Derek Scott
Me acuerdo del día en que empezó todo aquel asunto. Fue el sábado 30 de julio de 1994.
Esa noche, Jesse y yo estábamos de servicio. Nos habíamos parado a cenar en el Blue Lagoon, un restaurante de moda donde Darla y Natasha trabajaban de camareras.
En aquella época, Jesse llevaba ya años con Natasha. Darla era una de sus mejores amigas. Tenían ambas el proyecto de abrir un restaurante juntas y dedicaban los días a hacerlo realidad: habían encontrado un local y ahora andaban pidiendo los permisos de obra. Por las noches y los fines de semana atendían en el Blue Lagoon y apartaban la mitad de lo que ganaban para invertirlo en su futuro local.
En el Blue Lagoon les habría parecido muy adecuado llevar la gerencia o trabajar en la cocina, pero el dueño les decía: «Con esa carita y ese culito, donde tenéis que estar es en la sala. Y no os quejéis, que os sacáis mucho más en propinas de lo que ganaríais en los fogones». En esto último no le faltaba razón: muchos clientes iban al Blue Lagoon solo para que los atendieran ellas. Eran guapas, dulces y sonrientes. Lo tenían todo a su favor. No cabía duda de que su restaurante iba a tener un éxito clamoroso y todo el mundo hablaba ya de él.
Darla estaba soltera. Y reconozco que yo, desde que la había conocido, no me la quitaba de la cabeza. Le daba la murga a Jesse para ir al Blue Lagoon, cuando estaban Natasha y Darla, a tomar un café con ellas. Y, cuando se reunían en casa de Jesse para trabajar en su proyecto de restaurante, yo me plantaba allí para intentar seducir a Darla, cosa que solo conseguía a medias.
A eso de las ocho y media de aquella famosa noche del 30 de julio, Jesse y yo estábamos cenando en el bar mientras cruzábamos alegremente unas cuantas palabras con Natasha y Darla, que andaban por allí. De repente mi busca y el de Jesse sonaron a un tiempo. Nos miramos con expresión preocupada.
—Para que los dos buscas suenen a la vez tiene que ser algo grave —comentó Natasha.
Nos indicó la cabina telefónica del restaurante y un aparato que había en la barra. Jesse fue a la cabina y yo opté por la barra. Las dos llamadas fueron breves.
—Tenemos una llamada general por un asesinato cuádruple —les expliqué a Natasha y a Darla tras colgar, mientras me abalanzaba hacia la puerta.
Jesse se estaba poniendo la chaqueta.
—Acelera —le dije en tono de regañina—. La primera unidad de la brigada criminal que se presente en el lugar del crimen se queda con el caso.
Éramos jóvenes y ambiciosos. Se trataba de la oportunidad de conseguir nuestro primer caso importante juntos. Yo tenía más experiencia que Jesse y la graduación de sargento. Mis superiores me apreciaban muchísimo. Todo el mundo decía que iba a hacer una carrera de policía brillante.
Fuimos corriendo por la calle hasta el coche y nos metimos en él a toda prisa; yo en el asiento del conductor y Jesse, en el del copiloto.
Arranqué como una tromba y Jesse cogió la baliza giratoria, que estaba en el suelo. La puso en marcha y, por la ventanilla abierta, la colocó encima del techo del coche camuflado, iluminando la noche con un destello rojo.
Así fue como empezó todo.