Jesse Rosenberg

Miércoles 23 de julio de 2014

Tres días antes de la inauguración

Orphea se encontraba conmocionada. Habían asesinado a Cody Illinois, el librero encantador que no se llevaba mal con nadie.

La noche había sido corta tanto para la policía como para los vecinos. La noticia de un segundo asesinato había arrastrado a los periodistas y a los curiosos hacia la casa de Cody. La gente parecía fascinada y aterrada a la vez. Primero Stephanie Mailer y, ahora, Cody Illinois. Ya se empezaba a hablar de un asesino en serie. Se estaban organizando patrullas ciudadanas. En ese ambiente de inquietud generalizada, lo primero era evitar las escenas de pánico. La policía estatal y todas las policías locales se pusieron a disposición del alcalde Brown para garantizar la seguridad de la población.

Anna, Derek y yo pasamos la mitad de la noche en vela intentando entender qué había podido pasar. Asistimos al primer examen del doctor Ranjit Singh, el médico forense que acudió. Cody había muerto por unos golpes en la nuca con una lámpara de metal, muy pesada, que estaba junto al cadáver, llena de sangre. Además, el cuerpo se hallaba en una postura muy rara, como si Cody hubiera estado de rodillas y con las manos en la cara, como si hubiera querido taparse los ojos o restregárselos.

—¿Estaba implorando clemencia a su asesino? —preguntó Anna.

—No creo —contestó el doctor Ranjit—. Lo habrían golpeado por delante y no por detrás. Y, además, por lo que veo, para una fractura de cráneo como esta, el asesino tenía que estar a mucha mayor altura que él.

—¿Mucha mayor altura? —había preguntado Derek—. ¿Qué quieres decir?

El doctor Singh se había hecho su composición de lugar e improvisó una somera reconstrucción.

—Cody abre la puerta al asesino. A lo mejor, lo conoce. En cualquier caso, no desconfía, porque no hay señales de pelea. Creo que lo recibe y va delante de él hasta el salón. Tiene pinta de tratarse de una visita. Pero ahora Cody se vuelve y lo ciegan. Se lleva las manos a los ojos y cae de rodillas. El asesino agarra esta lámpara de encima del mueble y golpea con todas sus fuerzas a su víctima en la cabeza. Cody muere en el acto, pero el asesino le propina unos cuantos golpes más, como si quisiera tener la certeza de que lo ha matado.

—Espera —lo interrumpió Derek—, ¿qué quieres decir con eso de «cegado»?

—Creo que neutralizaron a la víctima con un espray de pimienta. Lo que explicaría la presencia de lágrimas y de mucosidades en la cara.

—¿Un espray de pimienta? —repitió Anna—. ¿Como cuando atacaron a Jesse en el piso de Stephanie Mailer?

—Sí —confirmó el doctor Singh.

Ahora intervine yo:

—¿Y dices que el asesino quería tener la certeza de matar, pero al mismo tiempo viene aquí sin armas y recurre a una lámpara? ¿Qué tipo de asesino actúa así?

—Alguien que no quiere matar, pero a quien no le queda más remedio —respondió el doctor Singh.

—¿Está borrando las huellas del pasado? —susurró Derek.

—Eso me parece —ratificó el doctor Singh—. Alguien en esta ciudad está dispuesto a todo para proteger su secreto e impediros que llevéis hasta el final la investigación.

¿Qué sabía Cody? ¿Qué relación existía entre él y este caso? Registramos la vivienda e inspeccionamos la librería. Fue en vano. No encontramos nada.

Esa mañana, Orphea, el estado de Nueva York y, muy pronto, el país entero despertaron con el asesinato de Cody en los boletines informativos. Más que la muerte de un librero, lo que apasionaba a la gente era la sucesión de los acontecimientos. Todos los medios de información nacionales lo mencionaban ya y cabía esperar un aluvión de curiosos sin precedente en Orphea.

Para hacer frente a la situación, nos reunimos con carácter de urgencia en el ayuntamiento el alcalde Brown, el mayor McKenna de la policía estatal, representantes de las ciudades vecinas, el jefe Gulliver, Montagne, Anna, Derek y yo.

La primera pregunta a la que había que contestar era si seguía adelante el festival. Durante la noche ya se había decidido ponerles inmediatamente protección policial a todos los componentes de la compañía.

—Creo que hay que suspender la obra —dije—. Solo contribuye a envenenar la situación.

—Lo que usted opine no cuenta, capitán —me dijo Brown con un tono muy desagradable—. Por un motivo que ignoro, la tiene tomada con el amigo Harvey.

—¿«El amigo Harvey»? —repetí con ironía—. ¿También lo llamaba así hace veinte años cuando le quitó la novia?

—Capitán Rosenberg —escupió el alcalde—, ¡su tono y su insolencia son intolerables!

—Jesse —me llamó al orden el mayor McKenna—, sugiero que te guardes las opiniones personales. ¿Crees que Kirk Harvey sabe de verdad algo relacionado con el cuádruple asesinato?

—Creemos que podría existir una relación entre su obra y el caso.

—¿«Creemos»? ¿«Podría»? —suspiró el mayor—. Jesse, ¿tienes datos concretos e irrefutables?

—No. Solo son suposiciones, pero bastante confirmadas.

—Capitán Rosenberg —intervino el alcalde Brown—, todo el mundo dice que es usted un gran investigador y lo respeto por ello. Pero me parece que, desde que se presentó usted en esta ciudad, va sembrando el caos por donde pasa, sin que por ello avance usted en el caso.

—Es porque el cepo se está cerrando y va a pillarlo por lo que el asesino se revuelve.

—¡Ah, estoy encantado de que se me dé una explicación de todo el desbarajuste que hay en Orphea! —dijo irónicamente el alcalde—. En cualquier caso, la obra sigue adelante.

—Señor alcalde —intervino Derek—, creo que Harvey le está tomando el pelo y que no va a revelar el nombre del asesino.

—¡Él, no; su obra, sí!

—No juegue con las palabras, señor alcalde. Estoy convencido de que Harvey no tiene ni la menor idea de la identidad del asesino. No deberíamos correr el riesgo de permitir que se represente esa obra. No sé cómo va a reaccionar el asesino si piensa que va a salir su nombre a la luz.

—Exacto —dijo el alcalde Brown—. Es algo que nunca se ha visto. Fíjese en las cámaras de televisión y en los curiosos que hay en la calle. Orphea es el centro de atención. ¡El país entero se ha olvidado de los videojuegos y de los programas de televisión estúpidos, y contiene el aliento por una obra de teatro! ¡Es extraordinario! ¡Lo que está pasando, aquí y ahora, es sencillamente único!

El mayor McKenna se volvió hacia el jefe Gulliver:

—¿Qué opina sobre seguir adelante con la obra, jefe Gulliver?

—Presento mi dimisión —le contestó Gulliver.

—¿Cómo que «presenta su dimisión»? —dijo el alcalde Brown, atragantándose.

—¡Dejo mis funciones con efecto inmediato, Alan! Quiero trabajar en esa obra. ¡Es extraordinaria! Y, además, yo también soy un centro de atención. Nunca me había sentido tan realizado a nivel personal. ¡Por fin existo!

El alcalde Brown decretó entonces:

—Subjefe Montagne, lo nombro jefe interino de la policía.

Montagne sonrió, victorioso. Anna se esforzó por no inmutarse; no era el momento de montar un número. El alcalde se volvió hacia el mayor McKenna y le preguntó a su vez:

—Y a usted, mayor, ¿qué le parece?

—Es su ciudad, señor Brown. Así que la decisión es suya. En cualquier caso, opino que, aunque lo cancelase todo, el problema de la seguridad no iba a resolverse. Los medios de comunicación y los curiosos continuarán invadiendo la ciudad. Pero, si sigue adelante con la representación, habrá que adoptar medidas drásticas.

El alcalde hizo una pausa para reflexionar y luego declaró con voz firme:

—Acordonamos por completo la ciudad y seguimos adelante con la obra.

McKenna enumeró entonces las medidas de seguridad que había que tomar. Controlar todos los accesos a la ciudad. Cerrar al tráfico la calle principal. Alojar a la compañía en el Palace del Lago, que contaría con la máxima vigilancia policial. Escoltarla con una comitiva especial todos los días para ir al Gran Teatro y volver.

Cuando por fin se acabó la reunión, Anna acorraló al alcalde Brown en un pasillo.

—Mierda, Alan —estalló—, ¿cómo ha podido poner a Montagne en el puesto de Gulliver? Me hizo venir a Orphea para que tomase las riendas de la policía, ¿sí o no?

—Es algo provisional, Anna. Necesito que te centres en la investigación.

—¿Está resentido conmigo porque le hemos interrogado dentro de la investigación? ¿Es eso?

—Me podrías haber avisado, Anna, en vez de trincarme como a un bandido.

—Si hubiera dicho todo lo que sabía, no habría aparecido como sospechoso en la investigación.

—Anna —dijo irritado Brown, que no estaba de humor para hablar—, si este caso me cuesta la alcaldía, tendrás que ir haciendo las maletas de todas formas. Así que demuéstrame lo que eres capaz de hacer y échale el guante al que tiene aterrorizada a la ciudad.

*

El Palace del Lago se había convertido en un campamento fortificado. Habían llevado a toda la compañía de actores a un salón cuyo acceso custodiaba la policía.

Los medios de comunicación y los curiosos se agolpaban en la zona delantera del hotel, achicharrándose al sol del mediodía, con la esperanza de ver a Harvey y a los actores. Creció la expectación cuando llegaron un minibús y unos coches de policía: la compañía iba a desplazarse al Gran Teatro para empezar el ensayo. Tras una prolongada espera, aparecieron por fin los actores, rodeados de policías. Tras las barreras de seguridad, los aclamaron y corearon sus nombres. Los mirones pedían fotos y autógrafos, los periodistas querían una declaración.

Ostrovski fue el primero en apresurarse a responder a esas demandas. Los demás lo imitaron enseguida. Arrebatados por ese baño de masas entusiastas, los que aún sentían alguna preocupación por el riesgo que suponía trabajar en La noche negra acabaron por convencerse. Estaban a punto de convertirse en estrellas. En directo, en las pantallas de televisión, todo el país estaba descubriendo los rostros de esa compañía de aficionados que causaba sensación.

—Ya os dije yo que os ibais a convertir en estrellas —se enorgulleció Harvey, radiante de felicidad.

A pocas millas de allí, en su casa a orillas del océano, Gerald Scalini y su mujer se toparon, atónitos, con la cara de Dakota Eden en la pantalla del televisor.

En Nueva York, Tracy Bergdorf, la mujer de Steven, a quien avisaron sus compañeros, se encontró, pasmada, con su marido haciendo de estrella de Hollywood.

En Los Ángeles, en el Beluga Bar, los antiguos actores de Kirk Harvey miraban, atónitos, a su director escénico, famoso de repente, que salía en todas las cadenas que ofrecían información las veinticuatro horas. El país entero hablaba de La noche negra. Habían perdido su oportunidad.

*

La única pista que Anna, Derek y yo podíamos tener en cuenta a estas alturas era que Cody tuviera algo que ver con Jeremiah Fold y sus sórdidos chanchullos. Decidimos, pues, volver al Ridge’s Club para interrogar de nuevo a Costico. Pero, cuando le enseñamos una foto del librero, aseguró que nunca lo había visto.

—Y este otro ¿quién es? —preguntó.

—Un hombre al que asesinaron anoche —le respondí.

—¡Ay, Dios! —se lamentó Costico—. ¿No pensarán venir a verme cada vez que encuentren un fiambre?

—¿Así que nunca viste a este hombre en el club? ¿Ni entre las personas con las que trataba Jeremiah?

—Nunca, ya se lo he dicho. ¿Qué les hace pensar que haya una relación?

—Todo permite suponer que ese alcalde Gordon, a quien no conoces, adquirió en la librería de este Cody, a quien no conoces, el texto de una obra de teatro, titulada La noche negra, en la que aparecía, en clave, el nombre de Jeremiah Fold.

—¿Tengo yo cara de dedicarme al teatro? —replicó Costico.

Costico era demasiado estúpido para mentir bien; podíamos, pues, creerlo cuando afirmaba que nunca había oído mencionar ni a Gordon, ni a Cody.

¿Estaría Gordon traficando con algo? ¿Podría haber servido la librería de Cody de tapadera? ¿Y si toda esa historia de los escritores locales hubiera sido un engaño para camuflar un negocio ilegal? Las hipótesis se nos agolpaban en la cabeza. Una vez más, carecíamos de datos concretos.

A falta de algo mejor, decidimos ir al motel donde Costico nos había dicho que pescaba a sus «lacayos». Al llegar, nos dimos cuenta de que el establecimiento no había cambiado con los años. Y, cuando nos bajamos del coche, el uniforme de Anna y las placas de policía que llevábamos en el cinturón causaron cierto pánico a la fauna que poblaba el aparcamiento.

Hablamos con todas las prostitutas de cincuenta años o más. Una de ellas, que tenía pinta de alcahueta y que, por lo demás, se hacía llamar Regina, nos informó de que llevaba poniendo orden en aquel aparcamiento desde mediados de la década de 1980.

Nos invitó a acompañarla a la habitación que le servía de despacho para que tuviéramos tranquilidad y, sobre todo, para que no estuviéramos a la vista de los clientes, porque los espantábamos.

—¿Qué ocurre? —nos preguntó, invitándonos a sentarnos en un sofá de polipiel—. No parecen ustedes de la brigada antivicio, nunca los había visto.

—Brigada criminal —le expliqué—. No venimos a crearles problemas. Tenemos unas preguntas sobre Jeremiah Fold.

—¿Jeremiah Fold? —repitió Regina, como si estuviéramos invocando a un fantasma.

Asentí.

—Si le menciono a los «lacayos» de Jeremiah Fold, ¿le suena de algo? —le pregunté.

—Claro que sí, guapo —contestó.

—Y ¿conoce a estos dos hombres? —seguí preguntando, enseñándole las fotos de Gordon y de Cody.

—Nunca he visto a estos tipos.

—Necesito saber si tenían relación con Jeremiah Fold.

—¿Relación con Fold? Eso no lo sé.

—¿Podrían haber sido «lacayos»?

—Es posible. De verdad se lo digo, no tengo ni idea. Jeremiah pescaba a los «lacayos» entre clientes ocasionales. Los habituales solían ir siempre con las mismas chicas y sabían que no había que tocar a Mylla.

—¿Quién es Mylla? —preguntó Derek—. ¿La chica que hacía de cebo?

—Sí. No fue la única, pero sí la que más duró. Dos años. Hasta la muerte de Jeremiah. Las demás, ni tres meses.

—¿Por qué?

—Todas se drogaban. Dejaban de ser presentables. Jeremiah se libraba de ellas.

—¿Cómo?

—Sobredosis. La policía no sospechaba nada. Él abandonaba el cuerpo en algún sitio y los policías pensaban que era una yonqui menos.

—Pero ¿esa Mylla no se drogaba?

—No. Nunca tocó esas porquerías. Era una chica inteligente, muy bien educada, que se había quedado pillada en las garras de Jeremiah. Este cuidaba de ella porque andaba algo enamorado. Era guapa de verdad. Quiero decir que esas chicas de ahí fuera son putas. Ella tenía algo más. Como una princesa.

—Y ¿cómo pescaba a los «lacayos»?

—Buscaba clientes en el arcén y los llevaba a la habitación. Y allí caían en la trampa de Costico. ¿Conocen a Costico?

—Sí —dijo Anna—, hemos hablado con él. Pero no entiendo por qué ninguno de esos hombres que cayeron en la trampa se rebeló.

—Huy, había que ver a Costico hace veinte años. Con unos músculos tremendos. Y cruel. Terrible. Y a veces incontrolable. Lo he visto romper rodillas y brazos para que lo obedecieran. Un día se metió en casa de un «lacayo», lo sacó de la cama, en donde estaba con su mujer, y le dio una paliza delante de ella. ¿Qué quería que hiciera luego el individuo? ¿Ir a denunciarlo a la policía? Si estaban llevando droga… Habría acabado en una prisión federal.

—¿Y usted hacía la vista gorda?

—El aparcamiento no es mío, ni el motel —se defendió Regina—. Y, además, Jeremiah no se metía con nosotras. Nadie quería tener problemas con él. Una sola vez vi a un tipo poner en su sitio a Costico; tuvo su gracia.

—¿Qué pasó?

—Fue en enero de 1994, me acuerdo porque había nevado mucho. El individuo sale de la habitación de Mylla en pelotas. Solo llevaba las llaves del coche. Costico echa a correr detrás de él. El individuo abre la puerta del coche y saca un espray de pimienta. Rocía a Costico, que se pone a chillar como una niña. ¡Me muero de risa! El individuo se sube al coche y se larga. ¡En pelotas! ¡En la nieve! ¡Menuda escena!

Regina se rio al acordarse.

—¿Un espray de pimienta? —pregunté, intrigado.

—Sí. ¿Por qué?

—Estamos buscando a un hombre que a lo mejor tuvo que ver con Jeremiah Fold y usa un espray de pimienta.

—De eso, guapo, ni idea. Solo le vi el culo y fue hace veinte años.

—¿Algún rasgo particular?

—Un culo muy potable —dijo Regina, sonriendo—. A lo mejor Costico se acuerda. El tipo se dejó los pantalones con la cartera en la habitación y me imagino que a Costico no se le escapó.

No insistí y pregunté:

—¿Qué fue de Mylla?

—Cuando murió Jeremiah, desapareció. Mejor para ella. Espero que encontrase una vida nueva en otra parte.

—¿Tiene idea de cómo se llamaba de verdad?

—Ni la menor idea.

Anna se dio cuenta de que Regina no nos lo contaba todo y le dijo:

—Necesitamos hablar con esa mujer. Es muy importante. Hay un tipo que está sembrando el terror y matando a inocentes para proteger su secreto. Y ese tipo podría tener algo que ver con Jeremiah Fold. ¿Cómo se llamaba Mylla? Si lo sabe, tiene que decírnoslo.

Regina se quedó mirándonos, se levantó y fue a hurgar en una caja llena de recuerdos. Sacó un recorte viejo de periódico.

—Encontré esto en la habitación de Mylla después de que se marchara.

Nos alargó el trozo de papel. Era una alerta por desaparición sacada de The New York Times y fechada en 1992. La hija de un hombre de negocios y político de Manhattan se había fugado y no aparecía. Se llamaba Miranda Davis. La alerta iba acompañada de la foto de una joven de diecisiete años a quien reconocí en el acto. Era Miranda, la mujer de Michael Bird.

La desaparición de Stephanie Mailer
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