8
JESÚS DE NAZARET, O LA ENTREVISTA QUE NUNCA EXISTIÓ
Creo que hubiera sido una buena entrevista. De primera página. Al menos, desde el punto de vista dé este reportero…
«Entrevistar» a Jesús de Nazaret, una vez resucitado, habría colmado las ambiciones profesionales de muchos colegas. Y, por supuesto, las mías.
Pero ¿qué habría contestado el Nazareno?
Y puestos ya a imaginar, ¿por qué no escribir dicha entrevista?
He aquí algunas de las muchas preguntas que yo le hubiera formulado. Quizá —¿por qué no?— sus respuestas podrían haber sido parecidas a éstas.
¡Quién sabe…!
«Parece como si Jesús de Nazaret hubiera practicado intensamente deporte. Sus espaldas son las de un nadador, y su estatura, la de cualquier jugador de baloncesto que se precie. Creo que cualquier ciudadano medio —como es mi caso— se sentiría ligeramente acomplejado ante él. Eso, al menos, me ocurrió al principio, cuando llegué hasta su presencia».
Después, conforme fuimos hablando, todo fue distinto. Aquel galileo de barba fina y meticulosamente arreglada, de cabellos como el oro viejo que reposaban levemente sobre sus hombros, era tan campechano y dispuesto a cualquier tipo de broma como el que más.
Debió de notar mi nerviosismo. A pesar de mis diecisiete años de trabajo como periodista, los nervios empezaban a dispararse, y aquel viejo magnetófono mío se atascaba como un colegial ante su primera novia.
«¡Maldita sea! —pensé—. Sólo falta que este trasto no funcione…».
Y el Nazareno, tras echar sobre su hombro izquierdo el largo manto de color vino, tocó mi nuca con su mano derecha y comentó divertido:
—¡Tranquilo!…
Y una especie de intenso calor acompañó aquel gesto conciliador sobre mi nuca. Jesús de Nazaret debió de notar mi confusión y se adelantó a mis pensamientos:
—Es energía… Sale de mis manos sin querer… Igual que de las de cualquier otro.
Miré las mías en un movimiento reflejo y, levantando mi vista hacia Él, le interrogué:
—¿Energía…? ¿De qué tipo?
Pero Jesús no contestó. Se limitó a sonreír. Y una blanca y perfecta «secuencia» de dientes me dejó atónito.
Estaba claro que aquel hombre no sufría de las molestas caries…
Pero mi magnetófono estaba ya grabando y, tras encogerme de hombros, le comenté:
—Es que no sé por dónde empezar… ¡Tanto tiempo esperando esta oportunidad y ahora me quedo «seco»…!
Yo pensaba que usted era más bajito… Como cualquier judío medio…
El Nazareno rió a placer. E intervino de nuevo:
—¿Por qué no nos tuteamos…? Es mejor, ¿no te parece?
—Sí, claro —balbuceé.
—¿Y por qué crees que tenía que ser más bajo?
—Bueno, no sé… Pero tampoco tiene mayor importancia —le respondí, deseando entrar ya en las preguntas de fondo—. Oye, verás… No es que desconfíe, pero ¿te importaría mostrarme las cicatrices?
Jesús levantó ligeramente sus brazos y dejó caer las holgadas mangas de su marfileña túnica. Al ver aquellas señales en sus muñecas sentí cómo una oleada de vergüenza ascendía desde el estómago y encendía hasta mis cejas. ¡Qué ridículo me sentí, Dios santo…!
—¡Perdona! —susurré. E intenté excusarme—. Ya sabes…, la gente sigue desconfiando…
—Y tú también, por lo que veo.
—Bueno… Tienes que reconocer que es la primera vez en el mundo que alguien es ajusticiado y muerto y resucita…
—Sí, también es verdad…
Y los dos, al unísono, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, nos echamos a reír, ante la mirada grave de los que nos rodeaban y que aseguraban ser sus discípulos.
—Vayamos por partes. Hay algunas cosas que no he podido entender jamás. Por ejemplo: después de tanto tiempo de andar predicando por ahí, ¿cómo me resumirías tu «mensaje»?
El Nazareno me escrutó con sus ojos negroazulados. ¡Oh, Dios! Aquella mirada parecía un rayo láser… Me entró tal angustia, que a punto estuve de agarrar mi magnetófono y marcharme. Aquel «personaje» era demasiado para cualquiera…
Digo yo —porque jamás he podido averiguarlo— que Jesús trataba de «leer» mis sentimientos o intenciones. Y debió de tranquilizarle ver que no había en mí el menor deseo de burla o frivolidad.
Y sus cejas negras —tremendamente marcadas— se relajaron. Y habló así:
—Es triste que todavía no lo hayáis comprendido… Pues mira, yo sólo he venido a este planeta para deciros que el Padre ha regalado la salvación…
—¿Hagamos lo que hagamos?
—Sí. Pero ¿es que todavía no te has dado cuenta de que ser hijo de Dios o del Padre es algo importante…?
—Me temo que no…
—Pues ya va siendo hora.
—No, no puede ser —comenté—. Si uno infringe la Ley y mata, roba, etc., en la vida, ¿cómo van a «regalarle» la salvación?
Jesús se armó de paciencia. Y me preguntó a su vez:
—¿Qué harías tú si cualquiera de tus hijos hiciera una o todas las diabluras del mundo?
—No sé… Intentaría convencerle de que anda equivocado.
—Pero ¿lo olvidarías o destruirías?
—¡No, por Dios…!
—Perfecto. Creo que ya has contestado a la pregunta anterior.
—Pero ¿y si alguien muere y no ha «entendido» nada de lo que tú has dicho y predicado?
—Siempre hay una segunda oportunidad…
—¿Siempre?
El Nazareno asintió con la cabeza.
—Pero ¿dónde?
—Yo dije en cierta ocasión —y tú lo sabes— que en la «casa de mi Padre hay muchas moradas». ¿Por qué te preocupas entonces del lugar o la forma? Vive intensamente ahora, que por algo estás aquí, como todos…
Las preguntas empezaban a atrepellarse en mi mente. Y tuve que hacer una larga y profunda inspiración.
«Tranquilo, tranquilo…», me dije a mí mismo.
—Entonces, el cuento ése del infierno y el rechinar de dientes…
—Dime otra cosa. ¿A ti qué te parece este mundo donde vives ahora? ¿Es agradable o es un «infierno»? ¿Y qué me dices de la ignorancia…? ¿Crees que puede haber algo peor que vivir sumido en la oscuridad y en la falta del Conocimiento? Yo te aseguro que el que está lejos de Dios no sabe lo que se pierde… Ése es el gran «infierno» y la peor de las condenaciones.
—Pero tú dices que siempre hay una «segunda oportunidad»…
—Tan cierto como que yo he resucitado. Lo que pasa es que a unos les cuesta más trabajo que a otros el entenderlo. Y tienen que «repetir» y «repetir» curso, hasta que «descubren» la Suprema Luz y su verdadera naturaleza. Entonces empiezan realmente a ser felices…
—¿Y todos llegaremos a ese momento?
—Todos estáis «condenados» a ser felices. Tarde o temprano. Eso es lo que he tratado de deciros con mi venida…
—Pero ¿para eso era necesario tanto lío?
—¿Lío?
—Sí, tu muerte, etcétera.
—Las «cosas» son todavía aparentemente complicadas para vosotros. Todo tiene y lleva su tiempo. Sólo puedo decirte que aquí, en el planeta Tierra, había llegado la plenitud de los tiempos, y que cuando ese «momento» ocurre, el Padre comunica siempre sus intenciones y deseos a sus hijos.
—Tiene gracia. Dices que había llegado la plenitud de los tiempos… ¿Hace dos mil años?
—Te pondré otro ejemplo. Cuando tus hijos son unos bebés y permanecen en la cuna, ¿se te ocurre a ti, su padre, explicarles quiénes son y qué les aguarda?
—No, claro…
—Ese momento depende siempre de cada niño o adolescente. No todos son iguales. A unos hay que hablarles antes y a otros más tarde. A la Tierra —y no me preguntes por qué— le llegó ese «momento» cuando el Padre me envió…
—Pero, insisto, ¿era absolutamente necesario que te matasen? Podías haber «dejado el recado» y adiós…
El Nazareno volvió a sonreír y me señaló la cinta magnetofónica. Se había terminado. Mientras le daba la vuelta, renegué nuevamente de mi fortuna. «Seguro que se han perdido palabras importantes…», pensé.
—… Cada «niño», cada «hijo», cada «mundo», en definitiva, que forman la Casa de mi Padre, exige un tratamiento diferente, de acuerdo con su evolución y características. La Tierra, entonces, tenía aquéllas…
»Era difícil y "tuvimos" que forzar la máquina a tope. Y si había que morir, resucitar y demostraros que el "mensaje" era auténtico, pues muy bien. Como decía tu abuela, "bien está lo que bien acaba". ¿O no?
Debí de poner un gesto de asombro tal, que el Nazareno se adelantó a mi próxima pregunta:
—… Sí, sé lo que estás pensando. Hay otros mundos —más de los que tú puedes comprender o asimilar—, y en todos hay «hijos del Padre».
—Entonces, ¿no somos los únicos?
Nueva carcajada del Nazareno:
—Sólo te diré una cosa: ahí fuera hay más «tráfico» que aquí abajo…
—¿Y por qué las gentes y los científicos no terminan de creerlo?
—Te repito que todo tiene su tiempo. Tranquilo. Mira lo que ha pasado con los papas. ¿Quién hubiera podido convencer a Julio II —el de las broncas con Miguel Ángel Buonarroti— que pocos siglos después, otros «colegas» suyos —Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo II—, iban a servirse de los reactores para volar de un lugar a otro del planeta… para llevar mi «mensaje».
—Tienes toda la razón…
—Claro.
—Pero si hay tantas «moradas», tantas civilizaciones, en tu Reino…
—En nuestro Reino querrás decir…
—Eso, en nuestro Reino, ¿ha sido preciso llevarles el «recado» a todas y cada una de ellas?
—Sin dejar una.
—¿Y en cada «misión» has tenido que dejar el pellejo, con perdón?
—No. Ya te he dicho que este planeta tuyo reunía algunas características diferentes.
—Pero ¿el «mensaje» termina por conocerlo hasta el último de los hijos del Padre?
—Hasta el más pequeño y escondido, en la última de las galaxias de los universos visibles o invisibles.
—Entonces, según esto, ¿habrá otros mundos o «Tierras» como la nuestra que todavía no sepan nada de ti…?
—Los hay… Pero todo está previsto.
—¿Y qué pasará cuando todos los «hijos del Padre» hayamos sabido y entendido el «negocio»?
—No me tires de la lengua… Hay cosas que deberás descubrir más adelante.
—Volviendo a lo de antes. A pesar de tu encarnación en la Tierra y del «mensaje», la verdad es que las cosas no marchan nada bien por aquí abajo… ¿Ha vuelto a fallar algo?
—Aunque no lo creas, el Padre deja libertad absoluta a sus hijos. Él te dice lo que debes hacer para ser feliz y prosperar.
»Y los hijos, si quieren, lo hacen. La verdad es que sólo los "niños pequeños" —vosotros, por ejemplo— hacen algunas travesuras y "ensucian" la "casa" de esta gran "familia cósmica". Pero también se harán "mayores". Ya lo verás. Y todo cambiará. Ya te digo que estáis condenados a la Felicidad…
—Y dime, ¿cómo puedo ser feliz?
—La Felicidad no es una flor natural de este mundo. Eso no lo olvides. De momento, ama a tus semejantes.
—Sí. ¡Qué fácil es decirlo…!
—Aunque no lo entiendas, ama a las gentes. A las que conoces y a las que no conoces. El Amor: ése es el único «pasaporte» para pasar al otro lado…
—¿Y si no quiero o no sé?
—Necesitarás más tiempo, hasta que te aprendas la lección. Porque tú, como todos, estáis aquí y ahora por algo. Allí arriba hay mucha «gente» trabajando para el Padre. Y no se escapa ni camufla ni el más profundo de los pensamientos y sentimientos.
—Entonces, como tú dices, allí arriba hay «gente». ¿Los mismos que colaboran contigo en el «plan» de la Redención?
Jesús, el Nazareno, puso nuevamente su mano sobre mi hombro y contestó con una interminable sonrisa:
—Si tú ya lo sabes, ¿por qué me lo preguntas…?
—¿Y llegaremos algún día a vivir en la Perfección?
—Sí. De hecho hay ya gente que vive en el Amor. Ésos, por ejemplo, tienen ganado un buen trecho.
—¿Qué, es entonces el cielo?
—La Perfección. Vivir en el Conocimiento y en la Armonía con el que todo lo puede y sostiene.
—O sea, que la santidad y la perfección son compatibles con la tecnología y el progreso…
—No puedes sospechar hasta qué extremos…
—Nosotros tenemos tecnología y lanzamos cohetes a los planetas, pero no somos felices. ¿Por qué?
—Porque no habéis terminado de ver el «mensaje» o el «recado» —como tú dices— que me dio el Padre para vosotros, terrícolas. Hay otras razas y humanidades que han progresado tanto o más que vosotros y son infinitamente más prudentes y felices. Y el secreto sólo está en eso que te digo: en saber que somos «hijos del Jefe», Y que por encima de todo, debe estar el espíritu y el amor. Ama a todos y a todo lo que te rodea cada segundo de tu existencia en este mundo. No te preocupes de lo demás…
—¿Y qué me dices del «andamiaje» de algunas religiones?
—Eso: simple «andamiaje». A veces, ni siquiera los más cercanos entienden que el «negocio» va por otros derroteros…
—Una última pregunta: ¿cómo es el Padre? ¿Es como tú?
Jesús de Nazaret se puso serio. Fue la única vez que le vi con la color demudada. Por un momento pensé que «me había pasado de rosca»… Pero al ENVIADO no le temblaba el pulso ni la voz. Y, al tiempo que se levantaba y estrechaba mi mano, respondió:
—Mira a tu alrededor y, sobre todo, «mira» hacia ti mismo. Así sabrás cómo y quién es «nuestro» Padre…
Y una larga y blanca paz cayó sobre mi estremecido corazón.
Y desde entonces el mundo en el que ahora vivo ya no fue el mismo…