6

Volví a casa en coche, pensando en el horror, esforzándome por desconectar el Canal de lo Impensable.

El cadáver regresaba flotando a mi cerebro.

Encendí la radio y subí tanto el volumen que me dolían los oídos. Sabía que cada estallido de aquel estruendo me arrancaba unos cuantos pelillos minúsculos del canal auditivo, pero supuse que el caso justificaba un poco de pérdida de audición. Sin embargo, pese al zapeo de una emisora tras otra, no encontré más que un caldo flojo de cancioncillas desapasionadas y un parloteo que me ponía de los nervios y no me servía de nada, así que paré el coche, abrí el maletero y saqué una caja negra de plástico, abollada, que llevaba años sin tocar.

Casetes.

Para cualquiera con menos de treinta años, tan poco relevantes como un cilindro de cera. El Seville tiene una opinión distinta. Es un modelo del 79, que salió de Detroit pocos meses después de que Detroit convirtiera a sus sucesores en coches inflables. Veinticinco mil kilómetros de su tercer motor, con suspensión mejorada. Los cambios habituales de aceite y filtros lo mantenían en calma. Le añadí un lector de CD hace unos años, y hace poco un sistema de manos libres para el teléfono. Pero me he resistido al MP3 y he conservado la pletina original para las cintas porque en mi época de estudiante las cintas eran un gran lujo y tengo montones de ellas, compradas de segunda mano cuando eso tenía alguna importancia.

Cuando volví a entrar en el coche, el aullido de mi mente se había vuelto atronador. He visto muchas cosas malas y no suelo ponerme así, pero estoy bastante seguro de la procedencia de ese ruido: de cuando me escondía de mi padre si había bebido demasiado y decidía que debía castigar a alguien. Tapaba el bum-bum de mi corazón acelerado con un ruido de interferencias imaginarias.

Sin embargo, ahora era incapaz de apagarlo y mi consciencia anhelaba algo estridente y oscuro y agresivamente competitivo para silenciarse, igual que las anfetaminas tranquilizan la mente del hiperactivo.

Hubiera estado bien un poco de thrash metal, pero no había comprado ninguna grabación. Rebusqué entre las cintas y encontré algo prometedor: «ZZ Top. Eliminator».

Metí la cinta en la pletina, arranqué el coche y retomé el camino a casa. Al cabo de una manzana subí el volumen a tope.

La guitarra minimalista, la batería de motor de camión y el fondo oscuro del sintetizador funcionaban bastante bien. Entonces tomé Sunset y me acerqué a casa, a la paz y la belleza de Beverly Glen, el silencio sinuoso del viejo camino de los enamorados que llevaba a mi preciosa casa blanca, la perspectiva de besar a mi chica bonita, darle unas palmaditas a mi perra adorable, dar de comer a los lindos peces de mi estanque, y resonó una vocecita taimada en mi oído:

«Qué linda vida, ¿eh?».

Y luego: una carcajada maliciosa.

* * *

La casa estaba vacía, invadida por el sol. El suelo de tarima resonó como un tamtan mientras avanzaba con dificultad hacia mi despacho para dejar un mensaje de colega a colega en el contestador del doctor Bernhard Shacker. Su voz, suave, tranquilizadora y grabada, me prometió que se pondría en contacto conmigo lo antes posible. La clásica voz que resulta fácil de creer. Hice café, me tragué dos tazas sin degustarlo siquiera, volví a salir, eché unas bolitas a los peces koi, me esforcé por apreciar sus agradecidos sorbetones y seguí hacia el estudio protegido por los árboles, en la parte trasera.

Por una ventana abierta me llegó el sonido de una sierra. Mi Chica Bonita llevaba máscara y gafas protectoras y lucía bajo la luz de las claraboyas instaladas en el alto techo inclinado mientras deslizaba un trozo de madera de palisandro por la sierra. Llevaba sus largos rizos castaños recogidos con una cinta roja. Tenía las manos rebozadas en polvo violeta.

La Perra Adorable estaba agachada unos pocos metros más allá, mordisqueando uno de esos huesos empapados en salsa barbacoa que la Chica suele prepararle con su habitual meticulosidad.

La Chica sonrió sin apartar las manos de la faena. La Perra se acercó con su andar patoso y me besó una mano.

La sierra rugió al morder la madera. Estridente, molesto. Bien.

* * *

Me senté con Blanche en el regazo mientras Robin terminaba su faena, limando una cabecita nudosa de bulldog francés. Robin apagó la sierra, dejó la pieza con forma de guitarra en la mesa del taller, se subió a la frente las gafas protectoras y bajó la mascarilla. Llevaba un buzo rojo, camiseta negra y unas Keds blancas y negras.

Dejé a Blanche en el suelo y me siguió hasta el banco de trabajo. Robin y yo nos abrazamos, nos dimos un beso y me alborotó el pelo como me gusta.

—¿Qué tal, querido?

Toqué el palisandro.

—Buena textura.

—¿Un día de esos? —preguntó.

Más de una vez hemos discutido a propósito de mi negativa a comentar los casos en que participo. He progresado, de mantenerla completamente al margen a parcelar la información que creo que podrá soportar. A veces es bueno para Milo porque Robin es lista y capaz de aportar una perspectiva desde fuera.

Como si yo estuviera dentro. No estoy seguro de dónde estoy.

—Desde luego, uno de esos —le dije.

Me tocó la cara.

—Estás un poco pálido. ¿Has comido?

—Un bagel, antes.

—¿Quieres algo?

—Tal vez después.

—Si cambias de opinión…

—¿Sobre lo de comer?

—Sobre lo que quieras.

—Claro.

Le di un beso en la frente.

Se quedó mirando la madera.

—Creo que tengo que seguir con eso.

—Quizá podamos cenar. A lo mejor, más bien tarde.

—Me parece bien.

—Si tienes hambre antes, seré flexible.

—Estoy segura —dijo.

Cuando ya me daba media vuelta para irme, me tocó la cara. La compasión suavizaba sus ojos almendrados.

—En los días malos, planear a largo plazo no funciona.

* * *

Volví a mi despacho. El doctor Shacker no había devuelto la llamada. Hice algo de papeleo, pagué unas cuantas facturas, me instalé en el ordenador.

Una búsqueda de «destripar» y «asesinato» ofreció una inquietante montaña de resultados: justo por debajo de cien mil. Casi todos eran irrelevantes y mostraban frases complejas en las que se usaban ambas palabras, letras de canciones de grupos merecidamente desconocidos, hipérboles políticas de blogueros que nunca han sufrido nada más grave que un corte con el filo de un papel. («La actual administración está destripando las libertades civiles y cometiendo un asesinato premeditado contra la libertad personal con el sangriento abandono de un asesino en serie»).

Los asesinatos no metafóricos que encontré eran casi todos de una sola víctima: acosos estimulados por la fantasía sexual, o por un rencor acumulado en el tiempo hasta que su hervor provoca un estallido de violencia que lleva a la mutilación, a veces al canibalismo. Crímenes que solían practicarse sin el menor cuidado y se resolvían rápidamente. En varios casos, algún sospechoso visiblemente psicótico se había entregado. En uno, un criminal soltó un hígado humano en la mesa del recepcionista de una comisaría y suplicó que lo arrestaran porque había hecho «algo malo».

Los pocos casos que seguían abiertos pertenecían a la variedad histórica, en la que destacaba Jack el destripador.

El azote de Whitechapel se había dedicado a las mutilaciones abdominales y al robo de órganos, pero eran más las diferencias que las similitudes en la degradación infligida a Vita Berlin, meticulosamente organizada.

La personalidad corrosiva de Vita hacía que probablemente se tratara de un caso suelto.

Pedí a Dios que no tuviera nada que ver con aquella niña a la que había humillado.

Seguí surfeando un rato, probando «mutilación abdominal, exhibición de vísceras, heridas intestinales» y aún no había encontrado nada cuando se pusieron en contacto conmigo desde el centro de llamadas.

—Doctor Delaware, soy Louise. Un tal doctor Shacker acaba de devolver su llamada.

—Gracias.

—Es uno de los suyos, ¿verdad? Un psicólogo.

—Has acertado, Louise.

—De hecho, no es por casualidad, doctor Delaware, es por intuición. Llevo mucho tiempo dedicándome a esto.

—¿Todos sonamos igual?

—La verdad es que más bien sí —dijo—. Sin ánimo de ofender. Lo digo en un buen sentido. Tienden a ser tranquilos y pacientes. Los cirujanos no suenan así. En cualquier caso, parecía buen tipo. Que pase un buen día, doctor Delaware.

* * *

Una voz agradable e infantil saludó:

—Bern Shacker.

—Alex Delaware, gracias por devolver la llamada.

—Ningún problema —dijo—. Me ha dicho que se trataba de Vita. ¿Eso quiere decir que ahora es usted el afortunado que la trata?

—Me temo que no la trata nadie.

—¿Oh?

—La han matado.

—Dios mío. ¿Qué ha pasado?

Le resumí lo fundamental.

—Es horrible, absolutamente horrible. Asesinada… Y me ha llamado porque…

Porque Vita lo había tachado de farsante.

—Hemos encontrado su tarjeta en el piso.

—¿Y ella…? ¿En su piso? Estoy un poco… Usted me ha dicho que era psicólogo. ¿Qué hacía en su piso? Y ya puestos, ¿por qué está investigando un asesinato?

—Soy asesor de la policía y el agente que lleva este caso me ha pedido que lo llame. De loquero a loquero.

—Loquero —repitió—. Qué término tan inapropiado. Bueno, la verdad es que no… No se puede decir exactamente que mantuviera una larga terapia con Vita… Es un poco complicado. Tengo que hacer una o dos llamadas antes de continuar.

—Muerte y confidencialidad —le dije—. Las normas cambian cada año.

—Cierto, pero no es sólo eso —dijo Shacker—. Vita no era la típica paciente de una terapia. No pretendo hacerme el misterioso, pero no puedo decir nada más hasta que me den permiso. Si me lo dan, podremos hablar.

—Se lo agradezco, doctor Shacker.

—Asesinato —dijo—. Increíble. ¿Dónde está usted?

—En el Westside.

—Yo en Beverly Hills. Si hablamos, ¿le importa que lo hagamos en persona? Es para poder documentar la conversación.

—Estaría bien.

—Me pondré en contacto con usted.

* * *

Al cabo de cuarenta y tres minutos cumplió su palabra.

—¿Alex? Soy Bern. Los abogados del seguro me dan permiso, y también el mío personal. Tengo un hueco a las seis. ¿Le va bien?

—Perfectamente.

—Perfectamente —repitió—. Parece una persona positiva.

Como si acabara de descubrir un defecto de mi carácter.

—Lo intento.

—Intentar —dijo Shacker—. Es lo único que podemos hacer.