6
La agradable casa en la que vivían Ian Mackenzie, su esposa, Beth, y sus tres hijos pequeños pertenecía a Beth.
La había heredado de la mujer para la que había trabajado como dama de compañía y el testamento no la obligaba a ponerla a nombre de su marido.
A Ian no le importaba, a fin de cuentas tenía montones de casas. Además, podía pasarse una semana pescando en la Escocia profunda y dormir envuelto en su kilt. Era igual de feliz viviendo en una casucha que en aquella vivienda suntuosa, siempre y cuando estuviera acompañado de su mujer y sus hijos.
—Buenas tardes, Ames. —Daniel saludó al impasible mayordomo de mediana edad que había reemplazado al que dirigía las funciones de la casa cuando Beth la heredó, cuando por fin logró convencerlo de que se retirara—. ¿Está mi tío en casa?
—Sí, señor. En el estudio de la planta baja. Creo que está practicando… operaciones matemáticas.
El hombre lo dijo en el mismo tono que habría usado si le hubiera comunicado que Ian estaban realizando encantamientos, pero lo cierto era que cuando su tío se perdía en procesos matemáticos, bien podía estar dedicándose a la magia si se basaba en lo que los demás entendían de lo que hacía. Aunque él utilizaba su amor por las ciencias exactas para construir artefactos, no perdía de vista la realidad, mientras que Ian se concentraba en un mundo teórico que solo las mentes más capaces lograban entender.
Perturbarlo mientras resolvía una ecuación tenía su riesgo.
Por fortuna, disponía de armas secretas. Le dio las gracias a Ames y entró, pero no se encaminó al estudio, sino que subió las escaleras para dirigirse a la habitación de juego de los niños.
Entró en una estancia soleada en la planta superior de la casa y se encontró a los tres niños en medio de la lección que impartía la mojigata institutriz, la señorita Barnett. Hart había intentado contratar a aquella mujer para que atendiera a sus hijos, dado que era una de las más prestigiosas de Inglaterra, pero ella había preferido la tranquilidad de casa de Ian en vez del constante movimiento que había en la de Hart. El duque se había puesto muy furioso, pero fue Ian quien ganó la batalla.
Algo que ocurría casi siempre.
Beth e Ian tenían tres hijos: Jamie, el mayor, estaba a punto de cumplir nueve años; Belle, la mediana, ocho; y Megan, la pequeña, todavía no tenía seis. Todos poseían pelo castaño con reflejos rojizos y grandes ojos azules. Y
todos eran consentidos de manera escandalosa por su padre.
Ian se sentía muy orgulloso de que sus hijos no hubieran salido a él, que tenía ciertas dificultades y extraños episodios. Se jactaba de que los tres eran normales. Beth le llevaba siempre la contraria sobre su definición de normalidad, pero él estaba tan ufano con sus hijos que solía ganar también en aquellas discusiones.
A la institutriz no le gustó nada que entrara sin anunciarse ni pedir permiso, pero a sus primos sí.
—¡Danny! —Megan saltó del asiento y se lanzó hacia él, rodeándole las piernas con los brazos—. Hacía mucho tiempo que no te veíamos. ¿Me llevas de paseo en tu coche?
—A mí también —se apuntó Jamie—. Si Megan va, yo también.
—Cuando lo acabe. —Tomó a Megan en brazos mientras pensaba que la menor de las niñas de Ian había crecido mucho en los últimos tiempos y que a Beth no le gustaría nada que llevara a los niños en la máquina que estaba construyendo, pero ese era un debate que dejaba para más adelante—. Y ahora, muchachos, ¿qué os parece ir a visitar a vuestro padre?
—Señor Mackenzie —intervino la
señorita
Barnett—, no puedo permitir que interrumpa las lecciones de esta manera, y el señorito Jamie está a punto de ir al colegio.
—Y entonces tendrá que seguir con sus lecciones —le guiñó el ojo a su primo—. Créeme, chico, disfruta mientras puedas. —Brindó su mejor sonrisa a la señorita Barnett con aquella mirada inocente que tan buenos resultados le había dado cuando tenía la edad de Jamie—.
Estoy seguro de que podrá dejarles libres una hora para que puedan tomar el té con su pobre papá.
La señorita Barnett entrecerró los ojos; no estaba consiguiendo camelarla.
—Que sea media hora —concedió ella—. Y solo porque estamos a punto de salir a realizar el paseo matutino. Pueden dedicar el tiempo que falta a visitar a su padre.
—¡Genial! —Jamie no perdió el tiempo y cerró el libro para salir corriendo del cuarto.
Megan se aferró a él cuando la llevó fuera, feliz de poder hacer aquellos pequeños novillos. Belle era la única que no parecía feliz mientras ordenaba los libros con cierta renuencia.
—La señorita Barnett tiene razón —dijo la niña cuando se reunió con ellos en el descansillo—. Los horarios están para cumplirse… por lo menos si uno quiere aprender lo necesario y tener éxito en los exámenes.
—¿Los horarios están para cumplirse…? —repitió Jamie—. Pareces una profesora. Y, de todas maneras, no necesito aprender nada más. Voy a ser jockey. Tío Cameron dice que tengo talento para las carreras.
Era cierto. Su padre no hacía más que mencionar una y otra vez el talento natural de Jamie, y que el muchacho podría llegar a ser el número uno si se dedicara a ello. La que no estaba tan encantada con la noticia era Beth, que esperaba que su hijo se interesara más por ejercitar la mente que en el peligroso deporte de las carreras de caballos.
—Ser jockey no es tan bonito —aseguró él—. Los jockeys suelen resultar heridos con frecuencia y, muchas veces, ya no pueden volver a montar.
—Me he caído montones de veces del caballo —informó Jamie, tercamente—. Una fue grave, incluso me rompí el brazo, ¿no lo recuerdas? —Mantuvo en alto el miembro afectado, que ahora estaba perfectamente recto y entero—. Mamá se preocupó mucho, pero yo soy muy resistente. Igual que tú, Danny.
Él no respondió. Congraciarse con Beth significaba congraciarse con Ian, y eso implicaba quitar a Jamie de la cabeza la práctica de aquel peligroso deporte.
—Esto está muy bien para ti, Jamie —intervino Belle—, pero yo tengo que estudiar mucho para ir a la Facultad, ¿no ves que soy una chica? —Belle era una Mackenzie tranquila que prefería el estudio a cualquier otra actividad. Sus muñecas y juguetes permanecían ordenados en sus estantes y rara vez jugaba con ellos.
Montaba a caballo, aunque únicamente porque los demás la obligaban a salir para hacer ejercicio.
—No irás a la Universidad —se burló Jamie—. Te casarás y listo. Igual que todas las chicas.
—¡No lo haré! No quiero tener un marido que me diga lo que tengo que hacer todo el día. Seré médico y curaré a la gente de enfermedades horribles.
—Las chicas no pueden ser médicos —dijo Jamie, aunque no parecía muy seguro.
—Sí, claro que pueden. Hay mujeres estudiando en Edimburgo y también en Suiza.
—Lo sé, pero te apuesto lo que quieras a que esas mujeres son listas de verdad.
Belle lanzó a su hermano una mirada hostil, alzó la nariz y pasó delante de él. Megan le rodeó el cuello con más fuerza.
—Yo quiero casarme cuando crezca, y tener montones de bebés —le confesó al oído.
A Megan le encantaban los bebés. De hecho, estaba intentando convencer a su madre para que tuviera uno.
Afirmaba que un hermanito recién nacido era mucho mejor que un hermano mayor. Los mayores eran demasiado mandones.
—Estoy seguro de que lo conseguirás, cielito —repuso él—. Una niña tan bonita como tú tendrá cientos de pretendientes.
En el mismo momento en que lo dijo, sintió ganas de protegerla. Megan era una criatura preciosa y, en cuanto pasaran diez o doce años, los caballeros se sentirían encandilados con ella. Sería mejor que se portaran bien y la trataran como a una reina, o él tendría mucho que decir al respecto.
Megan le besó en la mejilla.
—¡Ya sé! Me casaré contigo, Danny. Tía Isabella dice que es frecuente que los primos se casen.
—Bah —intervino Jamie—. Cuando se cría caballos hay que tener en cuenta la ascendencia, los potros se vuelven débiles si son de la misma sangre. Con la gente pasa igual, se necesitan personas nuevas.
—Los caballos no son personas —replicó Megan, confundida.
Daniel la hizo botar en sus brazos.
—Un consejo, cielito, jamás le digas eso a tío Cameron. Para él sus caballos son tan importantes como sus niños. Ahora portaos bien, que quiero hablar con vuestro padre de algo importante.
La pequeña comitiva bajó las escaleras. Primero Jamie, luego él con Megan en brazos y Belle en la retaguardia. La niña seguía repitiendo que ella sería médico y que demostraría que su hermano era idiota perdido.
Daniel abrió la puerta del estudio antes de que lo hiciera Ian, pero sabía que su tío les había oído llegar. En su familia no comulgaban con la regla que decía que los niños no deberían verse ni oírse. ¡Gracias a Dios!
Ian dejó a un lado los papeles cuando los cuatro atravesaron el umbral y se puso de pie.
—¡Papá! —gritaron los tres niños al unísono, como si no le hubieran visto desde hacía meses en lugar que desde la hora del desayuno.
Megan, Belle y Jamie se lanzaron hacia él con los brazos abiertos, e Ian tomó a las dos niñas en brazos y se sentó en la silla, al tiempo que arrastraba con el pie otro asiento para Jamie, que se consideraba demasiado mayor para andar sentándose en los regazos.
Ian Mackenzie era el más joven de los hermanos del duque de Kilmorgan. Era un hombre grande, con el pelo castaño rojizo y los ojos color whisky. Su mirada podía contener una aguda inteligencia o estar vacía como un páramo sombrío; solía cambiar de un estado a otro con la rapidez de un parpadeo.
En ese momento, Ian contemplaba a sus hijos sin rastro de preocupación. Se relacionaba tan profundamente con ellos como con Beth, pero para el resto del mundo era un hombre remoto. ¿Para qué abrazar al mundo cuando podía abrazar a su familia?
Solo cuando hubo besado las mejillas de sus hijas, revuelto el pelo de su hijo y escuchado las incoherencias que le contaron los tres sobre las lecciones, alzó la mirada y se dignó a mirarle a él. Le saludo ladeando la cabeza por encima de las oscuras cabezas de sus hijas.
—Hola, tío Ian. —Le brindó una amplia sonrisa—.
Me preguntaba si podrías ayudarme a encontrar a alguien.
Una madre y su hija que desaparecieron ayer por la noche.
No conozco sus nombres reales ni a dónde han ido.
Tampoco sé si se marcharon de Londres en tren o carruaje, o si realmente han salido de la ciudad, pero tengo que encontrarlas lo antes posible. ¿Crees que puedes ayudarme?
Ian consideró la pregunta durante un buen rato; lentamente, como hacía todo lo demás, y su mirada se volvió lejana mientras pensaba.
Al cabo de un tiempo clavó en él los ojos.
—¿Por qué?
Él encogió los hombros.
—Me intriga. La hija te gustaría, Ian. Puede construir máquinas y me gustaría que me ayudara con la mía.
Ian le observó otra vez en silencio, mirándole penetrantemente, algo que rara vez hacía con alguien que no fueran Beth o sus hijos. Pero no dio ninguna pista de los pensamientos que recorrían su mente.
Por fin, Ian inclinó la cabeza sobre la coronilla de Megan. Cuando volvió a mirarle, no volvió a concentrar en él su atención.
—Sí —dijo finalmente Ian.