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Violet vio el destello de decepción en los ojos de Daniel y se sintió herida. Ofendida. Sin embargo no sabía por qué debería importarle lo que pensara aquel hombre que no había visto en su vida.

Eran muchas las personas que no creían en el espiritismo y que se burlaban de lo que su madre y ella hacían. No creían que una médium entrenada pudiera ponerse en contacto con los que habían traspasado ya el velo de la vida para que los difuntos más queridos enviaran mensajes reconfortantes a sus vivos.

«No seas cínica —dijo lentamente su vocecita interior—, tú tampoco crees en ello».

Ella sabía a ciencia cierta que jamás había sentido el frío contacto del otro mundo ni el tembloroso éxtasis que su madre hallaba en sus arrebatos. Jamás había visto a un fantasma ni a un espíritu, nunca habían conversado con ella, no habían establecido comunicación ni ninguna de esas otras cosas inútiles que se suponía que podían hacer los espíritus.

Pero era muy buena fingiendo lo contrario.

Que el señor Mackenzie no la creyera, no debería molestarle. Jacobi le había dicho más de una vez que jamás se le ocurriera discutir con alguien que no creyera, que debía ignorar a esa persona y pasar a la siguiente.

Así pues, debía olvidarse del señor Mackenzie y concentrarse en los demás caballeros, conseguir que él quedara en evidencia de alguna forma y hacerle dudar de su incredulidad.

Pero, ¿por qué no era capaz de esbozar la consabida sonrisita de superioridad? ¿De mostrar un divertido desdén? ¿Por qué quería seguir mirándole para explicarle que hacía eso para sobrevivir y que no la juzgara por ello?

Vio que Daniel se apoyaba en un codo, tensando la costosa tela de su abrigo.

—Así que con el Otro Lado, ¿eh? Me encantaría verlo.

—Está a punto de presenciar una sesión —intervino Mortimer—. Ya le dije que valía más que un automóvil o un caballo.

«¿Un automóvil? ¿Un caballo?».

Ella comenzó a enfurecerse. Deseó poseer todos aquellos poderes de los que hacía gala para poder maldecir a Mortimer y convertirlo en un conejo, o al menos que fracasara estrepitosamente cuando acudiera a la cama de alguna mujer.

«¡Un caballo! ¡Santo Dios!».

Los caballeros guardaron por fin silencio y observaron cómo se preparaba. La preparación era parte de la función; cerraba los ojos y respiraba hondo varias veces para tranquilizarse, consiguiendo que sus pechos se apretaran contra el atrevido escote. Aquello distraía a los clientes de una manera asombrosa.

Sin embargo, cuando volvió a abrir los ojos, el señor Mackenzie no parecía distraído en lo más mínimo. En lugar de haber bajado la mirada a sus senos como los demás caballeros, seguía observando su cara con expresión sonriente.

«No permitas que los escépticos te pongan nerviosa —le había aconsejado Jacobi—. Dales una buena función a pesar de su incredulidad. Haz que duden de sus dudas».

Volvió a deslizar la mirada por la mesa, intentando ignorar a Daniel Mackenzie.

—Esta noche parece que todo está tranquilo, el velo hoy es muy fino. Señor Ellingham, la última vez estábamos a punto de ponernos en contacto con su padre, ¿le gustaría que volviéramos a intentarlo?

El señor Ellingham intentaba averiguar donde había ocultado diez mil libras su recién fallecido padre, pero antes de que pudiera responder, intervino Mortimer.

—Póngase en contacto con algún pariente de Mackenzie. Esta noche es el invitado de honor. Quizá su querida madre… —En los ojos de Mortimer apareció un brillo de aversión.

Ella percibió el destello lleno de cólera en los de Daniel. Fue un breve parpadeo y desapareció al instante, pero lo captó perfectamente. Lo que fuera que le hubiera ocurrido a la madre del señor Mackenzie, removía una profunda ira en su interior, y estaba acompañada de un sólido dolor.

—Quizá eso no sea lo mejor —intervino ella con rapidez.

La máscara de Mackenzie volvió a ocupar su lugar.

—Sí, dejémosla descansar en paz. ¿Por qué no me dice algo de mi padre en su lugar? —sugirió él, mirándola con inocencia.

Ella le respondió con una dulce sonrisa.

—Si desea ponerse en contacto con su padre, señor Mackenzie, le sugiero que le envíe un telegrama. Está vivito y coleando.

Mackenzie clavó los ojos en ella durante un largo instante antes de lanzar una carcajada. Su risa era profunda y segura, propia de un hombre que sabía reírse de la vida con alegría.

—Tiene usted razón, Mortimer. Sin duda posee el don de la clarividencia.

—No es necesario ser médium para leer los periódicos —afirmó ella—. Solo tener ganas de informarse. Su padre llena muchas páginas de noticias deportivas. Ahora bien, si desea que le diga cuál de sus caballos hará mejores carreras esta temporada… puede decirle que se una a nosotros.

Él ahogó otra risa.

—Comienza a gustarme usted, mademoiselle.

Ella puso los ojos en blanco.

—Me alegra saberlo, señor Mackenzie. Sin embargo, si ha venido a burlarse de mí y de mi trabajo, me veré en la obligación de pedirle que se vaya. O como mínimo, que espere a sus amigos en el vestíbulo.

—¿Por qué? —En los ojos de Mackenzie brillaba la diversión—. ¿Mis mofas molestan a sus espíritus?

—Claro que no. Los seres del Otro Lado son clementes con nosotros, soy yo la que le encuentro muy poco divertido.

Vio que Mackenzie alzaba las manos en un gesto de rendición.

—Perdóneme. De ahora en adelante seré un modelo de educación. Se lo prometo.

Ella sabía que no debía creerle, pero se concentró en los demás.

—¿Comprobamos si los espíritus están cerca esta noche?

Los caballeros se mostraron de acuerdo. Disfrutaban del espectáculo.

—Entonces, como ya saben, debo pedirles que guarden silencio.

Cerró los ojos otra vez y, por suerte, los caballeros se calmaron poco a poco y las carcajadas desaparecieron.

Ella hizo que su respiración se volviera lenta y profunda. Meció la cabeza hacia delante y luego hacia atrás, moviendo la cara hacia el techo. Mantuvo los ojos cerrados mientras su aliento se aceleraba cada vez más.

Emitió unos suaves gemidos al tiempo que sacudía la cabeza de un lado a otro, asegurándose de no resultar demasiado exagerada. Muchos giros se veían falsos.

Pocos daban mucho más miedo, la hacían parecer una persona poseída por fuerzas que no comprendía. Sabía que una joven gimiente, jadeante, cuyo pecho subía y bajaba con rapidez dejaba paralizados a los caballeros.

Una mano cálida y enorme aterrizó sobre la suya.

—¿Se encuentra usted bien, señorita? —dijo Daniel Mackenzie.

La preocupación en sus palabras la sorprendió y abrió los ojos. Durante un momento, contuvo la respiración, quedándose sin aliento.

Nadie le había hablado así, ni siquiera su madre o Jacobi. Daniel Mackenzie, un auténtico desconocido, estaba realmente preocupado por ella y se interesaba con un ansia protectora que jamás había sentido.

Aquello casi la hizo quebrarse. Un momento antes, se sentía orgullosa de poder manejar a los revoltosos caballeros que ocupaban la estancia; ahora sentía que la fachada se desmoronaba y estaba a punto de revelar a una joven solitaria y cansada, de casi treinta años, que cuidaba de su madre enferma, vivía de su imaginación y tenía la habilidad de ocultarse detrás de la mentira.

Encontraba fácil mantener esa barrera cuando se trataba de Mortimer y sus secuaces, pero supo que el señor Mackenzie podría derribar cualquier muro que levantara con un simple contacto.

Intentó recuperar el aliento y mantener su papel, pero durante un momento solo fue una joven asustada, enfadada con aquel hombre por dejarla expuesta.

El señor Ellingham, ¡bendito fuera!, rompió la tensión.

—¡Maldición, Mackenzie! Jamás conseguiremos establecer contacto si sigue interfiriendo. Todo el mundo lo sabe.

Daniel Mackenzie seguía mirándola.

—¿Está segura de que se encuentra bien?

Ella puso de nuevo las manos sobre la mesa, y apretó las palmas contra la superficie hasta que dejaron de temblar.

—Sí, estoy bien. Gracias.

—Mackenzie, es usted idiota —intervino Mortimer con la voz ronca por la furia—. Ahora va a tener que empezar de nuevo.

—No, de eso nada —aseguró Mackenzie sin dejar de observarla—. Nos iremos y dejaremos que mademoiselle vuelva a dormir.

—¡Ni hablar! —gritó Mortimer con firmeza—. No saldremos de esta casa hasta que no estemos satisfechos.

Daniel lanzó a Mortimer una mirada de repugnancia.

Sabía de sobra por qué Mortimer no quería irse; aquel rufián esperaba aprovecharse de él. Quería regresar a su casa aquella noche sin problemas pendientes.

Mortimer clavó en él sus ojos oscuros llenos de miedo y ferocidad. Él no entendía que aquel idiota no hubiera aceptado su oferta de cancelar la deuda. Al principio había sentido cierta simpatía por él, pero después de ver la manera en que había tratado a mademoiselle Violette, cualquier traza de simpatía había desaparecido. Mortimer sería quien perdiera esa noche.

—Si Mackenzie es demasiado remilgado para observar

cómo mademoiselle Violette es poseída —prosiguió Mortimer—, será mejor que utilicemos la tabla parlante.

Los demás caballeros se mostraron de acuerdo ansiosamente. Antes de que él pudiera expresar cualquier objeción, Ellingham se había levantado de la silla con toda la energía de sus veintidós años. El joven parecía conocer al dedillo el comedor de mademoiselle Bastien, porque se acercó al aparador, abrió uno de los cajones inferiores y sacó una tabla de madera, que puso sobre la mesa.

La tabla era rectangular y tenía estampado el alfabeto inglés formando dos filas; en la superior estaban escritas de la A a la R, y en la segunda de la S a la Z. Debajo se leían los números del uno al nueve con el cero al final. En la esquina superior izquierda estaba la palabra «sí» y en la derecha la sílaba «no». Sobre la parte inferior observó que habían grabado «gracias» y «adiós». Un pedazo de roble muy educado.

Daniel no había visto antes una güija, pero había oído hablar de ellas. El procedimiento consistía en que el médium y sus invitados pusieran los dedos sobre ella —en realidad sobre un óvalo de madera brillante— e hicieran una pregunta a los espíritus. La pequeña pieza se deslizaba entonces de una letra a otra hasta deletrear una respuesta, lo que suponía que tanto el espíritu como el interesado poseían un buen nivel del lenguaje escrito.

Él tenía su propia idea de cómo se movía aquel chisme; eran los propios interrogadores los que lo hacían, aunque pensaba que no eran conscientes de estar haciéndolo. Los propios pensamientos estimulaban sin querer la musculatura de los brazos y los dedos, haciendo que el pequeño óvalo se deslizara hasta deletrear lo que querían que dijera el espíritu. Sin duda era asombroso lo que el cerebro humano podía conseguir que hiciera el cuerpo.

En cuanto Ellingham volvió a sentarse, un montón de manos ansiosas salieron disparadas hacia la tabla.

Mademoiselle Bastien esperó hasta que él también puso el dedo, y luego colocó el suyo justo al lado.

El calor que emitía su mano atravesó el guante que cubría la de él. Le gustaron sus dedos, no eran demasiado delicados, sino fuertes y largos. Tuvo una rápida visión de aquellos dedos desabrochándole la camisa, apartándola de su cuerpo y acariciando la piel expuesta…

Cambió de posición en la silla, repentinamente excitado.

—¿Está preparado, señor Mackenzie? —preguntó mademoiselle Bastien. «¡Santo Dios! Esperaba no haberse sonrojado»—. Esto puede ser algo aterrador para un novato —prosiguió ella. Sus ojos azules emitían un brillo desafiante.

«Estoy condenadamente bien preparado para ti».

—Continúe.

Mademoiselle Violette volvió a inspirar de aquella manera que elevaba sus pechos.

—Muy bien. Espíritu, ¿tienes un mensaje para alguno de los presentes?

La luz de la vela tintineó sobre la brillante superficie de la tabla, iluminando las manos enguantadas de los caballeros y los dedos desnudos de mademoiselle Violette, que resultaban todavía más femeninos y elegantes en aquel mar de masculinidad.

La tabla no era demasiado larga, y algunos hombres, incluido Mortimer, quedaron fuera. Pero a su deudor aquello no pareció importarle. Se recostó en la silla y observó; su oscura mirada no se alejó del cuerpo de Violette mientras su expresión de rata era incapaz de ocultar pensamientos lascivos.

Bajo sus dedos, él notó que el óvalo de madera comenzaba a moverse. Ellingham lanzó un jadeo excitado.

La pieza se detuvo un instante antes de cambiar de dirección. Tras unos segundos volvió a variar la trayectoria.

«Cada mano intenta arrastrarla al lugar donde quiere su mente».

Él relajó sus dedos y esperó a ver qué hacía mademoiselle Violette.

—Espíritu, ¿tienes un mensaje para nosotros?

—Escuchó su suave voz en la oscuridad.

Estuvo seguro de que cualquier espíritu que escuchara aquella sensual voz de contralto haría lo que ella quisiera. Él se movió en la silla, intentando acallar las recientes fantasías. Sin duda era tan lascivo como Mortimer.

La pieza de madera se estremeció antes de deslizarse con rapidez a la palabra «sí».

Un suspiro colectivo atravesó a los presentes. Era difícil creer que solo unas horas antes, aquellos hombres fueran endurecidos jugadores intentando ganar al póquer.

—¿A quién va dirigido el mensaje? —preguntó mademoiselle Violette.

El óvalo se movió entre las letras, buscando, hasta que por fin se detuvo en la letra M.

—¿Mortimer? —preguntó alguien.

La pieza salió disparada hacia la palabra «no».

Luego retrocedió a una zona neutra como si estuviera disculpándose por su anterior brusquedad.

—¿No nos dices nada más?

—preguntó mademoiselle.

El resto de caballeros se inclinaron hacia delante. Él no tuvo ninguna duda de que imploraban en silencio de que el mensaje incluyera su nombre. «Por favor, por favor… que sea yo».

La pieza viajó lentamente entre las letras y se detuvo en la C. Siguió hacia la K, y la E, N y Z.

—¡Mackenzie! —gritó Ellingham al tiempo que arrancó la mano del óvalo.

Por supuesto que había dicho Mackenzie, o al menos McKenz. Él lanzó una mirada a mademoiselle Violette, que estudiaba la tabla con mirada serena.

«¡Vaya arpía!». Su admiración por ella creció de nuevo. Aquella mujer era condenadamente consciente de que él sabía que era una charlatana, e iba a poner en práctica todos sus trucos.

«Que lo intente».

—¿Tienes un mensaje para el señor Mackenzie?

—indagó ella con voz suave.

La güija dijo «sí».

Mademoiselle Violette era muy buena, pero él también lo era.

—¿De qué mensaje se trata? —preguntó en voz alta y clara.

Ellingham volvió a poner el dedo sobre el óvalo y este comenzó a moverse. Dio vueltas y vueltas sobre la tabla, se movió de un lado a otro, pasando por encima de las letras pero sin detenerse en ninguna. Él sintió el sutil pero constante tirón de Violette, y él lo contrarrestó con la misma firmeza.

Ella siguió mostrando una expresión seria; si la indecisión del espíritu la incomodaba, no hizo ninguna señal al respecto.

La pieza de madera se detuvo al fin en la letra J.

—Alguien debería escribir lo que diga —propuso Ellingham en tono excitado.

Uno de los caballeros sacó un pequeño cuaderno y un lápiz del bolsillo del abrigo y escribió.

El óvalo volvió a moverse y se detuvo en la O, hizo una pausa durante un tiempo y luego se deslizó inocentemente a la letra D. Tras otro intervalo, se movió con rapidez a la E, la T y la E.

Ella retiró la mano con brusquedad y la pieza se detuvo en seco. La estancia se vio inundada de risas disimuladas, rebosantes de satisfacción.

—Bueno —dijo Violette, mirándole—. Parece que el espíritu quiere mostrarnos hoy su cara más traviesa.

Sus ojos centellearon bajo la llama de la vela como una noche escarchada. Se sostuvieron la mirada sin que ninguno la apartara. Las mejillas de ella mostraban un leve rubor, pero salvo eso, seguía mostrándose tan fría como el mármol.

¡Maldita fuera! Pero era hermosa y también desafiante. No se trataba de una debutante en su primera temporada esperando cazar al rico señor Mackenzie, uno de los solteros más apetecibles de Gran Bretaña. Él no entendía por qué demonios enseñaban a las mujeres a mostrarse frágiles y enfermizas. Cada vez que le presentaban a una, lo que le apetecía era sugerirle que ingiriera una saludable comida e hiciera ejercicio para sentirse mejor.

Sin embargo, aquella joven podía caminar kilómetros bajo una tormenta, sacudirse las faldas y comentar con indiferencia que hacía un poco de viento. Después, diría a alguien como él que podía irse al infierno con todo su dinero.

La vio entreabrir la boca y anheló la humedad que mostraba. Quiso enviar a Mortimer y a todos sus colegas a la fría calle y quedarse con mademoiselle para él solo; entonces le pediría una sesión privada sin que les observara ningún ocioso heredero de la aristocracia inglesa, ni siquiera Mortimer. Solo él y aquella hermosa joven en una estancia iluminada por velas y con un montón de tiempo a su disposición.

—¡Basta! —interrumpió Mortimer lleno de cólera—.

No quiero más jueguecitos de salón. Se lo he dicho ya, mademoiselle, Mackenzie está aquí para ver una sesión.

Así que ofrézcasela.

Se vio obligado a apartar la mirada de aquellos hermosos ojos, y solo por eso, Mortimer se las pagaría.

—Cierre el pico —le ordenó—. Esta mujer ya ha hecho suficiente por una noche, y usted sigue debiéndome dos mil libras.

Mortimer se incorporó en la silla.

—He dicho que le pagaré con una sesión, y por Dios que así será.

Él se levantó dispuesto a saltar por encima de la mesa para ir a por él, pero ella alzó las manos y su voz atravesó la inminente tempestad.

—¡Han llegado los espíritus! ¡ Aquí están!

Un gélido viento barrió el comedor y apagó de golpe las velas. La estancia quedó a oscuras y, sobre la mesa, justo donde estaban las velas, comenzó a formarse una pálida y luminiscente masa sin forma que se esparció por el aire.

Antes de que él pudiera sentarse, alguien le agarró por los brazos y le arrastró con fuerza a través de una puerta hasta otra estancia también oscura. El panel se cerró de golpe, aislándole del viento, de Mortimer y de la encantadora mademoiselle Violette.