XXXVIII

 

Era durante el tiempo en que abren sus portones de madera viscosa por el aceite las ya pocas y viejas almazaras particulares, echando a rodar los conos de piedra que lanzan su ronroneo afuera en la calle, donde poco a poco el aire va empalagándose del aroma dulzón y penetrante de la oliva macerada por la piedra. Sería a mediados de diciembre.

El abuelo, el viejo militar de los últimos de Filipinas, ya cansado por los años vividos, como otras tantas batallas derrotadas, se veía ahora obligado, muy a su pesar, a doblar la testuz por el dolor de cervicales de la vejez impía que carga de espaldas y cubre de canas a los más evanescentes en sus tiempos de juventud. Parecía hablar solo, o quizá es que le había dicho algo a la abuela, anciana ancha y digna, de lutos discretos y ya legendarios; el pelo blanquecino peinado en apretado moño atravesado por las horquillas y recogido por pequeñas peinetas de concha, las manos rugosas y moteadas por esas manchas con que la edad herrumbra la piel de los viejos, la mirada melancólica tras las gafas de ver de cerca, porque de lejos, ¿quién quiera ya ver nada…?

Pero ella no respondió. Es verdad que era poco habladora, que ya estaba muy mayor; pero aquel día parecía encontrarse parca en palabras. Bueno, da igual, pensó el abuelo de Adrián, en un viaje importa más una buena compañía aunque silenciosa que otra mala con brillante conversación, que a veces (a todos nos ha ocurrido) puede tornarse cargante.

Además, el viejo halcón Arderius, aunque viejo ya, había sido siempre de natural hablador y dicharachero, cualidad acentuada ahora por la ancianidad, pues sabido es que los viejos, debido a su soledad, se tornan habladores e interlocutores de sí mismos, pues los años dan sabiduría, la sabiduría es enemiga de las discusiones, y cualquiera lo sabe: uno nunca discute consigo mismo. Así que aquella mañana no le importó tomar las riendas de la conversación y amenizar el trayecto hasta su destino.

--Abrígate querida, hoy hace frío y hasta creo que está por nevar, bueno, si este viento que hace deja cuajar la nieve. ¿Cuándo fue la última vez que vimos nevar, fue en el pueblo de tu madre, no? Hace tanto tiempo... Aquello sí que era una nevada. Anda, aprovecha ahora y no te pierdas esta, que también parece que va a ser grande.

Por la mañana temprano, tras tomar su habitual tazón de leche con sopas de pan, que hundía y empapaba hasta rebosar, el abuelo se había vestido como siempre que salía a dar una vuelta para ver cómo andaban las cosechas y el campo, con gruesa ropa de pana y guantes de piel recurtida y sobada por el tiempo: “estos guantes están haciéndose viejos, como yo”, había pensado con sorna al enfundárselos.

Del cuarto de los trastos había sacado no sin esfuerzo el desvencijado carro de mano, pero esta vez no se había molestado en engrasar sus ruedas, como en otras ocasiones que lo había utilizado para traer a casa los barriles metálicos y untuosos llenos de aceite de oliva desde la almazara del pueblo cercano. “No creo que los chirridos de las ruedas molesten a nadie, el campo está sólo a estas horas”, se dijo para sí.

Había enfilado con su mujer el sendero flanqueado de chopos, algunos aún revestidos de amarillo como la flama de un fuego de San Telmo surgiendo de la niebla, empujando el carro con lenta parsimonia y paso vacilante por los temblores del frío, por aquel camino tantas veces recorrido arriba y abajo por tantos y dispares motivos. Los caminos son engañosos, al contrario que la vida, tienen doble sentido, y uno nunca sabe si va o viene… Hasta el final. Porque en compañía de la muerte siempre se va. Nunca se viene.

--Ya estamos viejos para estos trotes, ¿verdad querida? --le preguntaba el abuelo, renqueante por el peso, a su mujer.

Pero ella ni asentía ni negaba, así que él pensaba aquello de que el que calla otorga y proseguía su soliloquio:

--¿Sabes lo que pienso? Que hemos estado encerrados aquí en esta casa de campo toda la vida trabajando como mulos y nos hemos perdido muchas cosas buenas. ¿Y total para qué? No hemos hecho dinero, todo lo más comer todos los días (que no es poco), y tener la casa decente. Bueno, sí, y los hijos han podido estudiar en la ciudad y organizarse la vida allí. Y tan organizada deben de tenerla que ya no se acuerdan de nosotros ni de la casa donde nacieron.

--¿Que no les critique? No, si yo sólo digo que el año pasado no vinieron ni por Navidad, con la excusa de que las carreteras estaban heladas y era peligroso conducir. Pues mira tú y yo con este condenado frío que hace hoy, por aquí, en medio del campo, al raso, y yo empujando el carro de mano. Vamos, como para tenerle miedo al frío…

Como a la abuela nunca le había gustado que se metiera con sus hijos, él cambió por si acaso el rumbo de la conversación:

--¿Te acuerdas de cuando nos enamoriscamos? Yo acababa de llegar de permiso desde Filipinas. Venía orgulloso y machote luciendo mi traje de militar, todo lleno de cordones y escarapelas, y con mi sable y mis polainas... ¡Viva el Rey!, ¡Viva España y sus colonias de ultramar!... ¡Ah, que tiempos..! Yo era un muchacho ingénuo, todavía pensaba que hay algo noble por lo que empuñar las armas. Hay que ver cuántas cosas nos roba la edad…, casi más que los hombres. Pero bueno, ahora no me digas que no te impresioné con mi cuerpo robusto y renegrido por el sol de Asia y con esa chulería al andar de teniente recién ascendido... ¿No fue por entonces cuando el hijo del boticario andaba cortejandote? No, no, no lo niegues, ¿o por qué crees que le di la paliza que le di detrás de la iglesia, junto al huerto de cura? ¡Hombre, a ver!, tenía que demostrar que yo era más macho, ¿no? Y además, tú qué ibas a hacer toda la vida con ese mercachifle. ¿Que heredó la farmacia y luego se compró un coche, de aquellos de gasógeno? Bueno, ¿y qué? Qué tipo de hombre se dejaría arrebatar a la novia y luego a la mujer. ¿O es que ya no te acuerdas cuando su mujer se escapó con el joven maestro suplente que vino a reemplazar al maestroescuela Don Arturo cuando cayó enfermo? Sólo fueron unas semanas, pero en ese tiempo la sedujo y se la llevó. Y eso que sólo llevaban tres meses de casados... Así sería él, ya me entiendes... Porque yo he cumplido como un hombre, ¿o no?; y no me refiero sólo a los dos hijos... Venga, venga, ahora no te me pongas vergonzosa…

Estaban llegando ya, cuando el abuelo estimó conveniente rebajar los humos, pues aunque la abuela no había replicado, algo le decía que no estaba del todo conforme con las comparaciones, que como se sabe, siempre son odiosas.

--Bueno, es verdad que no he tenido mucha suerte, pero no ha sido por mi culpa, ya sabes, nos pilló la guerra civil y ahí se acabaron todos nuestros planes, pero aún así hemos salido adelante con dignidad y orgullo, ¡eso nadie nos lo quita!, y además no nos ha faltado nunca el pan ni la leña en la chimenea.

Habían llegado. Abrió la oxidada verja metálica del recinto. Con visible esfuerzo debido a sus dolores de espalda, pero con sumo cuidado y ternura, el abuelo deslizó al frío suelo el oscuro ataúd y lo depositó junto al hoyo previamente cavado en la tierra húmeda y rojiza.

--Además –añadió jadeante por el esfuerzo, dejando escapar de sus entrañas el humillo tibio del aliento--, todavía conservamos nuestros privilegios. ¿No te parece un lujo que gracias a que soy el dueño de estas tierras, incluido el pequeño cementerio, pueda ahora darte sepultura aquí, en esta parte del cementerio, que es la de los señoritos del pueblo?

Ella no contestó, pero parecía conforme con tales razones mientras él descargaba sobre la silenciosa caja hundida en el hoyo paletadas de tierra fresca y olorosa glaseada de nieve, que poco a poco iba acumulándose mansa sobre el campo, porque el viento había amainado y la estaba dejando cuajar.

 

El bronco pitido de un camión que le adelantaba sacó a Adrián de su ensimismamiento. Iba tan absorto en sus pensamientos que no se había dado cuenta de que conducía por la autovía a 60 kilómetros por hora y por el centro de la calzada. Decidió parar en una gasolinera a tomar un café antes de continuar. Esta aturdido por todo lo acontecido. Pensaba, con el espíritu periodístico que ya se le estaba formando, que toda aquella historia del velo de la Verónica había empezado igual que estaba terminando, con un entierro. Debían se cosas de eso que llaman intertextualidad, se dijo. Luego, reanudando la marcha, su conciencia volvió a ocuparse de lo que acababa de comprender tras ver aquello en la pantalla del ordenador.

El Secretum Templi es un mapa holográfico de otra realidad paralela. Allí, en el Conjunto Mandelbrot, en un punto incierto e inconcluso de alguna parte de algún tiempo, navega la flota templaria en un instante atrapada entre dos mundos, pero es un instante eterno…

¿Cómo sabían los templarios generar ese efecto, qué hicieron, con qué herramientas antiguas pudieron conseguir el fractal de su propia desaparición? Ahora están ahí, tan lejos y tan cerca, y Adrián tiene el mapa y el rumbo de su situación contenido en un CD. Las nuevas tecnologías sirven para desentrañar los secretos de la vieja magia. Ahora comprende Adrián que el Secretum Templi no estaba contenido en el Mandylión, el lienzo no era más que la referencia visual, el icono que sintetiza todo lo que hay detrás.

La ermita del velo de la Verónica, con sus cuadros holográficos, funcionaba igual que una caja de resonancia, similar a como lo ha hecho hoy todo el complicado software y hardware usado por José Vicente. La ermita era un instrumento para generar con determinadas condiciones físicas y astrológicas, el mapa holográfico del Secretum Templi. Por eso el antepasado de Prudencio Cotarelo había pintado aquellas extrañas escenificaciones, ocultando tras ellas un secreto que él conocía, porque alguien se lo había revelado sin ni siquiera desearlo.

Así es como funciona siempre la transmisión de la sabiduría, de maestro a iniciado, legando el secreto al siguiente maestro de la logia, de la orden…, ¡de la cofradía! La Cofradía. Adrián entendía ahora. La Cofradía, integrada por Prudencio Cotarelo, el hombre seboso y todos los demás, es la rémora de la hermandad del Beauseant. Sabían que custodiaban en la ermita el terrible secreto de la Orden del Temple, que había recaladado quién sabe por qué motivos en aquella pequeña localidad mediterránea, pero desconocían la esencia del secreto. Custodiarlo férreamente se había convertido para ellos en un culto, en una liturgia, en una cuestión de fe, en un ritual desprovisto ya del sentido que lo originó. Para ellos el velo de la Verónica, el Mandylión, como icono o anagrama de una realidad olvidada, era la representación de un secreto incomprendido más grande que ellos mismos. ¿Y acaso no es precisamente eso a lo que llamamos Dios?

Adrián había venido a remover todas aquellas fétidas aguas remansadas, con su ingenuidad, su sempiterna tormenta existencial en la conciencia y sus conocimientos de Teología y Física. Su presencia había funcionado como un catalizador de todos los conventículos, grupos y logias que custodiaban o perseguían el secreto. Hasta que finalmente, esa magia del siglo XX que es la informática, apoyada por el crisol alquímico del ordenador, ese demiurgo sin alma, ese Golem de la Torah, había obrado el sortilegio. La fórmula secreta se había revelado. Ahora era un iniciado. No: era el siguiente gran maestre oculto de la Orden del Temple y la Hermandad del Beauseant, el Nantonnier de los limbos oceánicos ancestrales…

Por primera vez en su vida se sentía en posesión absoluta de la verdad. De hecho, la llevaba en un CD en el bolsillo de su chaqueta.

 

 

 

 

Secretum templi
titlepage.xhtml
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_000.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_001.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_002.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_003.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_004.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_005.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_006.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_007.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_008.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_009.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_010.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_011.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_012.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_013.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_014.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_015.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_016.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_017.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_018.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_019.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_020.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_021.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_022.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_023.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_024.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_025.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_026.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_027.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_028.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_029.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_030.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_031.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_032.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_033.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_034.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_035.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_036.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_037.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_038.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_039.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_040.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_041.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_042.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_043.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_044.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_045.html
CR!QYY3B8ST0X3BD7X9RNKAZKPBJB3Y_split_046.html