Jesse Rosenberg

Jueves 31 de julio de 2014

Cinco días después de la inauguración

Nos quedaban tres días para resolver la investigación. Teníamos las horas contadas y, sin embargo, esa mañana Anna nos citó en el Café Athéna.

—¡La verdad, no creo que sea el mejor momento para perder el tiempo desayunando! —renegó Derek por la carretera de Orphea.

—No sé lo que quiere —dije.

—¿No te ha dicho nada más?

—Nada.

—Y, de propina, ¿el Café Athéna? El último sitio en donde me apetece poner los pies, dadas las circunstancias.

Sonreí.

—¿Qué pasa? —preguntó Derek.

—Estás de mal humor.

—No, no estoy de mal humor.

—Te conozco como si te hubiera parido, Derek. Estás de un humor de perros.

—Venga, dale —dijo, metiéndome prisa—, corre más; quiero saber qué le ronda a Anna por la cabeza.

Puso en marcha las balizas giratorias para obligarme a acelerar. Me eché a reír.

Cuando llegamos por fin al Café Athéna, nos encontramos a Anna instalada en una mesa grande del fondo. Ya nos estaban esperando unas tazas de café.

—¡Ah, ya estáis aquí! —dijo, impaciente, como si nos hubiéramos entretenido por el camino.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—No he parado de darle vueltas.

—¿A qué?

—A Meghan. Está claro que el alcalde quería librarse de ella. Sabía demasiado. A lo mejor Gordon tenía la esperanza de poder quedarse en Orphea y no tener que escapar a Montana. He intentado localizar a Kate Grand, la amiga de Meghan. Está de vacaciones. Le he dejado recado en el hotel y estoy esperando a que me llame. Pero da igual; no cabe duda, el alcalde quería eliminar a Meghan y lo hizo.

—Solo que mató a Jeremiah Fold y no a Meghan —recordó Derek, que no sabía adónde quería ir a parar Anna.

—Hizo un intercambio —dijo entonces Anna—. Mató a Jeremiah Fold en nombre de otro. Y ese otro mató a Meghan por él. Cruzaron los asesinatos. Y ¿quién podía querer cargarse a Jeremiah Fold? Ted Tennenbaum, que estaba harto de que lo chantajease.

—Pero si acabamos de establecer que Ted Tennenbaum no era culpable —dijo Derek, irritado—. La oficina del fiscal acaba de incoar un procedimiento oficial para rehabilitarlo.

Anna no se inmutó:

—En su diario, Meghan cuenta que, el 1 de julio de 1994, el alcalde Gordon, que ya no pisa la librería, va, sin embargo, para comprar una obra de teatro que sabemos que ya había leído y que no le había gustado nada. Así que no fue él quien eligió ese texto; fue quien le encargó el asesinato de Jeremiah Fold el que puso, recurriendo a una clave sencilla, el nombre de la víctima.

—¿Qué necesidad había de hacerlo así? También podían haber quedado.

—A lo mejor, porque no se conocen. O no quieren que exista un vínculo claro. No quieren que luego la policía pueda seguirles el rastro. Os recuerdo que Ted Tennenbaum y el alcalde se aborrecían, así que es una coartada perfecta. Nadie habría podido sospechar que estaban compinchados.

—Aunque tuvieras razón, Anna —transigió Derek—, ¿cómo iba a poder identificar el texto en donde estaba la clave?

—Miraría todos los libros —contestó Anna, que había estado dándole vueltas a este asunto—. O habían doblado una esquina de la cubierta para marcarlo.

—¿Quieres decir como hizo el alcalde Gordon aquel día con el libro de Steven Bergdorf? —pregunté, acordándome de lo que Meghan mencionaba en su diario.

—Exactamente —dijo Anna.

—Entonces no nos queda más remedio que encontrar ese libro —decreté.

Anna asintió.

—Ese es el motivo por el que os he citado aquí.

En ese preciso momento se abrió la puerta del Café Athéna y apareció Sylvia Tennenbaum. Nos echó a Derek y a mí una mirada colérica.

—¿Qué significa esto? —le preguntó a Anna—. No me habías dicho que iban a estar estos dos.

—Sylvia —le contestó Anna, conciliadora—, tenemos que hablar.

—No hay nada de lo que hablar —replicó tajantemente Sylvia Tennenbaum—. Mi abogado está a punto de emprender acciones contra la policía estatal.

—Sylvia —siguió diciendo Anna—, me parece que tu hermano tuvo que ver con el asesinato de Meghan y con el de la familia Gordon. Y creo que la prueba está en tu casa.

Sylvia se quedó aturdida al oír aquello.

—Anna —dijo, trastornada—, no irás a empezar tú también, ¿verdad?

—¿Podemos hablar con tranquilidad, Sylvia? Quiero enseñarte algo.

Sylvia, confusa, aceptó sentarse con nosotros. Anna le resumió la situación y le enseñó los fragmentos del diario de Meghan Padalin. Luego, dijo:

—Sé que te quedaste con la casa de tu hermano, Sylvia. Si Ted está implicado, ese libro podría estar allí y necesitamos localizarlo.

—He hecho bastantes obras —susurró Sylvia con un hilo de voz—. Pero su biblioteca la he conservado intacta.

—¿Podríamos echarle un vistazo? —preguntó Anna—. Si encontramos ese libro, tendremos la respuesta a la pregunta que nos corroe a todos.

Sylvia se lo pensó mientras se fumaba un cigarrillo en la acera y, al final, accedió. Así que fuimos a su casa. Era la primera vez que Derek y yo volvíamos allí desde que, veinte años atrás, la registramos. Por entonces, no hallamos nada. Aunque tuvimos delante la prueba y no la vimos: el libro sobre el festival, cuya cubierta seguía teniendo una esquina doblada. Estaba en una de las estanterías, muy bien colocado, entre los grandes escritores estadounidenses. No se había movido de allí en todo ese tiempo.

Fue Anna quien lo encontró. Nos agrupamos a su alrededor y ella revisó despacio las páginas, en donde había palabras subrayadas con rotulador. Como en el texto de la obra de Kirk Harvey que estaba entre las pertenencias del alcalde, colocando una detrás de otra las primeras letras de cada palabra, aparecía un nombre: MEGHAN PADALIN.

*

En el hospital Mount Sinai de Nueva York, Dakota, que llevaba despierta desde el día anterior, mostraba señales espectaculares de estar recuperándose. El médico, cuando fue a ver cómo estaba, se la encontró zampándose una hamburguesa que le había llevado su padre.

—¡Despacio! —le dijo, sonriente—. Tómese el tiempo de masticar.

—¡Es que tengo un hambre…! —le contestó Dakota con la boca llena.

—Me alegro de verla así.

—Gracias, doctor; por lo visto, si sigo viva es gracias a usted.

El médico se encogió de hombros.

—Es gracias a usted misma, Dakota. Es una luchadora. Quería vivir.

Ella bajó la vista. El médico revisó el vendaje del pecho. Le habían dado diez puntos.

—No se preocupe —le dijo el médico—. Seguro que se podrá hacer una cirugía reparadora para borrar la cicatriz.

—De ninguna manera —le susurró Dakota—. Es mi reparación.

A mil doscientas millas de allí, la autocaravana de los Bergdorf circulaba por la autopista 94 y acababa de cruzar el estado de Wisconsin. Estaban cerca de Mineápolis cuando Steven paró en una estación de servicio para repostar.

Los niños dieron un paseo cerca del vehículo para estirar las piernas. Tracy se bajó también y se acercó a su marido.

—Vayamos a ver Mineápolis —propuso.

—De eso nada —dijo Steven, irritado—. ¡No empieces a cambiar de planes!

—¿Qué planes? Me gustaría aprovechar el viaje para que los niños vieran unas cuantas ciudades. Ayer te negaste a parar en Chicago y ahora no quieres ir a Mineápolis. ¿Para qué hacemos este viaje, Steven, si no nos detenemos en ninguna parte?

—¡Vamos al parque de Yellowstone, cariño! Si nos paramos cada dos por tres, no llegaremos nunca.

—¿Tienes prisa?

—No, pero hemos quedado en que vamos a Yellowstone, no a Chicago o a Mineápolis o no se sabe dónde. Estoy deseando ver esos paisajes excepcionales. Los niños se van a quedar muy decepcionados si perdemos el tiempo.

Los niños se les acercaron corriendo y chillando:

—¡Papá, mamá, el coche apesta! —gritó la mayor, tapándose la nariz.

Steven se abalanzó hacia el coche, aterrado. Así era, un tufo espantoso empezaba a salir del maletero.

—¡Una mofeta! —exclamó—. ¡Qué barbaridad, hemos atropellado una mofeta! ¡Vaya puta mierda!

—No seas vulgar, Steven —le llamó la atención su mujer—. No es para tanto.

—¡Vaya puta mierda! —dijo el niño, encantado.

—¡Tú vas a cobrar! —chilló su madre, harta.

—Venga, todo el mundo a la autocaravana —dijo Steven colocando en su sitio la manguera del surtidor sin acabar de llenar el depósito—. Niños, no os volváis a acercar al coche, ¿entendido? Podríais pillar cualquier cosa. El olor puede durar días y días. Va a apestar como nunca. ¡Qué horror, qué pestazo, huele a muerto! ¡Qué asco de mofeta!

*

En Orphea, fuimos a la librería de Cody para la reconstrucción de lo que pudo suceder el 1 de julio de 1994 según el diario de Meghan. Propusimos a Kirk y a Michael que vinieran con nosotros; podrían ayudarnos a ver las cosas más claras.

Anna se metió detrás del mostrador, como si fuera Meghan. Kirk, Michael y yo hicimos de clientes. Y Derek se colocó delante del expositor de libros locales que estaba en una zona algo apartada de la tienda. Anna se había llevado el artículo del Orphea Chronicle de finales de junio de 1994, que había localizado la víspera de la muerte de Cody. Estudió la foto del librero delante del expositor y nos dijo:

—En aquella época, el expositor se hallaba en un trastero con un tabique por medio. Cody incluso lo llamaba El Cuarto de los Escritores. Tiró el tabique más adelante para ganar espacio.

—Así que, por entonces, desde el mostrador nadie podía ver lo que pasaba en el anexo —fue la conclusión de Derek.

—Exactamente —le contestó Anna—. A nadie le podía llamar la atención lo que se estaba fraguando ahí el 1 de julio de 1994. Pero Meghan espiaba todo lo que hacía el alcalde. Por fuerza desconfiaba de su presencia en la librería, porque llevaba meses sin pisar por aquí; no le quitó ojo y por eso notó la maniobra.

—Así que ese día —dijo Kirk Harvey—, en la intimidad de la trastienda, Tennenbaum y el alcalde Gordon anotaron el nombre de la persona de la que querían librarse.

—Dos órdenes de ejecución —susurró Michael.

—Y por eso mataron a Cody —dijo Anna—. Seguramente se cruzaría con el asesino en la librería y habría podido identificarlo. Puede que el asesino tuviera miedo de que Meghan le hubiese contado algo de esa escena tan rara que había presenciado.

Me parecía que la hipótesis era muy viable. Pero Derek todavía tenía dudas.

—¿Qué pasa luego en tu teoría, Anna? —preguntó.

—El intercambio fue el 1 de julio. A Jeremiah lo mataron el 16 de julio. Gordon estuvo dos semanas espiándolo para enterarse de sus rutinas. Se dio cuenta de que volvía todas las noches del Ridge’s Club por la misma carretera. Por fin, se pone manos a la obra. Pero es un novato. No mata a sangre fría, embiste a Jeremiah y lo deja a un lado de la carretera, aunque no esté muerto. Recoge lo que puede, escapa, le entra el pánico, se deshace del coche al día siguiente arriesgándose a que el dueño del taller lo denuncie. Todo es improvisado. El alcalde Gordon solo mata a Jeremiah porque quiere librarse de Meghan antes de que ella lo denuncie y lo hunda. Es un asesino a su pesar.

Hubo un instante de silencio.

—De acuerdo —dijo Derek—. Partamos del principio de que todo eso es viable y de que el alcalde Gordon mató a Jeremiah Fold. ¿Qué pasó con Meghan?

—Ted Tennenbaum iba a la librería a espiarla —siguió diciendo Anna—. Menciona esas visitas en su diario. Era un cliente habitual. Seguramente oyó en una de esas ocasiones que no pensaba ir a la inauguración del festival y decidió matarla cuando saliera a correr mientras la ciudad entera estaba apiñada en la calle principal. Sin testigos.

—Hay un problema en tu hipótesis —le recordó Derek—. Ted Tennenbaum no mató a Meghan Padalin. Sin olvidarnos de que se ahogó en el río cuando lo íbamos persiguiendo y de que el arma se esfumó hasta que volvieron a usarla el sábado pasado en el Gran Teatro.

—Entonces hay un tercer hombre —razonó Anna—. Tennenbaum se encargó de hacer llegar el recado para que muriera Jeremiah Fold, pero en aquello había otra persona interesada; que, en la actualidad, está borrando las pistas.

—¿El individuo del espray de pimienta y el águila tatuada? —sugerí.

—¿Qué móvil tendría? —preguntó Kirk.

—Costico da con él porque se ha dejado la cartera en la habitación. Y le hace pasar un mal rato. Pensadlo: Costico debía de estar furioso porque lo habían humillado en el aparcamiento, delante de todas las prostitutas. Querría vengarse de ese hombre amenazando a su familia y convirtiéndolo en un «lacayo». Pero el hombre del tatuaje no era de los que tragan; sabía que, para recuperar la libertad, tenía que eliminar a Jeremiah Fold, no a Costico.

Había que encontrar a Costico a toda costa. Pero le habíamos perdido la pista. Los avisos de búsqueda no habían dado resultado. Unos compañeros de la policía estatal habían interrogado a las personas de su entorno, pero nadie entendía por qué se había marchado dejándose el dinero, el teléfono y todas sus cosas.

—Yo creo que ese Costico del que habláis está muerto —dijo entonces Kirk—. Como Stephanie, como Cody, como todos los que habrían podido conducir hasta el asesino.

—Entonces la desaparición de Costico es la prueba de que tiene relación con el asesino. El hombre al que buscamos sí es el del águila tatuada.

—Un poco ambiguo para dar con nuestro hombre —constató Michael—. ¿Qué más sabemos de él?

—Es un cliente de la librería —dijo Derek.

—Un vecino de Orphea —añadí—; o, al menos, lo era entonces.

—Tenía relación con Ted Tennenbaum —añadió Anna.

—Si tenía tanta relación con Tennenbaum como Tennenbaum con el alcalde, todas las opciones están abiertas. En aquella época, todo el mundo se conocía en Orphea —dijo Kirk.

—Y estaba en el Gran Teatro el sábado por la noche —les recordé—. Ese es el detalle que nos va a permitir pillarlo. Hemos hablado de un actor. A lo mejor es alguien con un pase.

—Pues vamos a volver a hacer la lista de nuevo —sugirió Anna cogiendo una hoja de papel.

Apuntó los nombres de los integrantes de la compañía.

Charlotte Brown

Dakota Eden

Alice Filmore

Steven Bergdorf

Jerry Eden

Ron Gulliver

Meta Ostrovski

Samuel Padalin

—Tienes que añadirnos a mí y a Kirk —le dijo Michael—. También estábamos allí. Aunque, en lo que a mí se refiere, no tengo ningún águila tatuada.

Se subió la camiseta para dejar la espalda al aire y que se la viéramos.

—Yo tampoco tengo ningún tatuaje —berreó Harvey, que se quitó la camisa.

—Ya eliminamos a Charlotte de la lista de sospechosos, porque estamos buscando a un hombre —añadió Derek—. Y lo mismo en el caso de Alice, de Dakota y Jerry Eden.

Así que la lista se quedaba en cuatro nombres:

Meta Ostrovski

Ron Gulliver

Samuel Padalin

Steven Bergdorf

—Podríamos también quitar a Ostrovski —sugirió Anna—. No tenía nada que ver con Orphea, solo vino al festival.

Asentí:

—Y, sobre todo, sabemos que ni él, ni Gulliver tienen un águila tatuada en la espalda, porque los hemos visto en calzoncillos.

—Pues ya no quedan más que dos —dijo Derek—. Samuel Padalin y Steven Bergdorf.

El cerco se iba cerrando. Implacable. Esa misma tarde, Kate Grand, la amiga de Meghan, llamó a Anna desde su hotel en Carolina del Norte.

—Al leer el diario de Meghan —le explicó Anna—, me enteré de que había tenido una aventura con un hombre a principios de 1994. Dice que se lo contó a usted. ¿Recuerda algo de eso?

—Así es, Meghan tuvo un amorío apasionado. Nunca conocí a ese hombre, pero me acuerdo de cómo terminó la cosa: mal.

—¿Es decir?

—Su marido, Samuel, se enteró y le dio una buena paliza. Ese día llegó a mi casa en camisón, con golpes en la cara y la boca todavía ensangrentada. Se quedó a dormir.

—¿Samuel Padalin se comportaba de forma violenta con Meghan?

—Ese día, al menos, sí. Me dijo que había pasado un miedo terrible. Le aconsejé que lo denunciara, pero no lo hizo. Dejó a su amante y volvió con su marido.

—¿Samuel la obligó a romper y a quedarse con él?

—Es posible. Después de ese episodio, estuvo muy distante. Decía que Samuel no quería que tuviera relación conmigo.

—¿Y ella obedecía?

—Sí.

—Señora Grand, perdone por esta pregunta un tanto brusca, pero ¿cree que Samuel Padalin pudo matar a su mujer?

Kate Grand se quedó callada un momento; luego, dijo:

—Siempre me extrañó que a la policía no le interesara su seguro de vida.

—¿Qué seguro de vida? —preguntó Anna.

—Un mes antes de morir su mujer, Samuel contrató un seguro de vida muy sustancioso para los dos. Por un importe de un millón de dólares. Lo sé porque se lo hizo mi marido. Es agente de seguros.

—¿Y Samuel Padalin lo cobró?

—Pues claro que lo cobró. ¿Cómo cree que pudo pagar la casa de Southampton?

La desaparición de Stephanie Mailer
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