Anna Kanner
Era la noche del 21 de septiembre de 2012.
La noche en que todo dio un vuelco.
La noche del atraco a la joyería Sabar.
Fui por Manhattan a tumba abierta en mi coche camuflado hasta la calle 57, la de la joyería. Habían acordonado el barrio.
El jefe me pidió que fuera a la unidad móvil, en donde se encontraba el puesto de mando.
—Hay solo un atracador —me explicó— y está como loco.
—¿Solo uno? —dije, extrañada—. No es algo frecuente.
—Sí. Y parece nervioso. Por lo visto fue a sacar de su casa al joyero y a sus dos hijas de diez y doce años. Viven en un piso del edificio. Las ha llevado a la fuerza a la joyería con la esperanza, seguramente, de que no las encontrasen hasta mañana. Pero pasó una patrulla a pie, a los policías les extrañó ver luz y dieron la alarma. Fueron muy espabilados y se lo olieron.
—¿Así que tenemos a un secuestrador y a tres rehenes?
—Sí —me confirmó el jefe—. Y ni idea de la identidad del atracador. Solo sabemos que se trata de un hombre.
—¿Cuánto tiempo hace? —pregunté.
—Tres horas. La situación empieza a ser crítica. El secuestrador exige que nos mantengamos a distancia, no tenemos visual y el negociador al que hemos traído no consigue nada. Ni siquiera un contacto telefónico. Por eso te he pedido que vinieras. Me he dicho que tú a lo mejor llegabas a algo. Siento haberte molestado en tu día libre.
—No se preocupe, jefe. Para eso estoy.
—Tu marido me va a coger manía.
—Bah, ya se le pasará. ¿Qué quiere que hagamos?
No había muchas opciones: a falta de una conexión telefónica, tenía que establecer contacto personal acercándome a la joyería. Nunca había hecho algo así.
—Sé que es la primera vez para ti, Anna —me dijo mi jefe—. Si no te sientes capaz de hacerlo, lo entenderé.
—Voy a hacerlo —le aseguré.
—Serás nuestros ojos, Anna. Todo el mundo está conectado a tu canal. Hay francotiradores en las plantas del edificio de enfrente. Si ves algo, dilo, para que puedan modificar su posición.
—Muy bien —contesté, ajustándome el chaleco antibalas.
El jefe quería que me pusiera el casco balístico, pero me negué. No se puede establecer contacto con un casco en la cabeza. Notaba que la adrenalina me aceleraba el pulso. Tenía miedo. Tenía ganas de llamar a Mark, pero me contuve. Solo quería oír su voz, no comentarios ofensivos.
Crucé un cordón de seguridad y avancé, sola, con un megáfono en la mano, por la calle desierta. Reinaba un silencio absoluto. Me detuve a unos diez metros de la joyería. Me anuncié con el altavoz portátil.
Pasados unos momentos, apareció en la puerta un hombre con chaqueta de cuero negro y con un pasamontañas: apuntaba a una de las niñas con una pistola. La niña llevaba los ojos vendados y cinta adhesiva en la boca.
Exigió que todo el mundo se apartase y que lo dejasen irse. Iba pegado a su rehén y se movía continuamente para no darles facilidades a los francotiradores. Yo oía por el auricular al jefe darles permiso para disparar, pero no conseguían fijar el blanco. El atracador echó una ojeada rápida a la calle y a las inmediaciones, quizá para valorar las oportunidades de huida, y luego desapareció dentro de la joyería.
Algo no encajaba, pero tardó en llamarme la atención. ¿Por qué había salido? Estaba solo: ¿por qué correr el riesgo de que le disparasen en vez de exponer sus exigencias por teléfono?
Pasaron otros veinte minutos más o menos y, de repente, se abrió la puerta de la joyería; volvió a salir la niña, con los ojos vendados y amordazada. Avanzaba a pasitos, ciega, tanteando el camino con la punta del pie; yo podía oír cómo se quejaba. Quise acercarme a ella, pero, de pronto, el atracador de la chaqueta de cuero negro y el pasamontañas apareció en el marco de la puerta con un arma en cada mano.
Solté el megáfono y desenfundé la pistola para apuntar al hombre.
—¡Suelte las armas! —le ordené.
Lo tapaba el saliente del escaparate y aún no podían verlo los francotiradores.
—Anna, ¿qué ocurre? —me preguntó mi jefe por la radio.
—Está saliendo —contesté—. Que disparen si hay visual.
Los francotiradores comunicaron que no la había. Yo seguí apuntándole a la cabeza. La niña estaba a pocos metros de él. Yo no entendía qué hacía el atracador. De repente, empezó a mover las dos armas y realizó un movimiento brusco en mi dirección. Apreté el gatillo. La bala le dio al hombre en la cabeza y se desplomó.
Me retumbó la detonación en la cabeza. Se me redujo el campo de visión. La radio empezó a traquetear. En el acto aparecieron a mi espalda unos equipos de rescate. Me recobré. Pusieron a salvo de inmediato a la niña, mientras yo entraba en la joyería detrás de una columna de agentes con casco y armados hasta los dientes. Encontramos a la otra niña echada en el suelo, amordazada, con los ojos vendados, pero sana y salva. La evacuamos también antes de seguir registrando el local en busca del joyero. Lo hallamos en su despacho tras derribar la puerta. Yacía en el suelo, con las manos atadas con una brida de plástico y cinta adhesiva en la boca y en los ojos. Lo solté y se retorció sujetándose el brazo izquierdo. Creí al principio que estaba herido, pero me di cuenta de que le estaba dando un infarto. Pedí enseguida ayuda y, durante los siguientes minutos, se llevaron al joyero al hospital, mientras los médicos se ocupaban también de las niñas.
Delante de la joyería, unos policías rodeaban el cuerpo tendido en el asfalto. Me uní a ellos. Y, de pronto, oí que uno de mis compañeros decía, asombrado:
—¿Estaré soñando o tiene las pistolas pegadas con celo a las manos?
—Pero… si son de fogueo —añadió otro.
Le quitamos el pasamontañas que le ocultaba la cara: tenía pegado en la boca un trozo grande de cinta adhesiva.
—¿Qué significa esto? —exclamé.
Presa de una terrible duda, agarré el teléfono y tecleé el nombre del joyero en el buscador. La foto que apareció en la pantalla me dejó totalmente aterrada.
—Pero ¡si es el joyero! —dije a voces.
Entonces uno de los policías me preguntó:
—Si este es el joyero, ¿en dónde está el secuestrador?
Por eso el atracador se había arriesgado a salir y a que lo viera. Para que lo relacionase con un pasamontañas y una chaqueta de cuero negro. Luego había obligado al joyero a ponérselos, le había sujetado las armas con cinta adhesiva y lo había forzado a salir, amenazándolo con ensañarse con la otra niña. Después entró precipitadamente en el despacho y se encerró en él, antes de meter las manos en la abrazadera y de pegarse cinta adhesiva en la boca y en los ojos para que lo confundiesen con el joyero y lo llevasen al hospital con los bolsillos llenos de joyas.
El plan había funcionado a la perfección; cuando llegamos en masa al hospital adonde acababan de trasladarlo por el supuesto infarto, había desaparecido de forma misteriosa del consultorio. Los dos policías que lo habían llevado a urgencias esperaban en el pasillo, charlando despreocupados, y no tenían ni idea de dónde se había metido.
Nunca identificaron ni encontraron al atracador. Yo había matado a un inocente. Había hecho lo peor que puede hacer un miembro de una unidad especial: había matado a un rehén.
Todos me aseguraron que no me había equivocado, que ellos habrían hecho lo mismo. Pero yo no podía por menos de repasar la escena mentalmente.
—No podía hablar —me repitió mi jefe—, no podía hacer ni un gesto sin mover las armas de fuego de forma amenazante; no podía hacer nada. Estaba condenado.
—Creo que, cuando se movió, era para tirarse al suelo con el fin de indicar que se rendía. Si yo hubiera esperado un segundo antes de disparar, habría podido hacerlo. Y hoy estaría vivo.
—Anna, si ese tipo hubiera sido de verdad el atracador, si lo hubieras tenido delante y si hubieras esperado un segundo más, seguramente te habría metido una bala en la cabeza.
Lo que más me afectaba era el hecho de que Mark no conseguía ni entenderlo, ni compadecerse. Al no saber cómo lidiar con mi sufrimiento, se limitaba a reconstruir la historia y a repetir: «Maldita sea, Anna, si no te hubieras ido esa noche… ¡Era tu día libre! ¡No tenías ni que haber cogido el teléfono! Pero siempre tienes que excederte en tus obligaciones…». Creo que estaba resentido consigo mismo por no haberme obligado a quedarme. Me veía triste y desvalida y él seguía enfadado. Me correspondían unos días de permiso, pero no sabía a qué dedicarme. Me quedaba en casa, viéndolo todo negro. Me sentía deprimida. Y Mark intentaba que me distrajera, me proponía salir a dar un paseo o a correr, ir a un museo. Pero no lograba sobreponerse a aquella ira que lo corroía. En la cafetería del Metropolitan, mientras tomábamos un capuchino tras una visita, le dije:
—Cada vez que cierro los ojos, veo a aquel hombre delante de mí, con sus dos armas en la mano. No me fijo en la cinta adhesiva de las manos, no le veo los ojos. Me da la impresión de que está aterrado. Pero no obedece. Está la niña, delante de él, con los ojos vendados…
—Anna, aquí no; hemos venido a distraernos. ¿Cómo vas a poder pasar página, si no dejas de hablar de eso?
—Pero, Mark, joder —exclamé—, ¡es que esa es mi vida ahora!
No solo había alzado la voz, sino que, con gesto brusco, había volcado la taza. Los clientes de las mesas vecinas nos miraron. Estaba cansada.
—Voy a traerte otro café —dijo Mark con tono conciliador.
—No, no merece la pena… Creo que necesito andar. Necesito estar sola un rato. Voy a dar una vuelta por el parque, nos vemos en casa.
Con el paso del tiempo, entiendo ahora que el problema de Mark era que no quería hablar del asunto. Pero yo no buscaba ni su opinión, ni su aprobación; solo quería que alguien me escuchase y él lo que quería era hacer como si no hubiera pasado nada o como si todo estuviera olvidado ya.
Yo necesitaba poder hablar con libertad. Siguiendo los consejos del psiquiatra de la brigada, lo comentaba con mis compañeros. Todos fueron muy atentos; fui a tomar algo con algunos, otros me invitaron a cenar a su casa. Esas salidas me sentaron bien, pero, por desgracia, a Mark se le metió en la cabeza que tenía una aventura con uno de los miembros del equipo.
—Tiene gracia —me dijo—, siempre estás de buen humor cuando vuelves de esas veladas. Todo lo contrario de la cara que pones cuando estás conmigo.
—Mark, no digas bobadas; solo he ido a tomar un café con un compañero casado y padre de dos niños.
—¡Ah, me tranquiliza mucho saber que está casado! Porque, claro, los hombres casados no engañan nunca a su mujer.
—Mark, no me digas que te has puesto celoso.
—Anna, estás de morros todo el día conmigo. Solo sonríes cuando sales sola. ¡Y ya ni te hablo de la última vez que follamos!
No supe explicarle a Mark que se estaba montando una película. ¿O quizá no le dije cuánto lo quería? En cualquier caso, soy culpable de haberlo descuidado, de haber pensado excesivamente en lo que yo tenía en la cabeza y de haberle dejado de lado. Acabó por reclamar la atención que necesitaba a una de sus compañeras, que lo estaba deseando. Todo el bufete se enteró y, por consiguiente, yo también. El día en que lo supe me fui a vivir a casa de Lauren.
Luego vino el tiempo del arrepentimiento de Mark, de sus excusas, de sus súplicas. Reconoció su culpa ante mis padres, que empezaron a abogar por él después de que les contase nuestra vida en el salón de su casa.
—Es que, Anna, hay que ver —me dijo mi madre—. ¡Cuatro meses sin mantener relaciones sexuales!
—¿Mark te ha hablado de eso? —pregunté, horrorizada.
—Sí, y ha llorado.
Creo que lo más duro no era el descarrío de Mark; sino que, en mi cabeza, el hombre seductor y protector, el que salvaba vidas en los restaurantes, el que cautivaba a las masas, era ahora un llorón que se quejaba a mi madre de la frecuencia de nuestras relaciones. Yo sabía que algo se había roto y, por fin, en junio de 2013, aceptó el divorcio.
Estaba cansada de Nueva York, cansada de la ciudad, de su calor, de su tamaño, de su ruido incesante, de sus luces que no se apagaban nunca. Me apetecía irme a vivir a otro sitio, me apetecía un cambio, y quiso la casualidad que me topase, en la Revista de Letras de Nueva York, a la que estaba suscrita, con un artículo dedicado a Orphea:
EL MÁS PEQUEÑO DE LOS GRANDES FESTIVALES
por Steven Bergdorf
¿Conocen ustedes esa joya llamada Orphea, que anida en los Hamptons? Una ciudad pequeña y paradisíaca, en donde el aire parece más limpio, y la vida, más dulce que en cualquier otro lugar, y que da acogida todos los años a un festival de teatro cuya obra principal es siempre notable y de calidad. […]
La ciudad en sí ya justifica el viaje. La calle principal es un remanso de tranquilidad. Tiene cafés y restaurantes deliciosos y tentadores, los comercios son atractivos. Todo aquí es dinámico y grato. […] Si pueden, alójense en el Palace del Lago, un hotel más que sublime, en las afueras de la ciudad, en la vecindad de un espléndido lago y de un bosque mágico. Un decorado de película. El personal es atentísimo; las habitaciones, espaciosas y decoradas con buen gusto; el restaurante, exquisito. Resulta difícil abandonar un lugar así cuando ya se ha probado.
Cogí unos días de permiso coincidiendo con el festival, reservé una habitación en el Palace del Lago y me fui a Orphea. El artículo no mentía: descubrí, a las puertas de Nueva York, un mundo maravilloso y a buen recaudo. Me imaginaba con agrado viviendo allí. Sucumbí al encanto de sus callejuelas, de su cine, de su librería. Orphea me parecía el sitio soñado para cambiar de vida y de paisaje.
Una mañana, cuando estaba sentada en un banco del paseo marítimo contemplando el océano, creí divisar a lo lejos el surtidor de una ballena que había subido a la superficie. Sentí la necesidad de compartir ese momento con alguien y lo hice con un corredor que pasaba por allí.
—¿Qué pasa? —me preguntó.
—¡Hay una ballena, una ballena, allí!
Era un hombre apuesto, de unos cincuenta años.
—Se ven ballenas muchas veces —me dijo; mi entusiasmo parecía divertirlo.
—Es la primera vez que vengo —le expliqué.
—¿De dónde viene?
—De Nueva York.
—No queda muy lejos —comentó.
—Tan cerca y, sin embargo, tan lejos —le contesté.
Me sonrió y estuvimos charlando un ratito. Se llamaba Alan Brown y era el alcalde de la ciudad. Le expliqué brevemente la delicada situación en que me hallaba y mi deseo de empezar de cero.
—Anna —me dijo entonces Alan—, no interprete mal lo que le voy a proponer, porque estoy casado y no pretendo ligar. Pero ¿querría venir a cenar a casa esta noche? Hay algo de lo que me gustaría hablarle.
Y así fue como cené esa noche con el alcalde Brown y con Charlotte, su mujer, en su acogedora casa. Formaban una atractiva pareja. Ella debía de ser algo más joven. Era veterinaria y había abierto una clínica pequeñita que le iba bien. No tenían hijos y yo no saqué a relucir el tema.
El alcalde no me reveló el auténtico motivo de su invitación hasta que no llegamos a los postres:
—Anna, mi jefe de policía se jubila dentro de un año. El subjefe es un individuo bastante tonto que solo me gusta a medias. Tengo ambiciones para esta ciudad y querría a alguien de confianza para ese puesto. Me da la impresión de que usted es la candidata ideal.
Cuando pedí algo de tiempo para pensarlo, el alcalde añadió:
—Debo avisarla de que es una ciudad tranquila. Esto no es Nueva York.
—Mejor —contesté—. Necesito tranquilidad.
Al día siguiente, acepté la oferta del alcalde Brown. Y así fue como, un día de septiembre de 2013, me mudé a Orphea. Con la esperanza de empezar con el pie derecho. Y, sobre todo, de volver a encontrarme conmigo misma.