CAPÍTULO 1

EL CASO DE LA PRESTAMISTA IMPACIENTE

Baldomera Larra (hija del famoso articulista que a veces firmaba como Fígaro) había triunfado en la vida: casada con el médico de Amadeo de Saboya (el rey del que Adela, la otra hija de Larra, era amante), gozaba de una buena posición entre la nueva clase burguesa que alardeaba de posibles paseando por el Prado en carretela propia y luciendo vestidos que sus modistas copiaban de figurines de moda parisinos.

Esa vida regalada de doña Baldomera se torció cuando Amadeo regresó a Italia y su médico cesante emigró a Cuba, a probar fortuna, llevándose la llave de la despensa. Quiero decir que doña Baldomera quedó desasistida y en francos apuros económicos.

Baldomera Larra.

Doña Baldomera, que era mujer de recursos, no se amilanó. Pidió prestada a una amiga una onza de oro y al mes siguiente le devolvió dos.

—¿Cómo has conseguido tanta ganancia? —inquirió la amiga que ya daba la onza por perdida.

—Invirtiendo con cabeza.

—¿Y si te doy más dinero me lo inviertes?

—Bueno.

Al mes siguiente, la inversora recuperó su dinero más el 30 por ciento.

—Vuélvelo a invertir, por favor.

La noticia de los beneficios de doña Baldomera atrajo a otros pequeños ahorradores, que le confiaban su dinero contra el correspondiente recibo y al cabo del mes recibían el aumento. Un 30 por ciento de ganancia mensual era mucho más de lo que los incipientes banqueros de la época podían ofrecer, de modo que el negocio de doña Baldomera crecía como la espuma.

—¿Cómo es posible que el dinero rinda tanto? —le preguntó su amiga.

—¡Ah, ese es mi secreto! Y puedo asegurarte que es tan simple como el del huevo de Colón.

—Pero ¿qué garantía tenemos los impositores en caso de quiebra?

—La única garantía es tirarse del viaducto —respondió doña Baldomera con una sonrisa cínica.

No hacía mucho que habían inaugurado el viaducto y ya era el lugar favorito de los suicidas madrileños.

Pronto doña Baldomera no dio abasto por sí sola para administrar el negocio. Empresaria emprendedora, abrió en la calle de la Greda una Caja de Imposiciones, con cinco empleados: el apoderado Saturnino Iruega, los escribientes Enciso, Rojas y Casanova y un recadero, Nicanor.

El fluido de cash era constante. Hasta de los pueblos peregrinaban incautos a confiarle sus ahorrillos. Con los ingresos de los nuevos impositores, doña Baldomera pagaba las mensualidades de los antiguos y aún sobraba en el cajón. Esto duró hasta que un aciago día de diciembre de 1876 un humilde impositor madrugó para retirar su rentita mensual y le dieron largas.

—Todavía no tenemos fondos —se excusó el escribiente—. Venga más tarde u otro día.

Por los mentideros de Madrid corrió la noticia de que doña Baldomera no estaba pagando los réditos de las imposiciones. Cundió el pánico entre los impositores. A media mañana una multitud enfurecida se agolpaba a la puerta de la oficina.

Nada tan alarmista como el dinero, especialmente cuando lo has depositado a cambio de un papel. La justicia intervino la caja.

—¿Caja? ¿Qué caja? Los anaqueles estaban vacíos y en el cofre fuerte solo había un número atrasado del Semanario satírico y un dedo de polvo.

Doña Baldomera había huido a Francia con documentación falsa y veintidós millones de reales (un fortunón para la época): los ahorros que le habían confiado unos cinco mil impositores. Atando cabos, la justicia llegó a la conclusión de que el milagroso negocio de doña Baldomera consistía simplemente en pagar las rentas de los antiguos impositores con el dinero que ingresaban los que en número creciente se iban incorporando. Todo fue bien mientras el volumen de ingresos superó al de los pagos, pero cuando el número de los nuevos impositores decreció, la caja se declaró en suspensión de pagos.

La clásica estafa piramidal.

Doña Baldomera vivió dos años en Auteuil (Francia). Descubierto su paradero, la justicia española obtuvo su extradición. En el juicio, doña Baldomera culpó de la ruina de su empresa a los periódicos que sembraron el pánico entre sus impositores. La condenaron a seis años de prisión, pero solo cumplió uno porque mucha gente, convencida de su inocencia, se sumó a la campaña de recogida de firmas solicitando su indulto.

La industriosa inversionista se retiró de la vida pública y no se volvió a saber de ella. Unos dicen que vivió el resto de su vida con su hermano, el compositor Luis Mariano Larra; otros, que se reunió con su marido en Cuba y que emigró a Buenos Aires, ciudad en la que falleció ya muy anciana.