Jesse Rosenberg
Lunes 30 de junio de 2014
Veintiséis días antes de la inauguración
Desperté a Anna a la una y media de la mañana para que fuera a reunirse con Derek y conmigo en el guardamuebles. Conocía el sitio y llegó a los veinte minutos. La recogimos en el aparcamiento. La noche era calurosa y el cielo estaba cuajado de estrellas.
Tras presentarle a Derek, le dije a Anna:
—Derek ha descubierto dónde trabajaba Stephanie en su investigación.
—¿En un guardamuebles? —se extrañó.
Derek y yo asentimos a un tiempo con la cabeza antes de llevar a Anna, cruzando los pasillos de persianas metálicas. Nos detuvimos delante del número 234-A. Abrí el cierre y encendí la luz. Anna se encontró con una habitacioncita de dos metros por tres forrada de documentos, todos dedicados al cuádruple asesinato de 1994. Había artículos localizados en varios diarios de la zona de aquella época y, sobre todo, una serie de artículos del Orphea Chronicle. Había también ampliaciones de fotos de todas las víctimas y una foto de la casa del alcalde Gordon tomada la noche del asesinato y sacada, seguramente, de algún artículo. Se me veía a mí en primer plano con Derek y con un grupo de policías alrededor de una sábana blanca que ocultaba el cuerpo de Meghan Padalin. Stephanie había escrito encima con rotulador:
Lo que nadie vio.
No había más muebles que una mesita y una silla en la que podía suponerse que Stephanie se había pasado muchísimas horas, y, encima de ese escritorio improvisado, papeles y bolígrafos. En una hoja pegada a la pared, como para que destacara, había escrito:
Localizar a Kirk Harvey.
—¿Quién es Kirk Harvey? —preguntó Anna en voz alta.
—Era el jefe de policía de Orphea en la época del asesinato —le contesté—. Investigó con nosotros.
—Y ¿dónde está ahora?
—No tengo ni idea. Supongo que después de tantos años se habrá jubilado. Es imprescindible entrar en contacto con él: a lo mejor habló con Stephanie.
Rebuscando entre las notas amontonadas en el escritorio, yo había hecho otro descubrimiento.
—Anna, mira esto —dije, alargándole un trozo rectangular de papel.
Era el billete de avión de Stephanie a Los Ángeles. Había escrito encima:
La noche negra → Archivos de la policía
—Otra vez «la noche negra» —susurró Anna—. ¿Qué demonios querrá decir?
—Que su viaje a Los Ángeles tenía que ver con la investigación —sugerí—. Y ahora tenemos la absoluta certeza de que Stephanie sí que estaba investigando el cuádruple asesinato de 1994.
En la pared, había una foto del alcalde Brown tomada al menos veinte años antes. Hubiérase dicho que esa foto la habían sacado de un vídeo. Brown de pie, detrás de un micrófono, llevaba una hoja con anotaciones en la mano, como si estuviera dando un discurso. El trozo de papel estaba también rodeado de un trazo de rotulador. Lo que se veía en segundo plano recordaba el escenario del Gran Teatro.
—Podría ser una imagen del alcalde Brown pronunciando el discurso de inauguración del festival en el Gran Teatro la tarde de los asesinatos —dijo Derek.
—¿Cómo puedes saber que es la noche de los asesinatos? —le pregunté—. ¿Te acuerdas de lo que llevaba puesto aquella tarde?
Derek cogió de nuevo la foto del artículo de periódico en la que también aparecía Brown y dijo:
—Parece que lleva exactamente la misma ropa.
Nos pasamos toda la noche en el guardamuebles. No había cámaras y el guarda no había visto nada; nos explicó que estaba allí solo por si surgía algo, pero que nunca pasaba nada. Los clientes iban y venían a su aire, sin control y sin necesidad de hacer preguntas.
Se envió a la brigada científica de la policía estatal para que pasara revista al sitio aquel, cuyo minucioso registro permitió descubrir el ordenador de Stephanie escondido en el doble fondo de una caja de cartón, supuestamente vacía, pero cuyo peso extrañó al policía que la levantó para cambiarla de sitio.
—Esto es lo que buscaba quien prendió fuego al piso y entró a robar en el periódico —dije.
La policía científica se llevó el ordenador para analizarlo. Por nuestra parte, Anna, Derek y yo nos llevamos los documentos pegados en la pared del guardamuebles y los volvimos a colocar igual en el despacho de Anna. A las seis y media de la mañana, Derek, con los ojos hinchados de sueño, clavó con una chincheta la foto de la casa del alcalde Gordon, se quedó mirándola un buen rato y volvió a leer en voz alta lo que había escrito Stephanie: «Lo que nadie vio». Arrimó los ojos a pocos centímetros de la foto para estudiar los rostros de los presentes.
—Así que este es el alcalde Brown —nos recordó, señalando a un hombre con traje claro—. Y este otro —añadió apuntando con el dedo a una cabeza diminuta— es el jefe Kirk Harvey.
Yo tenía que regresar al centro regional de la policía estatal para dar cuenta de mis avances al mayor McKenna. Derek me acompañó. Cuando salíamos de Orphea, bajando por la calle principal que iluminaba el sol de la mañana, Derek, que volvía a encontrarse él también con Orphea veinte años después, me dijo:
—Aquí no ha cambiado nada. Como si no hubiera pasado el tiempo.
Una hora después estábamos en el despacho del mayor McKenna, quien escuchó, estupefacto, el relato de mi fin de semana. Con el descubrimiento del guardamuebles, ahora teníamos ya la prueba de que Stephanie estaba investigando el cuádruple asesinato de 1994 y que a lo mejor había descubierto algo importante.
—Maldita sea, Jesse —dijo por lo bajo McKenna—, ¿este caso nos va a estar persiguiendo toda la vida?
—Espero que no, mayor —le contesté—. Pero hay que llegar al fondo de este caso.
—¿Te das cuenta de lo que supone si os colasteis entonces?
—Soy completamente consciente de ello. Por eso querría que me mantuviese en la policía lo que tarde en acabar con esta investigación.
Suspiró.
—¿Sabes, Jesse? Me va a costar un montón de tiempo en papeleos y en explicaciones a los superiores jerárquicos.
—Me doy cuenta, mayor. Y lo siento mucho.
—Y ¿qué pasa con tu famoso proyecto que te convenció para irte de la policía?
—Puede esperar hasta que cierre el caso, mayor —le aseguré.
McKenna refunfuñó y sacó unos impresos de un cajón.
—Voy a hacer esto por ti porque eres el mejor policía que haya conocido en la vida.
—Se lo agradezco mucho, mayor.
—Lo que pasa es que ya le he dado tu despacho a alguien a partir de mañana.
—No necesito despacho, jefe. Voy a recoger mis cosas.
—Y no quiero que investigues solo. Te voy a poner un compañero. Desgraciadamente, los demás emparejamientos de esa unidad están ya completos porque tenías que irte hoy; pero no te preocupes, voy a buscarte a alguien.
Derek, que estaba sentado a mi lado, salió de su silencio.
—Estoy dispuesto a colaborar con Jesse, mayor. Es el motivo por el que estoy aquí.
—¿Tú, Derek? —dijo extrañado McKenna—. Pero ¿desde cuándo llevas sin salir a la calle?
—Desde hace veinte años.
—Si hemos encontrado el guardamuebles ha sido gracias a Derek —especifiqué.
El mayor volvió a suspirar. Yo me daba cuenta de que se estaba agobiando.
—Derek, ¿vas a decirme que quieres volver a meterte en la investigación que te impulsó a dejar la calle?
—Sí —contestó Derek con tono resuelto.
El mayor estuvo un buen rato mirándonos.
—¿Y tu arma reglamentaria, Derek? —preguntó por fin.
—En un cajón de mi escritorio.
—¿Todavía sabes usarla?
—Sí.
—Bueno, pues ten la bondad, a pesar de todo, de ir a vaciar un cargador en el polígono de tiro antes de andar por ahí con ese trasto en el cinturón. Señores, rematen esta investigación pronto y bien. No me apetece nada que se nos venga el mundo encima.
*
Mientras Derek y yo estábamos en el centro regional de la policía estatal, Anna no perdió el tiempo. Se había propuesto encontrar a Kirk Harvey, pero esa iniciativa iba a resultar muchísimo más complicada de lo que se había figurado. Dedicó horas a seguir la pista del antiguo jefe, pero en vano. Ya no tenía ni señas, ni número de teléfono. A falta de fuentes, recurrió a la única persona de quien podía fiarse en Orphea: su vecino Cody, a quien fue a ver en su librería, que estaba cerca de la redacción del Orphea Chronicle.
—Definitivamente, hoy no vendo ni una escoba —suspiró Cody al verla entrar.
Anna se percató de que al oír abrirse la puerta había albergado la esperanza de que fuera un cliente. Cody añadió:
—Espero que a los fuegos artificiales del Cuatro de Julio acuda algo más de gente. He tenido un mes de junio terrible.
Anna cogió una novela de un expositor.
—¿Está bien? —le preguntó al librero.
—Bastante bien.
—Me la llevo.
—Anna, no tienes por qué hacer eso…
—Me he quedado sin nada que leer. Me viene que ni pintado.
—Pero supongo que no es por eso por lo que has venido.
—No he venido «solo» por eso —dijo Anna, sonriéndole y alargándole un billete de cincuenta dólares—. ¿Qué puedes decirme del cuádruple asesinato de 1994?
Cody frunció el entrecejo.
—Hacía mucho que no había vuelto a oír hablar de esa historia. ¿Qué quieres saber?
—Solo tengo curiosidad por enterarme del ambiente de la ciudad por aquel entonces.
—Fue terrible —dijo Cody—. Por supuesto que la gente se quedó muy impresionada. Figúrate, una familia completamente aniquilada, y uno de los muertos era un niño. Y Meghan, la chica más dulce que se pueda uno imaginar y a la que todo el mundo adoraba aquí.
—¿La conocías bien?
—¿Que si la conocía bien? Trabajaba en la librería. Por entonces la tienda iba de maravilla y era sobre todo gracias a ella. Imagínate, una librera joven y guapa, entusiasta, encantadora, brillante. La gente venía de todo Long Island solo por ella. ¡Qué desperdicio! ¡Qué injusticia! Para mí fue un impacto terrible. Hubo un momento incluso en que me planteé dejarlo todo plantado y marcharme de aquí. Pero ¿dónde iba a ir? Tengo aquí todos mis lazos afectivos. ¿Sabes, Anna? Lo peor fue que todo el mundo cayó en la cuenta enseguida de que, si Meghan estaba muerta, había sido porque había reconocido al asesino de los Gordon. Lo cual quería decir que se trataba de uno de nosotros. Alguien a quien conocíamos; a quien veíamos en el supermercado, en la playa o incluso en la librería. Y, por desgracia, vimos que no estábamos equivocados cuando desenmascararon al culpable.
—¿Quién fue?
—Ted Tennenbaum, un hombre simpático, afable, que procedía de una buena familia. Un vecino activo y comprometido. Tenía un restaurante. Miembro del cuerpo de bomberos voluntarios. Había participado en la organización del primer festival.
Cody suspiró y añadió:
—No me gusta hablar de estas cosas, Anna, me trastorna mucho.
—Lo siento, Cody. Solo otra pregunta, la última: ¿te suena de algo el nombre de Kirk Harvey?
—Sí, era el antiguo jefe de policía de Orphea. El superior inmediato de Gulliver.
—Y ¿qué fue de él? Estoy intentando dar con su pista.
Cody la miró con una expresión muy rara.
—Desapareció de la noche a la mañana —le dijo, dándole el cambio y metiendo el libro en una bolsa de papel—. Nadie volvió a oír nunca hablar de él.
—¿Qué ocurrió?
—Nadie lo sabe. Desapareció un buen día del otoño de 1994.
—¿Quieres decir el mismo año del cuádruple asesinato?
—Sí, tres meses después. Por eso lo recuerdo. Fue un verano tremendo. La mayoría de los vecinos de la ciudad prefirieron olvidar lo que hubiera podido suceder aquí.
Mientras hablaba, cogió las llaves y se metió en el bolsillo el móvil, que estaba encima del mostrador.
—¿Te vas? —le preguntó Anna.
—Sí, voy a aprovechar que no hay nadie para ir a trabajar un rato con los demás voluntarios en el Gran Teatro. Por cierto, hace ya bastante que no se te ha visto el pelo.
—Ya lo sé; estoy un poco agobiada ahora mismo. ¿Te llevo? Precisamente quería ir al Gran Teatro para preguntarles a los voluntarios por Stephanie.
—Con mucho gusto.
El Gran Teatro estaba al lado del Café Athéna, es decir, en lo alto de la calle principal, casi enfrente de donde arrancaban el paseo marítimo y el puerto deportivo.
Como en todas las ciudades tranquilas, no había vigilancia en los accesos de los edificios públicos y Anna y Cody entraron en el teatro empujando la puerta principal sin más. Cruzaron por el foyer y luego por la sala, bajando por el pasillo central, entre las filas de butacas de terciopelo rojo.
—Imagínate este sitio dentro de un mes, lleno de gente —dijo Cody muy ufano—. Y todo gracias al trabajo de los voluntarios.
Aprovechó el impulso que llevaba para subir los peldaños del escenario y Anna le fue pisando los talones. Se metieron detrás del telón y llegaron entre bastidores. Pasado un laberinto de pasillos, abrieron una puerta tras la que zumbaba la colmena de los voluntarios, que se afanaban por doquier: algunos se ocupaban de las entradas, otros, de los aspectos logísticos. En una sala, se estaban preparando para pegar carteles y revisar los folletos que no tardarían en salir camino de la imprenta. En el taller, un equipo estaba ocupadísimo montando el armazón de un decorado.
Anna se tomó tiempo para charlar con todos los voluntarios. Muchos no habían ido la víspera al Gran Teatro para participar en el operativo de búsqueda de Stephanie y se acercaron espontáneamente para preguntarle si la investigación avanzaba.
—No tan deprisa como me gustaría —les dijo en confianza—. Pero sé que venía mucho al Gran Teatro. Me la encontré aquí en varias ocasiones.
—Sí —le dijo un señor bajito que llevaba la venta de entradas—, era para los artículos sobre los voluntarios. ¿A ti no te entrevistó, Anna?
—No —contestó ella.
Ni siquiera había caído en la cuenta.
—A mí tampoco —comentó un hombre que había llegado hacía poco a Orphea.
—Eso es seguramente porque lleváis aquí poco tiempo —sugirió alguien.
—Sí, es verdad —insistió otro—. No estabais aquí en 1994.
—¿En 1994? —dijo Anna extrañada—. ¿Stephanie os hablaba de 1994?
—Sí, lo que más le interesaba era el primer festival de teatro.
—¿Qué quería saber?
A esta pregunta Anna recibió respuestas variopintas, pero una de ellas surgió de forma recurrente. Stephanie había preguntado a todo el mundo acerca del bombero que estaba de servicio en el teatro la noche del estreno. Al recopilar los testimonios de los voluntarios, parecía como si procurase reconstruir con minuciosidad el programa de la velada.
Anna acabó por ir a reunirse con Cody en el cuchitril que le hacía las veces de despacho. Estaba instalado detrás de una mesa improvisada en la que había un ordenador viejo y montones de documentos revueltos.
—¿Ya has acabado de molestar a mis voluntarios, Anna? —bromeó.
—Cody, ¿no te acordarás por ventura de quién era el bombero de servicio la noche del estreno en 1994 y si todavía vive en Orphea?
Cody abrió mucho los ojos.
—¿Que si me acuerdo? Dios mío, Anna, está visto que hoy es el día de los fantasmas. Era Ted Tennenbaum, precisamente el autor del cuádruple asesinato de 1994. Y no vas a poder encontrarlo en ninguna parte porque está muerto.