15
A Daniel le brillaron los ojos con regocijo, pero se mantuvo inexpresivo. Lady Victoria se dejó caer en una silla y le obligó a sentarse a él en otra.
Él estaba allí, donde Violet podía alargar la mano y tocarle. A pesar de la presencia de lady Victoria, ella solo veía a Daniel. El parloteo de la debutante resultaba molesto como el zumbido de un insecto.
—Él quiere conocer su porvenir —dijo la joven—.
En especial la parte relativa a su futura esposa.
El destello de los ojos de Daniel se volvió más pícaro.
—Sí, por favor, dígame algo que tranquilice a mi anciano padre.
Ella notó que su acento era diferente, seguía siendo escocés, pero no era el acento cerrado de las Highlands, sino de la clase obrera de Glasgow. A ella se le daba bien imitar los acentos y parecía que a Daniel también.
—Antes debe dejar caer una moneda —advirtió, empujando la taza hacia él.
—¿Vale de oro? —Vio que Daniel metía la mano en el bolsillo y dejaba caer un soberano de oro sobre las monedas que ya contenía el recipiente—. Espero que me cuente algo bueno.
—Ese dinero es inglés, milord —replicó ella—.
Estamos en Francia.
—Un banco se lo cambiará. Y no soy ningún lord, ni lo seré nunca. Solo soy el simple señor Mackenzie.
Él se quitó el guante y puso la mano boca arriba sobre el tapete. No era una palma suave de petimetre.
Como ya había observado durante su aventura, él no tenía el menor reparo en trabajar con las manos desnudas. Sus palmas y sus dedos estaban llenos callosidades. Ella recordó la sensación que provocaron sus ásperas yemas cuando la acarició en la cama, tocándola con suavidad.
Apoyó un dedo justo debajo del índice de Daniel y lo deslizó sobre su piel. Apenas podía respirar. Incluso ese leve contacto le hacía hervir la sangre.
No podía seguir. Si continuaba tocándole acabaría haciendo alguna tontería… y lo peor era que ni siquiera le importaría.
Respiró hondo y retiró el dedo. Colocó la pesada bola de cristal entre ellos y Daniel se inclinó hacia delante, interesado.
—¿Qué va a hacer con eso? —preguntó, tocando la esfera—. ¿Medir las frecuencias?
—Para leer el futuro profundamente debo mirar el reflejo del cristal —explicó ella—, pero debo advertirle que no siempre dice lo que uno espera escuchar.
—Estoy dispuesto a arriesgarme.
Daniel siguió impertérrito, pero la picardía con que la miraba hizo que ella quisiera reírse. Estaba volviéndolo a hacer, él la envolvía con su encanto, conseguía que se olvidara de que se comportaría así con cualquier otra persona.
—Le gustará —le animó lady Victoria—. Ya lo verá.
—La chica parecía haber olvidado que la consideraba una estafa. Y… si apretaba con más fuerza el brazo de Daniel, él corría peligro de que le cortara la circulación.
Movió las manos sobre la bola como le habían enseñado, forzando unos pases lánguidos; luego miró con atención la clara profundidad de cristal mientras fruncía el ceño, como si realmente pudiera atisbar algo en el centro de la esfera.
—Mmm…
Siguió estudiando el objeto durante más tiempo, consiguiendo que su expresión afligida provocara que lady Victoria se inclinara hacia delante con inquietud.
—¡Santo Cielo!, ¿qué está viendo?
Ella se estremeció de manera dramática e hizo un gesto de protección contra la evidente maldad que percibía en el cristal, luego se enderezó y apoyó las manos en la mesa.
—Mucho me temo que no es nada bueno, señor Mackenzie.
Daniel arqueó las cejas.
—¿No? ¿Debo comprarme un traje de luto para que me amortajen? ¿Entregarle a mi madrastra un guardapelo para un broche de duelo?
—No, no es tan grave. —El mero pensamiento de que pudiera morir, si bien él estaba actuando, hizo que ella se quedara helada. En Londres pensó que le había matado y se había sentido muy afectada, pero ahora las cosas eran diferentes. Conocía a Daniel. Se había abierto paso en sus pensamientos y perderle sería duro, muy duro.
—¿Entonces qué? —preguntó él con genuina curiosidad.
Ella volvió a mirar la bola y meneó la cabeza.
—Veo pobreza. Lo siento, señor Mackenzie. Mucha pobreza. Le contemplo roto en pequeñas estancias en las que apenas calienta el fuego. Veo a un hombre… al que debe dinero. Le acaba de dar una paliza y le ha dejado sin blanca. Pero… oh, sí… también hay una mujer. Una buena compañera, creo, aunque está vestida con harapos. Sí, ella le abraza, llora con usted, que intenta consolarla. No lo consigue. Ella es su esposa; una mujer preciosa, o al menos lo fue alguna vez… y rubia. —Su voz se desvaneció y comenzó a pasar la mano por el cristal como si intentara disipar una neblina interior.
Lady Victoria se había puesto pálida.
—Esa imagen no es cierta. El señor Mackenzie es un hombre muy rico, y también lo es su padre.
—Lo pierde todo —explicó ella con la voz dramáticamente baja—. Todo. Y su padre le deshereda.
—Sí. —Daniel se recostó en la silla, meneando la cabeza. Su acento de obrero de Glasgow crecía con cada palabra—. Podría llegar a ser cierto. A mis padres no les gusta nada que juegue. No soy capaz de disponer de dinero sin querer apostarlo a los caballos o a las cartas.
Pero siempre he pensado que con casarme con una chica con una buena dote me ayudará. Y si lo que dice su bola es cierto…
Lady Victoria lanzó un aullido y soltó el brazo de Daniel.
—Por supuesto que no es cierto. Esta mujer es una estafadora. Ya se lo había dicho.
Daniel pareció desconcertado.
—No, usted me dijo que era muy buena. Y, seguramente, ella tenga razón. Ya se me había ocurrido buscar una esposa con fortuna.
—La verdad… —Lady Victoria se levantó y Daniel, siempre tan caballeroso, se levantó con ella. La joven la miró a ella con odio—. Vergüenza le debería dar. No sabe nada de nada. Discúlpeme, señor Mackenzie, debo ayudar a la anfitriona.
Se alejó con la cabeza en alto, aunque sus pies parecían volar. Daniel contuvo la risa hasta que llegó a la puerta y salió al brillante vestíbulo.
—Eres una brujita mala, ¿verdad? —Daniel volvió a sentarse de nuevo. Su sonrisa era lo más caliente que ella había visto en toda la noche—. ¿Qué voy a hacer contigo?
Ella se ciñó al personaje que interpretaba.
—Debo decir lo que veo.
Él se rió entre dientes.
—¿Sabes lo que veo yo?
Ella renunció al acento gitano y habló en un arrogante tono de aristócrata británica.
—No quiero ni imaginarlo, señor Mackenzie.
Él deslizó la bola más cerca y la miró con atención.
Su expresión era tan parecida a la que le habían enseñado a ella, que no pudo contener la risa.
—Veo a una joven con la cabeza cubierta por un pañuelo rojo. Se reúne con un hombre. Parece que él lleva puesto un kilt… Sí, lo lleva. Y están… en una terraza.
¡Qué interesante! El reloj acaba de dar las doce.
—¿De veras puedes ver tan lejos? —preguntó ella con sorna.
Daniel sacó el reloj del bolsillo, lo abrió y asintió con la cabeza.
—Eso es medianoche y faltan dieciocho minutos. Ya veremos si la buenaventura se hace realidad o no, ¿te parece?
Él volvió a guardar el reloj en el chaleco, le guiñó el ojo y se levantó para alejarse, dejándola sola y jadeante.
Daniel observó que Violet salía a la terraza de la mansión a las doce en punto y suspiró aliviado. Ella se había puesto un enorme chal sobre la ropa. Chica lista, el viento era helado.
Bendijo su buena suerte. No había pensado que acudiría a la cita.
Había tenido que bailar con algunas debutantes más antes de poder escapar. Se disculpó para fumar y, mientras se alejaba, escuchó que la comtesse alababa su buena educación ante Ainsley.
Atravesó con rapidez la habitación destinada a que los caballeros disfrutaran de los cigarros y el whisky y salió a la terraza. Dado el frío, era el único de la fiesta que atravesó las puertas. Encendió un cigarro para dar verosimilitud a la charada y fumó en silencio mientras esperaba.
No dijo nada mientras Violet escudriñaba la terraza y la observó dirigirse hacia el punto en el que él estaba. Se acercó paso a paso, con la luz de la luna iluminando su rostro y el pañuelo rojo que le cubría el pelo. Se había impregnado la cara con alguna sustancia que le oscurecía la piel y sus ojos resultaban intensamente azules tras el kohl que dibujaba los bordes.
—Creo que ahí dentro has hecho que pierda una posible esposa —comentó él cuando estuvo a su lado—.
¿Quién me atenderá ahora en mi vejez?
Ella arqueó una ceja.
—¿Estás poniendo en entredicho mi habilidad para predecir el futuro? El marido que vi para lady Victoria era inglés, calvo y escuchimizado; solo sabrá decir «sí, mi amor» unas cien veces al día.
Él soltó una carcajada.
—Creo que has dado en el clavo. Ella se sentirá feliz como una lombriz. —Aspiró una calada del cigarro y deslizó el brazo alrededor de su cintura—. ¡Maldita seas, Violet! Eres con diferencia la mujer más interesante del baile. ¿Por qué haces esto?
Ella le contempló y él pensó que era una mujer segura de sí misma, fuerte y resuelta; una mujer increíble.
—Para ganarme la vida, por supuesto.
—No es necesario, no te gusta. Aguantar a gente aburrida que solo quiere saber que sus simples vidas perfectas seguirán siendo perfectas no es lo tuyo. Déjalo, Vi. Eres demasiado buena para ello. Prométeme que no volverás a adivinar el futuro.
Ella no pareció impresionada.
— L a comtesse me ha pagado una retribución abrumadora, más lo que saque con las propinas.
—¿Por qué necesitas tanto dinero? ¿Qué hiciste con el fajo que me robaste? ¿Lo gastaste en las carreras de caballos?
La vio parpadear y sonrojarse detrás del maquillaje.
—Yo no me llevé todo tu dinero, solo unas cien libras. Lo suficiente como para salir de Inglaterra y venir aquí. Pensaba pagártelo, o a tu familia, una vez que hubiera ahorrado lo suficiente. Y también pienso saldar la renta del señor Mortimer.
Él se rio de nuevo.
—Eres preciosa, muchacha. Entonces, ¿me dejaste inconsciente en la calle con casi dos mil libras en el bolsillo? ¿Cogiste cien y dejaste el resto?
—Si hubiera cogido más, estaríamos en una pensión mejor.
—Estás loca, ¿sabes? ¿Por qué no lo cogiste todo?
Violet se encogió de hombros, aunque parecía preocupada.
—Te había hecho daño, ni siquiera sabía si estabas muerto. Si te robaba sería peor para mí. Consideré que ese dinero correspondía a tu familia.
—¿A mi familia? ¿De verdad crees eso? A mi familia no le importa el dinero. Da igual, algún ladronzuelo de tres al cuarto tomó el resto cuando estaba inconsciente en la oscuridad. Deberías haber esperado a que recobrara el conocimiento. Te lo habría dado todo, lo que fuera, para apartarte de Mortimer. De todas maneras, ¿cómo demonios conseguiste que me localizara el oficial?
La mirada afligida fue sustituida por otra de dolor y vergüenza.
—Te trasladé en una carretilla de mano. Me disfracé de campesina y te oculté debajo de unos sacos de carbón.
Él soltó un grito de diversión, dio una calada y la alzó en vilo para dar vueltas con ella.
—Vi, creo que te amo. ¿En una carretilla? ¿Me cubriste con sacos de carbón? Oh, esto es impagable.
—No, no lo es. Es horrible.
Volvió a girar con ella. El viento se coló debajo del chal y ella se apretó contra él para resguardarse del frío.
—A ninguna otra mujer se le ocurriría llevarme en una carretilla oculto bajo sacos de carbón, para dejarme tirado en la calle… y dejar un buen fajo de billetes en mi bolsillo para que los robara otro. O quizá se los quedó el oficial. Esos pobres muchachos no ganan demasiado.
Violet intentó que la bajara mientras le miraba.
—No puedes estar diciéndome en serio que te alegras de que hiciera eso.
—Estoy muy impresionado. Incluso las mujeres más resistentes de mi entorno, se habrían desmayado o salido a la calle gritando en busca de ayuda. Podrías haber ido a buscar a un policía y decirle que intenté forzarte.
—Pero no sería cierto. —La desesperación no había disminuido en los ojos de Violet—. Tú no habías hecho nada. Y, además, ¿me hubiera creído un policía? Eres un hombre rico y yo… Yo soy yo.
—Seguramente no te hubiera creído. Hiciste lo mejor, huir antes de que te arrestaran. Has tenido la mala suerte de que sea pariente del hombre más obsesivo del universo. Para tío Ian seguirle la pista a una mujer sin nombre ni destino que desapareció en la noche solo es un problema entretenido. Solo Ian Mackenzie podía resolverlo tan rápido. —Daniel dejó de dar vueltas y apresó a Violet entre sus brazos—. Y eso fue buena suerte para mí.
—Y después me llevaste en globo.
—Sí, y fue maravilloso. —Él le acarició la curva de la mejilla.
Los labios de ella todavía estaban curvados por las risas que habían compartido cuando él se inclinó y la besó.
Le calentó los labios donde el aire los había enfriado mientras deslizaba la mano debajo del pañuelo en busca de la suavidad de su pelo Se le aceleró el corazón cuando ella abrió los labios, dejándole profundizar el beso. Notó el aliento de Violet en la mejilla y sus manos apretadas contra el torso.
Entonces, presionó el pulgar contra la comisura de sus labios para sentir el interior.
El viento los envolvió. El aire del mar y el de tierra adentro se mezclaron para formar un flujo frío. Él la rodeó completamente con sus brazos para girar con ella en las sombras hasta que sintió la balaustrada de piedra de la terraza a través de la lana.
Deslizó las manos por la espalda de Violet queriendo sentir cada curva de su cuerpo contra el suyo. Ella separó los labios con los ojos entrecerrados. Sus mejillas estaban sonrojadas bajo los polvos oscuros, que casi habían sido borrados por su guante.
El beso de Violet era cálido y… tierno, suave. Él lanzó la lengua dentro de su boca y saboreó su aliento a té endulzado con miel. Lamió su boca, queriendo más.
—Vi…
Ella curvó las manos sobre su pecho mientras le miraba. Él leyó el deseo en las profundidades de sus ojos, así como la incertidumbre. Eso hizo que se le acelerara el corazón, impulsando la sangre más rápido por su cuerpo.
—Tenemos que irnos de aquí —aseguró él. A cualquier sitio donde pudieran estar solos.
Ella le miró con pesar.
—No puedo irme. Necesito el dinero. No puedo abandonar mi puesto.
—No te preocupes. Iré a buscar las propinas e informaré a la comtesse. Es amiga de mi madrastra; te pagará lo convenido.
—Ya tengo las propinas. —Violet palmeó el bolsillo de la falda, donde las monedas tintinearon bajo su mano—. Jamás dejo abandonada una taza con dinero. Es un hábito.
—Chica lista. Si ya tienes tus propinas, solo queda marcharnos, preciosa mía.
Ella no se movió.
—Tus padres se enfadarán contigo… Y conmigo.
Él se encogió de hombros.
—Ya estoy acostumbrado. Tengo veinticinco años y no dependo de ellos. Hago lo que quiero… como siempre he hecho. —Se inclinó de nuevo hacia ella—. Ven conmigo, Violet.
—¿Adónde? —Parecía desesperada.
—A Marsella.
Sin embargo, no podía llevarla a su hotel. Estaba seguro de que Gavina estaría acurrucada en su cama, esperando a que volviera a casa y le contara todo lo referente al baile. No le había gustado nada tener que quedarse con su niñera esa noche.
Y tampoco podían ir a la pensión de Violet; la echarían por tener allí un coqueteo. Descartó la habitación de Richard; su amigo estaría allí, bien descansando a solas o entreteniéndose con alguna cortesana. Esperó que fuera descansando.
Quedaba su otro refugio. No se encontraba en la parte más agradable del pueblo, pero se trataba de una zona tranquila.
La tomó de la mano.
—Venga, vamos.
La guió hacia la balaustrada de la terraza, pero ella se detuvo.
—¿Adónde vas? La puerta está por el otro lado.
—No vamos a atravesar la casa para salir, todo el mundo nos vería. Además, cariño, somos aventureros. No necesitamos algo tan vulgar como unas puertas.
Le gustó ver de nuevo la sonrisa de Violet tras la nubecita que formó su aliento.
—Eres un excéntrico, señor Mackenzie.
Él se quitó el abrigo, que se había puesto para salir al exterior, y lo puso sobre sus hombros.
—Vámonos.
Se sentó sobre la balaustrada, sintiendo el frío de la piedra en las nalgas a través del kilt, tomó a Violet por la cintura y se deslizó con ella hasta el suelo, un metro más abajo. La mansión estaba construida en pendiente, por lo que la terraza y el salón de baile quedaban casi a ras del jardín. Él había explorado aquella parte cuando salió a la terraza, pensando ya en una posible escapada.
Ella dejó escapar un grito, que reprimió al instante cuando aterrizaron en la rosaleda. Al ser enero los rosales estaban podados. Él sintió el barro bajo los pies cuanto pisó tierra. La dejó sobre el suelo, volvió a tomarla de la mano y corrieron juntos hacia los carruajes que esperaban cerca de la casa.
Encontró al cochero que le había llevado allí con su familia. El hombre se mantenía caliente bebiendo sorbitos de su petaca mientras charlaba con otros conductores.
—Le entregaré el doble de lo acordado si nos lleva de regreso a la ciudad a mí y a mi dama —ofreció—, y luego regresa para ocuparse de mis padres sin decir nada.
El tipo no lo pensó dos veces. Cerró la petaca y se dirigió al carruaje para abrirles la puerta. Él ayudó a subir a Violet mientras el cochero se encaramaba al pescante. Luego el hombre soltó el freno y puso el vehículo en marcha.
Violet rozó el terciopelo del asiento acolchado para ocultar que le temblaban los dedos. Los cojines eran suaves y el interior del carruaje había sido caldeado con cajas metálicas llenas de carbón encendido.
Qué maravilloso debía de ser pasear en un vehículo así a diario, pero Daniel ni siquiera parecía notar el lujo que le rodeaba.
Lo observó mientras se sentaba junto a ella. Él sonrió al tiempo que le cubría la mano con la suya. Ella sintió calor dentro de su abrigo.
Daniel sabía tan bien como ella lo que iban a hacer esa noche. Todo lo que les había ocurrido antes —el paseo desde el teatro a la pensión, el vuelo en globo, la inocente noche en la posada, las provocativas palabras cuando él fingió adivinar el futuro— conducía a ello: Violet en su cama esa noche.
Ella no podía dejar de temblar. Quería que ocurriera, era evidente, o habría buscado cualquier excusa para regresar a la mansión y seguir diciendo la buenaventura a insípidos invitados pero, por el contrario, había dejado que la convenciera para escaparse con él. Daniel parecía tan tranquilo como un gato somnoliento; sin duda estaba acostumbrado a llevar mujeres a su hotel. La noche anterior había sido una cortesana con diamantes en el pelo y colorete en las mejillas, mientras que esa llevaba a una muchacha con la cara oscurecida con polvos y un collar de monedas falsas. Se le escapó la risa; una risa un poco histérica.
La sonrisa de Daniel se hizo más ancha antes de que se inclinara hacia ella y la besara en los labios.
El beso hizo que sintiera todavía más calor. Daniel tiró del pañuelo que le cubría la cabeza y pasó los dedos por la trenza hasta deshacerla.
Su gesto era confiado, experimentado. Sabía cómo amar a las mujeres y esa noche la amaría a ella.
¿Y después?
Se negó a pesar en ello. Esa noche sería suficiente. El deseo la atravesó, calentándola todavía más en aquella velada invernal. Y, sin embargo, estaba aterrada.
El trayecto en el carruaje no fue muy largo; la mansión de la comtesse estaba a pocos kilómetros de Marsella. Cuando llegaron a los límites de la ciudad, Daniel golpeó el techo y dio la dirección al cochero.
El carruaje se detuvo poco después y ella miró a su alrededor con sorpresa. La calle en la que se habían detenido olía a basura. Frente a ellos había una vinoteca, iluminada y llena de clientes, de donde salían todo tipo de ruidos. En la acera había mujeres de la calle que se paseaban mostrando la mercancía.
Un hombre como Daniel debía alojarse en el mejor hotel de la zona noble de la ciudad, seguramente sus cortesanas insistirían en ello. Incluso su propia pensión estaba en un barrio más respetable que ese.
Daniel se desplazó para entregar al cochero la recompensa prometida antes de tomarla por el codo y conducirla hacia la esquina más cercana.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—A mi guarida —repuso él con alegría—. Tengo aquí un escondrijo en el que puedo relajarme. No te creerías todas las distracciones que tiene uno en los hoteles de lujo. Amigos necesitados de consejo, hermanas pequeñas…
Aquella era la parte más antigua de Marsella, con calles angostas, muros desconchados y pasajes arqueados que conducían a callejas todavía más estrechas. Él la guió a través de uno de esos pasajes en el que el viento soplaba más frío y más fuerte.
Salieron a un patio rodeado por ventanas de galería.
Una desvencijada escalera de madera subía a uno de aquellos estrechos pasillos acristalados llenos de puertas bajo el abrigo del tejado.
Él la empujó para que subiera delante los escalones y caminaron hasta uno de los accesos. Entonces Daniel sacó una llave, abrió la cerradura y la invitó a pasar.
La inundó una sensación de bienestar, a pesar del frío y el desorden, cuando Daniel encendió un par de lámparas que iluminaron la pequeña estancia.
En el momento en que la luz se hizo más intensa, ella vio que el lugar estaba totalmente amueblado con piezas elegantes y nuevas. El desorden procedía de las cajas, herramientas, papeles y libros diseminados. Cada superficie disponible estaba cubierta con bocetos de máquinas, papeles con ecuaciones y cuadernos de apuntes abiertos. Los libros, a su vez, ocupaban cada centímetro libre y, en ocasiones, formaban torres en las que reposaba alguna pieza de maquinaria.
En un rincón había una cama estrecha de sólida estructura de madera, pero sobre el colchón había más libros, bocetos y mapas.
Un sofá ancho y acolchado junto a la ventana era el único lugar de la estancia sin algo encima. Las contraventanas estaban cerradas, consiguiendo que aquel asiento junto a la ventana se convirtiera en un lugar acogedor.
Ella tomó un papel con un dibujo.
—¿Qué representa?
—Un automóvil —repuso él.
Violet estudió el boceto. Era un vehículo que parecía un faetón, dibujado con todo lujo de detalles. Cuatro ruedas sobre el suelo, luces en las puertas y los asientos tan lujosos como el carruaje que acababan de dejar. Había más dibujos con variaciones del mismo tema.
—Es solo el chasis —explicó Daniel—. Lo que trato de hacer es construir un motor rápido, no solo resistente.
El de Daimler es muy bueno, por supuesto, pero le interesan más los automóviles industriales. Sus motores impulsan carruajes sin caballo a unos treinta kilómetros por hora sobre una superficie plana siempre y cuando no haya barro. Yo quiero que mi motor sea más rápido y que pueda funcionar incluso en carreteras con un mal firme.
Quiero que los engranajes le capaciten para subir colinas y circular sobre terreno difícil, y creo que es mejor que las ruedas no sean como las de los carruajes, sino que estén cubiertas con una tira de caucho. Estoy probando llantas neumáticas, con aire en una cámara entre la rueda y el caucho. —Él le mostró otro papel—. También estoy trabajando en una motocicleta, algo más innovador que surge del simple gesto de poner motor a una bicicleta. Una especie de híbrido entre una bicicleta y un coche.
Ella estudió los dibujos con interés.
—Pensaba que eras aeronauta.
Él se encogió de hombros.
—Mi carrera como aeronauta es solo un divertimento. Lo que realmente me preocupa es diseñar motores para que los vehículos puedan ir a cualquier parte. Es necesario mucho trabajo, como puedes comprobar de primera mano. Aquí tienes una motocicleta.
Daniel le mostró otro papel que sacó de un montón.
El dibujo representaba diferentes ángulos de una especie de bicicleta con las llantas más grandes y una caja para el motor en el punto donde deberían estar los pedales.
—Todavía no tengo el diseño rematado. La caja del motor no puede ser demasiado grande o el piloto no podrá mantener el equilibrio. Ni tampoco demasiado pequeña o no se podrá acelerar mucho más que con una bicicleta convencional. Sin embargo, incluso las bicis pueden atravesar campos con barro en los que los caballos encuentran dificultades.
El entusiasmo con el que Daniel hablaba de sus diseños lo convertía en un hombre muy diferente al que había visto con sus amigos en la calle o esa misma noche en el baile. En las dos situaciones anteriores él mostraba su perezosa sonrisa y su civilizado encanto, hablaba con la misma facilidad con las cortesanas que con la comtesse.
En ese instante, sin embargo, su mirada brillaba con pasión. Se concentraba en los diseños que amaba. Su cuerpo rezumaba de excitación y el calor que emitía alejaba el frío de la estancia.
A ella le gustaba verlo así, con el pelo revuelto y los ojos brillantes, concentrado en sus pasiones. En esos momentos la dejaba entrar en su mundo. La energía que emitía cuando hablaba de sus diseños haría palidecer a cada lánguido caballero que se había acercado para que le echara las cartas esa noche.
De pronto, él se detuvo.
—¡Maldición! —Le vio dejar caer los dibujos en la mesa—. Escúchame… Traigo una mujer hermosa a mi refugio y le hablo de motores.
—Me gustan los motores —repuso ella. Tanto el globo, como el automóvil o la motocicleta la fascinaban.
—Sé que te gustan. Por eso te adoro, querida. Dame un minuto.
Daniel se dirigió a la estufa que había en un rincón, metió en el interior un poco de carbón y encendió una cerilla. Tras un momento, el fuego lamió los carbones e inundó de calor la estancia.
—Mejor. —Lo vio limpiarse las manos en un trapo y dejarlo a un lado—. Ya verás lo que he hecho en la bicicleta y el automóvil cuando regresemos a Londres.
Por ahora…
Daniel le quitó el abrigo de los hombros y le pasó las manos por los brazos. A pesar de que se había quitado los guantes al entrar, sus manos estaban calientes y le hicieron arder la piel.
Ella se estremeció y notó que su corazón oscilaba entre un pausado latido y un estimulante golpeteo.
Deseaba aquello. No era una virgen recatada, ¿verdad? Daniel era maravilloso, guapo, gracioso, elegante… La había llevado allí para convertirla en su amante. A ese lugar donde liberaba su corazón. Un lugar donde nadie los encontraría.
¿Por qué no tomar lo que él ofrecía aunque solo fuera por una noche?
Pero en su interior acechaba el terror, enroscado como una serpiente traicionera.
Daniel no era el monstruo, sino su propio pasado.
Él continuó acariciándola, llegando con las manos hasta el broche que llevaba en los hombros. El primer beso sería suave, ella lo sabía. Luego comenzaría a tocarla poco a poco, con lentitud.
Una lentitud que podría llegar a matarla. Demasiado tiempo para que el miedo asumiera el control, para que dictara lo que sucedería.
A ella solo se le ocurrió una cosa. Le quitó las manos de los hombros, le rodeó el cuello con los brazos, enredó los dedos en su pelo y, obligándole a bajar la cabeza, comenzó a besarlo en los labios con frenesí.