Dakota Eden
Me acuerdo de la primera vez en que me encontré con Tara Scalini, en marzo de 2004. Yo tenía nueve años. Nos habíamos conocido porque las dos habíamos sido finalistas en un concurso de deletrear, en Nueva York. Fue un flechazo amistoso. Ese día ninguna de las dos queríamos ganar. Íbamos empatadas: primero una y, luego, la otra, deletreábamos mal aposta la palabra que nos pedía el juez de la competición. Nos repetía, por turno: «¡Si deletreas correctamente la próxima palabra, ganas el concurso!».
Pero aquello no se acababa nunca. Y, por fin, después de una hora mareando la perdiz, el juez acabó por declararnos ganadoras a las dos. Ex æquo.
Fue el principio de una maravillosa amistad. Nos hicimos inseparables. En cuanto podíamos, estábamos metidas una en casa de la otra.
El padre de Tara, Gerald Scalini, trabajaba en un fondo de inversión. Toda la familia vivía en un piso gigantesco que daba a Central Park. Llevaban un tren de vida fantástico: chófer, cocinero, casa en los Hamptons.
Por entonces, mi padre aún no dirigía Channel 14 y no contaba con los mismos recursos. Vivíamos bien, pero nos encontrábamos a años luz del nivel de vida de los Scalini. A mis nueve años, me parecía que Gerald Scalini era muy simpático con nosotros. Le gustaba que lo visitáramos y mandaba al chófer a buscarme para que fuera a jugar con Tara. En verano, cuando estábamos en Orphea, nos invitaba a comer a su residencia de East Hampton.
Pero, aunque yo era pequeña, no tardé en darme cuenta de que las invitaciones de Gerald Scalini no se debían a la generosidad, sino a sus aires de superioridad. Le gustaba alardear.
Le encantaba invitarnos a su dúplex de seiscientos metros cuadrados que daba a Central Park para poder ir, después, a nuestro piso y decir: «¡Qué mona tenéis la casa!». Se deleitaba recibiéndonos en su fastuosa propiedad de East Hampton para ir, luego, a tomar café a la modesta casa que alquilaban mis padres en Orphea y decir: «Muy simpática, la casita».
Creo que mis padres tenían trato con los Scalini más que nada para complacerme. Tara y yo nos adorábamos. Nos parecíamos mucho las dos; éramos muy buenas alumnas, sobre todo con muchas dotes para la literatura, leíamos con voracidad y compartíamos el sueño de ser escritoras. Nos pasábamos los días componiendo historias juntas y redactándolas tanto en hojas sueltas como en el ordenador de la familia.
Cuatro años después, en la primavera de 2008, Tara y yo rondábamos los trece años. La carrera de mi padre había dado un salto espectacular. Enlazó varios ascensos importantes, apareció en la prensa especializada y, por fin, lo pusieron al frente de Channel 14. La vida nos cambió muy deprisa. Ahora también nosotros vivíamos en un piso que daba a Central Park, mis padres se estaban construyendo una casa de vacaciones en Orphea y yo estaba en el colmo de la felicidad, porque me habían matriculado en Hayfair, el prestigioso colegio privado al que iba Tara.
Creo que Gerald Scalini empezó a ver a mi padre un poco como una amenaza. No sé de qué se hablaba en la cocina de los Scalini, pero me pareció que Tara comenzaba de pronto a portarse de forma diferente conmigo.
Yo llevaba mucho tiempo diciéndole a Tara que soñaba con tener un portátil. Mi sueño era un ordenador propio para redactar en él mis textos en la intimidad de mi cuarto. Pero mis padres se negaban. Decían que había un ordenador en el saloncito —ahora teníamos un saloncito y un salón— y que podía utilizarlo cuando quisiera.
—Preferiría escribir en mi cuarto.
—El salón está muy bien —me contestaban mis padres, intransigentes.
Aquella primavera a Tara le regalaron un portátil. Exactamente el modelo que yo quería. Nunca me había parecido que ella tuviera ese deseo. Y resultaba que ahora se pavoneaba en la escuela con su nuevo juguete.
Me esforcé por olvidarme del asunto. Sobre todo porque tenía algo más importante en la cabeza: el colegio organizaba un concurso de redacción y yo, al igual que Tara, había decidido presentar un texto. Ambas trabajábamos juntas en la biblioteca del colegio. Ella, en su portátil, mientras que yo me tenía que conformar con escribir en un cuaderno, para luego, por la noche, pasarlo todo al ordenador del saloncito.
Tara decía que su texto les parecía extraordinario a sus padres. Incluso le habían pedido a un amigo suyo, el cual, por lo visto, era un conocido escritor neoyorquino, que lo leyera y le echase una mano. Cuando el mío estuvo acabado, se lo di para que lo leyera antes de enviarlo al concurso. Me dijo que «no estaba mal». Por el tono que puso, me dio la impresión de estar oyendo a su padre. Cuando acabó el suyo, en cambio, se negó a enseñármelo. «No quiero que me copies», me explicó.
A principios del mes de junio de 2008, durante una gran ceremonia organizada en el auditorio del colegio, se dio a conocer con gran pompa el nombre del ganador del concurso. Me quedé muy sorprendida cuando vi que me llevaba el primer premio.
Una semana después, Tara se quejó en clase de que le habían robado el ordenador. Todos teníamos taquillas individuales en el pasillo, cerradas mediante un candado de combinación, y el director del colegio dispuso que se registrasen las mochilas y las taquillas de todos los alumnos de la clase. Cuando me llegó el turno de abrir la taquilla delante del director y del vicedirector, encontré dentro, horrorizada, el ordenador de Tara.
Se armó un escándalo tremendo. El director me llamó, al igual que a mis padres. Por mucho que juré que no había hecho nada, las pruebas eran abrumadoras. Hubo otra reunión con los Scalini, que se mostraron espantados. Aunque seguí protestando y proclamando mi inocencia, tuve que comparecer ante la junta disciplinaria. Me expulsaron una semana del colegio y me impusieron una serie de tareas comunitarias.
Lo peor fue que mis amigos me dieron la espalda: ya no se fiaban de mí. Ahora me apodaban «la ladrona». Tara, por su parte, contaba a cuantos quisieran oírla que me perdonaba. Que, si se lo hubiera pedido, me habría prestado el ordenador. Yo sabía que mentía. Además de mí, solo había otra persona que supiera la combinación del candado de mi taquilla; y esa era, precisamente, Tara.
Me vi muy sola. Muy confundida. Pero aquel episodio, más que debilitarme, me estimuló para escribir más. Las palabras se convirtieron en mi refugio. Iba con frecuencia a la biblioteca del colegio para aislarme y escribir.
Pocos meses después, cambiaron las tornas para los Scalini.
En octubre de 2008 la tremenda crisis financiera afectó de lleno a Gerald Scalini, que perdió gran parte de su fortuna.