I

 

París, Palacio de El Temple. 18 de marzo de 1314

 

El viejo anciano de 81 años, cubierto con un harapo originalmente albo y ahora de color indeciso por sus propias heces y la sangre de sus horribles heridas, estaba enterrado en vida. En aquellas profundidades, debajo del húmedo subsuelo de París, traspasado como una purulencia por el pútrido légamo que destila el Sena, no entraba nunca la luz diurna ni el bullicio de un pueblo cada vez más miserable y empobrecido por los impuestos de un rey guerrero y ambicioso.

Sin embargo, el viejo maestre del Temple, echado sobre las losas de la honda celda eternamente mojada por el rezumar, creyó escuchar algo. Aguzó su oído tumefacto por los golpes y trató de poner atención. Para ello tuvo que apartar antes del interior de su cabeza el fragor de los recuerdos que le asaltaba de antiguas batallas en los tórridos secarrales de Tierra Santa; el galopar de miles de caballos espoleados con fe ardiente contra las lanzas sarracenas, el crujir de las cotas de malla, el choque metálico de los escudos y las enormes espadas de guerra templarias…, el griterío atroz de las gargantas que se enardecen de valor o se desangran de dolor ante una horrible herida por donde se descuelgan las entrañas humeantes…

Intentó también  no percibir los lejanos ecos de cripta, el esporádico aullido de los torturados y el quejido constante de los moribundos que regurgitaban sin parar aquellas profundas celdas excavadas debajo de la fortaleza para ocultar de lo que es capaz el alma humana con sus semejantes.

Y sí. Si no estaba siendo presa de una alucinación sonora causada por el lacerante dolor de las torturas a las que le habían sometido hacía unos días (incluso le habían crucificado ficticiamente para burlarse de su fe, en medio de una obscena parodia de la Pasión), y de la fiebre que le consumía, el viejo creyó escuchar con una prístina nitidez el sonido de una campana. Pensó que seguramente se trataba de los campanarios de Sainte-Croix y Saint-Médard, cercanos a la Fortaleza. Algún curioso efecto natural de aquellos sólidos muros hacía que el tañer llegara atravesando la inmensa mole de El Temple hasta ese rincón de piedra, volando desde el exterior y atravesando las rendijas de las paredes como una visita sonora del mundo de los vivos al hades de los muertos.

El viejo se volvió en la oscuridad hacia su compañero de celda susurrándole:

--Godofredo, ¿escucháis eso?

Godofredo de Charnnay, preceptor de la Orden del Temple en Normandía, parecía muerto, tendido laxo, como un sucio guiñapo sobre las losas babosas y llenas de musgo de la celda. Como el propio gran maestre Jacques de Molay, el preceptor llevaba ya siete años encarcelado, aunque aquella era la primera vez que los encerraban juntos en la misma celda.

--Godofredo, ¿no oís?, son campanas.

De Molay y De Charnnay habían sido recluidos juntos aquella misma mañana, tras haber salido al exterior por primera vez en siete años, para escuchar la sentencia acusatoria como máximos responsables de la Oren del Temple. El arzobispo de Sens, en nombre de Su Santidad Clemente V, les condenaba a cadena perpetua.

--¿Qué ordenáis mi señor maestre? --gruñó con un suspiro de dolor el preceptor, incorporándose un tanto.

--Escuchad, Godofredo, suenan campanas…

--Yo no oigo nada, mi maestre.

--No me llaméis maestre, mi querido De Charnnay, la Orden fue abolida hace dos años, y yo ya no soy maestre de nada.

--No digáis eso, mi señor, ¿cómo va a desaparecer de la noche a la mañana la gran Orden del Temple?

--Precisamente. Hemos sido víctimas de nuestra propia grandeza…

--¡No, hemos sido traicionados por el rey, y lo que es peor, por la Iglesia; ese Papa hereje Clemente es el Anticristo en persona! --gritó con las pocas fuerzas que le quedaban el preceptor, y después casi se ahoga en un acceso de tos escupiendo miasmas sanguinolentas.

--No os esforcéis De Charnney. ¿Cómo os encontráis mi buen camarada?, hacía tanto tiempo que no os veía…, os creía muerto.

--No es tan fácil acabar conmigo.

--Lo sé, valiente amigo, lo sé.

Godofredo de Charnnay recordó cómo había sido detenido el 15 de septiembre de 1307, cuando tenía 56 años. El 21 de ese mismo mes fue interrogado por la Santa Inquisición. Pero nada dijo sobre lo que le preguntaban. Desde entonces había estado prisionero en aquella fortaleza.

--¿Qué hora será? --preguntó el preceptor.

--Debe estar mediando la tarde, pero aquí abajo, con esta oscuridad total pronto se pierde la noción del tiempo.

--Es verdad…, el tiempo… --susurró De Charnnay.

De repente escucharon el ruido. Alguien estaba descorriendo desde el exterior el pesado y oxidado cerrojo del enorme portón de la celda.

La puerta pareció abrirse, a juzgar por el chirrido de goznes y la ráfaga de aire fétido que de pronto recorrió los rincones y techos invisibles por la negrura, igual que un alma vagando por su cripta mortuoria.

--¿Quién anda ahí? --preguntó valiente De Molay, imprimiendo en su reseca voz todo el hálito de su antigua autoridad de otros tiempos, cuando con un gesto mandaba a miles de soldados contra la misma muerte.

--No os inquietéis, gran maestre, soy amigo –contestó a media voz un hombre desde el invisible quicio de la puerta que se acababa de abrir.

--¿Amigos aquí dentro? Más bien decid que sois el diablo –dijo De Molay.

--No soy tal, señor, sino un humilde simpatizante de vuestra Orden, que se ve obligado a vivir entre estos perros del rey –hubo una pausa en la oscuridad, y al cabo, se oyó decir de nuevo a la voz--: Reconozco que yo no tengo el coraje que tenéis vos, gran maestre.

En eso, unas fugaces chispas brotaron en el aire, y en seguida, una lumbre cegadora se encendió en la celda. Los prisioneros se llevaron las manos a la cara deslumbrados por lo súbito de la luz.

El visitante acababa de prender una antorcha con su yesca, y alzaba ahora la luminaria llameante observando con una mezcla de asombro, piedad y repugnancia la decrepitud de los dos hombres, que poco a poco pugnaban por acostumbrar sus ojos a la luz para ver quién era el intempestivo visitante de esas oscuras oquedades.

Los dos presos vieron que quien portaba la antorcha era un hombre cubierto con el blanco hábito de la Orden del Cister. Llevaba la capucha puesta, por lo que apenas se le distinguía la mitad inferior de su barbado rostro.

--¿Sois un hermano auténtico? --inquirió De Molay.

--Lo soy, gran maestre.

--¿Venís a reconfortar nuestras almas? --preguntó de nuevo el maestre.

--No hay tiempo ni ocasión para el alma cuando corre peligro el cuerpo.

--El cuerpo ya no sostiene al alma, hermano –observó De Charnnay.

--La esperanza es una de las tres virtudes teologales, señor preceptor –le amonestó severo el fraile.

--¿Habéis bajado hasta esta cloaca para darnos un sermón? --preguntó jocoso el maestre.

--A fe que no, señor, he venido a facilitaros la huida de este lugar.

Tras unos segundos de silencio estupefacto Jacques de Molay dijo:

--¿Cómo, conocéis acaso el secreto para hacer que la carne traspase la piedra?

--O quizá el don de hacernos invisibles –terció el preceptor.

--Ni lo uno ni lo otro, mis señores, pero hemos de darnos prisa. Seguramente no sabréis que el rey, enterado de la condena a prisión de por vida con la que os ha sentenciado esta mañana el Papa, ha montado en cólera, porque él quería como castigo vuestra muerte. Y ha dispuesto todo para que, bajo la justicia de la Corona, en lugar de la de la Iglesia, que es a la que estáis sometidos, seáis quemados hoy mismo al atardecer. Ya veis que la ignominia de Felipe no tiene límites…

El fraile cisterciense pudo ver a la luz de la antorcha cómo los rostros sucios y tumefactos de los caballeros templarios palidecían ante la noticia, más de rabia ante la injusticia que se cometía que por miedo al atroz castigo.

--Voy a sacaros de aquí, señor maestre, la Orden del Temple no puede quedarse huérfana de vos.

--¿Qué decís? --preguntó sin entender De Molay.

--Los caballeros templarios refugiados entre las montañas y los bosques me han elegido para este glorioso sacrificio que acepto con alegría.

--¿Qué sacrificio? --el maestre seguía perplejo y sin entender.

--Me he ofrecido a los carceleros para daros el último consuelo y transmitir a vuestros allegados vuestro último testamento y voluntad antes de la muerte, y ellos han accedido. Hemos de apresurarnos, pronto vendrán para sacaros de aquí; el cadalso de las hogueras ya se está levantando a estas horas en la isla de los judíos –dicho esto, y antes de seguir, se persignó con un temblor de pánico.

--El plan es el siguiente; vos, señor maestre os vestiréis con mi hábito, y con la capucha sobre la cabeza saldréis de la celda dentro de un momento, haciéndoos pasar por mi. Yo me quedaré aquí, vestido con vuestros harapos, y seré quemado en vuestro lugar. ¡Debéis decidios! Pronto, quitaos ya esos andrajos y tomad mi hábito.

Ambos caballeros miraban con asombro al visitante. ¿Era una broma, una trampa; estaba en su sano juicio aquel hombre vestido de fraile?

--¿Qué sois, un temerario o un loco? --preguntó al fin De Molay.

--No estoy loco, señor; alguien debe sacrificarse por la continuidad de la Orden del Temple, y vos sois su maestre, ¡debéis escapar!

Jacques de Molay bajó la cabeza pensativo. Tras unos minutos en silencio, en el que sólo se oía crepitar la lumbre de la antorcha y el tañer de las lejanas campanas, el maestre habló; lo hizo con una voz inarticulada, lejos de todo matiz, como si se hallara en realidad a muchos kilómetros de allí:

--Tocan las campanas.

--Están tocando a muerto por vos, señor. ¡De prisa, decidíos, vengan esos harapos, tomad mi sayón! --y diciendo eso, descolgó de su hombro una barchilla de escribano, de madera, que traía consigo, se despojó de la monacal vestidura y se quedó en paños menores.

--¡No iré –resonó con fuerza la voz de De Molay--, el gran maestre de los templarios no renegará de nuevo de su fe ni de su condición, como ya hice por miedo al dolor cuando me torturaron. Si he sido condenado injustamente, sufriré el castigo con dignidad; así la felonía que el rey y el Papa cometen pesará sobre ellos durante los siglos futuros!

--Pero señor, la Orden…, el Temple ha de seguir vivo ahora.

--Y sigue vivo…, la flota zarpó en 1308. La flota templaria…

--En Francia, en Alemania, en España, en Portugal…, miles de templarios dispersos…, ¿qué harán sin nadie que les guíe? ¡Ay!, me temo que poco a poco los cazarán como a bestias –se lamentó el fraile, sin haber prestado atención a las últimas palabras del maestre.

Jacques de Molay miró entonces a Godofredo de Charnnay.

--Vos iréis en mi lugar, vos, De Charnnay escaparéis y dirigiréis la Orden en la clandestinidad, hasta que sea posible su reposición y la elección de un nuevo maestre.

--¿Yo, mi señor? ¿Salvarme yo y dejaos a vos aquí? ¡Por Dios que esa orden no la pienso cumplir!

--La cumpliréis, mi buen De Charnnay, como sabe hacerlo un caballero templario. Ea, quitaos vuestra ropa y dársela a este buen fraile que va a ser quemado conmigo.

--Decís verdad, señor maestre, y a fe que será una honra –dijo el visitante sin poder evitar que le temblara la voz por la emoción o por el miedo.

--Non nobis domine, non nobis, sed nomini tuo da gloria –De Charnnay recitaba el lema de la Orden del Temple, mientras con lágrimas en los ojos se desprendía de sus harapos húmedos y purulentos.

El fraile se vistió con ellos y tendió su sayal al preceptor de Normandía.

--Vamos, coged la antorcha, señor De Charnay, y disponeos a salir de aquí, los carceleros están por llegar.

--Un momento, De Charney –interrumpió el maestre--, necesitáis una señal de transmisión de autoridad. A falta del sello templario, que nos fue requisado por el rey, es necesario que una señal o símbolo certifique mi voluntad de abdicar mi autoridad sobre la Orden del Temple en vos.

--¿Cómo podemos hacer tal cosa, si aquí nada tenemos? --interrogó consternado el preceptor.

--Señor –intervino el fraile--, llevo conmigo mi pequeña caja de amanuense, quizá con tales útiles de escritura, más este paño limpio que porto os sirvan para el cometido que decís.

--A fe que sí, buen fraile, dádmelos pronto y alumbrad.

El visitante dispuso los portátiles utensilios de escritura, el pequeño recipiente de barro con la tinta y la pluma de ganso, y sobre la tabla de la vieja y sobada maletita de madera colocó el lienzo a modo de pergamino. Jacques de Molay, con pulso tembloroso por la fiebre, escribió: “Es necesario que yo descienda para que él ascienda”. Una vez acabado, pidió que se acercara el preceptor.

--Mirad, esta es mi orden de delegar en vos la continuidad de la Orden hasta que se elija oficialmente un nuevo maestre. Haced buen uso de la autoridad que ahora se os concede.

En ese momento se oía el eco de pasos y voces. Los carceleros se acercaban por los húmedos pasadizos de aquel hades para conducir hasta la hoguera a los dos prisioneros.

 

El rey Felipe El Hermoso había ordenado que se quemase a los dos dignatarios templarios a fuego lento, para que los condenados sufrieran lo máximo, y con la esperanza de que en su última hora pidieran clemencia. Las dos piras se habían levantado en la isla de los judíos o de las vacas, situada en el Sena, entre los jardines del rey y la iglesia de los Agustinos.

El maestre de los templarios, Jacques de Molay, una vez hubo escrito la frase, y a modo de firma, se aplicó el lienzo al sudoroso, sangrante y purulento rostro, cuya mácula de dolor quedó impresa en el paño. Luego, se lo había entregado a su amigo De Charnnay:

--Por este rostro te salvas, porque como dijo Dios según el Apocalipsis de San Juan, Yo soy el Alfa y el Omega, el principio y el fin.

 

Habían llegado los guardias, y Godofredo de Charnnay, llorando de emoción, apretando contra su pecho aquel valioso lienzo, salió de la celda cubierto con el hábito del fraile, mientras éste y el gran maestre se dirigían juntos al cadalso. Era el 18 de marzo y ya oscurecía. Hacía frío y comenzaba a caer una fina lluvia. Una multitud enfebrecida por el acontecimiento rugía insultos o peticiones de clemencia, apretujándose unos contra otros en espera del sórdido espectáculo.

Un carro había paseado al maestre y al fraile por los principales barrios del centro de París. Ahora, los arqueros del rey les estaban atando a las vigas con las cadenas. El capitán de arqueros hizo una señal, y un soldado portando una tea encendida la acercó a las dos piras de leña, sobre las que rezaban los reos. El fuego había comenzado desde abajo a lamer la madera. La marea humana, como una masa enloquecida, chillaba histérica. Tal era el fragor del griterío que ninguna palabra en concreto se distinguía de entre aquella turmabulta.

El fuego ascendía, y un humo gris se fundía con la neblina que exhalaban las frías aguas del Sena. En el ocaso había otro fuego, éste más bello y radiante; y la luz del sol, el último anochecer para los dos condenados, causaba opalescencias y deshebrados jirones de un amarillo áureo al ir ocultándose tras las nubes de poniente.

Las llamas habían cobrado altura y fuerza, y el fuego se estaba encabritando, como si de repente se hubiera convertido en una fiera que ha venteado a su presa. El humo era cada vez más oscuro y denso. Los dos hombres seguían rezando con la vista clavada en el cielo. Un fraile dominico, de la Santa Inquisición, se acercó a unos metros de la flama portando una cruz larga como una pértiga. La inclinó sobre las cabezas de los condenados mientras gritaba:

--¡Arrepentíos en nombre de Dios!

Las llamas eran ya garras rojas de mil uñas que laceraban los pies y las piernas de los desgraciados. El aire estancado de las aguas del río se había llenado de humo, como una niebla fantasmal. Comenzaba a olerse esa fétida peste a carne quemada.

De pronto se oyó rugir la voz del gran maestre. Pero no era para pedir clemencia ni para gritar de dolor. Por encima del fragor del gentío bramó con un estertor sobrehumano:

--¡Yo os emplazo a ti, Felipe, a ti Clemente, y a los traidores enemigos del Temple ante el tribunal de Dios!

El fragor de la chusma se había apagado de golpe. Ya era casi de noche. La lúgubre luminaria de las dos enormes teas humanas proyectaba su halo rojizo sobre las caras horrorizadas de la gente.

Se oía el crepitar y los chasquidos del fuego, que ululaba violento y desbocado en toda su intensidad, alimentado por la carne. Un humo denso y negro se elevaba apenas sobre las piras para volver a caer de nuevo, y como un espíritu diabólico del averno se cernía pestilente y nauseabundo sobre los congregados, sahumados por aquel sacramento de muerte.

 

 

Secretum templi
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