II
Primavera de 2000. En algún lugar del sur de España
Lo último que vio aquella noche Norberto antes de tener la certeza de que iban a matarse, mientras su coche ya volaba sin control por el vórtice del barranco, fue una sospechosa sombra que se deslizaba tras unos arbustos al lado derecho de la cuneta. Sin embargo, no pudo denunciar su sospecha a nadie. Pocos segundos después estaba muerto.
Hay algo de fatua conmiseración en el semblante y actitud adoptada cuando asistimos al entierro del amigo de un amigo nuestro. Quizá porque esa muerte nos es un poco lejana, y la suerte del finado no nos importa ni poco ni mucho, como no sea en relación al estado de ánimo en que sume a nuestro amigo. Sobre todo si le queremos bien.
Y Adrián quería a Natalia, a pesar (o quizá por eso) de los más de 25 años que había de diferencia entre ambos. Adrián estaba ahora falsamente compungido, correctamente vestido (si entendemos que al ser verano y en esta comarca donde sólo habitan bohemios refugiados, puede llamarse correcto a un traje negro y una camisa blanca, desprovista de corbata), pero respetuosamente a unos pasos por detrás de la jovencita Natalia, que lloraba con el desconsuelo sin pudor ni freno de una niña frente a la todavía fresca tumba de su amigo Norberto, muerto al derrapar su coche por un barranco justo después de que él la hubiera acompañado a casa la otra noche.
Mors tua vita mea (tu muerte es mi vida), musitó apenas Adrián mirando hacia la tumba del muchacho recién enterrado. Luego, en pensamiento más ortodoxo con el momento y la ocasión, estimó conveniente añadir: recquiescat in pace (descansa en paz). Pero Adrián no lloraba, simplemente estaba allí, de pie, cumpliendo su función de acompañante en el pequeño y romántico cementerio del pueblo. Recordaba, como solemos hacer cuando se desata en nuestra vida un motivo de adversidad y desolación, o de extrema alegría inesperada, toda la secuencia de acontecimientos que le habían llevado hasta ese momento.
La primera vez que oyó hablar de Natalia ni siquiera prestó atención, sumido como iba en sus pensamientos, dándole vueltas en la cabeza a la sorpresiva propuesta que le acababa de hacer un amigo director de una revista de gran difusión, era una tentadora propuesta para que dejara su vida ociosa a expensas del ya muy escaso patrimonio familiar y dedicarse a emprender algo útil, como escribir. “¿Escribir qué?” Eso poco importaba, lo de menos es el tema; que luego ya corregirán y lo pondrán en solfa los expertos de la revista. “Tú búscate una historia, un suceso noticioso, y escríbelo a tu modo, todo lo demás corre de nuestra parte”, le había propuesto Félix Bajona.
Por eso no oyó el nombre de Natalia.
--¿Pero me estás escuchando, Adrián? --le interrogó la mujer que iba sentada a su lado mientras él conducía.
--¿Eh..?, sí; dime, dime, cariño.
Adrián sólo la llamaba cariño cuando tenía algo que hacerse perdonar por ella.
--Te vuelvo a repetir –insistió la mujer-- que como la semana que viene tengo que marcharme a París por esas pruebas de casting para el desfile de otoño-invierno de la Agencia, que si te vendría bien quedarte con mi hija durante las vacaciones de primavera, me da miedo dejarla sola; no sé, ya sabes, está en una edad… En fin…, últimamente está cada vez más despendolada, cada semana tiene un novio nuevo, ¡o cada dos días!; yo es que no sé qué hace con ellos, o ellos con ella…, no entiendo a los jóvenes de hoy, y…
--¿Tienes una hija? --preguntó él con esa actitud mezcla de indiferencia y de perplejidad que se adopta cuando mantenemos una conversación superficial, meramente para rellenar el tiempo, mientras vamos conduciendo y llevamos a alguien sentado a nuestro lado.
La mujer paró en seco de hablar y lo miró de hito en hito como si de repente no reconociera a aquel hombre maduro pero insolentemente atrayente que iba conduciendo el estrambótico Jaguar XK8 descapotable de color burdeos, que ella le había regalado como a un gigoló.
--¡Pero coño, ¿cómo me preguntas eso ahora?! Casi un año saliendo juntos… ¡Casi un año de novios!…, o de lo que sea, porque en todo este tiempo siempre has rehuido hablar de “nosotros”, de nuestra relación..; en fin, que no sé cuáles serán tus planes, ni si en ellos, por casualidad, entra alguna vez el matrimonio… Y ahora, después de que en varias ocasiones te he hablado de mi fracaso matrimonial con Berchasse, ese…, bueno, ese marica con el que me casé enamorada cuando yo no era más que una aspirante a modelo, todavía una niña..; y ¡coño, si te habré dicho veces que tuvimos una hija!, y tú ni te acuerdas. ¡¿Es que no me escuchas cuando te hablo?!
No, él no la escuchaba mucho, porque la verdad es que ella hablaba demasiado, tanto que verdaderamente a veces era difícil recordar si se había referido a una historia de su pasado de modelo o de cualquier tonto incidente ocurrido hacía unos minutos en la peluquería.
Gabriela, que así se llamaba la mujer, era en efecto una ex modelo que ahora se dedicaba al casting para una firma de moda internacional. Todavía conservaba un buen cuerpo, y sobre todo esa actitud felina que da el caminar sobre la pasarela, aunque restaba ya poca de su belleza juvenil, descompuesta poco a poco por las decepciones y la pérdida de la inocencia, cuando no por la anorexia, que sufren las jovencitas atrapadas en ese sórdido mundo de la moda.
Gabriela, a sus 35 años, era ya una mujer quemada, por muchos andares de pasarela, maquillajes y potingues con que se auxiliara para reflotar una lozanía marchita hacía bastante tiempo. Tras perder la belleza agreste de flor natural en medio de esa vorágine de viajes, fotos, entrevistas, pases, drogas, citas tempestuosas y vanidades mal digeridas, no le quedaba ya sino pasarse al otro lado del negocio. A captar y embaucar a jóvenes inexpertas, como ella lo fue, para el glamuroso mundo de la ropa.
Estaba pensando ahora Adrián, mientras conducía con Gabriela a su lado, que ya estaba cansado de ella. Ni siquiera sabía cómo había podido permanecer casi un año con esa especie de flor artificial que no hablaba más que de cosas superficiales relacionadas con su mundo de papel couché, maquillajes y muselinas. Debe ser que cuando los presentaron en aquella fiesta él aún pudo entrever siquiera un atisbo de esa antigua inocencia de alumna de colegio de monjas. Una inocencia que luego iba a perder del todo suplantada por una patina brillante y artificiosa del chic y el glamour del grand monde que Bertone Berchasse, famoso diseñador italiano del mundo de la perfumería y la alta costura, le había inferido tras un corto y tormentoso matrimonio, que acabó cuando él le confesó, tras las contadísimas veces que hicieron el amor, que le había estado engañando con otro, un energúmeno cachas de origen senegalés, negro como el chocolate puro.
Sí, era cierto, Adrián prestaba siempre poca atención cuando Gabriela le contaba cosas de aquellas sofisticadas fiestas donde corría a raudales la cocaína. Pero a Adrián nada de esto le atraía. ¿Entonces, por qué se habían juntado y habían logrado convivir casi un año? ¿Sólo porque ella le había regalado aquel flamante coche de segunda mano del que se había encaprichado? No. Quizá fuera por esa atracción que ejercen los polos opuestos, la diferencia. Puede que él sólo estuviera buscando en aquella época una mujer a la que llevarse periódicamente a la cama, pues ya se sabe que los hombres necesitan más el sexo que el afecto, según insisten en remarcar los expertos, aunque él nunca hubiera estado de acuerdo con esa aseveración tan simplista.
Pero lo cierto es que como ella tenía un cuerpo aceptable y en la cama dejaba momentáneamente de hablar, una cita fue sucediendo a otras, hasta acabar viviendo juntos en la misma casa, y quizá por ello, meditaba ahora Adrián, el encanto de la relación se había ido al traste, pues ya lo había advertido Marcel Proust: “cuando uno se va a vivir con una mujer, muy pronto deja de ver todo aquello que le llevó a amarla”.
Adrián Arderius pertenecía a una de esas familias oligárquicas catalanas de raigambre anarquista venidas a menos por haber hecho (o simplemente haber sufrido) la guerra en el bando equivocado durante la Guerra Civil, familias cuyos miembros se han visto en la necesidad de trabajar para ganarse el pan con el sudor de su frente, y como eso del sudor es un poco rústico y de mal gusto, han superpuesto a su complejo de superioridad un complicado complejo de inferioridad por verse obligados a tergiversar los principios de su clase.
Aunque Adrián ya no era así; estaba demasiado lejos de aquel epicentro de presunta y fatua nobleza que aureolaba todavía a la generación anterior (a los abuelos), y en cambio él era una persona de gustos sencillos y austeros, aunque, eso sí, con ciertas inclinaciones todavía no domeñadas totalmente hacia el dandysmo, que a ojos de sus antepasados le habrían merecido el calificativo de snob.
Pero a pesar de todo, la tradición pesa como el mármol de la lápida debajo de la cual están enterrados los vetustos antepasados, y la costumbre es norma en este tipo de familias de abolengo, y aunque “uno sea pobre y pertenezca al bando de los perdedores, debe mantener el orgullo y la dignidad de su estirpe”, así se lo había oído decir mil veces al viejo abuelo anarquista, al que ni Franco había podido hacerle pedir clemencia. Así que llegado el momento, el muchacho Adrián ingresó en el Seminario con igual pragmatismo y la misma naturalidad que un hijo parte a cumplir con el servicio militar, inopinadamente, porque cuando uno pertenece a una familia pobre no le quedan más opciones “honrosas”, es decir, pobres, que convertirse en cura o soldado, por muy anarquistas que sean sus raíces.
Los años de más estudio y disciplina los pasó allí encerrado entre hombres de su misma edad. Enfrascado en el Latín, la Filosofía, la Física y grandes dosis de Teología. Pero por contra, los últimos años de internado fueron también los más golfos. Aprovechaba bien las pocas salidas que hacían desde el Seminario al pueblo cercano. Gracias a su buena educación y apostura era rifado por las jovencitas casaderas, que querían arrancarlo a toda costa de las garras de la Iglesia, porque toda mujer tiene la santa vocación samaritana de arrancar al hombre de su mala vida y de las malas influencias. Y él aprovechaba la coyuntura y las engañaba haciéndolas creer que para decidirse necesitaba probar antes la mercancía, y así es como había conseguido acostarse con las mejores, con lo que en no pocas ocasiones tuvo que escapar corriendo al Seminario para librarse de la ira de los mozos del pueblo, bastos, malhablados, sucios y cochinos (no tenían el menor prurito en eructar sonoramente y tirarse pedos), que no podían entender cómo aquel curita podía gustarles a sus futuras novias en potencia.
Pero para sorpresa de todos, Adrián dejó repentinamente el Seminario justo poco antes de tomar los hábitos, con la consiguiente desolación de su familia y decepción de sus superiores eclesiásticos, que si habían invertido en él educación, estudios, manutención y alojamiento era para que al finalizar ingresara en la orden de caballería de Dios como sacerdote. Incluso cuando Adrián comunicó su irrevocable decisión de marcharse a su consejero espiritual, éste, viejo zorro de claustros, le insinuó que no por el hecho de ser ordenado debía acabar con sus relaciones, digamos fraternales, con el sexo opuesto; siempre que se desarrollarán con la debida discreción: si non caste, saltem caute. (Si no puedes ser casto, por lo menos sé cauto). Pero ni eso detuvo a Adrián.