más que el nombre, me molesta la insistencia.» Añadí: «Lo mismo me ocurre con este timbre.» El público rió como si nunca hubiese escuchado la historieta y fuese la más divertida del mundo. Ya le digo para su tranquilidad que estos percances aumentan la tolerancia y propensión a la simpatía de los asistentes. No hay mal que por bien no venga.
No quiero asustarle, pero todos los oradores pasamos por situaciones apuradas. La salida más airosa que conozco fue de Agustín de Foxá.
Avanzada la década de los cuarenta se creó el Instituto de Cultura Hispánica, que ahora se llama de Cooperación Iberoamericana. Su principal misión eran las relaciones culturales con los países de habla española. Nos contrataban a los conferenciantes por un mes, y nos tenían como saltamontes brincando de un país a otro, de ciudad en ciudad para que diésemos conferencia diaria y amortizar el gasto. Nos abonaban el billete de avión —en turista—, alojamiento en hoteles de poquísimas estrellas y una propineja que gastábamos en mandar flores a las esposas de los embajadores de España, que nos daban una comida en las capitales del periplo. En aquella época se viajaba mucho menos y era una ocasión excepcional para «conocer mundo» y de paso darnos a conocer. Además, a casi ninguno nos habían invitado a una embajada hasta ese momento. Aceptábamos con entusiasmo.
A mí me correspondieron esos viajes hacia el año 60 y todo fue como una seda. El pobre Foxá los realizó al principio... y de seda, nada. En todas las ciudades visitadas había exiliados españoles, agrupados en «el centro asturiano», el «centro gallego», etc., que tomaban al visitante como un emisario del régimen y adoptaban por sistema la decisión de ir a «reventar» el acto, con pateos, silbidos, etc. El pronóstico de alboroto hacía más atractiva la sesión para el público local, que abarrotaba los teatros en que tenían lugar las conferencias —tampoco en esas ciudades tenían entonces muchos entretenimientos, en los años cuarenta, no había televisión—. En ocasiones, más que una conferencia parecía una corrida de pueblo, con todos los mozos borrachos y con un garrote en la mano.
Agustín de Foxá, que, para más interés de los exiliados republicanos, era conde, diplomático y epicúreo, estuvo entre los más castigados por el público. Recitó sus poesías —es a lo que iba— por toda Hispanoamérica con acompañamiento de silbidos y pateos. Me contó que ya se había acostumbrado y que era tan emocionante como navegar a vela con viento de cuarenta nudos. En Caracas se le complicaron las cosas, pues el comité local de exiliados tuvo más iniciativa y le tiraron al escenario tomates y huevos podridos. Estos incidentes eran noticia de primera plana en los periódicos de la nación en que ocurrían, y en las de las etapas anteriores y siguientes del viaje. El nuevo destino del conde-poeta fue Bogotá. El comando de reventadores quiso superar al anterior, y los tomates y huevos en vez de lanzarlos al escenario se los tiraban directamente a Foxá, que, entrenadísimo, seguía impertérrito desgranando versos. Al fin uno de los lanzadores mostró mejor puntería, y el huevo se estrelló contra el atril que sostenía las cuartillas. Salpicaduras pringoso-anaranjadas plagaron la chaqueta azul del rapsoda. El fragmento mayor del huevo —con un pedazo de cáscara— se posó en la solapa izquierda. Agustín de Foxá interrumpió el recitado, acercó la solapa a la nariz, olfateó ostentosamente y, acercando el micrófono a la boca, murmuró: «Los de Caracas estaban más frescos.» Logró la primera ovación unánime del viaje.
Para consolarnos de no tener el ingenio de Foxá, podemos reflexionar que tampoco nos van a enfrentar con un público como aquél.