XV

 

Adrián casi no pudo dormir aquella noche. Estaba profundamente desasosegado por una guerra de pensamientos turbios y contradictorios que se debatían en su cabeza. Por la mañana, cuando puso en marcha el ordenador para contarle por e-mail a su amigo Félix Bajona las últimas novedades averiguadas en torno al velo de la Verónica, vio que tenía un mensaje de correo electrónico. Era del padre Aquilino (“vaya, no sabía que los curas estuviesen tan puestos en nuevas tecnologías”, pensó Adrián; aunque en ese momento no imaginara realmente hasta qué punto era así). El nuevo sacerdote le comunicaba que había encontrado en los libros de registro un solo apellido Cotarelo, del que hoy día todavía, al parecer, vivía uno de sus descendientes en el pueblo. Sin duda se trataba de Prudencio, así que probablemente, como sospechaba Adrián, el intrigante viejo le ocultaba algo. Decidió acercarse al pueblo para entrevistarse con él de nuevo y pedirle explicaciones.

Cuando llegó, el dueño del bar le dijo que Prudencio Cotarelo estaba reunido en el piso de arriba con unos señores. Adrián se sentó en una mesa y esperó. Se hizo la hora del almuerzo y Cotarelo aún no había bajado, así que allí mismo Adrián pidió que le sirvieran algo de comer. Mientras estaba tomando café tras el frugal almuerzo, vio salir de la trastienda apresuradamente y con gesto grave y preocupado a Paco el aparcero de la villa. Iba a llamarle para que se acercara, pues hacía tiempo que no le veía  por la casa, pero no le dio tiempo, el otro parecía tener mucha prisa. ¿Qué hacía allí el rústico fámulo de la villa?

Media hora después comenzaron a bajar otras personas, entre ellas el gordo sudoroso de la fiesta. Cuando aquel pervertido con aspecto de cachalote pasó delante de su mesa le lanzó una silenciosa mirada de desprecio y amenaza. Lo mismo hicieron algunas de las otras personas a quien no conocía, que bajaban de la reunión del piso superior. El último en aparecer fue Prudencio. Se le acercó fingiendo estar tranquilo y despreocupado; aparentaba que se alegraba de verle, pero no podía ocultar en su rostro una nube de gravedad que se cruzaba por su mirada torva.

Adrián no podía saber entonces que Prudencio Cotarelo acababa de venderle como un vulgar Judas. La reunión, o mejor dicho, el conventículo que acababan de celebrar esos señores era para determinar el futuro de Adrián. Y tal futuro no podía ser más negro.

Invitó a Cotarelo a sentarse a su mesa, y esta vez fue él quien le abordó sin contemplaciones:

--Por cierto, ya sé que es usted descendiente del Cotarelo que recibió el velo de la Verónica en 1506, cuando la reliquia llegó al pueblo.

--Ha estado indagando por ahí, ¿eh?

--He hecho mis averiguaciones.

--¿Por qué?

--Porque aquí todo el mundo lo sabe todo; no iba yo a ser menos…

--¿Y qué ha determinado?

--Que otro antepasado suyo, reconozco que un mañoso artista, instaló en la ermita a principios de siglo un curioso y fantasmal artilugio para amedrentar a la gente.

--¿Eso quién se lo ha dicho, su amigo el marqués de Oriol, o quizá ese nuevo cura que nos han mandado del Vaticano?

--No culpe al párroco, él sólo me ha confirmado que hace años un Cotarelo se encargó de pintar los cuadros sobre la vida de San Antonio Abad que figuran en el santuario de la reliquia. Parece que el hombre era un tanto raro, porque mientras estuvo realizando la obra se encerraba allí en la ermita horas y horas y no dejaba entrar a nadie, ni siquiera a los prebostes del cabildo, que eran los que le habían encargado las pinturas. Y por cierto –agregó con deliberada sorna--, que son unos cuadros muy “realistas”.

Prudencio Cotarelo fue adquiriendo paulatinamente una certeza que le abrasaba el pensamiento. La extraña determinación de aquel ex seminarista aparecido de repente aquella primavera le desconcertaba. Le cruzó por la mente la idea de preguntarle abiertamente quién era y qué pretendía, pero la desechó. Después de todo, la suerte ya estaba echada. Por eso, en su lugar prefirió aclarar otra duda que albergaba.

--¿Ha estado usted en la ermita? --preguntó Cotarelo.

--Sí, y he visto el “fantasma”, o sea, la magnífica obra de su antepasado; un ingenio del arte… ¿o quizá debería llamarle de la embaucación?

--Debo entender entonces que ha entrado a la ermita por medios no lícitos…, por la noche…

--Entienda usted lo que prefiera, después de todo antes o después aquí todo acaba por saberse, ¿no?

Adrián iba lanzado, se había envalentonado; era la primera vez en el poco tiempo que conocía a Prudencio Cotarelo que había logrado borrar de su semblante aquella molesta mueca de constante chanza, ese sarcasmo que rezumaban sus palabras… Ahora la cara del viejo reflejaba inquietud y preocupación, y eso le satisfacía.

Cotarelo, que se había quedado en silencio tras confirmar sus sospechas, es decir, que Adrián había accedido de noche a la ermita y había descubierto la treta de los cuadros, miraba con la vista perdida a través de la ventana del bar. Estaba anocheciendo.

Como quien acude al confesionario para librarse de un secreto que le atormenta sólo porque es secreto, decidió de golpe contárselo casi todo a su compañero de mesa. Le confesó que en efecto, un antepasado suyo, dado a los estudios de alquimia, óptica y arte por igual, había ideado aquel curioso sistema holográfico de espejos paralelos que funcionaba por la noche con poca iluminación. Ello era debido, tal como había predicho Adrián, en parte a que las pinturas con los motivos de San Antonio no estaban realizadas al fresco sobre los muros de la ermita ni sobre lienzo, sino sobre un cristal tratado con una cierta tintura tornasolada. El grueso marco de madera de los cuadros escondía detrás un vano, una especie de cámara oscura de unos cinco centímetros de fondo, rellena de otros elementos que Cotarelo no sabía explicar, porque desconocía qué había urdido allí su antepasado. Lo cierto es que esa cámara oscura ejercía de espejo cuando se iluminaba la nave de la ermita con cierta intensidad de luz. Además del efecto holográfico, el artista hermético había empleado ciertas sustancias bituminosas mezcladas con la pintura, de tal forma que al recibir la luz emitían una curiosa refracción, como un halo lumínico que confundía la visión del ojo y hacía que el espectador viera las figuras pintadas sobre el cristal mezcladas con el propio reflejo, y esa falsa imagen parecía así flotar en el aire despegada del cuadro como una aparición fantasmagórica.

¿Pero para qué todo aquello? Había que proteger el velo de la Verónica de los posibles curiosos o interesados en desentrañar su secreto, pero además había que hacerlo de forma discreta, sin alarmas electrónicas ni cámaras de seguridad…, había que proteger la reliquia con el secreto, la fe y el miedo, una trinidad más fuerte que cualquier sistema de seguridad.

Como debía suponer Adrián, añadió Prudencio, la Iglesia Católica estaba implicada de primera mano en tal secreto, y a ella le interesaba, igual que a los custodios seglares de la reliquia, que se especulara con el origen y la autenticidad del velo de la Verónica, pues está demostrado que eso propaga la fe más que otra cosa. Baste que la Iglesia prohiba la devoción a algo o a alguien, manifestación milagrosa o santo, para que la gente piense que en ello anida un secreto oculto que vale la pena adorar. Y como la fe de los feligreses es la principal moneda de la Iglesia, desde Roma habían llegado órdenes para que el velo se protegiera de la vista de los curiosos, porque no hay verdad más cierta que la imaginación es más fuerte que los propios hechos.

Así que desde hacía muchos años, existía esa correlación de fuerzas y de interés entre los custodios, digamos civiles, de la reliquia y la Iglesia, sin que, es cierto, ninguno de los dos supiera si se trataba realmente del auténtico Velo. ¿Que cuál era el auténtico? No se sabía con certeza, eso ya se lo había dicho Prudencio a Adrián. Pero desde hacía mucho tiempo, la Cofradía a la que pertenecía Cotarelo estaba decidida a que aquel Mandylión, aunque no fuera el auténtico, nunca saliera de allí. Sin embargo, esa Cofradía había podido saber que el Vaticano iba tras las huellas de un manuscito que presuntamente hablaba sobre el Velo de la Verónica, un antiquísimo texto que al parecer podía encontrarse en el monasterio de Santa Catalina de Alejandría, en el monte Sinaí.

 

Después de toda aquella confesión, realizada por Cotarelo de corrido, con una actitud hueca, sin entusiasmo, como quien cumple el último deseo para un condenado a muerte, Adrián le había preguntado a qué tipo de custodios seglares de la reliquia se refería cuando aludía a la Cofradía. Como el viejo hubiera evitado responderle, aduciendo el carácter secreto y cierto voto de silencio, Adrián, para sonsacarle más, se había referido a ciertas insinuaciones veladas hechas por el marqués de Oriol.

--El marqués –reaccionó Prudencio— no tiene nada que ver con nuestra Cofradía. Es cierto que también, como ya le dije a usted, es un centinela; lleva aquí instalado en su palacio muchos años, encomendado por la Compañía a la asegura que pertenece. Si es así, a ellos tampoco parece interesarles que se difunda demasiado el asunto del velo. No hasta que estén preparados.

¿Preparados para qué?, le había preguntado intrigado Adrián.

--Para usar la reliquia. Pero no me pregunte con qué fin. La Compañía a la que pertenece el marqués es la mayor intrigante del mundo, pueden estar tramando cualquier cosa.

--¿Cuando dice Compañía se refiere usted a una multinacional?

--Parecido. El marqués de Oriol juega con el equívoco hábilmente, dejando entrever que pertenece a la Compañía de Jesús. ¿Aún no se ha dado cuenta?, por eso le ha contado a usted toda la historia esa sobre el descubrimiento de América. Los Jesuitas persuadieron al duque de Saboya para que les prestara el velo con las anotaciones templarias supuestas, y se lo llevaron a Argentina, donde estuvieron varios años buscando el tesoro, el secreto o lo que fuera. Pero no debieron encontrarlo, porque al final regresaron y trajeron de vuelta la reliquia.

--Pero por aquel entonces los Jesuitas habían sido disueltos –adujo Adrián.

--Algunos de ellos se habían agrupado en torno a una nueva orden secreta para perdurar. Para no dejar rasto, había pasado a la clandestinidad. Hacen como la sarna, cuanto más la atacas más hondo cava en la carne.

--Entiendo, y más tarde el velo terminó, de la forma que fuera, recalando aquí, precisamente en manos de su antepasado. Qué raro es todo esto –apostilló Adrián en tono de sospecha.

--El cura que escribió ese opúsculo que usted ha leído mintió. Las cosas no ocurrieron como ahí se indica, ya se lo dije el otro día. Es cierto que mi antepasado, que era por entonces presidente de nuestra Cofradía, recibió por algún medio que no conocemos un Mandylión, aparentemente el auténtico, pero nadie sabe con certeza si era el mismo que poseía el duque de Saboya, aquel que prestó a los Jesuitas. El cura que escribió y editó el libro con la historia del velo de la Verónica quería hacer creer que sí, que era el mismo, por eso dice que un peregrino lo trajo en 1506, que es justo el año de la muerte de Cristóbal Colón, como sugiriendo que una vez a punto de morir, Colón, sin razonar por qué motivos, había decidido mandar a este pueblo el lienzo que contenía el presunto secreto templario. Pero tal leyenda no parece probable, porque en realidad el Mandylión no llegó aquí hasta mil seiscientos y pico. El cura mintió por alguna razón.

--No entiendo qué interés podría tener, como no sea para conferirle mayor antigüedad a la reliquia.

--No creo que fuera esa su intención. Nosotros hemos sospechado siempre de la Iglesia. Los Jesuitas del siglo XVI, una vez que usaron el Mandylión, con éxito o sin éxito, eso realmente no lo sabemos, debieron esconderlo en algún lugar, me refiero al auténtico, y nos tememos que el que devolvieron al duque de Saboya debió ser una falsificación, o una de tantas copias que ya circulaban por esa época.

--Eso querría decir que el que se venera aquí…

--Podría ser falso, o al menos no el original.

--¿Y cómo saber si es el auténtico?

--Las pruebas estarían en el Obeliscum, un manuscrito con textos griegos del año 411 encontrado en el antiguo condado de Edessa, una población que hoy se denomina Urfa, en Turquía.

--¿Y ese manuscrito se conserva?

--Sí, puede ser uno que dicen que existe en el monasterio de Santa Catalina. Pero lamentablemente, allí nuestra Cofradía no tiene acceso. Hemos conseguido incluso infiltrarnos en el Vaticano, pero el monasterio del Sinaí pertenece a la Iglesia Ortodoxa Griega, y en ella no tenemos introducido a ninguno de nuestros hermanos; es una Iglesia muy críptica y hermética, mucho más que la Católica, que se ha convertido en un avispero. Ahora, lo único que podemos hacer es vigilar que el Vaticano no se lleve el Mandylión a Roma, como sospechamos que hace tiempo planea; no podemos consentir que salga de aquí, sea falso o no; y a la vez hemos de confiar en que el manuscrito del Obeliscum, si es que existe, no aparezca nunca.

--¿Pero por qué?

--Amigo mío –suspiró Cotarelo con hastío--, con todo esto ya le he dicho bastante, incluso demasiado. Aunque eso poco importa ya…

 

Prudencio Cotarelo ya no quiso contarle nada más, y excusándose por cierta prisa se despidió. Mientras tanto se había hecho tarde, pero Adrián sentía más que nunca en su cabeza el bullir de decenas de ideas, datos, conexiones, coincidencias... Todas aquellas hipótesis, ese entramado de misterio, intuía que podía ser un buen material para el reportaje que, ahora sí, pensaba  en escribir, se convencía a sí mismo.

Por eso quería saber más, atar todos los cabos; se sentía algo así como una mezcla entre Indiana Jones, Sam Spade y Agatha Christie. Decidió que en vez de regresar a la villa se acercaría antes a la casona del marqués de Oriol para contrastar las nuevas apostillas de Prudencio Cotarelo a lo que Adrián consideraba ya la intriga de la reliquia. Partiendo desde el pueblo existía un atajo por el que se llegaba antes al palacio del aristócrata que desde la villa. Adrián cogió el coche y enfiló ese camino. Cuando llegó a la casa solariega del marqués, el mayordomo de siempre le salió a la puerta. El señor marqués no estaba. El señor marqués había ido al pueblo con el Mercedes y el chófer.

--Han debido ustedes cruzarse por el camino, señor –le indicó el criado.

Pero Adrián, absorto durante el trayecto en sus pensamientos más que en la carretera, no se había dado cuenta de si se había cruzado con alguien. Dio media vuelta y por el mismo camino regresó al pueblo con la esperanza de encontrarse allí con el marqués de Oriol. A esas horas ya había anochecido. Cuando entró de nuevo al pueblo dio varias vueltas conduciendo por sus calles buscando el Mercedes, pero no lo encontró. Así que finalmente decidió volver a la villa con el ánimo ya algo alicaído.

Iba de nuevo entretenido en sus pensamientos, cuando al llegar a la zona de las curvas cerradas que discurren junto al borde de los acantilados de la vieja cantera abandonada vio el resplandor allá abajo, a lo lejos. Al principio le pareció una fogata de pastores o agricultores, pero conforme iba acercándose pudo comprobar que el fuego era más violento que una simple hoguera. Las llamas de un incendio devoraban algo con violencia, justo debajo del vertiginoso barranco de piedra cortado a plomo desde la misma cuneta.

De pronto apareció aquello ante él. Pudo detener el coche a tiempo. Una mancha de brillo oscuro y viscoso en medio de la carretera; la marca de una urgente frenada en dirección contraria, que atravesaba la calzada y se perdía por el pequeño murete del lado opuesto en dirección al vacío... Era un accidente. Un automóvil que debía circular en sentido opuesto había derrapado en plena curva patinando en lo que parecía un charco de aceite y se había precipitado por el barranco. El coche estaba ahora ardiendo en el fondo del precipicio de unos 50 metros de profundidad.

Cogió el teléfono móvil y marcó el número del bar, que era el único del pueblo que conocía para poder avisar. Contó al dueño el incidente y pidió que dieran aviso a una ambulancia o a la Policía local. Él no podía hacer nada más, así que siguió el trecho que le faltaba hasta la villa. De pronto se había acordado de Natalia y de la tonta escena que le había montado por la mañana debido a ese arranque de celos. Se sintió idiota y culpable a la vez. En cuanto llegara le pediría disculpas y reharían de nuevo su dulce relación.

 

 

 

 

Secretum templi
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