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Durante los días siguientes hubo un goteo de datos.

Ninguna de las hijas de Marlon Quigg tenía ni idea de quién podía haberle deseado tanto mal a su padre. Lo mismo ocurrió con los amigos de la familia a quienes Milo, Reed y Binchy entrevistaron. Belle Quigg, interrogada de nuevo entre la bruma de los sedantes, repetía el mismo mantra: todo el mundo amaba a Marlon, tenía que haber sido un maniaco.

El servicio municipal de control de animales informó de treinta y tres casos de perros muertos recogidos en todo el condado desde el asesinato de Quigg. Milo y los agentes jóvenes dedicaron el tiempo necesario a revisarlos todos. Ninguno era Louie.

La mayor parte de los perros habían sido abandonados y habían muerto por desnutrición o enfermedad, o atropellados por algún coche. Habían encontrado un golden retriever en una calle lateral de Canoga Park, muerto de un disparo en la cabeza, como una ejecución. Milo se ocupó de contactar con sus dueñas: dos chicas de la universidad, que compartían a Maximilian. Ambas estaban desoladas y afectadas por la culpa. Tenían por principal sospechoso al exnovio de una de ellas y bastó con un somero repaso de su historial para dar con un treintañero musculoso con una lista de asaltos y conductas impropias.

Milo se puso nervioso y empezó a buscarlo. Resultó que llevaba siete meses mar adentro, trabajando en la cubierta de un carguero comercial que iba hacia Japón.

En el centro donde Marlon Quigg había adoptado a Louie no trabajaba nadie que encajara con la descripción del hombre blanco de constitución voluminosa que había merodeado por los escenarios de los dos crímenes. Salvo por un estudiante de instituto, estadounidense de origen vietnamita, y dos jubilados octogenarios, todo el personal era exclusivamente femenino.

La mujer que se había encargado del papeleo de Louie recordaba a Marlon Quigg por lo fácil que había resultado tratar con él y opinaba que encajaba a la perfección con aquel perro: un tipo tranquilo, relajado, sin problemas.

«Una víctima fácil», pensé yo.

Binchy y Reed visitaron otras perreras sin obtener mejores resultados.

La inspección del historial financiero y telefónico de Quigg no reveló nada sospechoso. Un registro adicional del campamento y la entrevista de una veintena de mendigos que se concentraban cerca de Sunset y la autopista del mar resultaron inútiles, aunque uno de los mendigos, una mujer desdentada y con ojos de loca, llamada Aggie, aseguró que Quigg había pasado una vez por allí y le había dado quince dólares.

—Menudo botín —dijo Milo.

—Sí, fue fantástico.

—¿Qué tipo de coche llevaba, Aggie?

—¿Cuál iba a ser? Un Rolls-Royce grande. Ya le digo, algunos de esos ricachones son buena gente.

* * *

Llegaron los resultados de la autopsia y la analítica de Quigg.

Una magulladura significativa en la zona del cogote más cercana al cráneo sugería que había recibido un solo golpe seco por detrás. La policía científica no lo había visto en el escenario del crimen porque se lo había escondido el espeso cabello de Quigg. No era un golpe fatal, pero sí lo suficiente para dejarlo aturdido.

Los únicos pelos humanos que se habían encontrado en todo el cuerpo eran del propio Quigg, aunque Louie sí había soltado algunos mechones más en la camisa de su amo. Otras tres fibras adicionales resultaron ser de piel de cordero sintética.

—Nuestro chico malo lleva un abrigo grueso. A lo mejor es una pelliza barata.

—Vestido para cazar… En Montana, quizá. —Milo garabateó en su cuaderno—. ¿Qué opinas de la herida en la cabeza?

—El típico golpe del atacante al acecho. A Vita no hacía falta aturdiría porque estaba como una cuba y el truco de la pizza la pilló con la guardia baja. Si el asesino es el tipo que vio Erica Vail, estuvo en el escenario tres días antes de cargarse a Quigg. Los paseos de Quigg eran predecibles, no le costaba nada fingir que él también estaba paseando. Pasar a su lado, sonreír y saludar, quizá incluso pararse a acariciar a Louie.

—Acecho amistoso —dijo—. Hasta que dejó de serlo.

—Yo volvería a visitar a Belle Quigg y le preguntaría si Marlon mencionó alguna vez que se hubiera encontrado a alguien en sus paseos.

Más garabatos.

—Ya lo he anotado. O sea que ya tenemos una buena idea de cómo se cometió cada crimen. Pero nos sigue quedando la gran pregunta: ¿qué los convirtió en víctimas? Han de tener algo en común, pero soy incapaz de encontrarlo. Yo esperaba que tuviese que ver con la demanda de Vita, pero no apunta a eso. Los directivos de Well-Start han sido más complacientes de lo que esperaba. No porque sean buena gente, sino porque les preocupa que el asesinato de Vita invalide el acuerdo de silencio y se vean obligados a aguantar un montón de publicidad negativa. De hecho, ayer me mandaron a una abogada que me enseñó un montón de papeles: las mociones preliminares, todas las entrevistas con los trabajadores acusados, el informe de Shacker. Y todo me pareció el típico rollo de psicólogos, sin ánimo de ofender. En resumidas cuentas, no había nada nuevo y la portavoz me juró que la compañía no tenía ninguna conexión con Quigg. No me limité a tomarle la palabra, mandé un correo electrónico a la mano derecha del presidente de la Well-Start en Hartford, Connecticut. Me llamó personalmente, me dio el nombre de la empresa de contabilidad que les lleva las cuentas y tocó unas cuantas teclas para que me hicieran caso. No les constaba haber contratado jamás a Quigg, ni que él se hubiera presentado nunca para trabajar allí. La señora Quigg lo confirmó. Marlon no era de los que «van buscando». Estaba feliz con su estatus y contaba con retirarse al cabo de pocos años. A pesar de todo, entré en contacto con el jefe de Quigg en la gestoría e investigué si alguna vez había llevado cuentas de alguna mutua. La empresa lleva algunas, pero no las de la Well-Start, ni siquiera de su aseguradora. Y en caso contrario no se la habrían adjudicado a él, pues estaba más que ocupado con la cuenta de la cadena de supermercados. Describió al viejo Marlon como todo el mundo: agradable, dócil, de carácter estable. Entonces, ¿por qué escogió a esos dos? O a lo mejor no hay ningún factor X y ese bastardo va en coche por ahí, escoge sus presas al azar y luego estudia y prepara la caza.

No había nada en aquel tipo de asesino que dependiera del azar, pero todavía era pronto para darlo por hecho.

—Mientras tanto —dijo—, los dos casos se nos van deshaciendo muy deprisa. Si ese cabrón lo deja ahora, podría librarse.

No hacía falta que se preocupara por eso.