16
Daniel se perdió en la intensidad del beso de Violet, solo el dolor en el cuero cabelludo cuando ella le tiró del pelo hizo que aquello se volviera real para él. Su boca dura contra la suya, su lengua enredándose con la de él…
Abrió la boca y saboreó su desesperación.
Notó las manos de Violet abriéndole la chaqueta, el chaleco. Ella llegó a los botones de la camisa y, en su prisa, incluso arrancó algunos. Después llevó los dedos a la cinturilla del kilt.
Fue él quien rompió el beso y atrapó las manos que indagaban dentro de la prenda.
—Cariño —dijo él—. Tómatelo con calma. Deja que te saboree.
—No puedo —repuso ella, arrancando las manos de su agarre y poniéndoselas en los hombros para obligarle a acercarse—. No puedo ir despacio. No puedo… —Lo besó en los labios, en la barba incipiente, en las ásperas mejillas—. Por favor, Daniel…
Daniel volvió a apresarlas y las sujetó suave pero firmemente en su espalda. Ella le contempló con una mirada salvaje y la cara pálida detrás de los polvos oscuros.
—También te deseo mucho. Créeme, lo hago, pero no pienso caer sobre ti y devorarte sin control por mucho que me gustaría hacerlo. Quiero conocerte. —Suavizó la presión en sus muñecas y le pasó un dedo por la mejilla—. Quiero conocerte a fondo, Vi, mi dulce sassenach del sur de Londres.
—No puedo. —Ella le apresó la camisa y la abrió bruscamente, haciendo que el resto de botones rodaran por el suelo—. Necesito hacerlo. Necesito…
—Violet —intentó detenerla con voz severa. Le sujetó las muñecas otra vez para detenerla—. ¡Basta!
—No puedo. ¿Por qué un hombre puede abalanzarse sobre una mujer y…? —Ella se interrumpió cuando el miedo le llenó los ojos de lágrimas—. No puedo.
—Comenzó a sollozar, los hipidos agitaban su cuerpo—.
No puedo. No es justo.
—Vi…
Violet se alejó de él y se dirigió al sofá junto a la ventana, donde se sentó. Cruzó los brazos sobre el vientre y se meció adelante y atrás.
—No puedo estar contigo —dijo—. No puedo…
estar… contigo.
La habitación giró bajo sus pies y el asiento era como una sólida roca en una precipitada marea. Jadeaba, pero no lograba llenar los pulmones de aire. Escuchó sus propios sollozos entre gemidos guturales y supo que había tocado fondo, que algo se había roto en su interior y ya no podía contenerse más.
El olor a whisky inundó sus fosas nasales y notó algo frío y metálico en los labios. Un líquido ardiente llenó su boca.
Se atragantó y comenzó a toser antes de poder tragar.
El whisky se deslizó por su garganta como fuego líquido.
La siguiente boqueada fue de aire y pudo respirar aliviada.
Daniel se sentó junto a ella en el sofá, su duro muslo contra el de ella. Mantuvo la petaca ante sus labios, esperando a que bebiera un poco más antes de guardarla.
Ella tosió de nuevo, esta vez cubriéndose los labios mojados con los dedos. No tenía ni idea de dónde había puesto el pañuelo.
Notó el firme brazo de Daniel sobre los hombros, su cálida mano frotándole el brazo.
—Ya pasó —la tranquilizó él en voz baja—. Todo está bien.
Jacobi solía abrazarla así cuando ella tenía diez años y se asustaba. Él le había dado consuelo… y más tarde se lo arrebató todo. Después de eso, ella no había vuelto a sentirse consolada nunca.
Hasta ahora. Ahora Daniel le transmitía su fuerza, su calor y conseguía que desapareciera el frío.
—Alguien te atacó, ¿verdad, cariño? —preguntó él con voz ronca y tranquilizadora—. Ya te lo he preguntado antes. Creo que alguien te empujó contra una pared y te forzó. Estoy seguro.
Ella asintió con la cabeza. No preguntó cómo lo sabía, a él se le daba bien leer en la gente, casi tan bien como a ella.
—Vas a contármelo todo —aseguró Daniel. No era una pregunta, no estaba pidiéndoselo.
—No puedo. —La vergüenza, el sufrimiento y la furia inundaban su corazón e impedían que salieran las palabras.
—Quiero saberlo todo, cariño —le rogó él—. Quiero saber contra qué luchamos.
«Contra qué luchaban». Como si Daniel y ella fueran un equipo.
Jamás se lo había contando a nadie, solo a la cortesana de París, lady Amber, y la mujer había adivinado la mayor parte. Ella se había entrenado tanto para no hablar de eso que no podía pensar en ello con palabras. Solo eran imágenes, sonidos y sensaciones dolorosas.
Daniel le acarició el hombro.
—Empezaré yo. ¿Cuántos años tenías?
—Dieciséis.
—¡Oh, Dios! —Daniel le besó el pelo—. Eras solo una niña.
—Muchas chicas se casan con dieciséis años.
—No lo justifiques. Cuéntame, ¿quién fue?
—Jacobi. —La palabra escapó antes de que pudiera contenerla. No la quería decir porque no era cierta, aunque él fuera, en última instancia el culpable de todo.
—Jacobi —repitió Daniel con voz acerada—. ¿Quién es Jacobi?
—Él no lo hizo… —Tragó saliva y notó de nuevo el amargo sabor del whisky en la garganta—. No fue él.
Jacobi me enseñó todo lo que sé. Le conocí en París cuando mi madre descubrió que poseía el don de la clarividencia. Fue él quien descubrió que yo tenía el don de dar a las personas lo que buscaban… lo que necesitaban. Tenía diez años. Me enseñó todos los trucos, cómo dar un buen espectáculo, una experiencia inolvidable. Quería… Fingía… que era mi padre.
—¿Y él se aprovechó de ello?
Ella se arriesgó a mirarle. La mirada de Daniel era dura, la más dura que hubiera visto nunca en él. Sus antepasados, pensó para sus adentros, habían sido bárbaros brutales que se dedicaron a aniquilarse en cruentos baños de sangre por simples pedazos de las rocosas Highlands. Se había documentado sobre Daniel y los Mackenzie, sobre sus andanzas siglos atrás, y había llegado hasta un hombre conocido como el Viejo Dan, que obtuvo el ducado en el siglo XIV.
Aquel Daniel seguramente había poseído una pesada claymore y recibido el título por haber cortado a otros hombres en pedacitos. Cuando miró fijamente a los ojos de este Daniel vio a su brutal antepasado dispuesto a luchar por ella.
—No —replicó—. Es decir… —El hombre de la barba roja no se parecía en nada a Jacobi. Él tenía el pelo oscuro y los ojos castaños, era un hombre amable y sus pálidos dedos solo temblaban si no bebía lo suficiente.
—Entonces, ¿quién fue? Dame un nombre.
—Jamás supe su nombre. Jacobi le debía dinero, muchísimo dinero, y no podía pagarle. Así que cuando ese tipo vino a reclamarlo, le amenazó, y Jacobi… —Intentó tragar el nudo que tenía en la garganta.
—Jacobi te entregó a ti. —Daniel dijo las palabras de manera inexpresiva.
Ella asintió con la cabeza, sintiéndose fatal.
Daniel
no
se
movió,
ni
siquiera
respiró
profundamente. Sus ojos dorados parecían arder con un fuego creciente. Eran duros, brutales y brillantes.
—Cuéntame qué ocurrió —pidió él.
—Yo no podía creer lo que Jacobi había dicho.
Pensaba que se trataba de un error, que no había comprendido bien. —Las palabras comenzaron a fluir, se habían soltado como si hubiera expulsado el tapón que lo impedía—. Jacobi salió de la estancia. Parecía triste y enfadado, pero se fue. —El hombre de la barba roja y los descoloridos ojos azules la tomó en brazos y la empujó contra la pared. Su aliento olía a whisky—. Era un hombre fuerte. Muy fuerte. Intenté luchar, zafarme de él; luché y luché… Pero me apretó contra la pared y… Él…
Yo era una niña. Me hizo mucho daño.
La apresurada monotonía con la que lo contaba no se correspondía con el horror que había sentido a los dieciséis años. No comunicaba sus gritos, sus súplicas, el ardiente dolor que la atravesó cuando le arrebataron la inocencia.
Luego cojeó hasta su casa, llorando, dolorida, intentando ocultar la mancha de sangre de la falda. Se encerró en su dormitorio a solas, afirmando que tenía fiebre. Su madre, que temía a la enfermedad, se mantuvo alejada.
—Pensé que iba a morir —recordó en voz alta—. Me sorprendió mucho ver que seguía viva.
Daniel apretó el brazo sobre sus hombros para estrecharla. Cuando ella le miró otra vez, le aturdió ver que tenía los ojos húmedos.
—¿Qué le ocurrió a Jacobi? —preguntó él sin modificar el tono de voz—. ¿Sigue vivo?
—Creo que no. Hace mucho tiempo que no lo veo y me he mantenido alerta para asegurarme de que no me encuentra. Después de tanto tiempo… creo que habrá muerto.
—¿Le abandonaste? ¡Bien hecho!
—No. —Tragó saliva, y las siguientes palabras le costó decirlas—. Le perdoné.
—Violet…
Ella meneó la cabeza.
—Solo tenía dieciséis años. No había otra persona fuerte en mi vida. Mi madre es un ser débil y no conocí a mi padre. Jacobi me buscó; estaba muy arrepentido. Me suplicó que le comprendiera. Me dijo que el tipo de la barba roja le habría matado si no le pagaba de alguna manera. Le creí. Era un hombre grande y frío que llevaba un cuchillo en la bota. Traté de cogerlo cuando él me…
Pero no lo conseguí. —Jacobi había vuelto avergonzado, con el rabo entre las piernas, deseoso de resarcirla. Y ella se lo permitió.
Daniel no dijo nada. Permaneció allí, sentado, calentándola con su cuerpo mientras la estufa calentaba lentamente la estancia. Aquel refugio, con él al lado, era un lugar seguro, pero ella sabía muy bien la facilidad con la que podía destruirse.
Cuando él volvió a hablar, lo hizo con la voz controlada.
—Entiendo por qué le perdonaste; querías que todo
volviera a ser como antes, ¿verdad?
Sonaba como si la comprendiera perfectamente, como si hubiera experimentado la misma necesidad en algún momento de su vida.
—Sí —confirmó—. Pero nunca volvió a ser lo mismo.
—No. Es imposible.
Ella se rio con tristeza.
—Le perdoné —dijo—. Me quedé con él… Me quedé hasta que volvió a intentarlo.
—¡Santo Dios!
—Jacobi hizo una apuesta demasiado alta. Siempre tenía deudas. Cuando volvió a intentar utilizarme para pagar no habían pasado todavía seis meses. Tuve que arreglármelas para huir. Fui rápida y el tipo al que Jacobi debía el dinero era gordo y poco ágil; no consiguió atraparme. Obligué a mi madre y a Mary a dejar las habitaciones y nos fuimos de París. Jamás he vuelto a ver a Jacobi.
Él le tomó la mano y la apretó entre las suyas. Su fuerza era apabullante.
—Lo siento mucho.
Ella suspiró.
—Eso no arregla nada.
Él la soltó con los ojos llenos de cólera.
—No parezcas tan condenadamente resignada. Lo que te hizo ese tipo fue una monstruosidad. Confiabas en él y te hizo daño, te lastimó de una manera en la que ningún padre debería hacer daño a su hija. En la que ningún hombre debería lastimar a una mujer.
—Pero él no era mi padre en realidad. —Su corazón se encogió por el viejo dolor—. Ese era un deseo infantil que yo tenía, no quiere decir que él sintiera lo mismo.
—No intentes que parezca culpa tuya. ¡No lo es!
Pienso encontrarle y partirle el cuello.
—De verdad, creo que está muerto. Quiero que lo esté. No quiero volver a verle.
Daniel masticó su furia en silencio y ella apoyó la cabeza en el cristal de la ventana, agotada. Las contraventanas estaban cerradas detrás del vidrio, alejando la noche y el viento, pero la lámina de vidrio resultaba fría.
Contarle la historia le había hecho daño, como si hubiera arrancado unas costras viejas de unas heridas cerradas y hubiera hecho que sangraran de nuevo. Habían pasado doce años desde que el tipo de la barbaja roja la violó, algo menos desde que huyó de Jacobi, pero el dolor seguía presente.
La confusión infantil retrocedió cuando se produjo la comprensión adulta, pero la cólera, la impotencia y el dolor seguían presentes. Jacobi y su acreedor habían matado aquella tarde a la inocente criatura que ella era.
La hicieron desaparecer para siempre.
—Por eso me golpeaste tan fuerte en Londres —comentó él—. Hice que recordaras a ese tipo, te asustaste y me rompiste el jarrón en la cabeza.
—Sí. No quería…
Daniel sostuvo su mano con fuerza.
—No me digas lo que no querías. Quisiste… punto.
Te asusté y tú intentaste defenderte. Es normal, pero no lamento haber intentado besarte. Y lo haré cada vez que pueda. Estoy acostumbrado a que las mujeres intenten matarme, así que no te preocupes.
La mirada irónica de sus ojos atravesó la neblina de dolor que la envolvía. Recordó lo que él había dicho cuando caminaban hacia la pensión desde el teatro; recordaba cada palabra de cada conversación que habían tenido.
«Todo el mundo que me conoce sabe que mi madre me amenazó con un cuchillo cuando era un bebé, que fue mi padre quien me rescató».
—Lo siento —dijo—. Me refiero a lo de tu madre.
Él se encogió de hombros.
—Era un bebé. No me acuerdo.
—Pero te hace daño igual.
Daniel le soltó la mano y se levantó del sofá para atravesar la desordenada estancia.
—¿Estás pidiéndome que te cuente mi vida igual que tú me has contado la tuya?
Estaba a punto de decir que no, pero en realidad sí quería conocer qué le había ocurrido. Ella le había abierto su vulnerable corazón y necesitaba que él abriera también el suyo.
—Sí.
—Eres una buena negociadora. —Daniel la miró con los brazos cruzados sobre la camisa que ella había destrozado.
La prenda estaba desabrochada hasta la cintura y se podía ver su pecho bronceado tan bien como el tatuaje.
Con el kilt colgando desde sus caderas era una imagen deliciosa, aunque sus brazos parecían dejarla fuera; a ella y a todo el mundo.
—Quieres que te diga lo que sentí cuando me enteré de que mi madre intentó matarme… Bien, ¿sabes cómo me enteré? No fue mi padre el que me lo dijo. No. Nunca me ha hablado de ello, aunque estaba en la habitación aquel día. Fue el que luchó para quitarle el cuchillo. Me enteré por los rumores que corrían entre los criados sobre que mi padre había matado a mi madre, y también por los comentarios de los muchachos en la escuela. Yo no sé si es cierto o no. La única persona que sabe con certeza cómo murió mi madre es mi padre y él jamás ha dicho una palabra al respecto hasta que conoció a Ainsley; a ella sí se lo ha contado. —Ella le vio cerrar los puños—. Sin embargo, no ha compartido el secreto con su hijo.
—No debí dejar que me lo contaras —se lamentó ella. Pero quería saberlo, no podía mentir al respecto.
—Sí, no deberías. No culpo a mi padre, tenía muchos problemas. Creo que mi madre le hizo algo horrible, pero saber que la única persona que debería amarte de manera incondicional, tu propia madre, te odiaba tanto como para querer matarte, es un golpe terrible para un niño.
—Tu padre se preocupa por ti —aseguró ella—. Y
también tu madrastra. Lo noté esta noche.
—¡Oh, sí! Claro que les importo, pero tardé mucho tiempo en confiar en nadie, quizá todavía no lo haya conseguido. Mi padre lo hizo lo mejor que pudo, a pesar de que estaba muy ocupado persiguiendo mujeres.
Cortesanas hermosas y caras… Damas guapísimas…
Mujeres casadas a las que jamás permitía entrar en su vida. —Su mirada se volvió lejana—. La mayoría de ellas no querían tener nada que ver conmigo, ¿por qué iban a querer? Sin embargo, a otras les gustaban los niños, pero deseaban tener los suyos propios… pobres infelices.
Algunas me trajeron regalos y jugaron conmigo; un poco de consuelo para el niño huérfano. Imagino que yo esperaba que mi padre se casase con alguna de ellas y así tendría una madre como los demás chicos de la escuela, pero en cuanto comenzaba a pensar que una era la definitiva, desaparecía. Mi padre la despedía y no volvía a verla. Cuando era muy pequeño pensaba que eso quería decir que aquella mujer me odiaba, como mi madre. Sin embargo, cuando me hice mayor, me di cuenta de que, simplemente, mi padre no quería tener a esa mujer a su alrededor. Me enfadé con él. Cada vez que tomaba afecto a una de sus mujeres la largaba fuera. Llegué a decirle que jamás lo perdonaría por ello. Te aseguro que no lo impresioné demasiado y, al final, dejó de importarme.
Ahora, Daniel era un hombre imponente; alto, musculoso, formidable, con algo de aquel antepasado suyo, el Viejo Dan Mackenzie. Pero ella vio que detrás de eso seguía existiendo un destello del niño enfadado y confundido que había aprendido a ocultar con cólera su decepción.
—Sin embargo, tu padre volvió a casarse —señaló ella.
—Oh, sí. Cuando conoció a Ainsley yo ya tenía edad suficiente como para entender que ella era la mujer que podía hacer feliz al eterno malhumorado. —Daniel se rio entre dientes, el niño herido desapareció por completo—.
Empujé a papá hacia ella; fingí estar enamorado de Ainsley. Tendrías que haber visto la cara que puso cuando le dije que quería tomarla como amante, a pesar de que solo tenía dieciséis años. —Volvió a reírse otra vez, un regocijo que había superado la barrera del tiempo—.
Intenté darle celos, pero mi padre se dio cuenta. Es un hombre muy listo. Por fin, permitió que Ainsley llegara a él. ¡Gracias a Dios! Me quitó un peso de encima.
Ella sonrió a pesar de la opresión que sentía en el pecho.
—Un final feliz.
—Sí, algunas personas lo consiguen.
«¿Qué pasará con nosotros? ¿Tendrás un final feliz, Daniel Mackenzie? ¿Lo tendré yo?».
Él la miró con calidez. Ella le deseaba —sí, lo deseaba—, pero se sentía expuesta y desnuda; temblorosa y vulnerable.
Entrelazó las manos en el regazo.
—Y ahora, ¿qué hacemos?
—No lo sé, cariño. Tú has pasado un infierno de dolor, ¿verdad? Y yo otro. No es fácil que ninguno de nosotros confiemos en otra persona.
Daniel tenía la cualidad de exponer las cosas con brutal sencillez. Ella quería confiar en él, pero la antigua aprensión la poseía y mataba cualquier esperanza. Todas las personas que formaban o formaron parte de su vida la habían traicionado, salvo Mary y su madre. Y Celine estaba tan absorta en sí misma, en su salud y en su mundo espiritual, que algunos días ni siquiera recordaba que tenía una hija.
Vio que Daniel se daba la vuelta bruscamente y se dirigía a la puerta. A ella se le aceleró el corazón cuando deslizó el pasador antes de volverse otra vez hacia ella.
—Bueno, podemos hacer un par de cosas. Podríamos separar nuestros caminos ahora, romper nuestra relación limpiamente y superar el dolor; dejar que la herida sangre y sane sin que nunca volvamos a vernos. Sería fácil…
Ella notó que se le rompía el corazón y que la inundaba un vacío que jamás había sentido antes.
—Podríamos… —corroboró.
—Pero no quieres, ¿verdad? —Daniel se aproximó hasta quedar frente a ella otra vez, con los pies separados y los brazos cruzados sobre la camisa—. Lo leo en tu cara. Quieres intentarlo, luchar y descubrir qué ocurre.
—No sé cómo hacerlo —confesó, retorciendo las manos—. No sé luchar. No, por esto. No es como hacer espiritismo o fingir ser médium…
—No, en este caso no valdrían engaños. —Él la miraba muy serio—. Sería la verdad. La vida.
—No sé nada de la vida, solo sé huir.
Él le tendió sus manos bronceadas y esperó.
—Entonces aférrate a mí y confía. Ninguno de los dos sabe cómo terminará esto ni si sufriremos. Si sentimos dolor será malo, lo sé, pero que me aspen… ¡Vamos a averiguarlo juntos! ¿De acuerdo?