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«PROYECCIÓN MENTAL» A LA PASIÓN Y MUERTE DEL NAZARENO: UNA EXPERIENCIA INOLVIDABLE

Siempre imaginé que Jesús de Nazaret había sido un judío típico. Es decir, fornido y de una talla similar a la media mediterránea. Quizá entre 1,60 y 1,65 metros de estatura.

Pues no. También en esto me equivocaba.

Mucho antes, por supuesto, que los científicos de la NASA se decidieran a trabajar en la Sábana de Turín, otros expertos —especialmente médicos de gran relieve sacaron jugosas conclusiones de los minuciosos «chequeos» a que sometieron el lienzo.

Uno de estos prestigiosos cirujanos, el doctor Cordiglia, tras cuatro páginas de medidas antropométricas, afirma, en un importante estudio, que el «hombre» de la Sábana medía 1,81 metros de altura.

Según el médico, «de estos datos vemos presentársenos delante un "hombre" antropométricamente perfecto. Extraordinario en toda su imponente hermosura, que se trasluce de las mórbidas líneas del rostro».

Y añade:

«Si se tiene en cuenta el concepto unitario del organismo y el significado biológico del psiquismo… y si aceptamos la correlación que los varios autores sostienen entre características psíquicas y somáticas, tenemos que ver en Él un individuo también psíquicamente perfecto».

En cambio, Cordiglia no logra centrar a Jesús de Nazaret —al menos a través del análisis de sus medidas corporales— en ningún grupo étnico. Esto resulta sumamente paradójico si tenemos en cuenta las «raíces» del Nazareno a lo largo de la Historia del pueblo judío…

La cabeza del «hombre» que estuvo envuelto en la Sábana de Turín —asegura el especialista— era claramente «mesocéfala»[3]. Su índice, de 79,9.

Y aunque la considerable estatura de Jesús no parece corresponder a dicho índice, todos los informes médicos, sin embargo, apuntan hacia el tipo «mediterráneo».

«Pero afirmar, como tantos lo han hecho, fijándose tan sólo en la fisonomía —matiza Cordiglia—, que refleja las características semíticas,[4] es ignorar los demás elementos, especiales y excepcionales que, por su alto grado de perfección corporal, nos obligan a clasificarlo fuera y por encima de cualquier tipo étnico».

Desde el punto de vista teológico, esta conclusión no puede sorprender, puesto que —según se afirma en los Evangelios— Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo.

No hubo, según esto, mediación alguna del código genético del hombre.

Por mi parte —y siempre considerando estas afirmaciones como una pura opinión personal—, después de leer y reflexionar sobre el Antiguo Testamento, me inclino a pensar que la venida de Jesús a este planeta exigió toda una compleja y, para nosotros, incomprensible serie de «medidas» previas. Y una de esas condiciones —quizá básica— fue la «elección» y lenta preparación de un pueblo o grupo étnico. Una raza, en fin, de todos conocida y que —precisamente— fue calificada como «el pueblo elegido»…

«Elegido», sin duda, desde el punto de vista físico, pero que —y en esto comparto el criterio de Cordiglia— iba a desempeñar un único papel de «soporte». Y la mejor prueba, en fin, la tenemos ahí: en las «anormales» medidas corporales del Nazareno, si tomamos como referencia las características típicas de los judíos.

Pero volvamos al tema central que nos ocupa. Tiempo habrá, en otras obras, de analizar con un máximo de objetividad este y otros reveladores puntos del Antiguo Testamento y que —desde mi humilde opinión— no están suficientemente claros…

Tal y como hacía notar al principio de este capítulo, a raíz de los descubrimientos de los técnicos de la NASA, la pasión y muerte de Jesús de Nazaret se ha ido enriqueciendo con precisiones y datos que no conocíamos por los Evangelios u otros escritos y que —desde el punto de vista puramente narrativo o del conocimiento de aquel suceso— resultan apasionantes.

Conjugando estas nuevas informaciones con los testimonios de los cuatro evangelistas, me he tomado la libertad de «reconstruir» la parte final de esa pasión y muerte del Nazareno. Un relato, hora tras hora, tal y como lo hubiera escrito, quizá, un reportero de nuestros días…

Pero, buscando el máximo realismo, he introducido una muy especial novedad en dicha «reconstrucción». Un total de tres personas, entre las que me incluyo, llevamos a cabo —y por separado— lo que la moderna Ciencia de la Parapsicología define como «proyección mental». Intentaré explicarlo en cuatro palabras.

Cada miembro del «equipo» —mediante unas técnicas concretas de relajación (casi hipnosis)— «se proyectó mentalmente» al tiempo —a las horas— en que discurrió el suplicio y crucifixión del Nazareno.

Estas «técnicas» —bien conocidas de cuantos han practicado los ejercicios de yoga, control mental, meditación trascendental, etc—. pretenden básicamente un descenso de los ciclos cerebrales por segundo. De esta forma, el cerebro humano emite un tipo concreto de ondas, pasando a un estado especial de conciencia. Un «mundo» en el que la mente queda libre: fuera del tiempo y del espacio.

Pues bien, uno de los múltiples «ejercicios» o «experiencias» que puede vivir o sentir el ser humano en dicho estado «Alfa» es precisamente el de «proyectar» su mente a otro tiempo o a otro lugar.

Los resultados —como en esta ocasión— son siempre fascinantes.

Con gran sorpresa por nuestra parte —a la hora de confrontar los resultados—, observamos que no había grandes diferencias entre lo que cada uno de nosotros «había visto», «oído» y, sobre todo, «sentido» en la Jerusalén de hace dos mil años.

He aquí el resultado de aquel apasionante «salto» en el tiempo:

Viernes, 8:45 horas

Oro del templo contra Jesús

… Pilato, cada vez más contrariado ante el cariz que tomaba aquel súbito asunto de los judíos y el llamado Jesús de Nazaret, mandó traer nuevamente a su presencia al detenido.

La guardia no tardó en llevar a Jesús ante el procurador. Y Pilato, una vez más, se paseó en silencio ante aquel polémico galileo, que tanto había logrado irritar a los sacerdotes y fariseos. Aquella circunstancia —¿Para qué ocultarlo?—, y dado el profundo desprecio de Pilato hacia aquellos judíos incultos y venenosos, había despertado en el procurador una cierta corriente de simpatía hacia el «sospechoso»…

El romano, conocedor de los «modales» de los alguaciles y esbirros del Sanedrín, supo desde el primer momento que el llamado Jesús, el Nazareno, había sido ya brutalmente golpeado en el rostro. Aquel hematoma en el pómulo era la prueba más clara…

Jesús seguía con la cabeza ligeramente inclinada hacia el suelo. Aquella disposición —sumisa y silenciosa— crispó los nervios de Pilato, más que alterados ya por la intransigencia y agresividad de los judíos que le habían traído al Nazareno y que, desde primeras horas de la mañana, se agolpaban frente a las escalinatas del pretorio.

Y levantando la vista hacia Jesús, Pilato le preguntó de nuevo:

—¿Eres tú el rey de los judíos?

El detenido miró al procurador y, con voz grave, contestó:

—¿Dices esto por ti mismo o te lo dijeron otros de mí?

Aquello exasperó al romano. Y, gesticulando, se encaró con Jesús al tiempo que le gritaba a corta distancia de su rostro:

—¿Soy acaso judío…? ¡Tu pueblo y los pontífices te entregaron a mí…! ¿Qué hiciste…? Responde, ¡Maldita sea!

Pero Pilato no observó la menor sombra de temor en aquel gigante. La mirada de Jesús seguía fija en los ojos del procurador. Y el romano se percató al instante de algo insólito, al menos para él, acostumbrado a tratar a todo tipo de ladrones, traidores y maleantes: el rostro, la mirada y las palabras de aquel hombre nada tenían que ver con los delincuentes y sediciosos que había juzgado y condenado.

Aquel gigante le inspiraba respeto…

—Mi reino no es de este mundo —contestó Jesús—. Si mi reino fuera de este mundo, mis súbditos lucharían para que yo no fuera entregado a los judíos… Pero mi reino no es de aquí.

La sorpresa transformó a Pilato.

—Luego, ¿Tú eres rey…?

—Tú lo dices… Yo soy rey.

Pilato hizo un gesto de incomprensión y, dando la espalda a Jesús, empezó a caminar hacia la gran puerta del pretorio, donde aguardaba la inquieta muchedumbre. Pero las palabras del Nazareno le obligaron a detenerse y escuchar.

—… Yo para eso nací y para eso vine al mundo. Para testificar la verdad… Todo el que es de la verdad escucha mi voz.

Pilato esbozó una escéptica media sonrisa y, señalando con el dedo a sus pretorianos y posteriormente hacia el lugar donde clamaba la turba, masculló:

—La verdad…, ¿Y qué es la verdad?

Y, sin esperar respuesta, siguió su camino hacia el exterior del pretorio. Junto a él, algunos centuriones y parte de la guardia, que tenían la misión de velar por la seguridad del representante del César.

La muchedumbre volvió a encenderse al ver a Pilato. Y arreciaron en sus gritos contra Jesús de Nazaret.

Uno de los centuriones se aproximó al procurador y le susurró al oído:

—Sabemos que gente pagada por el Sanedrín está agitando al pueblo y comprándolo para que sueltes a Barrabás y sentencies al Nazareno. Anás repartió anoche oro del tesoro del templo y apuntó los nombres de aquellos que lo recibieron. Suponemos que esos cerdos de sacerdotes tratarán de recuperarlo…

Pilato no hizo el menor comentario y, levantando su brazo derecho, pidió silencio. Segundos después, la multitud se calmó. Sólo algunos ladridos se dejaban oír en las calles próximas. Hasta los animales parecían alterados en aquella luminosa mañana de abril.

Y Pilato —adoptando un tono solemne— gritó:

—Yo no hallo en él culpa alguna… Vosotros acostumbráis a que os suelte un preso por la Pascua…

Un murmullo empezó a crecer entre los cientos de manifestantes. Y el procurador, elevando la voz, preguntó:

—¿Queréis que os suelte al rey de los judíos…?

Las palabras del procurador se vieron ahogadas por un estallido de imprecaciones y malhumor. Los judíos se sintieron burlados por el romano y aquello precipitó los acontecimientos. Y lo que al principio fueron aislados gritos en favor de Barrabás, mezclados con algunos que defendían también a Jesús, termino por convertirse en una sola y atronadora voz, que repetía presa ya de la más absoluta histeria:

—¡A Barrabás, a Barrabás…!

A la vista de esta situación, Pilato pidió una jofaina. Y, con la teatralidad que le caracterizaba, la levantó sobre su cabeza, mostrándola a la enardecida multitud. Después se lavó las manos, al tiempo que gritaba:

—¡Soy inocente de esta sangre…!

Y, dando media vuelta, entró nuevamente en la estancia donde esperaba Jesús. Pero Pilato no se atrevió a mirar el rostro del detenido. Y, alentando todavía una cierta esperanza, dio instrucciones a sus soldados para que fuera azotado de tal forma que —al verlo— las gentes se ablandaran.

Viernes, 9:15 horas

Se orinaron sobre el Galileo

La guardia condujo al Nazareno hasta el espacioso patio interior del palacio.

Jesús pudo ver cómo uno de los romanos desataba algunos caballos y los retiraba hacia el extremo opuesto de la estancia. Allí volvió a anudar las riendas a la argolla de hierro existente sobre un mojón de piedra. Y lentamente, con una abierta sonrisa de burla, se dirigió hacia el Nazareno, que esperaba todavía bajo los soportales que rodeaban el patio rectangular.

Y, a empujones, Jesús atravesó el blanco empedrado, encharcado acá y allá por los pestilentes orines y el estiércol de las caballerizas.

El Nazareno apenas pudo percatarse de la masiva entrada en el patio de casi todos los soldados libres de servicio que formaban la cohorte del procurador. El romano que minutos antes había desatado la media docena de caballos, le despojó con violencia del manto, haciendo lo propio con la túnica blanca…

Otro soldado procedió a sujetar sus muñecas con una gruesa cuerda, obligándole a inclinarse sobre el mojón que acababa de quedar libre y que no mediría más arriba de los 40 centímetros.

Aquella forzada postura hizo que Jesús —dada su considerable altura— tuviera que separar el extremo de sus piernas. Y los largos cabellos cayeron pronto ante sus ojos. Pero aquello no le impidió seguir escuchando el alegre y constante canto de las primeras bandadas de golondrinas que habían empezado a llegar a Jerusalén.

No tardó en sentir sobre su espalda el calor del sol.

Pero, de pronto, un golpe seco y brutal le hizo estremecerse. Y sus rodillas se doblaron.

A ambos costados de Jesús, otros tantos sayones habían iniciado una sistemática y bárbara lluvia de golpes sobre el cuerpo del detenido.

Para ello empleaban sendos látigos, provistos, a su vez, de correas de cuero, en cuyos extremos habían sido fijados otros tantos pares de bolas de plomo.

Pronto se confundieron los gritos e improperios de la soldadesca, con el chasquido de las correas sobre la carne de Jesús, el resoplar de los flageladores y los relinchos de algunos caballos, alterados ante la presencia de aquellas centurias.

Y la sangre empezó a brotar a lo largo de la espalda, costillas, muslos y pantorrillas del Nazareno. Al principio, no en demasiada abundancia…

Pero, conforme los golpes eran cantados por los propios verdugos, las heridas —especialmente las de las anchas espaldas— fueron abriéndose más y más. Y los regueros de sangre se hicieron tan copiosos que, a cada nuevo golpe, las gotas eran despedidas y lanzadas sobre los muros próximos, así como sobre las vestimentas de los romanos más cercanos al mojón.

Éste, igual que buena parte del empedrado, quedó salpicado también por aquel goteo…

Mediado el castigo, los sayones fueron relevados por otros dos romanos, que reemprendieron la flagelación con idéntica saña.

Cuando los golpes empezaban a aproximarse a los 80, Jesús terminó por clavar sus rodillas sobre los adoquines, dejándose caer sobre el mojón. Para entonces, sus espaldas y piernas brillaban al sol, húmedas por el sudor y la sangre.

Pero el espectáculo empezaba a desasosegar a alguno de los soldados romanos y a cansar a la mayoría. Y parte de la cohorte empezó a retirarse.

Fue entonces —cuando el sayón contabilizaba el centenar de latigazos— cuando uno de los centuriones se adelantó y ordenó detener la carnicería.

—¡Desatadle! —añadió el oficial.

En el silencio del patio sólo se escuchaba la respiración agitada de los verdugos, que —todavía con los flagelos en las manos— contemplaban a aquel gigante caído y ensangrentado.

Uno de los verdugos, bañado en sudor, se sentó a la sombra del pórtico, tratando de limpiar la sangre de las correas.

Pero Jesús apenas se movía. Y el oficial, temiendo que pudiera fallecer, ordenó a sus soldados que trajeran agua.

Al punto, los romanos baldearon el cuerpo de Jesús. Y uno de los soldados procedió a desatarlo de la argolla, intentando en vano levantar al Nazareno. Al soltarlo, el cuerpo cayó pesadamente sobre el piso. Era evidente que el detenido había recibido un durísimo castigo.

Y nuevos cubos de agua fueron derramados violentamente sobre la espalda y cabeza de Jesús. A los pocos minutos, el Nazareno intentó incorporarse. Y el centurión que había sido encargado del suplicio respiro. Él mismo, asistido por otros soldados, terminó por levantar al prisionero. Jesús mantenía sus ojos cerrados.

Algunas moscas y moscardones zumbaban sobre las heridas.

Alguien colocó sobre los hombros de Jesús una vieja capa púrpura, mientras otros procedían a sentarle en uno de los bancos de piedra de los soportales. Y allí arreciaron las burlas, salivazos e insultos. No era muy frecuente que las centurias tuvieran ante sí a alguien que se autoproclamaba «rey de los judíos». Rey de un pueblo tan aborrecido como odiado por aquellos soldados, la mayoría, lejos de su patria y de sus familias.

Pero las risotadas y aspavientos aumentaron de pronto en uno de los extremos del gran patio. Uno de los soldados se acercaba hasta Jesús con paso marcial. Llevaba entre sus manos un casco trenzado con espinos, de los que crecían comúnmente junto a las murallas de la ciudad. Y rodeando al romano, otros miembros de la guardia, que habían adivinado las intenciones de aquél y celebraban la ocurrencia.

Entre reverencias y procacidades, el soldado se situó frente al Nazareno y levantó el casco de espinos sobre la cabeza del azotado, que proseguía con los ojos cerrados y sin proferir el menor lamento o protesta.

En medio de una morbosa expectación, el romano incrustó de golpe las espinas en la cabeza de Jesús. Y un rugido de satisfacción se levantó nuevamente en el patio, asustando a las ya inquietas caballerías.

Las polvorientas y amoratadas mejillas del Nazareno se vieron pronto surcadas por finos reguerillos de sangre. Y los cabellos, pastosos ya por el agua y la sangre de la flagelación, se humedecieron nuevamente.

Con una caña entre los dedos, el detenido asistió entonces a un «desfile» cruel y mordaz por parte de la soldadesca.

Y, entre ceremoniosos saludos, los romanos terminaron de encajar a golpes —con palos y con las propias astas de sus lanzas— el afilado casco de espinos.

Pero las risotadas alcanzaron su máxima expresión cuando uno de aquellos soldados, colocándose a corta distancia de Jesús, soltó sus calzones, orinándose sobre el pecho, vientre y piernas del Nazareno.

Muy pocos de aquellos romanos se percataron entonces de las lágrimas que, sutilmente, habían empezado a mezclarse con los coágulos de sangre en el rostro del Galileo…

Fue de nuevo la llegada del centurión la que puso punto final a aquel escarnio. Y los soldados recogieron la capa y la caña y le vistieron sus ropas.

Con paso tambaleante, Jesús fue conducido de nuevo hasta el procurador.

Informe de los expertos

«Unos cien golpes»

Pero hagamos un alto en la narración, en la «proyección mental».

¿Qué dicen los expertos y estudiosos del lienzo de Turín en relación con las heridas ocasionadas en esta primera «fase» del tormento?

Los recientes hallazgos de los científicos de la NASA, así como los de otros especialistas en Medicina, han puesto de manifiesto que el hombre de la Sábana de Turín fue azotado al estilo romano y no judío. Esta última modalidad constaba de 40 golpes menos uno. Pero la romana —more romanorum— no tenía límite. Sencillamente, se suspendía cuando así lo juzgaba conveniente el executor sententiae…

Y estudiando el «mapa» de las huellas del lienzo de Turín, los expertos han podido constatar que la flagelación sumó más de cien golpes. Latigazos —a juzgar por las heridas— que cayeron especialmente en el dorso y el pecho de la víctima, encorvada como estaba sobre alguna pequeña columna a la que había sido atada por las manos.

No obstante, se aprecia que los azotes alcanzaron igualmente las piernas, vientre, nalgas e incluso testículos.

Todos los especialistas han advertido, por la distribución de las heridas, que la flagelación debió de ser metódica e infligida por dos verdugos tan expertos como resistentes a la fatiga. Un ejemplo de lo primero es la zona del corazón: en dicha área no aparecen tantas señales como en el resto del cuerpo. La razón parece obvia. Una acumulación de impactos en esa zona del tórax hubiera podido acarrear un colapso. Y los ejecutores se habrían hecho responsables ante el magistrado romano…

En cambio, en el lienzo abundan huellas de excoriaciones «figuradas» o improntas de azotes, desde todo el tronco a las piernas. Esas marcas son bautizadas con los calificativos de a manubrio de gimnasia o en estrías o lengüetas, y corresponden al par de bolas de plomo del látigo y a sus correas.

Prácticamente, todos los investigadores se muestran de acuerdo en el hecho de que los golpes cayeron a pares. En otras palabras: que era casi seguro que el suplicio fue administrado por dos verdugos simultáneamente. Y es muy posible también que cada flagelo estuviera armado de dos correas, cada una con su correspondiente par de bolas de plomo o huesecillos. Quizá, tabas…

En cuanto a las manchas de sangre que aparecen en la cabeza, el profesor Cordiglia afirma en sus estudios:

«Se trata de singulares calcados de gotas sanguíneas que interesan a la región frontal, parietaltemporal y occipital. Son la expresión de lesiones sobre el cuero cabelludo. Considerando su distribución a modo de aureola, debemos deducir que han sido causadas por objetos en punta, aguijonados, clavados, frotados sobre el copiosamente regado cutis de la cabeza en forma de corona o cofia de espinas».

Y añade un detalle escalofriante:

«Una gota más marcada se encuentra en la región mediana de la frente, que ofrece la forma de un "3" al revés: la sangre se ha abierto camino entre las arrugas de la frente en dos momentos. Primero, cuando se contrajeron los músculos de la piel, en el espasmo del dolor. Por último, en su relajamiento final, en el momento de la muerte».

En las huellas de la Sábana se observa igualmente cómo el roce del madero que Jesús cargó sobre sus hombros camino del Gólgota con este «yelmo» de espinos lesionó marcadamente la región occipital o próxima a la nuca.

Y, con la misma precisión, los científicos han podido deducir y demostrar lo que ya se apunta en los Evangelios: a Jesús de Nazaret le golpearon en pleno rostro.

Veamos.

La desviación del arco de la nariz hacia la izquierda es claramente visible en el lienzo.

Como también lo es, en línea con ella, la contusión en forma triangular en la región cigomática[5] derecha.

Afirman textualmente los médicos:

«Precisamente allá donde confina el cartílago con el hueso nasal, y donde se observa una zona excoriada y contusa, la nariz inicia una ligera desviación hacia la izquierda… Se trata, evidentemente, de un bastonazo, propinado con un palo más bien corto, redondo, de un diámetro máximo de cuatro a cinco centímetros, cuya fuerza de contusión ha sido más violenta en su extremidad. Es decir, sobre la nariz. Y de violencia algo menos debajo de la región cigomática derecha.

»El golpe lo descargó un individuo que se encontraba a la derecha del agredido y empuñaba el bastón con la izquierda».

Recordemos que durante el interrogatorio en la casa de Anás, el Nazareno fue golpeado por uno de los criados o policías del Sanedrín. Y Juan, en su Evangelio, emplea la palabra rápisma para describir dicho golpe. Este vocablo significa en griego —y en general—, un golpe dado con un palo, garrote o bastón. La Vulgata, en cambio, lo traduce como «bofetada».

Tampoco debemos olvidar que, mientras los romanos golpeaban con la derecha, los judíos lo hacían con la izquierda. Esto último era lógico, puesto que el pueblo judío escribía al estilo semítico: de derecha a izquierda, utilizando comúnmente la zurda.

Si el que golpeó era un servidor del sumo pontífice, es natural imaginar que su mano izquierda fuera mucho más hábil que la derecha.

Y un último y curioso detalle, aportado por los científicos: La planta que utilizó la guardia romana para confeccionar el «casco» de espinas pudo ser la que los botánicos conocen como «espino de Cristo» (Ziziphus spina Christi), que crece en Siria.

Se trata de un arbusto o pequeño árbol, de unos dos a tres metros de altura, con ramas blancas que pueden curvarse con facilidad. Los arranques de las hojas presentan dos espinos en forma de gancho. Según el botánico G. E. Post, esta planta crecía en los alrededores de Jerusalén, sobre todo, en los lugares próximos al Gólgota.

Viernes, 10:15 horas

Chantaje político contra Pilato

… El procurador Poncio Pilato, miró de hito en hito al detenido. Muy cerca de Jesús, el centurión responsable de la flagelación seguía atento hasta el último parpadeo del Nazareno, dispuesto, junto con otros dos soldados, a intervenir en caso de desfallecimiento del Galileo.

En silencio, Pilato caminó en derredor de Jesús de Nazaret, que continuaba con la cabeza ligeramente inclinada hacia el brillante mármol del Pretorio. Su respiración, lentamente, se había ido acompasando. El romano no disimuló una mueca de horror cuando —al pasar frente a la espalda— observó extensas manchas de sangre en la túnica. Después reparó en las losas de aquel mármol de brocatel, orgullo de la fortaleza Antonia, y se sintió contrariado al verlas rociadas por gruesas gotas de sangre.

Y al tiempo que señalaba con su dedo índice el yelmo de gruesos espinos, interrogó con la mirada al centurión. Éste, por toda respuesta, se encogió de hombros…

Poncio Pilato sintió conmiseración por aquel hijo de Israel. Pero él era el procurador y no podía exteriorizar sus sentimientos, al menos ante sus subordinados. Sin embargo, algo, en el fondo de su corazón, le obligaba a desear la libertad de aquel asombroso Jesús de Nazaret. Y trató nuevamente de salvarle. Hizo un gesto a los soldados para que le sacaran ante la multitud que seguía concentrada frente al palacio, tal y como tenían por costumbre en aquellas fechas de la Pascua, en espera de la liberación de un reo.

Cuando Pilato mostró a Jesús a la muchedumbre, un nuevo griterío apagó casi las palabras del procurador:

—¡Mirad, os lo traigo fuera para que sepáis que no encuentro ningún delito en él…!

Pero los sumos sacerdotes habían hecho circular consignas y monedas entre los judíos para que se manifestaran a favor de la muerte del Nazareno. Y, desde el mismo instante en que Jesús apareció ante el pueblo, ya sólo se escuchó una palabra:

«¡Crucifícalo… Crucifícalo!»

Poncio Pilato, irritado, ordenó silencio. Y mostrando al Galileo, les dijo:

—¡Tomadlo vosotros…, y crucificadle! Yo no encuentro ningún delito en él.

Uno de los sumos sacerdotes, tomando la palabra, respondió al procurador:

—¡Nosotros tenemos una Ley, y según esa Ley, debe morir… porque se tiene por Hijo de Dios!

Y los miles de judíos que se agolpaban ya frente a la fortaleza Antonia, en la colina, estallaron en nuevas voces y protestas, exigiendo al romano que crucificase a Jesús.

—¿Hijo de Dios…?

Aquello era nuevo para Poncio Pilato. Y, un tanto confuso y sorprendido, ordenó que entraran al reo al pretorio. Mientras tanto, la guardia del palacio había sido reforzada, en previsión de cualquier acto de violencia por parte del irritado pueblo judío. El propio procurador había advertido a sus oficiales para que intervinieran con todo rigor en caso de desorden.

Aquella situación, realmente, empezaba a molestar a Poncio Pilato.

Una vez en el interior, preguntó a Jesús:

—¿De dónde eres?

Pero el reo se limitó a mirarle fijamente. Aquello exasperó a Pilato.

—¿No me hablas…?

Ante el silencio del arrestado, el centurión avanzó hacia Jesús, dispuesto a castigar aquella insolencia. Pero el procurador se adelantó al oficial romano y, encarándose con el Galileo, volvió a preguntarle con voz amenazante:

—¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte?

De inmediato, Jesús —que seguía con sus manos atadas— murmuró:

—No tendrías contra mí ningún poder, si no se te hubiera dado de arriba… Por eso, el que me ha entregado a ti tiene mayor pecado.

Y Jesús sostuvo la mirada del procurador.

Pilato estaba seguro. En aquel hombre no había soberbia. Aquélla no era la mirada ni el tono de un arrogante. ¿Se trataba de un loco…? ¿O estaba verdaderamente ante un profeta…?

Pero ¿Cómo era posible que hablara así un individuo que había sido tan duramente azotado y humillado…?

«Lástima no haberle conocido antes», pensó el procurador.

Era la hora sexta cuando llegaron hasta el romano unos gritos que le intranquilizaron sobremanera.

—¡Si sueltas a ése —clamaba la turba—, no eres amigo del César…! ¡Todo el que se hace rey se enfrenta al César…!

Aquello era demasiado. Si la creciente rebelión de los judíos, en vísperas de la Pascua, llegaba a oídos del César, sus favores ante aquél podían verse en serio peligro…

Y aunque era consciente del «chantaje» de que estaba siendo objeto por parte del Sanedrín, Pilato titubeó.

Se sentó nuevamente en el tribunal, en el lado conocido como «enlosado», y colocó a Jesús a su lado. Y gritó el procurador:

—¡Aquí tenéis a vuestro rey…!

Pero los manifestantes clamaron con fuerza:

—¡Fuera, fuera…! ¡Crucifícale…!

Y el romano asintió:

—¿A vuestro rey voy a crucificar…?

Los sumos sacerdotes, que habían ido ocupando un lugar próximo al pretorio, levantaron sus brazos al cielo y estallaron:

—¡No tenemos más rey que el César!

Y la chusma siguió vociferando y «aullando»…

Pilato golpeó entonces los brazos de piedra del tribunal con las palmas de sus manos y se levantó bruscamente, desapareciendo en el interior del pretorio.

Y ordenó a sus oficiales que lo dispusieran todo para la inmediata ejecución de la sentencia de muerte: crucifixión.

Viernes, 10:45 horas

Amarrados por los tobillos

… Jesús de Nazaret fue conducido nuevamente al centro del patio de armas. Hacia tiempo que se habían retirado las centurias romanas, especialmente alertadas y distribuidas en torno a la fortaleza Antonia —sede del procurador Poncio Pilato durante su estancia en Jerusalén— y dispuestas, como digo, a repeler el menor brote de violencia en aquella inquietante mañana.

La actitud de los soldados que le custodiaban —y, sobre todo, la del centurión encargado por Pilato del cumplimiento de la ejecución— había variado sensiblemente desde que el procurador hiciera pública su decisión de terminar con la vida del detenido. Desde aquel instante, las burlas desaparecieron. Y en la faz de la mayoría de los soldados que se cruzó con el Galileo era fácil leer cierta compasión…

Desde el primer instante en que Jesús empezó a ser interrogado por el romano, la totalidad de la guarnición se percató de los deseos del procurador, que trataba inútilmente de ponerle en libertad.

Uno de los guardianes liberó a Jesús de sus ligaduras. Y, por un instante, el Nazareno levantó su ensangrentado rostro hacia aquel tibio sol del mediodía. Pero sus ojos estaban tan inflamados como consecuencia de los golpes y latigazos, que apenas se percató de la acusada transparencia de aquel cielo turquesa. Eso sí, las golondrinas habían desaparecido, evitando, como siempre, el rigor del calor.

A una orden del centurión, uno de los soldados, situándose a espaldas del condenado, le levantó ambos brazos hasta colocarlos en cruz. Y así le sostuvo mientras otro miembro de la escolta, por la parte frontal, y tras empujar violentamente la cabeza de Cristo hacia atrás, pegó su lanza al cuerpo del Galileo, en línea con los brazos. De esta guisa pudo medir su «envergadura», transmitiendo al responsable de los almacenes de la guarnición la medida exacta del patibulum que debía cargar el detenido.

El encargado de la intendencia se perdió en la penumbra del portalón que conducía a las galerías subterráneas de la fortaleza, no sin antes proclamar sus dudas sobre la existencia de un madero de las dimensiones exigidas por la gran talla del Nazareno…

Y aunque los depósitos del palacio se hallaban copiosamente provistos de estos específicos maderos —en especial, desde la llegada al poder de Herodes el Grande—, no era frecuente que entre los judíos ajusticiados apareciera alguien con una altura de 1,81 metros…

En aquel instante, y por las mismas escaleras por las que acababa de alejarse el oficial intendente, irrumpieron en el soleado patio cuatro soldados provistos de lanzas y flagelos. E inmediatamente detrás, dos judíos que habían sido sorprendidos robando en las calles de Jerusalén y que venían aprovechándose de las grandes aglomeraciones de aquellas señaladas fechas de la Pascua.

La guardia había colocado sendos maderos de poco más de un metro de longitud sobre sus hombros y nuca. Y sus brazos y manos aparecían fuertemente amarrados a aquéllos. El peso de los troncos les obligaba a caminar ligeramente inclinados, violentando al mismo tiempo la cabeza para no perder la visibilidad.

Una soga había sido anudada al tobillo derecho del primero, prolongándose como dos metros hasta llegar al segundo condenado, que aparecía igualmente atado a la altura del tobillo derecho.

Un quinto soldado cerraba la comitiva, atenazando entre sus manos el resto de la gruesa cuerda de esparto.

La guardia condujo a los ladrones hasta el extremo del patio donde permanecía Jesús. Pero el Nazareno seguía con la cabeza inclinada sobre el tórax y casi no advirtió cómo los nuevos prisioneros eran empujados hasta quedar situados a breves pasos de él.

Uno de los ladrones —llamado Dimas— fijó sus ojos en aquel tercer y desconocido condenado a quien no habían visto por las mazmorras. Y le susurró a su compañero:

—¡Es Jesús, el profeta…! Pero ¿Qué han hecho con él…?

Dimas, encorvado bajo el peso del patibulum, observó, estremecido, cómo en torno a las sandalias del Galileo se había ido formando un charco de sangre, que se veía alimentado ininterrumpidamente por finos hilillos que escurrían por el interior de la túnica. También desde las sienes del «profeta» notó el ladrón cómo goteaba la sangre.

Y, sin saber por qué, sintió lástima…

«Éste es un hombre bueno —pensó—. ¿Por qué está aquí?». Pero Dimas no halló respuesta en su corazón.

El centurión daba muestras de impaciencia. Y ordenó a uno de los soldados que bajara a los almacenes de la torre en busca del intendente.

Al mismo tiempo, otro de los legionarios —a una orden del oficial— situó a los ladrones de espaldas a Jesús, extendiendo la soga hasta el pie derecho de aquél. Pero antes de proceder a anudar la cuerda en torno al tobillo, el soldado dobló la pierna del Nazareno, sujetándola entre sus grandes manos, tal y como tienen por costumbre los herreros con las patas de las caballerías, cuando se trata de trabajar con las herraduras. Y procedió a desatar la primera sandalia…

Aquella inesperada y brusca maniobra hizo tambalear al gigante, que a punto estuvo de caer sobre el empedrado del patio de armas…

La guardia que permanecía a su lado pudo detener la caída…

Pero las imprecaciones de la soldadesca y el entrechocar de sus petos y espadas llamó la atención de los ladrones, que se volvieron a un mismo tiempo hacia el grupo, con tan mala fortuna, que uno de los condenados, al girar, golpeó duramente con su madero al romano más cercano, derribándole.

El incidente hizo estallar al resto de la guardia, que la emprendió a latigazos y puntapiés con Dimas y su compañero.

El castigo se prolongó hasta que el intendente y el legionario se aproximaron a Jesús de Nazaret. Tal y como anunciara el responsable de la intendencia de la fortaleza Antonia, no había sido fácil encontrar un patibulum lo suficientemente largo para la cruz del Galileo…

Pero, al fin, y merced a la ayuda del soldado enviado por el centurión, el intendente había logrado localizar un pesado tronco de olivo, de unos 60 kilos de peso y casi 1,70 de altura. Con aquello sería suficiente.

Y la guardia se dispuso a plantar el patibulum sobre la nuca y hombros del Nazareno.

Mientras uno de los legionarios sujetaba los brazos del condenado en forma de cruz, otro asentó el tronco. Y, con extrema diligencia y precisión, un tercero y cuarto soldados fueron amarrando el madero a las muñecas, brazos y axilas. La operación fue rematada, anudando la soga —en sucesivas y férreas vueltas— al pecho de Jesús. De esta forma, el patibulum quedaba firmemente sujeto al condenado. Una segunda cuerda vinculó por último los tres maderos que cargaban los judíos.

Todo estaba listo.

Jesús, bajo el peso del patibulum, aparecía ahora encorvado y con sus piernas ligeramente flexionadas. La túnica —aplastada por el grueso tronco— había terminado por teñirse de rojo. Y los largos cabellos se deslizaron hacia el rostro, ocultándolo casi en su totalidad. Jesús intentó en vano echar atrás la cabeza. Cada vez que se lo proponía, los espinos, afilados como dagas, eran presionados por la madera, clavándose en el cuero cabelludo.

Y casi a ciegas comenzó a seguir a los dos condenados que le precedían.

Pero sus pasos, vacilantes y lentos, fueron notados de inmediato por el centurión que marchaba al frente de la veintena de legionarios dispuestos por el procurador para la conducción de los sentenciados hasta el llamado Gólgota, o montículo del Cráneo.

Las turbas judías esperaban el paso de la comitiva, y sus ánimos y ademanes no infundían excesiva confianza a los romanos. De ahí que hubiera sido triplicada la guardia habitual para estos casos…

Al atravesar el cuerpo de guardia, el ladrón que abría la comitiva lanzó un salivazo sobre los romanos que contemplaban el paso de los condenados. Y el centurión encargado de la custodia se abalanzó sobre el judío, descargando una durísima patada contra los genitales del prisionero. La violencia del golpe hizo caer fulminado al ladrón, que arrastró a Dimas y, por último, a Jesús.

Los soldados —acostumbrados a este tipo de caídas en cadena— reaccionaron al instante, forzándolos a incorporarse a base de latigazos y sonoros puntapiés en costillas y vientres. Al poco, y no sin ímprobos esfuerzos, los dos primeros habían logrado incorporarse. No así el Nazareno, que seguía materialmente aplastado bajo el peso del patibulum.

En vista de que Jesús no reaccionaba a los nuevos latigazos, uno de los guardias le atenazó por la barba, tirando de ésta con rabia.

El gesto fue tan violento, que el romano arrancó un mechón y el Nazareno volvió a caer pesadamente, golpeándose el rostro contra las losas. Y un borbotón de sangre se derramó sobre el corredor.

El centurión gritó silencio.

Y, junto con otros legionarios, contemplaron al Nazareno, inmóvil, aprisionado por el patibulum y bañado en sudor y sangre.

—No resistirá… —comentó uno de los soldados.

—¡Está bien! —ordenó el oficial—. ¡Ponedle en pie…!

Con la respiración entrecortada, el Galileo fue izado y sostenido por varios romanos. La sangre seguía manando por sus heridas, y las manos, por efecto de las tensas ligaduras, empezaban a amoratarse.

Pero el centurión no parecía dispuesto a perder todo el día con aquel enojoso asunto y mandó seguir hacia el exterior del pretorio.

Camino ya de la Puerta Juiciaria, y al poco de iniciar el pronunciado descenso desde la fortaleza hacia las murallas de la ciudad, la guardia se vio obligada a desenvainar las espadas. Cientos de judíos, instigados por los sumos sacerdotes y ancianos, esperaban el paso del Nazareno, vociferando y gesticulando de forma amenazante desde las calles y terrazas. Algunas mujeres, desde las ventanas, vaciaron los orines y excrementos de sus casas sobre la comitiva.

El oficial forzó entonces el paso de los primeros ensogados que chocaban entre sí, golpeando a veces a la muchedumbre que se apiñaba a ambos lados de las estrechas callejuelas de Jerusalén.

En uno de aquellos tirones, el Galileo perdió de nuevo el equilibrio, desplomándose y obligando al resto a detenerse.

Como era lo acostumbrado en aquellas circunstancias, la custodia rodeó más estrechamente a los presos, manteniéndose de cara a la multitud y con las armas preparadas. Pero las piedras y frutos podridos seguían cayendo sobre soldados y condenados.

—Está perdiendo mucha sangre —informó uno de los legionarios al oficial, después de reconocer a Jesús, que permanecía en tierra, atrapado bajo aquellos 60 kilos. El centurión le observó con creciente preocupación…

El Nazareno, con la mejilla izquierda sobre la amarillenta arena que cubría la calle, respiraba agitadamente. A cada respiración y expiración, Jesús levantaba una minúscula nube de polvo.

De pronto se hizo el silencio entre los judíos. El centurión había sacado su espada y, con gesto grave, se abrió paso entre sus soldados, caminando hacia la multitud, que retrocedió al instante.

Y, señalando con la punta de su arma a uno de los más corpulentos curiosos, le conminó para que se aproximara.

Y el judío, conocido como Simón de Cirene —que volvía de su trabajo en el campo— fue obligado, tal y como marcaba la requisa romana, a cargar con el patibulum de Jesús de Nazaret. Una vez desatado, el Nazareno fue puesto en pie. Y el grupo reanudó su camino.

Simón, hombre sencillo y apartado de las intrigas de los fariseos, aceptó la orden del centurión sin la menor protesta. Aquello —después de todo— era algo extraordinario en la rutina de su vida… Y caminó detrás del «profeta», de quien ya había oído hablar.

Al traspasar las altas murallas de la ciudad, Jesús de Nazaret, algo más repuesto, inició con el resto de los soldados y sentenciados la ligera ascensión hacia la peña del Cráneo, que se levanta a poco más de trescientos metros de Jerusalén.

Dimas quedó paralizado por el terror al divisar en lo alto del cerro varios maderos clavados en tierra. Eran los stipes, o palos verticales de las cruces, rematados por sendos vástagos y en los que serían ensamblados los maderos que ahora cargaban.

Y un grito casi animal se escapó de la garganta del maleante, conmocionando a toda la escolta y a las gentes que, en numeroso tropel, seguían a los romanos a prudente distancia.

Dimas se negó a caminar. Y fue preciso azotarlo hasta que la sangre brotó de entre los jirones de sus ropas para que accediera, casi maquinalmente, a avanzar. Desde ese instante, sus lágrimas y gemidos fueron ya constantes.

Fue en aquella forzada pausa cuando algunas mujeres —llorando y lamentándose— se despegaron de la muchedumbre, y trataron de acercarse a Jesús. Pero algunos de los legionarios lo impidieron.

El Nazareno, volviéndose hacia ellas, les dijo con voz entrecortada:

—¡Hijas de Jerusalén…! ¡No lloréis por mí…! ¡Llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos…! ¡Porque llegarán días en que se dirá: dichosas las estériles, las entrañas que no engendraron y los pechos que no criaron…!

Uno de los soldados trató de hacer callar a Jesús, pero el centurión —que escuchaba atento— se lo impidió. Y el Galileo concluyó:

—¡… Entonces se pondrán a decir a los montes: caed sobre nosotros…! Y a las colinas: ¡Cubridnos…! Porque, si en el leño verde hacen esto, en el seco, ¿Qué harán?

Y Jesús guardó silencio, prosiguiendo su camino hasta el Gólgota.

Informe de los expertos

«Le arrancaron mechones de la barba».

Los médicos que han examinado el lienzo que se guarda en Turín se muestran de acuerdo en un hecho: el «hombre» cubierto hace dos mil años con aquella sábana había cargado algo muy pesado sobre sus espaldas.

Sobre el hombro derecho —región supraescapular y acromial derecha— «se observa una vasta zona excoriada y contusa, de forma casi rectangular, que se extiende algo oblicuamente de arriba abajo y de fuera adentro, como de unos 10x9 centímetros. Otra zona de iguales características se aprecia en la región escapular izquierda».

Y prosigue el catedrático forense, doctor Cordiglia:

«Un examen atento de ambas regiones nos revela que sobre ellas gravitó, aunque fuera a través de alguna prenda de vestir, un instrumento rugoso, de considerable peso, movible y confricante, de un espesor de unos 14 centímetros, el cual allanó, deformó y volvió a abrir las lesiones producidas por la flagelación, lacerando los labios de las heridas y produciendo otras nuevas. Este complejo traumático de contusiones y excoriaciones induce a pensar que fue causado por el patibulum (palo transversal de la cruz) que el condenado sostenía con ambas manos sobre los hombros (región supraescapular) en su viaje al lugar del suplicio».

Este hecho —demostrado, como digo, científicamente— rompe en cierto modo la tradicional imagen de Jesús con una cruz a cuestas.

Según los cálculos de los expertos, este madero transversal que Jesús de Nazaret cargó sobre sus hombros podía medir entre 1,60 y 1,70, con un peso aproximado a los 60 o 70 kilos.

Pero hay más sorpresas.

Los científicos de la NASA han deducido —por las marcas que aparecen en el lienzo de Turín— que el tobillo derecho del Nazareno fue amarrado con una cuerda. Una soga que, indudablemente, vincularía a todos los condenados, evitando así una posible fuga.

Esta estrecha unión entre Jesús y los dos ladrones fue lo que, quizá, prodigó las caídas.

Y, en este sentido, los médicos afirman:

«Las rodillas ofrecen un notable interés (se refiere a las de la Sábana de Turín). La derecha, además de aparecer más contusa, presenta numerosos desgastes de variado tamaño, de aspecto y forma poco definibles… Estas lesiones —concluyen los informes clínicos—, por su dirección y ubicación, nos indican cómo han podido producirse: es decir, acusan la acción discontinua de un agente excoriante e hiriente que había podido ser un terreno accidentado contra una superficie cutánea convexa, una rodilla, sobre la cual la acción lesiva ha sido atenuada por la interposición de un objeto blando, como habría podido ser un tejido, una vestidura».

Por último —y también a raíz de los hallazgos de los capitanes de la NASA, Jumper y Jackson— hemos tenido noticia de la falta de mechones en la barba de Jesús de Nazaret.

Según los científicos, estos mechones sólo pudieron ser arrancados de cuajo, posiblemente por cualquiera de los legionarios romanos.

Viernes, 11:30 horas

El verdugo, un experto

A una orden del centurión, parte de la guardia descendió a cosa de cincuenta pasos de la pelada peña de la Calavera. Y desde allí, utilizando sus lanzas, impidió que la muchedumbre de curiosos —entre los que se hallaban los sumos sacerdotes y familiares de Jesús— diera un solo paso hacia el lugar de ejecución.

Sin mediar palabra, Simón de Cirene dejó caer el madero al pie de los tres palos de casi tres metros que —desde la invasión de los romanos— habían sido profundamente clavados en tierra y utilizados habitualmente por los extranjeros para dar muerte. Y el campesino se perdió en dirección a las altas murallas de la Ciudad Santa. Sabía lo que les aguardaba a aquellos desgraciados y puso sumo interés en alejarse cuanto antes…

Se aproximaba la hora sexta[6] y el sol había transformado la brillante cúpula del segundo templo de Jerusalén en una mágica montaña cubierta de nieve.

Por detrás de la torre de David, el Nazareno —en pie todavía— pudo ver —casi percibir— el Cedrón, con sus aguas planas, dibujando los pequeños bosques de tamariscos y chopos. Y quizá su corazón voló a las ramas de Getsemaní y a los restantes árboles de regaliz y ricino, tan solitarios a partir de aquellas horas…

Pero las crecientes lamentaciones de los que le acompañaban al patíbulo le devolvieron a la realidad.

Cada salteador fue liberado de su patibulum. Y mientras uno de los soldados les arrancaba los andrajos, el resto de los romanos formó un círculo en torno a los condenados, situando las anchas moharras a tan corta distancia de sus cuerpos, que —en el caso de haber intentado la fuga— hubieran quedado ensartados en las lanzas.

Dimas, gimiendo como un niño, se cubrió instintivamente el bajo vientre. Y todo su cuerpo se vio sacudido por escalofríos y calambres. Los dientes no tardaron en castañetearle, y un fétido olor hizo reparar a los legionarios en la parte posterior de los muslos del ladrón, por los que habían empezado a resbalar sus excrementos.

Y un sinfín de burlas e insultos cayeron sobre él…

El pavor había agarrotado a Dimas, quien —en el último intento por zafarse de la realidad— cerró los ojos, llorando y suplicando.

Cuando, al cabo de unos segundos, volvió a abrirlos, el ladrón tenía ante sí unas manos sarmentosas y blancas que le ofrecían una ancha vasija de barro. Era una anciana de rostro y ojos hundidos, cubierta con un manto negro. Y, junto a ella, otras tres mujeres de Jerusalén, portando también idénticos recipientes.

—¡Si quieres puedes beber…! —dijo el centurión.

Y el condenado, temblorosamente, aproximó la vasija a sus labios. Y, consciente de lo que aquello significaba para él, apuró la mezcla amarilloverdosa que formaban la hiél y el vinagre.

Otro tanto repitió el segundo salteador cuando una de las mujeres le ofreció el brebaje. Pero este último, no pudiendo reprimir sus náuseas, terminó por vomitar cuanto había ingerido.

Una tercera mujer se aproximó hasta el Nazareno, que aún no había sido despojado de sus vestiduras, y levantó hacia su rostro un cuenco con una no menos abundante ración del pastoso anestésico.

Pero Jesús, tras llevarlo hasta sus labios, lo puso de nuevo en las manos de la mujer, negándose a beberlo.

Y, sin pérdida de tiempo, los legionarios obligaron a Dimas a tumbarse en tierra, de tal forma que su espalda quedó apoyada sobre el patibulum. Y cada brazo fue extendido y sujetado a lo largo del madero por otros tantos romanos.

En un nuevo intento por escapar, el prisionero golpeó con sus pies a un tercer soldado quien —provisto de un martillo y una bolsa con clavos— se disponía a crucificarle.

En el límite de su paciencia, el oficial tomó una lanza y asestó con el asta un preciso golpe en la frente del ladrón. Y aquellos minutos de titubeo por parte de Dimas fueron aprovechados por el verdugo, quien, hundiendo su rodilla izquierda en el diafragma del conmocionado judío, situó un largo clavo sobre la muñeca derecha, levantando el martillo en el aire.

Un violento impacto sobre la redonda y ancha cabeza del clavo hizo que éste se abriese paso con facilidad entre huesos y tejidos, perforando también el madero.

El intenso dolor contrajo hasta el último de los músculos de Dimas. Y un alarido llegó a las murallas de la ciudad.

Otros dos certeros martillazos fijaron definitivamente la muñeca del ajusticiado al extremo derecho del patibulum. Y el romano encargado de sujetar aquel miembro abandonó su tarea, dirigiéndose hacia Jesús de Nazaret. Y comenzó a desnudarle.

Una vez clavado por ambas muñecas, el pecho de Dimas fue ceñido con la misma soga que había servido para unir por los tobillos a los tres prisioneros. Y con la ayuda de otros dos cabos, anudados a los extremos del patibulum, la guardia —situándose en la parte posterior de la stipes— se preparó para izar al condenado hasta lo alto del vástago, que debería encajar en el vaciado del madero transversal.

El oficial adosó una escalera de mano en la cara posterior de la stipes y ascendió hasta situarse por encima del vástago.

Y en esta posición, después de hacer descansar las sogas sobre las hombreras de bronce de su loriga, dio la orden para que sus soldados tirasen.

Al primer tirón, el madero fue izado a un metro del suelo. Pero el crucificado había perdido el conocimiento, y la operación pudo llevarse a efecto con relativa rapidez.

Animándose con rítmicos monosílabos, los legionarios terminaron por izar el patibulum y, con él, el exánime cuerpo de Dimas.

A cada tirón de los soldados, un chorro de sangre manaba por entre los clavos, empapando la base del madero vertical, así como buena parte de la peña.

El patibulum llegó hasta el centurión y éste —controlándolo con manos y tórax— lo acopló en el vástago.

Las sogas fueron retiradas del cuerpo y del madero, y el legionario que había martilleado las muñecas del ladrón se dispuso a hacer otro tanto con los pies, que colgaban a ambos lados de la stipes.

El verdugo, ducho en este menester, a juzgar por la precisión de sus movimientos, se llevó uno de los clavos de media cuarta a la boca y allí lo retuvo, entre los dientes, mientras, con ambas manos, tiraba con fuerza hacia abajo del pie derecho de Dimas. Y forzándolo, ajustó la planta a la superficie del madero.

Con un sonido casi ininteligible y un brusco movimiento de cabeza, el soldado dio a entender a su compañero más inmediato que sujetara con fuerza aquel pie, tal y como él lo hacía.

Con aquella maniobra, la taba del tarso se hizo perfectamente visible bajo la piel. Y el romano —que tenía el pie del ajusticiado a la altura de sus ojos— situó el hierro sobre la clara referencia del astrágalo. Y descargo un mazazo.

El clavo entró oblicuamente: de delante para atrás y hacia abajo, clavándose con firmeza en la madera.

El intenso dolor sacó de su desmayo al salteador. Y, abriendo los ojos hasta casi desbordarlos de las cuencas, berreó con tal fuerza, que hasta la guardia que impedía el paso de la muchedumbre se volvió hacia el lugar del tormento.

Aquel alarido fue cediendo y debilitándose, y el ajusticiado comenzó a golpearse el cráneo contra la cruz, en un desesperado intento por terminar con aquel suplicio.

Al taladrar el segundo pie, el ladrón quedó sumido nuevamente en la inconsciencia.

Y todos se sintieron aliviados…

Aunque aquellas crucifixiones se repetían con frecuencia —en especial, desde que la familia Heredes llegara al poder—, tanto los oficiales como la generalidad de los legionarios romanos terminaban casi siempre por sentirse abrumados ante los gritos y las largas horas de agonía de cuantos colgaban de las cruces.

Con el segundo ladrón, los problemas se simplificaron.

Antes de que el condenado se percatara de lo inminente de su crucifixión y en previsión de nuevas violencias, el verdugo le asestó en la base del cráneo y por la espalda un seco golpe de maza. Aquello le desplomó y los romanos se sirvieron de la momentánea conmoción para fijar las muñecas al patibulum.

Jesús de Nazaret, siempre custodiado por uno de los legionarios, pudo ver cómo el judío era izado también hasta lo alto del tronco y allí, rematado con los clavos en los pies.

Cuando el último hierro aseguró el calcañar del ladrón a la stipes, el verdugo retrocedió un paso y —todavía con el martillo entre las manos— se preguntó si no se habría propasado en la violencia de su golpe sobre la cabeza del detenido…

Aquel hombre no terminaba de recobrar el sentido. Pero el soldado, encogiéndose de hombros, giró sobre sus talones y —sudoroso— se dirigió hacia el Nazareno, al tiempo que le señalaba, amenazante, con la herramienta.

Viernes, 11:55 horas

Algo falla: el clavo de la muñeca derecha no entra…

Dos de los legionarios romanos sujetaron a Jesús por los antebrazos. Y de esta forma fue obligado a caminar hasta el pie del madero vertical.

A una orden del centurión —y ante la aparente docilidad del Galileo—, un tercer soldado envainó su espada y se dispuso a auxiliar al verdugo y compañero en la fijación del primer clavo.

Sin la menor resistencia, la guardia había tumbado al detenido, con las anchas y fornidas espaldas sobre el patibulum.

El Nazareno, tras sostener su cabeza en el aire durante breves segundos, la dejó caer sobre tierra. Y los espinos, en el choque, hicieron una nueva penetración en su cuero cabelludo. Los ojos se cerraron y los labios del Galileo temblaron levemente.

Mientras uno de los romanos aprisionaba firmemente su brazo derecho —extendido ya sobre el madero—, otro también rodilla en tierra, hizo lo propio con el izquierdo. Este último soldado —a una señal del verdugo, que había enterrado ya su rodilla izquierda bajo el esternón del condenado— atenazó con su mano derecha el final del antebrazo, a la altura del juego del codo, mientras la izquierda estiraba los dedos de Jesús, obligando a sostener la mano totalmente abierta.

Pronto se dieron cuenta los legionarios de que todas aquellas precauciones resultaban excesivas en el caso del llamado «rey de los judíos». Y se miraron con extrañeza…

Aquel hombre no había exteriorizado señal alguna de miedo o nerviosismo. Se dejaba hacer.

Con un martillazo tan certero como en las crucifixiones anteriores, el soldado, que bloqueaba el tórax de Jesús con su rodilla, introdujo el primer clavo en la parte interna de la muñeca izquierda.

Como había ocurrido en los dos casos precedentes, la cabeza del clavo se orientó hacia los dedos del Nazareno y la punta, dentro ya del madero, en dirección al codo.

Al traspasar los tejidos, el fortísimo dolor hizo levantar a Jesús la cabeza. Y un leve gemido se escapó hacia el rostro polvoriento y curtido del verdugo. Durante segundos, la guardia —en un silencio expectante— pudo observar las blancas y perfectamente alineadas filas de dientes del crucificado, al descubierto ahora en un rictus de dolor.

La sangre brotó al instante, aunque no tan abundantemente como en las perforaciones de los ladrones.

Y, muy lentamente, los ojos del Nazareno volvieron a empañarse de lágrimas, mientras su cabeza caía nuevamente sobre tierra.

Y todos pudieron escuchar estas palabras:

—¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen…!

Y las gentes que se agolpaban en la ladera inmediata al Gólgota rugieron. La caída de la maza sobre la primera muñeca del «profeta» les hizo removerse y clamar una vez más contra Jesús.

Algunos incluso tomaron piedras para arrojarlas contra el Nazareno. Pero la guardia —blandiendo sus lanzas— les obligó a deponer su actitud.

Y el verdugo, mecánicamente, extrajo un segundo clavo de la bolsa que colgaba de su correaje.

Y sin más ceremonias lo situó entre las venas azuladas de la muñeca derecha del reo.

Y precipitó su martillo sobre la cabeza del clavo…

El lamento de Jesús quedó esta vez diluido por una maldición del soldado.

El hierro —ante la sorpresa general— se había detenido a medio camino. Y sobresalía ampliamente por encima de la ensangrentada muñeca.

El verdugo no terminaba de entender y, con renovada rabia, le propinó un nuevo golpe. Simultáneamente, un chorro de sangre salpicó al legionario que sujetaba el brazo de Jesús de Nazaret. El soldado se incorporó entre maldiciones.

Algo extraño —eso estaba claro para el verdugo— cerraba el camino del afilado clavo.

Y, con un gesto de contrariedad, el encargado de la crucifixión se dirigió hacia la impedimenta de la escolta. Lo que buscaba debía encontrarse en el fondo del saco.

Y, efectivamente, se vio obligado a retirar primero las gachas, galletas, legumbres y queso destinados para la cena, a fin de alcanzar las tenazas.

Ante una situación como aquélla, lo mejor para todos era desclavar la muñeca. Y el verdugo, parsimoniosamente, retornó hasta el emplazamiento de las cruces.

El segundo ladrón había recobrado el conocimiento y se estremecía al sol, aullando de dolor. Sus músculos sufrían continuos espasmos, y sus uñas y labios se habían teñido de un azul mortecino.

Pero ninguno de los soldados parecía inmutarse ante los agudos gritos del condenado. La atención de los romanos la absorbía aquel gigantesco judío llamado Jesús, capaz de resistir el tormento sin despegar los labios.

Los dedos de la mano derecha de Jesús se habían estirado, y así permanecían —sumamente rígidos— cuando el verdugo puso su pie sobre ellos, aplastándolos contra el patibulum.

Con el otro pie, el romano apretó el resto del brazo, inclinándose sobre la herida. Y después de atenazar la enmohecida cabeza del clavo, tiró hacia arriba con ambas manos. No fue necesario un segundo intento. El hierro salió, y el ejecutor, tras examinarlo, se arrodilló ante el brazo herido, levantándolo.

La hemorragia era ahora más intensa. Y el verdugo tuvo que limpiar el patibulum con la palma de su mano a fin de poder inspeccionar la superficie del madero y tratar de hallar la causa de aquel incidente.

Pronto se percató de la presencia de un rugoso y casi pétreo nudo que hacía impenetrable el patibulum por aquella zona.

Conocido el problema, el verdugo volvió a extender el antebrazo del Nazareno sobre el leño, evitando el contacto de la muñeca con el nudo. Y repitió el golpe. Esta vez, el hierro penetró hasta el tope. Y la cabeza del clavo sujetó con firmeza huesos y tendones.

El Galileo estaba listo para ser levantado hasta lo alto del palo vertical.

Y así se dispuso de inmediato.

Pero la considerable corpulencia de Jesús obligó a reforzar el número de legionarios que debía tirar de las cuerdas. Desde lo alto de la stipes, el centurión fue dirigiendo el ascenso, controlando sobre todo la horizontalidad del patibulum.

El Nazareno había logrado desconcertar a la totalidad de la guardia. De su garganta —al contrario de lo que ocurría con los salteadores crucificados a derecha e izquierda— apenas se habían escapado algunos lamentos. Y, sin embargo, el agarrotamiento de sus dedos y la posición en ángulo recto de sus pulgares eran un claro indicio del bárbaro castigo a que estaba siendo sometido.

El oficial necesitó de todas sus fuerzas para sustentar durante algunos segundos aquel pesado madero y el no menos grave cuerpo que pendía de los extremos.

Tembloroso, con las mandíbulas y las arterias del cuello en tensión, el centurión centró el hueco del patibulum sobre el vástago de la stipes, dejándolo caer de golpe.

Al encajar, el madero transversal quedó inmóvil, y el verdugo —que contemplaba la operación al pie de la cruz, dispuesto a fijar los pies— vio cómo los ochenta kilos del Nazareno eran violentamente frenados en su caída por los hierros que le atravesaban las muñecas.

Aquel latigazo de dolor hizo abrir los ojos de Jesús. Pero, aunque su boca quedó abierta y las pupilas fijas en el horizonte, nadie pudo escuchar el menor quejido. Su ojo derecho se había cerrado ya del todo a causa de los golpes, y ambos labios, violentamente abiertos, se oscurecían bajo las moscas.

Y, tras unos segundos de espera, el verdugo se sintió satisfecho de la primera parte de su trabajo. Y se aproximó a los pies del que estaba siendo ajusticiado.

Y tal y como hiciera con los anteriores crucificados, primero fue taladrado el pie derecho.

La presión ejercida por los soldados sobre el empeine, para aplanar la superficie plantar contra el madero, estiró hacia abajo la totalidad del lado derecho del Nazareno. Su hombro quedó ligeramente hundido, y las costillas se dibujaron bajo las llagas, tensas como ballestas.

Como era habitual en este tipo de crucifixión, no fue posible estirar totalmente la pierna izquierda. Y quedó ligeramente flexionada.

Dos anchos regueros de sangre cubrieron muy pronto el metro escaso de madero que separaba los pies del Galileo del boquete donde había sido enterrada la stipes.

Viernes, 12:30 horas

El supersticioso temor del procurador

Y sin que nadie pudiera comprenderlo, el azul transparente del cielo de Jerusalén se tornó oscuro. Y una súbita tiniebla lo llenó todo. Pero ninguno de los presentes —ni la guardia ni la multitud— acertaba a descubrir nubes de tormenta en el cielo…

Y los más tomaron aquella señal como presagio de grandes y próximos males. Buena parte de los que contemplaban las crucifixiones se alejaron temerosos del Gólgota, y las calles de la ciudad se vieron muy concurridas por hombres y mujeres que comentaban el hecho con espanto. Y muchas casas encendieron los candiles y lámparas de aceite antes de lo acostumbrado.

El suceso llamó poderosamente la atención del procurador Poncio Pilato, quien, en aquellos momentos de la hora sexta, despachaba de nuevo con los sumos sacerdotes de los judíos. Éstos, con manifiesta indignación, habían llegado hasta el pretorio para protestar ante Pilato por la tablilla de madera que el centurión acababa de clavetear en la parte central del patibulum, a escasa distancia por encima de la cabeza del Nazareno.

Uno de los escribas del procurador había grabado —de derecha a izquierda— y en hebreo, latín y griego, la siguiente inscripción en dicha tablilla:

«Jesús, el Nazareno. El Rey de los Judíos».

Pero el romano —más pendiente de la alarmante oscuridad que cubría Jerusalén y alrededores que de las declaraciones de los judíos— los despidió con frialdad, dándoles por toda respuesta:

—Lo que he escrito, lo he escrito.

Y el procurador, profundamente supersticioso, mandó llamar a la fortaleza a los astrónomos y doctores de la ciudad, que en aquellas fechas se congregaban para la Pascua, y les pidió que le explicaran aquel fenómeno tan singular.

Pero ninguno supo darle una razón convincente. Sólo algunos —más audaces que el resto— le insinuaron la posibilidad de que «aquella tiniebla antes del ocaso fuera la señal de un importante suceso…».

Y Poncio Pilato dirigió su mirada hacia el montículo que los judíos llamaban Gólgota y que apenas si era ya perceptible desde los arcos del palacio. Y, sin poder remediarlo, el romano asoció aquella insólita oscuridad con el hombre que había enviado a la muerte y que todos conocían como Jesús.

Pero estos pensamientos quedaron en el fondo del corazón de Poncio Pilato y nadie supo jamás de su presentimiento…

Informe de los expertos

«No hubo eclipse de Sol»

Para los astrónomos no cabe la menor duda de que en las citadas horas —mientras Jesús de Nazaret permanecía en la cruz— no tuvo lugar eclipse alguno de Sol. Esta posibilidad ha quedado total y absolutamente descartada.

Veamos lo que me dijo el eminente astrofísico, el jesuíta Antonio Romañá, director del Observatorio Astronómico del Ebro, cuando le consulté sobre esta teoría:

«… Es absolutamente cierto que en el momento de la muerte de Nuestro Señor no se produjo ningún eclipse de Sol, ni total ni parcial, pues para que pueda ocurrir dicho fenómeno, la Luna tiene que estar en novilunio, y el 14 de Nisán, es decir, el día de la Pascua de los judíos, coincidía con el plenilunio (luna llena); esto es, la posición de la Luna totalmente opuesta. Esto no ofrece ninguna duda».

¿Qué pudo ser entonces aquel oscurecimiento temporal de la Ciudad Santa y de sus alrededores? Porque, aunque los evangelistas hacen alusión a que las «tinieblas cubrieron la tierra», es de suponer que dicho oscurecimiento afectara únicamente al lugar donde se estaba desarrollando la crucifixión del Nazareno. De lo contrario, hubieran quedado otros testimonios históricos y astronómicos en tal sentido en numerosas ciudades… Y no ha sido así.

Viernes, 13 horas

Dados de marfil

Antes de guardar los clavos y demás herramientas utilizadas en el suplicio, el verdugo inspeccionó, uno por uno, a los tres crucificados.

A pesar de las convulsiones, los clavos seguían firmes en su sitio.

«Esta oscuridad —pensó el legionario— nos aliviará del rigor de las últimas horas de sol…».

Y, finalmente, se plantó ante el Galileo. La respetable talla del judío y su considerable peso le hacían temer por la estabilidad de la cruz.

Las heridas de la muñeca derecha —aunque más descarnadas y aparatosas que las de la izquierda— no hacían temer un desgarro inminente. El clavo, a pesar de haber sido extraído y vuelto a introducir entre los huesecillos del carpo, se presentaba ante los ojos del verdugo sólidamente fijado al madero.

Como siempre, una nube de moscas e insectos zumbaba y se agolpaba sobre las llagas y coágulos de sangre, sometiendo a los ajusticiados a una nueva y constante tortura…

Fue entonces —una vez concluida la crucifixión del Nazareno— cuando el centurión autorizó a sus soldados para que se repartieran las pertenencias y ropas de los condenados, tal y como era la costumbre.

Si pobre y menguada era la ropa de los salteadores —hasta el extremo que los legionarios rechazaron aquellos harapos—, la del Nazareno, en cambio, despertó la codicia de todos.

Y tuvo que ser el propio oficial quien hiciera los lotes: las sandalias, para uno, y el largo y ligero manto de algodón, a repartir entre el resto de la guardia que había trabajado en las crucifixiones.

Cuando le llegó el turno a la túnica, el verdugo hizo notar la calidad de la misma. Aquella prenda era en verdad espléndida. Sin costuras y tejida con mimo en una sola pieza, de arriba abajo.

—No la rompamos —dijeron—. Echemos a suertes a ver a quién le toca…

Y así fue. Y los inseparables dados de marfil de los legionarios señalaron al ganador.

Pasadas las primeras horas de histeria y nerviosismo por parte de la turba que había pedido la muerte del Nazareno, el centurión ordenó a los infantes que habían guardado la ladera del Gólgota su retorno a la torre Antonia. Y junto a las tres cruces permanecieron tan sólo cuatro legionarios y el propio oficial. El verdugo, por su parte, también descendió hacia las altas murallas de Jerusalén, que, a consecuencia de la inesperada oscuridad, empezaban a ser iluminadas con antorchas desde las torres de vigilancia.

Algunos grupos de fariseos y curiosos siguieron, no obstante, injuriando y ultrajando al Nazareno. Y se burlaban de él, gritando desde la falda de la peña del Cráneo:

—¡A otros salvó…! ¡Que se salve a sí mismo si él es el Cristo de Dios, el Elegido!

Pero conforme se acercaba la hora del descanso del sábado, las gentes se fueron retirando y los escarnios concluyeron.

Y mientras los soldados se sentaban en torno a los crucificados, en espera del relevo, uno de los malhechores que había sido colgado junto a Jesús de Nazaret arremetió contra él, diciéndole:

—¿No eres tú el Cristo…? ¡Pues sálvate a ti y a nosotros…!

Pero el Nazareno seguía con los ojos entornados, acusando ya los primeros embates de la incipiente asfixia. Su rostro, como el de los ladrones, presentaba una tonalidad rojiza. Y el sudor hacía más brillantes los coágulos. Cada bocanada de aire era conquistada después de empinarse sobre los clavos de los pies. Y aquel dolor lacerante recorría las extremidades y vientre de los crucificados, convirtiendo sus músculos y nervios en paquetes de hierro que ya difícilmente podían ser distendidos.

Y el escaso oxígeno que llegaba a sus pulmones se veía quemado antes de tiempo por los alaridos de los infelices. Más de una vez, los legionarios comentaron con el centurión la singular resistencia de aquel judío de Nazaret —el «rey»—, que aún no había abierto los labios para proferir un solo grito.

Y fue Dimas quien reprochó sus palabras al ladrón que insultaba a Jesús:

—¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena…? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido… En cambio, éste nada malo ha hecho…

Y, dirigiéndose al Nazareno, le rogó entre gemidos:

—¡Jesús…, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino!

Con las venas turgentes por el galopante bombeo del corazón, Jesús de Nazaret levantó la cabeza y le respondió a Dimas:

—Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso.

Viernes, 14:30 horas

Un denario por acercarse a Jesús

El vinagre con mirra había empezado a hacer efecto. Y los salteadores que habían sido crucificados a ambos lados de Jesús y que bebieron de él cayeron en un profundo sopor.

Sus esfínteres, paralizados, habían dejado escapar la orina y las heces, y el olor en torno a los tres hombres resultaba ya insoportable.

A pesar de la caída de su tensión arterial y de la angustiosa falta de oxígeno en sus pulmones, Jesús de Nazaret daba todavía tal sensación de fortaleza, que el centurión, en previsión de una posible orden de su procurador para acelerar la muerte del judío, ordenó a dos de sus soldados que recogieran la suficiente leña como para provocar al pie de la cruz una humareda que terminara por asfixiar al condenado.

Y así lo cumplieron los legionarios.

Y en esta misión estaban cuando se aproximaron a ellos dos mujeres. Una, María Magdalena, era sobradamente conocida y popular entre la tropa romana por su antigua profesión de mujer pública. Y María Magdalena, más decidida que la otra, puso en las manos de los soldados un denario de plata y les rogó hablaran con su oficial, a fin de que éste permitiera a la madre de Jesús de Nazaret y a un reducido grupo de familiares avanzar hasta el pie de la cruz. Y tanto insistió María, la de Magdalena, que los romanos, tras guardarse la moneda, accedieron a presentar la petición a su superior.

Y más por curiosidad y divertimento que por compasión, el centurión dio su autorización, y un escaso núcleo de mujeres —entre las que destacaba un muchacho llamado Juan— caminó presuroso hasta llegar a lo alto de la peña. Y algunas de las mujeres, tales como la hermana de la madre del Nazareno, María, mujer de Cleofás y la propia Magdalena, hincaron sus rodillas en la ensangrentada explanada y, ocultando sus rostros entre las manos, lloraron amarga y silenciosamente.

Sólo María, la madre del Galileo, permanecía en pie. Y junto a ella, confortándola entre sus brazos, Juan.

El centurión, a corta distancia, observó el rostro de aquella judía. Y aunque nadie se lo había anunciado, supo desde el primer instante que se trataba de la madre del crucificado. A pesar de sus escasos cincuenta años, los rasgos del rostro conservaban todavía una primitiva belleza que —pensó— la habría distinguido, sin duda, del resto de las mujeres de su comunidad.

Los razonamientos del oficial quedaron súbitamente cortados al escuchar las palabras del Nazareno. Éste, a pesar de la progresiva pérdida de visión, había fijado sus dilatadas pupilas en la figura de su madre y del muchacho que le acompañaba. Y tratando de controlar los cada vez más frecuentes calambres y accesos convulsivos, les dijo entre largas y atormentada pausas:

—¡Mujer…! ¡Ahí… tienes… a tu hijo…! ¡Ahí… tienes… a… tu madre…!

Las cejas, barba, fosas nasales y cabellos del Galileo se habían cubierto de polvo con el paso de las horas. El sudor era tan intenso, que bañaba por completo el desnudo cuerpo del moribundo, reflejando desde su diafragma en movimiento la luz rojiza de las antorchas que la guardia había plantado en derredor.

El centurión trató de descubrir alguna lágrima en las mejillas de la madre del Nazareno. Pero el rostro de la mujer aparecía sereno. Como absorto. Y el romano llegó a pensar que aquella hebrea —de alguna forma— sabía desde hacía tiempo que Jesús terminaría así, asfixiándose y desangrado frente a la ciudad santa.

A juzgar por el leve aleteo de su barbilla y de los pálidos labios, el centurión dedujo lo profundo de su aflicción. Y sintiendo admiración por la entereza de aquel espíritu, ordenó a los soldados que no les molestasen.

Viernes, 14:50 horas

Hora nona: vuelve la claridad

El centurión aguzó su oído. Y ordenó silencio a sus hombres y a las mujeres que seguían al pie del crucificado, gimiendo.

La guardia, instintivamente, llevó sus manos a las empuñaduras de las espadas y trató igualmente de localizar a un posible enemigo o intruso. Pero ninguno de ellos pudo descubrirlo. Las cortas laderas del Gólgota seguían tranquilas.

Fue el oficial —una vez seguro de ello— quien señaló a los legionarios el desacostumbrado silencio que, de pronto, había caído sobre la peña e incluso sobre la tumultuosa Jerusalén.

Y los soldados, tras unos segundos de escucha, así lo ratificaron.

Las lechuzas que anidaban en el monte Sión y en las defensas próximas al palacio de Anás habían guardado un silencio total. Y lo mismo ocurría con los cientos de aves que llegaban cada atardecer hasta las riberas del Cedrón. Y otro tanto con las miríadas de insectos de los campos vecinos a la ciudad…

Y fue muy cerca de la hora nona[7] cuando el Nazareno, haciendo un titánico esfuerzo sobre sus pies, con el pecho a punto de estallar y los labios abiertos por la sed, clamó con gran voz:

—Elí, Elí…! Lama sabactani?[8]

Y, dicho esto, el Galileo cayó en un nuevo ataque convulsivo. Y decenas de moscas se despegaron momentáneamente de sus heridas, para posarse casi al momento sobre las úlceras y regueros de sangre reseca.

Los soldados se miraron entre sí y comentaron con sorna:

—Ahora llama a Elías…

Y Jesús volvió a hablar:

—¡Tengo sed!

Uno de los legionarios se acercó entonces a la vasija que contenía la preciada posca y sumergió una esponja en la mezcla de vinagre y agua. Y, colocándola en la punta de una rama de hisopo, se dirigió hacia Jesús. Pero otros soldados trataron de disuadirle, diciéndole:

—¡Deja…! Vamos a ver si viene Elías a salvarle.

Sin embargo, el legionario aproximó la esponja hasta los labios del Nazareno. Y éste tomó de la esponja.

Inmediatamente, el vientre del crucificado palpitó con fuerza, y una más intensa sofocación se apreció en su rostro.

Y, con fuerte voz, volvió a decir:

—¡Todo está cumplido!

Y los presentes observaron cómo el gigante inclinaba su cabeza de golpe. Y todo su cuerpo quedó como muerto…

Y en aquel instante —la hora nona—, las tinieblas que cubrían el lugar fueron disipándose. Y las antorchas fueron apagadas. Y los campos recobraron sus sonidos, y las aves volaron nuevamente sobre la Puerta Dorada y sobre los huertos.

Y mientras los cielos se abrían y dejaban pasar la luz del atardecer, la tierra se estremeció bajo los pies de los soldados y de las mujeres y de los que pasaban camino de la ciudad.

La peña del Gólgota se abrió, y poco faltó para que se desplomara una de las cruces.

Las mujeres retrocedieron asustadas, y el centurión —moviendo la cabeza afirmativamente— comento casi para sí:

«… Verdaderamente, este hombre era justo».

Informe de los expertos

«Hubo que desclavarlo»

Cuando, investigando en la vida de Jesús, conocí la costumbre de algunas mujeres notables y piadosas de Jerusalén de proporcionar una bebida —mitad anestésica, mitad embriagante— a los condenados, no pude reprimir un sentimiento de admiración hacia aquel galileo llamado Jesús.

¿Qué ser humano, consciente del horroroso suplicio que le aguarda, no hubiera hecho lo mismo que los ladrones? ¿Quién se habría resistido a apurar hasta los posos aquel brebaje?

El Nazareno —eso está claro— tenía que saber de la acción indulgente de aquel vinagre o vino con hiel o mirra[9].

Pero pasemos a los últimos hallazgos de los expertos y científicos de la NASA en relación con estas últimas horas de la crucifixión del hombre que fue envuelto en el lienzo de Turín.

Y lo primero que les llamó la atención fue la huella de la muñeca izquierda…

El veredicto pericial fue definitivo:

«La disposición de las manchas inequívocamente afirma, y confirma, que el hombre que dejó su impronta en la Sábana fue crucificado y no por las palmas de las manos, sino por sus muñecas…».

El hecho —desde el punto de vista médico— resulta totalmente lógico.

«Un clavo que atravesara la palma —asegura el conocido doctor Cordiglia— no habría podido sostener, colgado de él, un cuerpo de un peso de unos 80 kilos (el estimado para Jesús). Es decir, con una fuerza de tracción de 95 kilos en cada brazo».

Para el eminente cirujano Barbet —que ha ensayado más de una docena de transfixiones o perforaciones de las muñecas de brazos recién amputados—, esta circunstancia se presenta igualmente clara:

Si se coloca un clavo de un centímetro cuadrado de sección contra la pared interna de la muñeca, basta un martillazo para atravesarla. El hierro resbala sin resistencia, alterando ligeramente su dirección. La punta va hacia el codo y la cabeza queda orientada hacia los dedos. Y la punta emerge, atravesando la piel.

Este ensayo dio siempre los mismos resultados. Y gracias a ese espontáneo torcerse del clavo, se pudo evitar la fractura del huesecillo del carpo llamado «semilunar». Las radiografías tomadas por el doctor Barbet revelaron que el clavo entraba siempre en el espacio denominado punto de Destot.

Y como yo, otros muchos se percataron también de algo anormal: en el lienzo de Turín no hay forma de encontrar las huellas de los dedos pulgares del cadáver…

Un pensamiento común nos asaltó a todos: ¿Es que le habían amputado estos dedos?

No podía ser…

La explicación llegó —como siempre— de la mano de la Ciencia.

En efecto, el pulgar no es visible en la Sábana. Lo que ocurrió es que, apenas el hierro atravesó las primeras capas blandas de la muñeca, el pulgar se dobló, saltando hasta colocarse atravesado en dirección opuesta a la de los cuatro dedos, que sólo se habían doblado ligeramente.

Y, llegado a este punto, el informe del cirujano se hace estremecedor:

«Los nervios medianos —sumamente sensibles— fueron alcanzados aquí por el clavo. Y resultaron lacerados y estirados por los hierros, quedando tensos como cuerdas de violín…

«Esto tuvo que provocar en el torturado un dolor de paroxismo».

Según los médicos, este suplicio desencadenaría en la casi totalidad de los mortales una pérdida del conocimiento. La Naturaleza, en realidad, se «desentiende». He aquí otro punto realmente a considerar en el comportamiento de Jesús de Nazaret, si tenemos en cuenta que no existe constancia de que perdiera el sentido en ningún instante.

Pero hay más.

La herida en la muñeca izquierda es la mejor definida. Tiene forma oval y mide 15 X 19 milímetros. Sus bordes son netos, y dos reguerillos de sangre brotan oblicuamente de ella.

Esa sangre caía perpendicularmente hacia el suelo cuando los brazos estaban clavados en la cruz.

Y los técnicos han hecho los siguientes cálculos matemáticos:

«El ángulo que formaban dichos reguerillos con el eje del brazo —25 grados— nos permite deducir, a su vez, el que componían el brazo del crucificado con el palo vertical de la cruz o stipes: 65 grados».

Y detrás de esta sencilla operación geométrica se esconde otra dramática verdad…

Una vez clavadas las muñecas en el patibulum o madero transversal, éste fue izado hasta encajarlo sobre el vástago del madero vertical. Esta «operación», sin duda, provocó la caída del peso del crucificado hasta que fue frenado por los hierros que atravesaban sus muñecas…

El dolor —según los médicos— tuvo que ser insoportable.

Y remachan los matemáticos:

«El frenazo dejó tenso el brazo, a un ángulo de 65 grados, con el palo vertical. Si repartimos el peso del cuerpo entre ambos brazos —40 kilos cada uno—, la fuerza de tracción ejercida sobre el brazo equivale a: «40/ cos. 65 = 40 : 0,4226 = unos 95 kg».

Según los médicos, las hemorragias en la perforación de la muñeca izquierda no debieron de ser muy copiosas. El mismo clavo, posiblemente, produciría la hemóstasis o estancamiento de la sangre, quedando bloqueada la herida.

Pero si la sangre no manaba en abundancia, los dolores tenían que ser terribles…

Pero los especialistas y peritos legales que analizaron la Sábana depositada en Turín quedaron sobrecogidos cuando llegaron a las huellas de los dedos de la mano derecha.

¿Qué había ocurrido allí? ¿Por qué presentaban ese excesivo alargamiento?

La conclusión provoca escalofríos:

«La mano derecha —observa Cordiglia— fue más torturada, a juzgar por las zonas que fueron forzadas a adherirse al patibulum con maniobras violentas…

«Mientras la muñeca izquierda quedó clavada con rapidez y precisión, no parece que sucediera igual con la mano derecha, puesto que el clavo no penetró al primer martillazo, sino que debió ser extraído y vuelto a clavar —quizá varias veces— antes de alcanzar el madero».

La posible razón de este «incidente» con el clavo de la muñeca derecha habría que buscarla en alguna deficiencia en la punta del hierro, e incluso en la zona del madero situada inmediatamente debajo de la referida muñeca de Jesús.

De lo que no creo que se deba dudar es de la pericia del verdugo, acostumbrado, sin duda, a cientos de ejecuciones similares…

Y no quiero pasar a las siguientes y desconcertantes investigaciones de los científicos, sin comentar un hecho que, de pronto, se ha presentado ante mí.

Si es una realidad —científicamente comprobada— que al hombre que enterraron envuelto en la Sábana de Turín le clavaron por las muñecas, ¿Cómo entender entonces las llagas de los santos, iluminados y demás estigmatizados…, «en las palmas de sus manos»?

Aquí falla algo…

Si verdaderamente fueran «señales sobrenaturales», como se ha dicho siempre, esos estigmas se presentarían en los lugares exactos donde se registraron. Pero jamás se ha tenido noticia de un solo estigmatizado que mostrara las heridas de las manos en el carpo…

Era lógico, puesto que nadie —hasta ahora— había encontrado una prueba tan decisiva. Por otra parte —y ahí tenemos la tradición pictórica mundial que se ha encargado de recordárnoslo—, siempre se ha hablado de «clavos que atravesaban las manos».

Y la afirmación no es incorrecta. Hoy, en Anatomía, la «mano» se considera formada por tres partes: el carpo o muñeca; metacarpo o «mano» propiamente dicha y dedos.

Sin embargo, esta «sutileza» ha estado jugando una «mala pasada» a los que se consideraban «iluminados»…

Sin embargo —seguía preguntándome—, lo cierto es que esas llagas de los estigmatizados son auténticas. La sangre mana de ellas, y lo más desconcertante —al menos para los legos en la materia— es que aparecen sin causa aparente.

Cuando consulté a los parapsicólogos y psiquiatras, la respuesta fue siempre la misma:

«El poder de la mente de esas personas, bajo el influjo de una crisis de misticismo, por ejemplo, puede alcanzar tales cotas, que "transmite" a las células de las palmas de las manos las órdenes oportunas como para deteriorar y abrir las heridas que todos conocemos…».

Este fenómeno —absolutamente explicable dentro del campo paranormal— no podía ser comprensible ni clarificado en épocas anteriores a la nuestra. De ahí la confusión y las falsas interpretaciones…

Los que hemos conocido y experimentado con las ondas cerebrales «alfa», sabemos que estas «órdenes» de la mente —la mayor parte de las veces involuntarias— son reales.

Si los santos y estigmatizados en general hubieran sabido de los lugares exactos donde ubicar las heridas de las manos de Jesús, posiblemente sus llagas habrían hecho acto de presencia en las muñecas y no en el centro de las palmas.

Y, volviendo a la tradición pictórica, ¿Cómo entender que un solo maestro universal —Van Dyck— plasmara la crucifixión con los clavos en los puntos precisos?[10]

La única explicación posible está en el hecho de que Van Dyck quizá llegó a ver la Sábana con motivo de su viaje a Génova y reparó en el gran «detalle» de la mancha de sangre…

Donde no se da una confluencia de criterios —al menos de momento— es en los clavos de los pies.

Mientras algunos médicos y especialistas afirman que al hombre de la Sábana de Turín le perforaron ambos pies con un solo hierro, otros —los más— se inclinan a pensar que el verdugo se valió de dos clavos: uno para cada pie.

Un ligero vistazo a la impronta de los pies por su lado dorsal no sólo nos hace ver inmediatamente que tanto el pie como la pierna izquierdos quedaron menos grabados en el lienzo, sino que se tiene la impresión de que la pierna izquierda aparece más corta que la derecha.

Y, como era de esperar, tanto observadores como estudiosos empezaron a preguntarse —al principio con timidez— si Jesús de Nazaret había sido cojo.

Para colmo, ahí estaban las iconografías rusas y bizantinas, con una especie de tramo oblicuo en la parte inferior de sus cruces.

Todo un «detalle» que puede contemplarse hoy sobre las torres del Kremlin y que la tradición asocia con la anomalía que presentaba la parte dorsal de Jesús en la Sábana. Esta tradición pudo nacer cuando los fieles —hace siglos— empezaron a venerar cada viernes en Constantinopla la mencionada reliquia.

Para aquellas gentes sin excesivos conocimientos médicos era evidente que el Señor tenía una pierna más corta que la otra…

Sin embargo, la Ciencia demuestra hoy algo muy diferente.

Tanto los doctores Barbet como Ricci han llegado a la conclusión de que ambos pies fueron fijados al madero por un solo clavo. La rodilla izquierda habría quedado entonces doblada sobre la derecha, y, al sobrevenir la rigidez cadavérica, los músculos de la izquierda retuvieron la posición mantenida en la cruz.

La explicación —al margen de la teoría sobre un solo hierro— convence a unos y a otros.

Pero, como digo, la crucifixión con uno o dos clavos sigue en el alero…

Para Cordiglia, «el muslo izquierdo y su rodilla se desplazaron hacia arriba y hacia delante con respecto al lado derecho, de modo que aparece la pierna izquierda más corta que la derecha».

El citado doctor Judica Cordiglia opina que, una vez estirada e inmovilizada la pierna derecha por el clavo en el pie, no le fue posible ya a los verdugos enclavar paralela y a la par la pierna izquierda. Por tanto, la rodilla izquierda quedó arqueada, y así permanecería más tarde, cuando le sobrevino la muerte.

Pero los descubrimientos no cesan en esta fascinante exploración de la Ciencia ultramoderna sobre el lienzo de Turín.

Parece ser que el evidente hundimiento del hombro derecho de Jesús —perfectamente claro en las huellas— pudo deberse «a una deformación profesional, derivada del trabajo ejercido por el Galileo como carpintero…».

Y a uno se le ocurre que la observación puede ser tan verosímil como perspicaz.

Si aquel corpulento Nazareno trabajó entre veinte y veintitrés años como carpintero, el peso de los troncos y maderos pudo provocarle ese ligero hundimiento del citado hombro derecho.

No obstante, y por aquello de no perder la «compostura científica», mantengamos todavía, como posible y primera causa de dicho «abajamiento», el fuerte tirón que el verdugo propinó a la totalidad de la pierna derecha del Nazareno cuando se disponía a clavar este pie en la stipes. Esta maniobra —según los médicos y forenses— causó ese hundimiento del hombro y de todo el lado derecho del cuerpo del crucificado.

Supongo que es inevitable.

Barajando esta galaxia de datos, informes y tecnicismos sobre la anatomía y torturas del hombre de la Sábana, uno termina por hacerse la misma pregunta:

¿Cuál fue la causa final que segó la vida de Jesús de Nazaret?

¿De qué murió realmente?

Según los especialistas a quienes he consultado, el Nazareno falleció como consecuencia de un «complejo encadenamiento de causas».

Quizá todas ellas puedan resumirse como lo han hecho los médicos de Colonia:

En una persona colgada por ambas muñecas, la sangre se acumula muy rápidamente en la mitad inferior del cuerpo. Al cabo de seis a doce minutos, la presión arterial cae a la mitad, y el número de pulsaciones aumenta al doble. La sangre llega al corazón en cantidad insuficiente.

La consecuencia es la pérdida del conocimiento. A falta de una suficiente irrigación del cerebro y del corazón, el reo se enfrenta pronto con un «colapso ortostático».

Por tanto, la muerte por crucifixión —concluyen los especialistas de Colonia— es debida a un colapso cardíaco.

Sin embargo, la realidad es siempre más compleja. Y yo me atrevería a afirmar que, en el caso del Nazareno, con más justificación. No podemos olvidar que Jesús de Nazaret perdió un considerable volumen de sangre durante la larga flagelación…

Este tipo de muerte estaba concebido para que el condenado permaneciera vivo durante dos, tres y hasta más días en lo alto de la cruz. Sorprendentemente, Jesús sucumbió en unas tres horas. ¿Qué había sucedido?

Parece ser que el primer impacto de una crucifixión es un dolor vertical —si se me permite la expresión—, de extremidad a extremidad del cuerpo.

El condenado se veía absolutamente inmóvil y desconcertado por un terremoto de dolores.

Y al poco llegaban los primeros aldabazos de la asfixia. La respiración se hacía entrecortada. Difícil. Había que conquistar cada hilito de aire…

Y para ello, el reo tiene que arquear el diafragma, expeliendo el aire viciado que llena sus pulmones. Pero esa operación constituye una nueva agonía… Cada bocanada debe ser absorbida, apoyándose en los clavos de los pies. Y así, incorporar el cuerpo —aunque sólo sea unos milímetros— y expulsar ese aire estancado. Pero ese mínimo ejercicio repercute en las muñecas clavadas, y la respiración resulta así un carrusel de angustias y durísimas laceraciones.

Y el corazón desfallece. Su trabajo de bombeo se triplica. Las venas y vasos más sutiles se encharcan. La sangre no circula bien. El oxígeno tampoco llega a los tejidos, y los músculos sufren contracciones espasmódicas y tetánicas.

Una peligrosa intoxicación general empieza a avanzar por el organismo del crucificado.

El cerebro y las meninges se «hartan» de sangre venosa, de bajo índice de oxígeno. Y estalla un implacable dolor de cabeza.

Las uñas azuladas y el cuello hinchado son nuevas señales de alerta: se acerca una catástrofe cardíaca y pulmonar.

Y la vista falla. La falta de oxígeno en la retina va oscureciendo la visión, y el condenado aumenta su grado de confusión. Las figuras que se mueven en su entorno se hacen imprecisas. Y muchos creen que la noche se ha echado encima…

Algunos médicos opinan, incluso, que quizá en el fondo de los ojos de Jesús se habría empezado a formar un edema papilar —una hinchazón de los nervios ópticos—, también debido a la hipertensión intracraneal, originada por el estancamiento de la sangre en el cráneo o por los trastornos de ventilación, que repercuten en la circulación venosa cerebral y aumentan la viscosidad de la sangre mediante la «policitemia», o aumento del volumen de glóbulos rojos.

Y aparecen el sudor y el progresivo sofocamiento. Y una sed irrefrenable que acartona la lengua y los labios.

Después, calambres y accesos convulsivos paroxísticos casi ininterrumpidos.

La prolongada suspensión en la cruz, como señalaba anteriormente, origina en los condenados una disminución del tono o energía en las paredes abdominales. La sangre se remansa en los órganos viscerales, y la consiguiente falta de oxígeno castiga y daña los tejidos. Éste es, en definitiva, el «colapso ortostático».

Pero esta comprometida situación —coinciden los médicos— conduce generalmente a una inhibición de la naturaleza, y el reo pierde el sentido. Esto no ocurrió con el Nazareno. Al menos no tenemos constancia de ello…

Es posible —como señalan otros destacados galenos— que Jesús terminara por perder el conocimiento cuando los evangelistas afirman que «dio un gran grito expirando».

En ese caso, la falta de sentido iba a desembocar también en la muerte. Poco importa, pues.

Como vemos, no se puede subrayar —por ahora, claro— la razón última que aceleró el fatal desenlace. ¿Fue la insuficiencia respiratoria? ¿La caída de la tensión? ¿El paro cardíaco?

Quizá, como apuntan los más prudentes, una mezcla de todas…

La lanzada —como veremos más adelante— nada tuvo que ver con la defunción de Jesús. Según los estudiosos de la Sábana, para entonces, el Nazareno ya estaba muerto.

Y no quiero cerrar este «informe técnico» sin reseñar un punto original —al menos para mí—, que ha sido estudiado también por otros médicos.

Afirman que el vinagre con agua, proporcionados al Galileo cuando éste se hallaba en plena agonía, es probable que precipitara su muerte. Causa: un síncope de deglución.

Según esta hipótesis, en el Oriente existe la creencia de que los crucificados y empalados pueden fallecer de repente si beben un líquido y, especialmente, si se trata de vinagre.

Binet, por ejemplo, le da a esto gran importancia. Y asegura que la repentina muerte de Jesús fue provocada por la ingestión de la posca.

E ilustra la observación con algunos ejemplos que yo, personalmente, no he podido constatar.

El asesino del general Kleber —afirma Binet—, Soleyman el-Halebi, fue condenado a morir empalado. Durante el suplicio pidió en vano a los verdugos egipcios que le dieran de beber. Éstos respondieron que al tragar un líquido cesarían en el acto los latidos de su corazón.

Cuando los egipcios se retiraron, cuatro horas después de haberse iniciado el tormento, dejaron a Soleyman al cuidado de soldados franceses. Y ante sus reiteradas peticiones de aplacar su sed, uno de los guardianes —posiblemente más misericordioso— le dio un vaso de agua. Al poco de mojar los labios, expiró lanzando un gran grito…

Esta muerte —afirman algunos médicos— se podría atribuir a un reflejo producido por el contacto del líquido con el peritoneo[11] perforado por la estaca.

No obstante, Binet sigue firme en su primera idea: efecto mortal a causa de un "síncope de deglución, o digestivo.

Si esto fuera así, cabe preguntarse por qué aquel soldado romano acercó la vara de hisopo con la esponja en su punta hasta los labios del Galileo. ¿Conocía los fulminantes efectos del vinagre?

Personalmente me inclino a pensar en algo mucho más sencillo: sin duda, el legionario trató de aplacar la sed del reo. Y el hecho de que poco después le sorprendiera la muerte o pérdida de conocimiento a Jesús de Nazaret, poco o nada tuvo que ver con esa insólita teoría del «síncope de origen digestivo». Entre otras razones, porque al Nazareno lo estaban crucificando y no empalando…

Pero pasemos a la última parte de nuestra personal «reconstrucción» de la pasión y muerte de Jesús.

¿Cómo pudo ser en verdad el descendimiento de la cruz? Esto fue lo que «vimos» en una nueva «proyección mental» al Gólgota:

Viernes, 16 horas

Lino de los oasis de Palmira

El procurador Poncio Pilato pidió dos vasos y abundante vino. Había sido un día en verdad agotador para el romano…

Pero José, el de Arimatea, se excusó con una sonrisa. Él no deseaba vino. Todo su interés estaba puesto en algo más difícil, al menos a primera vista. José, el de Arimatea, aguardaba solamente una respuesta:

¿Le era permitido por el procurador descender de la cruz el cuerpo de su maestro, Jesús de Nazaret?

Y así, directamente, se lo había planteado al romano.

Y quizá aquella claridad y valentía por parte del judío —amén del conocimiento de su considerable fortuna— inclinaron a Poncio Pilato en favor de José.

Pero el romano, que todavía conservaba en su cerebro la imagen insólita del Galileo y sus no menos extrañas palabras, había empezado a sentir curiosidad por la vida de aquel hombre que no había opuesto la menor resistencia a morir y que —para colmo— había sido crucificado entre tinieblas y terremotos…

Pilato trataba de retener a José. Y mientras escanciaba una más que cumplida copa de aquel generoso y pálido vino recién llegado de la añorada Roma, le preguntó:

—Pero dime, ¿Cómo tú, hombre rico, culto y miembro del Consejo, te consideras discípulo de ese Jesús, el Nazareno, a quien los sumos sacerdotes han calificado de impostor y blasfemo?

José de Arimatea tuvo que ocultar su odio hacia aquel romano que acababa de ejecutar al maestro. Y, tratando únicamente de no empeorar las cosas, le respondió:

—Procurador Poncio… Ese hombre a quien tú has enviado a la cruz ha sido víctima de las envidias y de la incomprensión…

—¿Incomprensión…? ¿Cómo entender a un hombre que se proclama rey y asegura que su reino no es de este mundo…? ¿Tú lo comprendes?

Pilato se sentía complacido ante la sosegada mirada del judío.

—Muy pocos han sabido interpretar las palabras del maestro. Él nos habló del Espíritu y no de las armas o de las conquistas.

—Entonces, ¿Dónde crees tú, José, que está el reino de tu maestro?

—Tal y como Él dijo, en el alma de cada uno de nosotros…

»Y ahora, procurador, si me lo permites… El día de la Preparación está llegando a su fin, y mañana, sábado, es un día solemne… No conviene que esos cuerpos queden expuestos en el Gólgota. ¿Tengo tu permiso para desclavar a Jesús?

Poncio Pilato apuró el vino. Y puesto que, en efecto, el sol apuntaba ya hacia el ocaso tras las murallas de la lejana Gaza, hizo llamar al centurión que había dirigido las ejecuciones y que aún permanecía en la peña del Cráneo. Y mientras esperaba al oficial, el romano pidió un poco de paciencia a José de Arimatea:

—Tú aseguras que Jesús ha muerto —expuso el procurador— y yo te creo, pero debo cerciorarme por mis propios soldados. Apenas han transcurrido tres horas desde que lo envié al patíbulo… ¿Cómo puede estar muerto?

Y antes de que el oficial se presentara ante Pilato, éste —haciendo un aparte con José, el de Arimatea, y procurando no ser oído por el resto de la guardia y oficiales que acompañaban al procurador en el Pretorio— preguntó al judío:

—Desearía conocer algo más de la doctrina de tu maestro… ¿Podría enviar por ti para que me visitaras en Cesarea?

Y José, desconfiado y confuso, no supo qué replicar. Pero terminó por asentir con la cabeza.

En aquel instante entraba en la sala de la fortaleza el centurión que había asistido a la crucifixión del Nazareno y de los dos salteadores.

Pilato, sin más preámbulos, le interrogó, interesándose por el estado del Galileo. Y quedó sorprendido cuando el oficial le confirmó la posible muerte del llamado «rey de los judíos». Los restantes crucificados —según añadió el oficial romano— seguían vivos, aunque aletargados por los brebajes y suplicios.

—Bien —concluyó Pilato, al tiempo que se despedía de José—, tienes mi permiso para retirar el cuerpo de Jesús.

Una vez hubo marchado el de Arimatea, el procurador ordenó al centurión que regresara a su puesto en el patíbulo y rematase a los tres crucificados.

Acto seguido, el romano se dirigió a sus restantes oficiales y escribas y les encomendó la confección de una lista lo más completa posible de cuantos familiares, amigos y seguidores había tenido Jesús de Nazaret. Y dio orden concreta de que aquel documento le fuera entregado en el menor espacio de tiempo y de que lo incluyeran en las actas de la ejecución, que debería remitir al emperador.

Algunos amigos —entre los que se contaban discípulos del Nazareno— esperaban a José de Arimatea a las puertas de la fortaleza Antonia. Y por su mirada y apresurado paso supieron ya, nada más verle entre la guardia que custodiaba el pretorio, que el romano había sido indulgente.

Y el miembro del Consejo les fue explicando —camino del templo— las incidencias y pormenores de su visita a la casa del procurador. Pero nada dijo, por prudencia, de la petición del romano de conocer lo que Jesús había predicado.

El tiempo apremiaba. Así que las mujeres que marchaban junto a José, el de Arimatea, le urgieron a comprar la sábana y los aromas.

Y así lo hicieron, nada más llegar ante los mercaderes que se asentaban al pie de la luminosa fachada de mármol blanco del segundo templo.

María, la de Santiago, se procuró unas cien libras de áloe, incienso, goma y otros perfumes y aromas. Mientras, José, por expresa indicación de Salomé y María —la Magdalena—, consiguió una pieza de lino puro de casi cinco metros, transportado ese mismo día desde Tadmor, en los oasis de Palmira.

José se vio obligado a pagar varias piezas de plata ante la insistencia del sirio, quien —entre constantes lamentaciones y golpes en el pecho— aseguraba que aquél era un paño destinado a la casa real de Heredes.

Viernes, 17 horas

El grito de María

Cuando el joven Juan vio llegar al grupo que encabezaba José, el de Arimatea, corrió ladera abajo. Y llegó hasta ellos, presa de una gran excitación.

—Los romanos le han atravesado el costado con una lanza… —fue explicándoles mientras caminaban hacia la peña del Gólgota—. Intentaron quebrarle las piernas… pero uno de ellos aseguró que no hacía falta, porque ya estaba muerto… Y yo vi cómo salía sangre y después agua… Y el maestro no se movió cuando el legionario le hundió la pica entre las costillas… ¿De verdad pensáis que Jesús ha muerto…?

José apenas le miró. Su rostro era grave. Y siguió ascendiendo a grandes zancadas hacia la peña.

Una vez junto a las cruces, las mujeres rodearon a María y al resto de los familiares y amigos que habían permanecido junto al Nazareno. Y trataron de consolar a la madre del crucificado.

José, a quien se había unido Nicodemo, habló en privado con el centurión. Y, tras entregarle una bolsa con dinero, el oficial ordenó a sus hombres que iniciaran el descendimiento del Galileo.

Y uno de los legionarios se dispuso a extraer los clavos de los pies.

A corta distancia, las mujeres, con el paño de lino entre las manos, aguardaban. El hundimiento psíquico y moral se había adueñado del grupo, y ya casi no se escuchaban sollozos o lamentos.

Para el discípulo amado, Juan, aquéllas eran horas de total desaliento. No podía entender. Su corazón estaba sumergido entre la cólera y la más desgarradora tristeza.

«¿Cómo podía ser? ¿Cómo Jesús, que había resucitado a los muertos, se había dejado matar…? ¿Dónde estaba su poder…? Y, lo más importante: ¿En qué lugar les había dejado a ellos —sus muchos discípulos— frente a la sociedad?».

Y José, el de Arimatea, visiblemente nervioso, dirigió su mirada hacia el horizonte. El sol —igualmente empapado en sangre— rozaba ya las siluetas negras de las palmeras de Getsemaní. Y las primeras lámparas de aceite apuntaban en las casas de barro de Jerusalén la inminente llegada del sábado.

Era necesario acelerar el desclavamiento. Y así lo hizo ver el miembro del Consejo de los judíos al oficial. Pero éste, sin inmutarse, se limitó a encogerse de hombros.

Nicodemo y José se aproximaron entonces al legionario. Pero no se atrevieron a hablarle.

Con la horquilla metálica del martiolus, el soldado hacía palanca, forzando así la extracción del primero de los clavos de los pies.

En segundos, y a pequeños golpes de palanca, el pie derecho quedó pronto libre.

El forcejeo hizo brotar nueva sangre, pero el Nazareno estaba realmente muerto.

La liberación del izquierdo fue más rápida. Después de repetir la operación con la horquilla, el verdugo tomó unas tenazas y, mordiendo con ellas la cabeza del clavo, tiró con fuerza, al tiempo que —con ambas manos— empujaba el hierro a derecha e izquierda.

Aquello provocó una mayor hemorragia, pero la parte delantera del pie quedó desconectada de la stipes.

Y, ante la sorpresa del grupo, la pierna izquierda del maestro —que había permanecido flexionada durante toda la crucifixión— quedó rígida y en la misma posición, a pesar de haber sido desclavada.

Uno de los soldados apoyó entonces la escalera de mano utilizada horas antes por el centurión en uno de los brazos del patibulum. El verdugo, al mismo tiempo, hacía lo propio con una segunda escalera en el extremo opuesto del citado madero.

Y no necesitó demasiado para sacar ambos clavos de las muñecas del cadáver. Uno de los romanos sostuvo el brazo izquierdo del ejecutado, mientras su compañero remataba las extracciones con el hierro del lado derecho.

En ese instante —al quedar totalmente separado de la cruz—, José de Arimatea, Nicodemo, Juan y otros discípulos sujetaron el cuerpo frío y asombrosamente pesado de Jesús de Nazaret. Y con gran lentitud fue depositado sobre el lino, previamente extendido por las mujeres al pie mismo de la stipes.

Tanto José, como Nicodemo, Juan y cuantos se prestaron a recoger el cuerpo sin vida del Galileo, quedaron manchados por la sangre que, en algunos movimientos, brotó de las múltiples heridas y laceraciones.

Una vez sobre la sábana, los familiares y discípulos rodearon el cuerpo de Jesús. Y como si alguien hubiera abierto unas compuertas hasta ese momento bloqueadas, María se arrojó sobre su hijo, presa del desconsuelo. Y, abrazándolo, derramó sobre su rostro sucio e hinchado las lágrimas que todavía quedaban en su corazón.

Y un alarido de mujer, afilado como un sable, llenó el crepúsculo de Jerusalén…

Fue José quien, inclinándose sobre la madre del Nazareno, la retiró con tanta dulzura como firmeza. El tiempo del día de la Preparación estaba agotado y era urgente dar sepultura a Jesús.

Así que, con toda celeridad, los hombres transportaron el cadáver, asiendo la sábana por sus extremos.

Y José de Arimatea les condujo hasta uno de los costados de la peña del Gólgota, donde disponía de un huerto. En él los servidores de José habían concluido la excavación en la piedra de una cripta funeraria, destinada —en su día— a la familia del de Arimatea.

Y allí, sobre el suelo de la fría roca, los discípulos y familiares colocaron el cuerpo.

Y antes de cubrirlo con el lino, una de las mujeres se deshizo de su pañolón y lo amarró en torno a la cabeza del maestro, procurando así que la boca permaneciera cerrada.

José sacó entonces de su bolsa dos pequeñas monedas de bronce y, tras cerrar los ojos del Nazareno, las situó sobre los párpados, como aconsejaba la costumbre judía.

La oscuridad se había cernido sobre la ciudad. Y Nicodemo pidió desde la boca de la gruta que terminaran cuanto antes.

El lienzo sobre el que reposaba el Nazareno fue entonces doblado a la altura de la cabeza y extendido a todo lo largo de su cuerpo. Sus manos fueron cruzadas sobre el bajo vientre, y sólo la rodilla izquierda quedó levemente flexionada, a causa del rigor mortis.

Y, sin más preparaciones, los que habían trasladado el cuerpo de Jesús fueron saliendo del sepulcro por el angosto pasadizo.

Y entre cuatro hombres fue rodada una gran piedra —preparada al efecto por los obreros— y, así, cerrada la cámara funeraria.

Al retirarse el grupo, sólo María Magdalena y María, la de Santiago, permanecieron sentadas en el lugar. Y sus lágrimas y plegarias no concluyeron hasta bien entrada la noche.

Y mientras todos se encaminaban hacia Jerusalén, José, el de Arimatea, regresó nuevamente hasta la explanada del patíbulo, y siendo, como era, hombre compasivo y justo, habló por segunda vez con el centurión para que hicieran descender a los dos salteadores, cuyas piernas aparecían fuertemente amoratadas e inflamadas a causa de los bastonazos. Y depositó en sus manos el resto de las monedas que quedaba en su bolsa, prometiéndoles elogiar ante el procurador sus buenos servicios.

Y regresando junto a María y los discípulos, en la ciudad santa, prepararon los aromas y mirra que habían comprado, a fin de lavar y embalsamar el cuerpo del Señor cuando finalizase la Pascua.

Informe de los expertos

«Antes del lanzazo, el hombre de la Sábana ya estaba muerto».

Cuando la Iglesia católica autorizó los primeros análisis científicos de la Sábana de Turín, algunos de los técnicos torcieron el gesto.

El tejido era demasiado perfecto para fecharlo en los tiempos de Jesús…

Años después, cuando las investigaciones sobre el lienzo se hicieron más profundas y completas, la cosa cambió.

Y, amén de los descubrimientos del ya referido Max Frei —que detectó gránulos de polen del tiempo de Cristo entre los hilos del paño—, especialistas como T. Walsh llegaron a escribir:

«… En Europa Occidental no se tejió sarga hasta bien pasado el siglo XIV».

Todo lo contrario a lo que venía sucediendo en Oriente.

Según los expertos, el tejido que forma la Síndone procedía del Oriente Próximo. Hay pruebas concretas y un sinfín de testimonios escritos y gráficos de la existencia y construcción de telares capaces de producir este tipo de tejido en la Siria del siglo I.

Al este de Damasco, la ciudad de Palmira parece haber sido el emporio especializado en la fabricación de sargas de lino.

Por su parte, los egipcios —desde tiempos inmemoriales— utilizaban también tejidos de lino para sus sepulturas, aunque está probado que no los tejían en la modalidad de sarga. Ésta la reservaban para las prendas de lana…

Es fácil imaginar que el bueno de José de Arimatea pudo comprar con toda comodidad la pieza de lino en la que envolvieron el cuerpo del maestro…

Aquéllas eran fechas solemnes en Jerusalén. Y dada la aglomeración de gentes, llegadas desde los cuatro puntos cardinales, resultaba más que probable que entre los comerciantes hubiera también del ramo textil. Y —¿Porqué no?—, llegados, incluso, desde los oasis sirios de Palmira. Hay que tener en cuenta que Damasco dista de Jerusalén mucho menos que Burgos de Madrid…

(En su última guerra, los israelitas alcanzaban los suburbios de Damasco desde el Hermón con su artillería. Y no olvidemos tampoco que san Pablo cubría ese viaje…, a pie).

Recientemente, un experto textil como Virginio Timossi ha publicado un importante informe sobre el tejido de la Sábana de Turín, y en él hace referencia a la tela de siete metros descubierta en el Museo Egipcio de la citada ciudad italiana. Esa tela —idéntica a la Síndone— pertenecía a la XII dinastía. Es decir, entre los años 1966-1784 antes de J. C. Y es de puro lino…

Por último, los investigadores actuales han llegado a la conclusión de que el lino de la Sábana de Turín fue hilado a mano.

El telar —dicen— era de «pedal», pero usado a mano también. Por lo que se refiere a la finura del hilo, el de la urdimbre corresponde al número 50 de la clasificación inglesa, contándose 40 hilos por centímetro. En cambio, el hilo de la trama corresponde al número 30 de la norma citada, habiendo sido contabilizadas 27 inserciones por centímetro.

Sobre esta base podemos calcular que el peso del tejido por metro cuadrado debe ser de unos 234 gramos. Como el lienzo mide actualmente 4,36 X 1,10 metros —es decir, unos 4,80 metros cuadrados de superficie—, su probable peso debe de estar alrededor de un kilo y ciento veintitrés gramos.

A la vista de estos resultados, cualquier investigador serio y con un mínimo de buena fe deduce que el lienzo recogido hoy en Turín pudo ser fabricado realmente en el área geográfica donde se desarrollaron los acontecimientos de todos conocidos…

En cuanto a las apreciaciones de los médicos forenses en relación con la lanzada, eso es «harina de otro costal».

¿Y qué dicen los científicos respecto a la huella dejada en la sábana y que parece corresponde a una herida producida por una lanza?

Consultando los textos evangélicos, observa uno que el único «reportero» que señaló el lanzazo fue Juan, que, según parece, se encontraba muy cerca de la cruz. El resto de los evangelistas «no se enteraron» de la noticia, o, al menos, no la reseñaron en sus respectivas «crónicas».

Y llegaron, como digo, los médicos forenses. Y empezaron los análisis de la huella de la Síndone.

Las primeras observaciones permitieron concretar los siguientes puntos:

1. El color de la huella es rojo granate y más oscuro que el de las otras manchas de sangre.

2. La mancha se extiende hacia arriba unos seis centímetros y baja después, dividiéndose en unos quince centímetros.

3. Su margen interna zigzaguea en líneas curvas.

4. La herida de la que fluye ese reguero es netamente visible y ha sido determinada por un instrumento de punta y corte (lanza), con dos aletas o rebordes en sus extremos; de ahí su forma elíptica.

Y el gran experto, el doctor Barbet, apura aún más:

«Tomando como referencia la punta del esternón, visible en el lienzo, y determinando por radiografía su posición en la caja intercostal —asegura—, podemos afirmar que la lanza del soldado se deslizó por encima de la sexta costilla. Atravesó el quinto espacio intercostal y encontró en su ruta, primero, la pleura, y luego, el pulmón derecho».

Si el romano hubiera impulsado su pica en dirección casi vertical, ésta se habría hundido en los pulmones. Y allí no habría desgarrado más que unas cuantas venas. Esto —según los médicos—, sólo hubiera hecho brotar un poco de sangre y no un chorro y agua, como dice san Juan.

No cabe duda —según los forenses— de que el lanzazo fue dado en dirección casi horizontal. Es posible que Jesús no estuviera demasiado alto en la cruz o tal vez el lancero blandió su arma en alto. Quién sabe, incluso, si el legionario iba a caballo…

No podemos olvidar que los soldados destacados en el país israelita debían de ser —dada la naturaleza levantisca e intrigante de los hebreos— buenos profesionales de la guerra. Legionarios habituados a todo. Y, por supuesto, con un dominio completo de las armas.

El golpe al corazón era un lance clásico en la esgrima romana. Se apuntaba al costado derecho, puesto que el izquierdo solía ir resguardado por el escudo.

Y sigue el profesor Barbet:

«La punta, pues, y a juzgar por las experiencias similares que he practicado en cadáveres, penetró por el pulmón derecho. Tras recorrer unos ocho centímetros, alcanzó el corazón, que está envuelto en el pericardio.

«Ahora bien, la parte del corazón que se extiende hacia el lado derecho del esternón es la aurícula derecha. Y esta aurícula, que conecta hacia arriba con la vena cava superior y hacia abajo con la vena cava inferior, se halla siempre llena de sangre líquida en los cadáveres recientes…

«¿Qué quiere decir esto?

«Si la lanza se hubiese dirigido más hacia la izquierda, habría desgarrado los ventrículos que —en los cadáveres— están vacíos de sangre».

Por su parte, el doctor Judica afirma:

«He repetido el mecanismo de tal lesión, al igual que Barbet, sobre un cadáver, tal como había sido crucificado Cristo, hundiendo un cuchillo de disección al ras del borde de la sexta costilla en el hemitórax derecho, perforando de abajo arriba y de derecha a izquierda el quinto espacio intercostal, para penetrar en profundidad… pleuras, lóbulo del pulmón, pericardio… y, finalmente, la aurícula derecha, sin traspasar la pared posterior…

»La sangre sólo puede originarse en la aurícula derecha… Sobre su fluidez no cabe duda alguna, ya se admita la hipótesis de Hynek (muerte por asfixia), ya se recuerde que la aurícula derecha —sobre todo, a tan corto espacio después de la muerte— contiene sangre fluida».

Es lógico, en fin, que, tras el lanzazo, saliera sangre y en estado líquido…

En cuanto al «agua» que dice que vio el evangelista Juan, su rastro o señal no ha quedado visible en el lienzo de Turín.

Uno puede pensar entonces que el «reportero» pudo equivocarse. Y realmente, si nos atenemos a los hechos, Juan se equivocó.

Vayamos por partes.

¿Qué dicen los médicos forenses sobre esa «agua» que san Juan afirma brotó inmediatamente después de la sangre?

¿Era un exudado o un trasudado? En palabras lisas y llanas: ¿Era un líquido de origen inflamatorio o no?

Algunos especialistas hablan de hidropericardio de origen agónico. Otros, de serosanguíneo. Otros, de líquido pletírico… Ha habido, incluso, quien esgrimió la posibilidad de que Jesús fuera tuberculoso.

Sin embargo, todas esas teorías se han visto eclipsadas por los estudios —una vez más— del doctor Cordiglia.

Para este médico, las citadas hipótesis —en especial, las dos últimas— son tan absurdas como inaceptables.

Y finaliza diciendo que el «agua» que vio Juan era de origen inflamatorio o exudado. ¿Causa? Los repetidos golpes torácicos que recibió tanto en casa de Caifás como en la flagelación.

«Todas estas graves ofensas traumáticas —explica el forense—, descargadas contra la serosidad[12] pericárdica que reacciona rapidísimamente a ataques externos violentos mediante un estadio hiperémico de breve duración (algunas horas), determinan la formación del líquido inflamatorio».

Y concluye este profesor con una afirmación que resulta de gran importancia:

«La lanzada tuvo lugar —con toda certeza— después de la muerte».

He aquí sus argumentos:

1. No hay turgencia en los labios de la herida.

2. La impronta elíptica dejada por la lanza es de naturaleza «pasiva» debida a la elasticidad y extraordinaria tensión de la piel en aquel momento.

3. La sangre brotada —en dos momentos diferentes— no ha dejado más que huellas difusas, de coloración poco intensa.

4. La gran cantidad de líquido serohemático indica una evidente plenitud en la zona derecha del corazón y cierta presión (corazón en diástole).

En síntesis:

Que todas las lesiones del «hombre de la Sábana» —con la única excepción de la del tórax— se produjeron en vida.

Que la lesión del costado derecho se produjo post mortem y, ciertamente, a corta distancia de ocurrida la muerte, según lo que se deduce de la rigidez cadavérica de las zonas de «seudocoagulación», ya que no hay coagulación verdadera, debida a una concentración y aglutinación de glóbulos rojos en las mallas de fibrina precipitada.

Esto viene a ratificar que Jesús de Nazaret permaneció vivo en la cruz unas tres horas, aproximadamente. Y que su fallecimiento pudo sobrevenir en el instante en que «inclinó la cabeza» —según los evangelistas— o poco tiempo después de esta posible pérdida del conocimiento.

Habituados como estaban al fenómeno de la muerte, tanto el centurión como los legionarios que formaban la guardia pudieron advertir con relativa facilidad cuándo el cuerpo del Galileo dejó de vivir.

Pero los descubrimientos sobre el lienzo de Turín no concluyen aquí…

En la espalda del «hombre» que fue envuelto en esta sábana se observa también un reguero de sangre que cruza toda la cintura.

¿A qué pudo deberse esto?

Los médicos y científicos también han encontrado la explicación:

Al bajar el cuerpo de la cruz, éste quedó en posición horizontal. Pues bien, si tras la lanzada se había vaciado por la herida del pecho la sangre de la aurícula derecha y de la vena cava superior, al alcanzar el cadáver la posición horizontal se derramó igualmente la sangre contenida en la vena cava inferior.

Esta hemorragia final se incrementaría, quizá, en el traslado final del cuerpo hasta el sepulcro. En esta segunda fase —desclavamiento, descenso y traslado—, la sangre se deslizó a lo largo de la cintura, cayendo, obviamente, al suelo.

Y llegan los norteamericanos con sus sofisticados analizadores espaciales y le dicen al mundo:

«Por ahora —puesto que las investigaciones en Estados Unidos sobre el lienzo de Turín no han hecho más que empezar— hemos observado, por ejemplo, que al hombre que sepultaron en aquella gruta le colocaron sendas monedas de bronce sobre los párpados».

Cuando supe de este hallazgo de la Academia de las Fuerzas Aéreas de Denver (Colorado) y del Laboratorio de Propulsión de Pasadena (California), sentí escalofríos.

Si la Ciencia ultramoderna está llegando a tales extremos, ¿Qué nos reserva el futuro? ¿Qué llegaremos a averiguar todavía en relación con la vida y muerte de Jesús de Nazaret?

A través del famoso VP-8 —que había servido para analizar las fotografías recibidas del planeta Marte—, los técnicos y especialistas al servicio de la NASA comprobaron que sobre los ojos del Nazareno había dos objetos de pequeño tamaño, circulares y sólidos. Algo muy parecido a… ¡Botones!

Sin embargo, en aquella época todavía no se fabricaban… ¿Qué podía ser?

Aunque los norteamericanos sospecharon desde el principio que los dos objetos tenían que estar relacionados con metales o cerámica, decidieron apurar todas las alternativas. Y, durante semanas, sometieron el rostro del «hombre de la sábana» a una meticulosa exploración.

Otras explicaciones —tal y como imaginaron— fueron cayendo por sí mismas.

Aquellas señales en cada párpado no eran deformaciones en el proceso de formación de la imagen. Tampoco eran la consecuencia de una reacción local biológica química o térmica…

El VP-8 detectaba que los «círculos» eran metálicos y de una circunferencia casi perfecta.

Por otra parte, esta identificación, concuerda con la antigua costumbre de enterramiento de los judíos en la que, a veces, se colocaban objetos sobre los ojos (generalmente, monedas o fragmentos de cacharros de cerámica).

Los jóvenes oficiales de la NASA —siempre prudentes en sus investigaciones— prosiguen con estas frases:

«No es posible hacer una identificación detallada sin una investigación mayor. Pero proponemos que puede tratarse de alguna clase de moneda.

»Y he aquí las razones:

«Primera. Ambas son circulares y, aproximadamente, del mismo tamaño.

«Segunda. Los relatos bíblicos indican que José de Arimatea —un hombre rico— fue el encargado de enterrar a Jesús. Obviamente, llevaba dinero en el momento de sepultar a Cristo, ya que pudo comprarle un lienzo de hilo. Por tanto, si José de Arimatea siguió la costumbre de los enterramientos, pudo cubrir los ojos, no resultando irracional pensar que lo más natural y cómodo de usar para él hubieran sido monedas, en lugar de fragmentos de cerámica».

Este descubrimiento arroja nueva luz sobre un punto clave: la edad exacta y concreta en que se produjo la muerte del Nazareno.

Los hombres de Pasadena —partiendo de primerísimos planos de los ojos del «hombre de la sábana»— están trabajando en la tarea de descifrar las inscripciones que aparecían en las pequeñas monedas.

Y la obtención de un relieve mediante ordenador, partiendo precisamente de estos primeros planos, les ha hecho sospechar que las monedas depositadas sobre los párpados de Cristo eran «leptones». Es decir —y según Ian Wilson—, se trataba de monedas de bronce de Judea, que tenían un tamaño similar al que aparece en la imagen de la Sábana de Turín.

Y entre estos «leptones», uno en especial atrae la atención de los investigadores de la NASA: uno de Poncio Pilato, acuñado los años 30-31 de la Era cristiana.

En el supuesto, como digo, de que los norteamericanos pudieran descifrar las posibles inscripciones, la localización del personaje llamado Jesús en la Historia sería total. Esta ubicación, sin embargo, está ya demostrada por otros canales, a los que me referiré más adelante.

Parece de sentido común, incluso, que estas monedas fueran de pequeño tamaño, puesto que, de haber usado el denario de plata de Tiberio, acuñado en los años 14-37 de ese mismo tiempo, habría resultado excesivamente voluminoso.

Y, sinceramente, a la vista de estos hallazgos, fue desvaneciéndose mi primera y total desconfianza hacia la autenticidad del lienzo de Turín.

¿Qué falsificador o pintor de la Edad Media, por ejemplo, habría plasmado esa imagen… con la casi imperceptible huella de un «leptón» de bronce sobre cada párpado? Resulta ridículo.

Pero sigamos con estos asombrosos cow-boys de la NASA…

El VP-8 en cuestión reservaba nuevas sorpresas.

El mechón de cabello a la izquierda del rostro estaba más empapado en sangre…

La cabeza del «hombre del lienzo» fue amarrada o sujeta con un vendaje o tela por debajo de la barbilla…

Este último dato coincide plenamente —como veremos en capítulos inmediatos— con lo narrado por los evangelistas. Y quedé nuevamente perplejo. ¿Cómo la Ciencia espacial podía ratificar detalles tan pequeños y escondidos…, que se produjeron hace dos mil años?

Por lo visto, este vendaje fue utilizado en el enterramiento de Jesús, ya que el cabello del lado izquierdo del rostro parece colgar sobre el borde de algún objeto invisible. Seguramente, un segundo lienzo o tela que mantenía cerrada la boca.

Además, ese vendaje «invisible» parece dividir una barba.

Este tipo de vendaje ha sido conocido hasta hace muy poco tiempo en nuestra propia sociedad. Y es muy posible que todavía se siga practicando con los difuntos. La misión fundamental de la tela que rodeaba la cabeza era evitar que cayera la mandíbula inferior. En fin, algo similar a los primitivos pañuelos que nos colocaban nuestras abuelas cuando teníamos un flemón o dolor de muelas…

Pero ¿Qué pudo suceder en la oscuridad de aquel sepulcro durante las casi treinta y seis horas que duró el enterramiento de Jesús de Nazaret?