10
Violet se aferró a la cuerda más cercana, con el corazón en un puño, mientras Daniel sacaba la manivela de la ranura.
—No se preocupe —le aconsejó él por encima del ruido del motor—. Ya he hecho esto antes.
El globo se sacudió con fuerza y voló más alto. Ella soltó un agudo grito antes de atreverse a mirar hacia abajo. Simon, Dupuis, el resto de los hombres, la casa y los campos de la vieja granja ya no se veían a sus pies.
Ella calculó que debían estar a unos cincuenta metros del suelo, cuando una racha de viento los envolvió y los elevó con rapidez.
Daniel ahuecó las manos a ambos lados de la boca para que le escucharan los que quedaban en tierra.
—Parece que nos dirigimos hacia el valle. ¡Nos encontraremos allí! —gritó.
Ella se aferró a las cuerdas, notando que su sombrerito parecía revelarse contra las horquillas y que su abrigo y las faldas revoloteaban alrededor de sus piernas. Cuando por fin pudo respirar, lo miró sorprendida.
—¡Estamos volando! —gritó.
—Eso espero. Eso espero…
La tierra se hacía cada vez más pequeña y el cielo más grande. El silencio, solo roto por el burbujeo del motor de Daniel, los rodeó.
Ella había vivido en ciudades tanto tiempo que se había acostumbrado a los ruidos constantes. El fragor de carruajes y trenes, las pezuñas de los caballos en los caminos, los gritos de la gente, los lloros de los niños, las llamadas de los vendedores para que compraran su mercancía, las máquinas de vapor y los silbidos de trenes le resultaban familiares.
El globo la estaba elevando por encima de todo eso.
Vio un tren en la distancia, estaba en la misma vía que el que la había llevado con Daniel a ese pueblo, resoplando silenciosamente en la estación. Desde allí arriba no se escuchaba el ruido que hacía.
Daniel seguía trabajando en el motor. Mirando al interior de la seda del globo, ajustó algunas piezas con la llave inglesa y tiró de un cordón. Siguieron subiendo, pero los bamboleos laterales se hicieron menos bruscos.
O por lo menos fue así hasta que otra bocanada de aire inclinó la canasta hacia su lado. Ella soltó un gritito y soltó las cuerdas para aferrarse al borde de la canasta.
—Acérquese a mí —ordenó Daniel—, tenemos que equilibrar la cesta ante el empuje del aire.
Ella le miró con temor.
—Está completamente loco, ¿lo sabía?
—Acérquese. O acabaremos volcando.
Ella se obligó a aflojar los dedos y medio escaló medio se arrastró hasta el punto donde Daniel permanecía de pie. Con su peso y el de él al mismo lado, la canasta se estabilizó y volvió a flotar con suavidad, dirigiéndose al noreste.
Daniel le rodeó la cintura con el brazo.
—Disponemos de sacos de arena que usar de contrapeso —explicó—, pero por ahora vamos bastante bien.
Ella respiró hondo, dividida entre la euforia y el terror.
—¡Es usted el hombre más loco y salvaje que he tenido la desgracia de conocer!
—No lo dudo… ¿Sabe que cuando se enfada tiene más acento? Procede de Londres, ¿verdad? ¿Del sur de Londres?
—¿Así que además de jinete, inventor y piloto de globos es experto en acentos?
—No, pero entre mis amigos tengo a uno que es de Southwark. Usted no es francesa. Es inglesa de pura cepa, ¿verdad?
—La familia de mi padre es francesa —explicó ella—. Se fue a Inglaterra desde París. Mi padre era…
—Se interrumpió, sin saber muy bien qué decir. No sabía qué había sido su padre, solo tenía una vaga idea de lo que había podido ser.
—Me agrada constatar que tiene dificultades para mentirme —comentó Daniel, que no había alejado su cálida mano de su espalda—, aunque le resulte tan fácil con los demás.
—Yo no miento.
—No miente, pero engaña. Al final es lo mismo. Yo, sin embargo, siempre soy honesto.
—¿De veras?
—Mire a su alrededor. —Él hizo un gesto con el brazo que abarcó todo lo que les rodeaba—. ¿Le prometí, o no, que sería un día inolvidable?
Ella le hizo caso y los últimos resquicios de miedo se disolvieron en el aire. Ahora estaban más arriba, más alto de lo que jamás hubiera imaginado. Los campos franceses se extendían bajo sus pies y las colinas estaban salpicadas de árboles oscuros. Más al norte se intuían cimas nevadas.
A su espalda estaba el Mediterráneo, inmenso y azul, moteado por puntos blancos que provocaba el brillo del sol. Los acantilados grises de la costa caían en picado a ese mar y las olas formaban limpias líneas de espuma blanca que se estrellaban contra ellos.
—Es impresionante. Jamás había visto…
—Solo los aeronautas consiguen ver el mundo de esta manera. —Daniel tensó el brazo alrededor de su cintura y se inclinó para hablarle al oído—. Quería que usted lo viera.
—¿Por qué? —El viento se llevó su pregunta.
—¿Por qué quería enseñarle esto? Porque es impresionante, usted misma lo ha dicho.
—No, me refiero a por qué a mí.
—¿Le extraña porque me rompió un florero en la cabeza? —La sonrisa de Daniel era tan embriagadora como su cuerpo—. Es porque jamás había conocido a una mujer con unos ojos tan hermosos como los suyos.
Su mirada, tan cercana, la atrapó. Los ojos de Daniel eran del color del whisky añejo, con destellos dorados en las ígneas profundidades. Tenía los rasgos muy marcados para ser tan joven y una mirada torturada que él mantenía enterrada bajo muchas capas. Solo una mujer que reconociera el dolor la apreciaría, y solo si se molestaba en mirarle con atención.
Pero entre los brazos de Daniel, una mujer no se dedicaría a descubrir su dolor. Se estremecería, su corazón volaría, se le debilitarían las rodillas mientras se preguntaba si él iba a besarla, y se perdería si lo hiciera.
Sintió la dureza de la llave inglesa que Daniel llevaba en la mano contra la parte baja de la espalda cuando él la estrechó, haciendo desaparecer el espacio entre ellos. Él se tomó su tiempo y le miró fijamente los labios antes de inclinarse para rozarlos con suavidad.
Lento, suave y cálido. Un leve beso que nada tenía que ver con el arrebatado deseo del que hizo gala en el comedor de Londres. Aunque tampoco se parecía al sensual beso que le había dado cuando compartieron el cigarro en la habitación del piso superior.
Este beso fue cuidadoso y tierno. Daniel deslizó los labios sobre los suyos, rozándolos y tocándolos brevemente; un diminuto contacto que la calentó más que el quemador que elevaba la temperatura del aire para que siguieran suspendidos en el cielo.
Él cerró la boca sobre su labio inferior y lo chupó con delicadeza. El dolor fue apenas perceptible, pero muy erótico.
El tiempo se detuvo poco a poco. Solo existían los brazos de Daniel, sus labios jugando con los de ella, el roce de su lengua dentro de su boca. Luego percibió el sabor de ese hombre, salvaje e intoxicante, como el mejor vino.
El viento traspasaba el material de la canasta, llevando con él el frío del invierno, pero entre los brazos de Daniel solo había calor. Ella se paseaba entre las nubes por encima del mundo, mientras se perdía en el beso embriagador, en la seguridad de su abrazo. Igual que cuando saboreó el humo en su lengua, en la habitación de Londres, experimentaba un ardiente estremecimiento, una dulce excitación… y nada de pánico.
Las manos desnudas de Daniel estaban en su espalda, la llave inglesa rígida contra su columna. Sus pechos se comprimían contra el corsé y aquel calor entre sus piernas era una sensación nueva. El deseo le había sido negado hasta ese momento… era algo que solo los afortunados sentían.
Daniel separó los labios de los de ella, pero no se apartó. Siguió sosteniéndola contra su cuerpo mientras recorría la canasta con la mirada, tomándose su tiempo.
—¿Qué haces? —preguntó ella con voz temblorosa.
—Estaba buscando algo con lo que me podrías pegar.
Espera un momento. —Él tomó su brazo derecho y lo pegó a su cuerpo sin dejar de abrazarla antes de repetir lo mismo en el lado izquierdo, inmovilizándola con rapidez—. Listo.
—No quiero pegarte —aseguró con la respiración entrecortada.
—Pero en Londres lo hiciste.
—Me asustaste. Algunas veces me… No siempre sé lo que hago ni por qué. Es solo un momento, luego se me pasa.
Con sus ojos tan cerca de los suyos, ella supo que Daniel era consciente de que mentía, que sabía perfectamente la razón por la que se dejó llevar por el pánico, aunque no quería explicársela.
—Alguien te hizo sentir miedo, ¿verdad? —preguntó él, clavando en ella una mirada demasiado sagaz—. Y ese alguien no fui yo.
Ella no pudo responder. A veces, cuando oía un timbre en particular en la voz de un hombre, cuando alguien la agarraba con cierta presión… las imágenes se apoderaban de ella y la privaban de la razón. Cuando Daniel la inmovilizó contra la pared, ella le atacó como no había hecho años antes. A los dieciséis, no había sido lo suficientemente fuerte para pelear.
—No tengas miedo de mí —dijo él. Su tono era apremiante, la diversión había desaparecido.
Ella meneó la cabeza e intentó reírse.
—No me das miedo, Daniel Mackenzie.
—Hablo en serio. —Su voz de barítono retumbó contra sus pechos—. Jamás te haré daño. Te deseo, es innegable, pero no soy hombre que tome lo que no le dan libremente.
«Te deseo». Ella sintió su dureza a través de la lana del kilt, un hombre excitado. Descartados ya los polisones y crinolinas de décadas anteriores, las faldas caían libres y permitían que una mujer pudiera sentir el deseo de un hombre contra ella a través de las capas de ropa.
Estaban en un globo, a más de cien pies de altura, el viento invernal los envolvía y Daniel la deseaba. Tenía que estar loco.
Y todavía… si pudieran ser solo Daniel y Violet, volando, dejando los problemas mundanos en las rocosas elevaciones que tenían debajo, ella podría ser feliz. La cesta se hizo notar contra sus pies cuando el globo subió más, alejándose de las mezquinas preocupaciones de la vida.
Allí arriba, podía perderse en un seguro mundo de dulzura, aunque fuera por poco tiempo. Esa era su alfombra mágica y Daniel el mago que vencía a todos los monstruos.
En respuesta, se puso de puntillas y le besó.
La llave inglesa cayó con estrépito en el suelo de la canasta y la fuerte mano de Daniel apretó sus nalgas para alzarla hacia él. El beso se volvió más duro, más apasionado. Él le abrió la boca con la suya e introdujo la lengua con rapidez. Ella le salió al encuentro con el corazón desbocado.
Sus brazos eran duros, la camisa era una delgada barrera sobre los sólidos músculos. Ella le recorrió con las manos mientras él la besaba, pasando los dedos por sus brazos y por su firme espalda.
Lo fuerte que era le quitaba el aliento, aunque él derramaba su fuerza en ella. El mago obraba su magia, eliminando dolores y pesares.
Cuando él interrumpió el beso, el frío la hizo estremecer.
—Oh, me tientas, Vi —dijo Daniel con una expresión de bienestar en los ojos—. Me tientas sobremanera.
Lamento haberle dicho a Dupuis y a Simon que nos siguieran.
Ella lanzó una mirada a tierra, el suelo estaba tan lejos que su corazón se saltó un latido. Un hombre a caballo —el animal de tiro que había en el granero—
trotaba por el camino que atravesaba el valle que había debajo de ellos. Mucho más allá, otro hombre conducía una carreta. El jinete alzó la vista y les hizo gestos con las manos, que Daniel respondió.
—Fue solo un beso —repuso ella. Todavía no tenía la voz firme. Podía dominar con maestría cinco idiomas y diversos acentos de cada uno de ellos, pero ahora apenas podía hablar inglés sin tartamudear.
—¿Solo un beso? —Daniel la estrechó con fuerza—.
Sí, claro, y ahora dame el golpe de gracia… ¿Qué más da? —Apretó la mano contra sus nalgas y la obligó a alzarse de nuevo hacia él, un contacto íntimo y liberado—. Deja que…
Él se interrumpió y miró al cielo.
«Deja que… ¿Qué? Si ya me he rendido». Ella se puso de puntillas de nuevo, pendiente solo de sus palabras. Unas palabras que salían de aquellos labios que encendían su cuerpo. «Te necesito, Daniel, pero tengo miedo».
Daniel la soltó de repente cuando el globo se tambaleó con fuerza. La canasta subió bruscamente y una bocanada de aire los hizo oscilar. Ella gritó, pero el sonido se perdió en el viento. Él tomó las cuerdas y tiró con fuerza hasta que la cesta dejó de girar.
Luego le tendió las cuerdas.
—Mantenlas tensas. Ahora veremos si mi idea es pura palabrería, o si es realmente posible manejar así un dirigible.
«¿Ahora veremos?». Ella clavó los ojos en él mientras aferraba los cabos.
—Dijiste que habías hecho esto antes.
—Sí, he hecho volar un globo con anterioridad, aunque jamás había probado a controlarlo con este sistema. Ahora, cuando diga que tires de la cuerda derecha, tira de ella, y si es de la izquierda, mueves la otra y así sucesivamente, ¿puedes hacerlo?
—Creo que podré recordarlo, sí —repuso ella con voz temblorosa, comenzando a envolver las manos con las cuerdas.
Daniel la detuvo.
—No. Tienes que agarrarlas. Si una de ellas tira de una manera salvaje, te lanzará fuera de la canasta en el peor de los casos o te arrancará los dedos de un tirón en el mejor.
Ella abrió los ojos como platos y liberó sus manos de las cuerdas. Él tomó la manivela y la puso en la ranura para girarla frenéticamente. Una llama mayor apareció por la parte superior de la caja y la cesta se tambaleó. Ella dejó salir otro grito.
Él se rio.
—Me encanta que te guste gritar. Izquierda, ahora.
¡Izquierda!
Ella tiró bruscamente de la cuerda mientras Daniel continuaba haciendo girar la manivela. La llama salía a chorro y la canasta se movió con frenesí cuando el globo ascendió todavía más alto.
El viento los azotó. Ella observó el cuerpo de Daniel mientras él trabajaba y se preguntó por qué querría subir tan alto. Ahora el aire era helado, viento seco pero gélido.
Miró adelante y, de repente, supo por qué él quería volar más arriba. Las rocas y los acantilados se aproximaban con rapidez. Los árboles estaban tan cerca que si extendiera la mano podría tocarlos. Contuvo la respiración.
—¡Más arriba! —gritó—. Tenemos que subir más.
—¿Qué demonios crees que estoy intentando hacer?
Tira de la cuerda derecha. ¡De la derecha!
—¡Ya estoy tirando! —Tiró de ella con todas sus fuerzas.
Él siguió bombeando el fuego. Las rocas se abalanzaban sobre ellos. De un momento a otro golpearían contra ellas, la cesta se partiría y Daniel y ella caerían.
¿Aterrizarían en las rocas, abrazados y magullados, pero vivos? ¿Sería ese su fin?
Ella no quería morir todavía. Quería regresar a los brazos de Daniel, sentir su deseo por ella y saborearlo en los labios.
En algún momento de su vida habría dado la bienvenida a la muerte, pero no ese día. No cuando por fin había encontrado aquellas ganas de vivir.
Daniel siguió girando la manivela, y su máquina del viento esparcía el aire caliente por el sedoso interior del globo. La cesta subió, salvando los acantilados. Los peñascos de la cima parecían estar tan cerca que podrían tocarlos, pero de pronto el globo estaba a salvo. Tras alzarse por encima de los árboles al otro lado de la cordillera, la tierra descendía al siguiente valle y ellos flotaron suavemente por encima.
Daniel se detuvo y se irguió, estirando los brazos a lo alto.
—¡Bien hecho, muchacha! —gritó con alegría.
Riéndose, la atrapó entre sus brazos, la alzó y la besó. Tenía las mejillas frías y ruborizadas y el pelo despeinado por el viento; ella, sin soltar las cuerdas, le devolvió el beso.
Él no apartó la mirada cuando la dejó sobre los pies y le quitó los cabos de las manos.
—Ha sido gracias a ti, cariño. Formamos un buen equipo.
—Sí. —La palabra pareció un graznido, pero ella era incapaz de pensar otra cosa.
Daniel se giró para mirar el mundo con los brazos extendidos, y las cuerdas se movieron con él.
—Jamás había estado tan alto. —Volvía a gritar de alegría y ella se rio.
La tierra se extendía ante ellos. Un largo valle con un río que atravesaba varias granjas y pueblos diminutos.
Había restos de nieve en las sombras de los árboles y rocas en las laderas que acababan de sobrevolar. Muy por debajo, salía humo de algunas chimeneas y un par de personas recorrían los caminos.
Nadie sabía dónde estaba ella en ese momento.
Aunque le había dicho a Mary que iba a acompañar al señor Mackenzie a un pueblo cercano a Marsella, no sabía entonces que Daniel la llevaría a bordo de aquella máquina maravillosa y surcarían el cielo. Nadie más que Daniel sabía dónde estaba… ya que incluso habían dejado atrás a monsieur Dupuis y a Simon al entrar en el último valle.
Estaba realmente sola con un hombre que apenas acababa de conocer, y se sentía eufórica. Daniel la había apartado de todos los que conocía, la había aislado, despojándola de cualquier clase de ayuda. Debería sentirse aterrorizada, tendría que haber caído presa de uno de sus ataques de pánico.
Pero no sentía miedo. Observó cómo Daniel dejaba caer las cuerdas, las aseguraba en un lado de la canasta y miraba a su alrededor, arrobado. El mundo era hermoso, estaba sola con el hombre que le había mostrado toda esa belleza y su corazón flotaba. Esa sensación debía ser felicidad.
Cuando él se dio la vuelta y la miró, ella deseó que aquel momento quedara suspendido en el tiempo. No quería olvidar nunca cómo la miraba. No era con lascivia, no le exigía nada. La estudiaba como si le gustara mirarla, por ella misma, como si solo le importaran ella y ese momento.
«Podría llegar a amarte, Daniel Mackenzie».
En aquel lugar de libertad y satisfacción, el calor de esas palabras se volvió real y no pudo quitárselas de la cabeza.
Daniel se volvió a girar para otear el horizonte.
—Deberíamos buscar un lugar para aterrizar.
—No quiero. —Se le escapó antes de que pudiera contenerse.
Él volvió a mirarla con una sonrisa.
—Yo tampoco, pero las nubes son cada vez más espesas y un globo no es el lugar más seguro cuando hay tormenta. Posiblemente de nieve; estamos lejos de la costa.
Era cierto. Ahora que habían dejado atrás las brisas del Mediterráneo, el viento era absolutamente invernal.
—Por ese lado, creo. —Daniel señaló un lugar plano cubierto por campos oscuros y sin cultivos; los surcos cruzaban la tierra compacta.
—¿Cómo aterrizamos? —Ella miró el globo, que estaba lleno de aire—. ¿Sabes dónde estamos?
Él se encogió de hombros.
—En alguna parte de Francia. Ya preguntaremos cuando estemos abajo.
Era maravilloso poder ir dónde les llevara el viento, sin preocuparse de dónde ibas o dónde estabas. Daniel vivía la vida a su manera, mientras que ella gateaba tratando de sobrevivir.
Él volvió a trabajar de nuevo con las cuerdas y ajustó las tuercas del motor. El fuego de la máquina se redujo poco a poco y el globo comenzó a descender con cierto pesar.
— Mmm… —dijo Daniel.
—¿Qué pasa? —Se acercó a él—. ¿Qué significa « mmm»?
Él la miró de manera ominosa.
—Será mejor que te agarres a algo.
Ella se sujetó con firmeza al lateral de la canasta, con el corazón acelerado.
—¿Por qué?
Una racha de viento los atrapó y el globo levantó el vuelo lateralmente en el mismo momento en que la canasta se precipitaba hacia la tierra.
Daniel tiró de una cuerda y por encima de ellos se abrió un hueco en la seda con un sordo ruido. Él movió el cabo con brusquedad hasta que finalmente lo soltó y la rodeó a ella con los brazos desde atrás, sujetándose a la cesta a ambos lados. Él la protegió con su cuerpo cuando el campo se acercó con rapidez al empezar a vaciarse el globo.
Una esquina de la canasta rozó el suelo. El globo rebotó hacia arriba, serpenteando antes de volver a caer.
Ella gritó alarmada cuando quedaron colgados, pero Daniel era fuerte y sólido a su alrededor y le daba la falsa ilusión de que estaba a salvo.
La cesta volvió a rozar el suelo y medio volcó, pero el globo seguía a merced del viento. Ella vio que los nudillos de Daniel se volvían blancos. Él maldijo y ella gritó sin control, no supo bien si de júbilo o de terror absoluto.
El globo arrastró la cesta por el campo, llevándose consigo los últimos rastrojos de la cosecha del otoño. Las aves y conejos que hurgaban entre los surcos salieron corriendo. Un zorro alzó la cabeza y los miró fijamente mientras seguían moviéndose sin control.
Ella razonó que acabarían deteniéndose. El globo se desinflaría y la canasta volcaría. Acabarían en el barro.
Sería cómico pero no mortal.
La canasta alcanzó el borde del campo y el globo siguió arrastrándolos. Subieron por los tojos y rocas que delimitaban el prado, y de repente, el mundo se abrió bajo ellos.
El globo, medio deshinchado, comenzó a volar sobre un desfiladero fluvial, un río centelleaba con alegría en el fondo. Unas peligrosas rocas nevadas les separaba de él.
Las maldiciones de Daniel se convirtieron en un largo grito que se unió al suyo. Fueron arrastrados sobre el estrecho abismo hasta el otro lado, justo hacia una línea de árboles. Él la empujó al fondo de la cesta y se dejó caer sobre ella, curvando su cuerpo para protegerla.
La canasta se abrió paso entre los jóvenes árboles que delimitaban el desfiladero, golpeando los troncos más gruesos antes dejarlos atrás. Un ruido como de viento salvaje agitaba las ramas cuando atraparon la seda del globo, acabando de desgarrarla y enredando las cuerdas.
La cesta se bamboleó, golpeó otro árbol y se detuvo.