24
El bueno de Marlon Quigg había mentido a su esposa.
Cuando él trabajaba en el Ventura State no había ningún plan para cerrarlo.
Yo lo sabía porque había estado allí tres semanas antes de que vaciaran el hospital, contratado por un bufete de abogados que representaba a dos alas de niños obligados a moverse en sillas de ruedas, y con una funcionalidad limitada, y enfrentados ahora a un futuro terriblemente ambiguo. Yo evalué a todos los pacientes e hice recomendaciones detalladas para el cuidado posterior que el estado les había prometido. Parte de aquellos consejos se llevaron a la práctica. Por lo general, el estado incumplió sus obligaciones.
Varios años antes de eso, aunque después de que Quigg lo dejara, yo había trabajado allí como interno en turno rotatorio, mejorando mi formación en el Langley Porter con un mes de observación en el hospital mental más grande que teníamos al oeste del Mississippi.
Un buen día de aquella primavera yo había salido de San Francisco al ponerse el sol, para dormir en la playa de San Simeon y ver cómo se repantigaban las focas elefante, y había terminado a media mañana en Camarillo, donde había conseguido ducharme y vestirme en el baño de una playa pública antes de volver a la autopista.
Una carretera mal señalizada, que se desviaba hacia el este desde la 101, me había guiado tierra adentro, por encima de un arroyo seco, por campos vacíos, bosquecillos de sicomoros locales, robles y eucaliptos australianos que se habían acomodado a la California del sur. Durante las siguientes millas, nada había delatado la cercanía del hospital. Entonces, una cancela de más de seis metros, de hierro macizo pintado de rojo, apareció ante mis ojos justo después de trazar una curva muy cerrada, obligándome a pisar el freno a fondo.
Un guardia muy atento comprobó mi identificación, frunció el ceño, señaló un cartel que reducía la velocidad máxima a cinco millas por hora y accionó un interruptor para dejarme pasar. Fui a parar a la entrada de un aparcamiento digno de un estadio, lleno de coches. Tras el brillo de los automóviles se alzaban edificios forrados de un estuco pardusco y embellecidos por molduras, medallones, frontones y galerías arqueadas. La mayor parte de las ventanas tenían rejas de aquel mismo rojo oxidado.
Ciudad de la Tristeza.
Décadas antes, el Ventura State se había ganado una pésima fama como lugar en el que todo valía mientras lo dijera un médico. Tras aquellas paredes se había practicado toda una serie de horrores hasta que la Segunda Guerra Mundial se llevó a los médicos a Europa y al Pacífico y el Holocausto obligó a la gente a pensar más acerca de la degradación de la libertad personal: lobotomías y otras cirugías cuya eficacia jamás se había demostrado; burdas versiones del shock y terapias de insulina; la rendición forzada de quienes eran considerados como una molestia, la esterilización forzosa de quienes pudieran parecer indignos de procrear. Las reformas habían sido drásticas y exhaustivas y el hospital se había granjeado una reputación por su sabiduría y su humanismo. Yo estaba ansioso por experimentar un nuevo entorno clínico y por volver al sur de California.
Pasé los dos primeros días en sesiones orientativas ofrecidas por una supervisora de enfermeras, acompañado por los residentes en psiquiatría, recién licenciados, y otros internos de Psicología, enfermeras recién contratadas y celadores. Una vez instruidos, nos concedieron la libertad para explorar el terreno, con la excepción del extremo más oriental, donde se alzaba un complejo señalado con el cartel: «Cuidados especializados». Un celador preguntó a la enfermera que significaba «especializados».
—Situaciones únicas, van cambiando —contestó la enfermera, antes de pasar al asunto siguiente.
Como me quedaban horas hasta mi primera tarea, me paseé por el campus, aturdido por las dimensiones y la ambición de aquel lugar. El silencio casi idolatrado de los demás novatos en su exploración me hizo saber que no era el único que reaccionaba así.
Construido en Ventura en los años veinte como manicomio para la higiene mental del estado de California, y conocido por todo el mundo como el estatal de Ventura, el lugar se beneficiaba de una combinación de la artesanía del Viejo Mundo con el optimismo del New Deal, que había creado algunos de los mejores edificios públicos en todo el estado. En el caso de aquel hospital, eso implicaba veintiocho edificios y algo más de cien hectáreas. Senderos de embaldosado rosa se desparramaban por el suelo como arroyos rosados, en los parterres de flores había un alboroto de colores, los matorrales parecían cortados con tijeras de uñas. Toda la propiedad descansaba en un valle no muy hondo, bendecido por las montañas que se alzaban en tres de sus costados, coronadas por la niebla.
Las estructuras auxiliares de la zona oeste mantenían la autosuficiencia del hospital: caseta de refrigeración, carnicería, lechería, huertos de verdura y fruta, pista de bolos, dos salas de cine y una de conciertos, dormitorios para los empleados, departamentos locales de policía y de bomberos. También protegía al resto del condado de Ventura de aquellos vecinos encerrados por razones de salud mental, deficiencias y «situaciones únicas».
Pasé todo aquel mes con críos más avanzados que los desgraciados a quienes tuve que evaluar años después, pero con demasiados problemas para ir a una escuela normal. Lo más frecuente era que interviniese algún factor orgánico: ataques convulsivos, lesiones cerebrales postencefálicas, síndromes genéticos y grupos de síntomas inexplicables que, décadas más tarde, se describirían dentro del espectro de los desórdenes del autismo, pero que entonces se etiquetaban con toda una variedad de términos. El que mejor recordaba era «irregularidad idiopática neurosocial».
Pasé sesenta horas por semana mejorando mis dotes de observación, haciendo algunas pruebas y recibiendo sólida formación en psicopatología infantil, terapias de juego, restructuración cognitiva y análisis conductual aplicado. Lo más importante, aprendí el valor de la humildad y de la prudencia a la hora de juzgar. El estatal de Ventura no era buen lugar para quien aspirase al heroísmo: cuando se daba alguna mejora, siempre era minúscula y gradual. Aprendí a alentar cada día con un mantra: «Mantén objetivos específicos y realistas; alégrate siempre que algo salga bien».
A primera vista, aquel hospital era un retiro pastoral de la realidad, pero pronto aprendí que su pomposo silencio podía hacerse añicos sin previo aviso con los gritos y los maullidos y los crujidos de lo que sonaba como si alguien golpeara carne con madera en el extremo oriental del campus.
«Cuidados especializados» era un hospital dentro del hospital, un racimo de estructuras bajas y desagradables que se apiñaban contra un cerrillo de granito en el lado este, seccionado por la omnipresente verja de hierro rojo, coronada con alambre de espino. Las rejas eran más sólidas, las ventanas más escuetas. Al otro lado de la verja, guardias uniformados patrullaban en turnos irregulares. En su mayor parte, el terreno circundante estaba desocupado. Nunca jamás vi un paciente por ahí.
Un día pregunté a mi supervisora qué pasaba allí.
Gertrude Vanderveul, psicóloga entrada en canas, elegante, era estadounidense, pero de formación británica, en el hospital Maudsley. Le encantaban los trajes de buen corte, los zapatos baratos y agradables; le apasionaba Mahler, aunque despreciaba el resto de música compuesta después de Bach, y había trabajado como ayudante de Anna Freud durante sus años londinenses. («Una mujer encantadora, aunque tan apegada a su papaíto que no podía tener una vida social convencional»).
Cuando le hice esa pregunta, Gertrude estaba supervisando mi trabajo al aire libre porque hacía un tiempo perfecto. Caminando por los terrenos del hospital bajo un cielo despejado, con un aire de olor fresco como una colada reciente, estuvimos repasando mis casos mientras tomábamos un café. Una vez terminada esa tarea, ella cambió el tema de conversación a las limitaciones de la metodología de Piaget, y me animó a dar mi opinión.
—Excelente —dijo—. Tienes una visión aguda.
—Gracias —contesté—. ¿Le puedo preguntar por «Cuidados especializados»?
No respondió.
Creí que no me había oído y me dispuse a repetir la pregunta. Alzó un dedo para silenciarme y continuamos nuestro paseo.
Al poco rato, me dijo:
—Ese no es un lugar para ti, querido muchacho.
—¿Estoy demasiado verde?
—Es una razón —concedió—. Además, me caes bien. —Al ver que no contestaba, añadió—: En este asunto, es mejor que confíes en mí, Alex.
* * *
¿Había descubierto lo mismo Marlon Quigg, aunque con una experiencia distinta?
«Interesante cambio de profesión».
Qué lista, Robin.
Volví a salir para decirle que a lo mejor había dado con una pista, pero ya no estaba en el estanque y vi luz en las ventanas de su estudio y oí el zumbido de una sierra. Volví a mi despacho y llamé a Milo.
—Quigg no daba clase en ningún colegio, trabajaba en el hospital estatal de Ventura.
—De acuerdo —dijo, distraído.
—Puede que la razón que dio a su mujer para explicar su cambio de profesión fuera falsa, lo cual me hace pensar si algo del Ventura, o alguien, lo asustó.
Le relaté los sonidos inquietantes que en su día había oído en Cuidados Especializados y cómo Gertrude me había protegido.
—Eso podría explicar la conexión con Quigg.
—¿Un paciente con algún agravio antiguo? ¿De cuánto tiempo estamos hablando, Alex?
—Quigg salió de allí hace veinticuatro años, pero nuestro hombre podría tener mucha memoria.
—¿Y veinticuatro años después algo lo impulsa a actuar?
—Lo que lo impulsa es matar —dije—. Cuando ya estaba en marcha, recordó sus viejos tiempos en el Ventura.
—Matar al profe. Entonces, ¿Quigg no era tan blandito en esa época?
—No necesariamente. Tratándose de alguien con tendencias paranoides, a lo mejor bastó con una mala mirada, cualquier cosa.
—Fantástico. Pero, más allá de que tú creas que Quigg mintió, no hay ninguna prueba de que trabajara en ese departamento en concreto.
—No, pero seguiré excavando.
—Vale. Hablemos a mi vuelta.
—¿Adónde vas?
—A conocer a la Quinta Víctima.
—Oh, no. ¿Cuándo?
—Acaba de aparecer el cuerpo. Esta vez la afortunada ha sido la comisaría de Hollywood. Lo ha descubierto Petra. Es una chica dura, pero sonaba bastante impactada. Voy para allá ahora mismo.
—Dime la dirección.
—No te preocupes —dijo—. Ya está montado todo el circo, y además ya sabes lo que vas a ver.
—De acuerdo.
Milo resopló.
—Mira, no estoy seguro de que vaya a seguir en el caso, corren rumores de que Su Grandilocuencia se lo está «replanteando». Así que no tiene sentido que te arruines la noche. Encima, estoy recibiendo un montón de pistas inútiles y mañana tengo una sentada con las familias de Usfel y Parnell en un hotel del aeropuerto, a primera hora. Vienen los padres de los dos, será toda una juerga.
* * *
Un asesinato tan cercano a la decisión de informar a los medios sonaba a desafío, de modo que replanteé mi teoría sobre los interrogantes y supuse que Milo tenía razón. Fui a mi despacho, me senté ante el ordenador y me puse a mezclar distintas combinaciones de «hospital estatal ventura niño locura criminal asesino joven destripar interrogante». Como no salió nada útil, estuve un rato preguntándome si el retrato de Shimoff me había estimulado la memoria porque, hace años, había visto en los terrenos del Ventura una versión juvenil de aquel hombre de rostro redondo.
¿Un paciente con el que había trabajado? ¿O sólo me había cruzado con él por los pasillos? ¿Algún crío peligroso que se libró de Cuidados Especializados porque tuvo la inteligencia suficiente para engañar al personal y quedarse en las alas abiertas?
Los profesores del hospital pasaban más tiempo que nadie con los pacientes. ¿Habría percibido Marlon Quigg algo de algún niño profundamente trastornado que había eludido a todos los demás? ¿Habría levantado la voz para convencer a los médicos de que hacía falta recurrir al confinamiento extremo?
Razones para un rencor de primera.
Pero la pregunta de Milo seguía siendo válida: ¿por qué esperar tanto para ejecutar la venganza?
Porque el niño peligroso se había convertido en un adulto verdaderamente aterrador y había pasado todos esos años encerrado.
Liberado al fin, se pone a enmendar todos los errores. Localiza a Quigg, lo acecha, lo adula con saludos cordiales cuando el hombre sale a pasear al perro por el parque.
Él reconoce a Quigg, pero no hay ninguna razón que lleve a Quigg a asociar a un niño con un adulto que lleva una pelliza.
?
Adivina por qué hago esto.
Ja, ja, ja.
Gertrude Vanderveul sabía lo que ocurría en Cuidados Especializados y por eso me mantuvo alejado.
«Es mejor que confíes en mí, Alex».
A lo mejor ahora aceptaría decirme por qué.
La busqué en el ciberespacio, empezando por el directorio del colegio de psicólogos y la web de la comunidad de psicólogos del estado y abriendo poco a poco el abanico.
No figuraba en ninguna lista, pero sí había un doctor Magnus Vanderveul que practicaba la oftalmología en Seattle. Tal vez fuera pariente suyo, pero tal vez no, y la hora ya era demasiado tardía para averiguarlo. Seguí jugando con el ordenador, sin encontrar más que falsas pistas, y estaba de mal humor cuando Robin y Blanche volvieron a entrar en casa, de modo que tuve que esforzarme para fingir algo de empatía.
Blanche captó mi verdadero estado de ánimo de inmediato, pero se puso a lamerme la mano y empujarme la pierna con el hocico, una obstinada bolilla de empatía.
Robin tardó un segundo más.
—¿Qué pasa?
Le conté la mentira de Quigg.
—Puede que hayas dado con la clave, lady Sherlock.
—¿Qué tipo de cosas hacían los críos más terribles?
—No lo sé, porque yo nunca los vi. —Le expliqué cómo me había protegido Gertrude de Cuidados Especializados—. No conseguí que me lo explicara. Estoy intentando localizarla, a lo mejor ahora está más dispuesta a hablar.
—Apela a su instinto maternal.
—¿Cómo?
—Cuéntale todo lo que has logrado. Haz que se sienta orgullosa. Y segura.
* * *
A las diez de la mañana siguiente Milo no se había puesto en contacto conmigo. En las noticias no aparecía nada sobre la última víctima y di por hecho que el jefe lo estaba controlando todo.
Probé el despacho del doctor Magnus Vanderveul en Seattle. Contestó una mujer.
—Diseño de cirugía láser.
El doctor estaba ocupado todo el día, pero si quería información sobre miopía o presbicia ella estaría encantada de ponerme con una grabación informativa.
—Se lo agradezco, pero necesito hablar personalmente con el doctor Vanderveul.
—¿Sobre?
—Su madre y yo éramos viejos amigos y estoy tratando de localizarla.
—Me temo que no podrá ser —dijo la telefonista—. Falleció el año pasado. El doctor tomó un vuelo para el funeral.
—Lo lamento —dije, con una sinceridad referida a más de un nivel—. ¿Dónde fue el funeral?
Un segundo de silencio.
—Señor, le transmitiré su mensaje. Adiós.
Encontré el certificado de defunción. Palm Beach, Florida. Me bajé el obituario de los archivos de un periódico local.
La profesora Gertrude Vanderveul había sucumbido a una breve enfermedad. Se comentaba su magisterio en el estatal de Ventura, así como su subsiguiente traslado a Connecticut para enseñar en la universidad. Había publicado un libro sobre psicoterapia infantil y trabajado como asesora de la comisión de la Casa Blanca para los niños en familias de acogida. Diez años antes de su muerte se había trasladado a Florida, donde asesoraba diversas agencias de bienestar y se dedicaba a su pasión de toda la vida, el cultivo de lirios. Su marido, un director de orquesta, llevaba décadas muerto. Dejaba un hijo, el doctor Magnus Vanderveul, de Redmond, Washington; dos hijas, la doctora Trude Prosser, en Glendale, California, y la doctora Ava McClatchey, en Vero Beach; y ocho nietos.
Sugerían el envío de contribuciones a la Fundación de Florida para el Desarrollo Infantil, en vez de flores.
* * *
Trude Prosser practicaba la neuropsicología clínica en un despacho de Brand Boulevard. Me contestó un saludo grabado en su buzón de voz. Lo mismo me ocurrió en el grupo de obstetricia de Ava McClatchey.
Como ya había dejado recados a los tres hijos eruditos de Gertrude, me fui a correr, con la duda de si alguno de los tres respondería.
Cuando volví, lo habían hecho los tres.
Por empezar por lo local, llamé primero a Trude. Esta vez contestó ella misma y anunció ser la doctora Prosser con una dulce voz infantil.
—Soy Alex Delaware, gracias por devolver mi llamada.
—Fue alumno de mi madre.
No era una pregunta, sino una afirmación.
—Fue mi supervisora durante el rotatorio. Era una profesora maravillosa.
—Sí, lo era —dijo Trude Prosser—. ¿En qué puedo ayudarle?
Empecé a explicárselo.
—¿Que si mi madre habló alguna vez de algún monstruito con vocación de asesino? No, nunca hablaba de ningún paciente. Y debería decirle que, aunque no nos conocemos, yo sí sé de usted por mi madre. Le parecía muy interesante lo que hace. El trabajo de investigación.
—No tenía ni idea de que ella lo conociera.
—Lo conocía bastante. Leyó en el periódico algo sobre algún caso y se acordó de usted. Estábamos comiendo y señaló su nombre. Bastante orgullosa, la verdad. «Este era uno de mis alumnos, Trude. Un chico brillante, muy curioso. Yo lo alejé de la parte fea, pero parece que no hice más que despertar su apetito».
—¿Se le ocurre de qué pretendía protegerme?
—Supongo que de los pacientes peligrosos.
—En Cuidados Especializados.
—Mi madre pensaba que eran intratables. Que la psiquiatría y la psicología no podían ofrecer nada que tuviera la menor incidencia en trastornos tan severos de la personalidad.
—¿Ella había trabajado con esos pacientes?
—Si fue así, nunca lo compartió —dijo Trude Prosser—. No sólo por una cuestión de ética. Por lo general, ella evitaba hablar de trabajo con nosotras. Pero pasó unos cuantos años en el hospital de Ventura, así que podría ser que le tocara trabajar allí. ¿Cuánto tiempo pasó con ella, Alex?
—Un mes memorable —dije.
—Era una madre fantástica. Mi padre murió cuando éramos pequeños y ella nos crio sola. Una profesora de mi hermano le preguntó una vez cuál era el secreto para criar unos niños tan bien educados, que si tenía alguna especie de fórmula psicológica. —Se echó a reír—. La verdad es que en casa éramos animales salvajes, pero sabíamos que al salir teníamos que disimular. Mamá asintió con gesto de solemnidad y contestó a esa mujer: «Es muy sencillo. Los encierro en un sótano y les doy cortezas de pan y agua estancada». La pobre mujer estuvo a punto de desmayarse antes de darse cuenta de que mamá le estaba tomando el pelo. En cualquier caso, lamento no poderle ser de más ayuda.
—Le va a sonar raro, pero… ¿Alguna vez se planteó alguna cuestión con unos interrogantes?
—¿Perdón?
—Algún crío que dibujara interrogantes. ¿Hizo su madre alguna alusión a algo así?
—No —contestó—. De verdad, mamá nunca mencionaba a sus pacientes y punto. En eso de la confidencialidad era como una tumba.
—¿Alguna vez mencionó a un profesor llamado Marlon Quigg?
—Marlon —repitió—. Como el pez. Bueno, a eso sí puedo responder que sí. Recuerdo el hombre porque se convirtió en una especie de broma típica de la familia. Mag, mi hermano, acababa de volver del instituto y había recuperado de inmediato su papel de patán malhablado. Así que cuando mamá anunció que venía a vernos alguien llamado Marlon y que por favor pasáramos inadvertidos y no molestáramos, Mag necesitó bien poco para ponerse ofensivo. Insistió a mamá en que debíamos atiborrar de ensalada de atún al señor Pescado y ver si era caníbal. Por supuesto, mi hermana Ava y yo lo encontramos desternillante, aunque ya no teníamos edad de comportarnos como idiotas de remate. Es que Mag nos provocaba eso; si él estaba en casa, teníamos una regresión. Y por supuesto, él se lo tomó como un estímulo y empezó a inventar juegos de palabras horribles: Marlon sería un deslenguado, seguro que caminaba hacia atrás como los cangrejos, sería flaco como una raspa. Etcétera. Cuando paró de reír, mamá nos prohibió asomar la cara por ahí hasta que se fuera el pobre chico, porque era un profesor del Ventura que estaba pasando por un mal momento y necesitaba algo de apoyo.
—¿Dijo que Quigg era un chico?
—Hmm —dijo Trude Prosser—. Hace mucho tiempo, pero creo que no me falla la memoria. Claro que no lo era, seguro que ya era un hombre. Por eso era profesor. Pero a lo mejor su vulnerabilidad hacía que mamá pensara en él como un niño. En cualquier caso, sabíamos muy bien que no podíamos fastidiar a mamá cuando se ponía clínicamente protectora, así que nos fuimos al cine y cuando volvimos mamá ya estaba sola en casa.
—¿Volvió Quigg alguna vez?
—Si volvió, yo no me enteré. ¿Está pensando que tal vez en esa época ocurriera algo relacionado con su asesinato? ¿Que algún paciente homicida lo ha matado después de tantos años?
—En este momento, la investigación está más bien en vía muerta, así que estamos abiertos a todo. ¿Hay alguien capaz de recordar esos años del Ventura y con quien yo pueda hablar?
—El jefe de mi madre era un psiquiatra llamado Emil Cahane. Creo que era el ayudante del director del hospital, o algo por el estilo. —Me deletreó el nombre—. Coincidí con él un par de veces, en fiestas de Navidad o cosas así. Vino a cenar a casa algunas veces. Era mayor que mi madre, ahora debe de tener los ochenta cumplidos.
—¿Conoció a alguno de sus alumnos?
—Nunca traía alumnos a casa. Ni hablaba de ellos. Hasta que señaló aquel artículo del periódico, nunca le había mencionado a usted.
—Entonces, ¿nunca la visitaba nadie del personal del hospital, aparte de Marlon Quigg y el doctor Cahane?
—Lo del doctor Cahane era más una visita social que de trabajo —dijo—. Aparte de eso, nadie más.
—Le dijo que Quigg estaba pasando por un mal momento.
—Supongo que eso podía significar cualquier cosa. Sin embargo, ahora que lo pienso, para que mamá cambiara sus normas debía ser algo serio. Así que quizá sea buena pista. Aunque… ¿que alguien pueda mantener tanto tiempo un rencor? Qué horror, por Dios.
—Sus hermanos también han devuelto mi llamada —le dije—. ¿Le parece que podrían añadir algo?
—Mag es un poco más mayor, así que tal vez su perspectiva sea distinta, pero tampoco es que pasara mucho tiempo en casa. Ava es la más joven, dudo que sepa nada más que yo, pero no deje de intentarlo.
—Le agradezco que me haya dedicado este tiempo.
—Yo le agradezco que me haya hecho hablar de mi madre.
* * *
La doctora Ava McClatchey dijo:
—Me acaba de llamar Trude. Al principio ni siquiera me acordaba de la visita de ese chico. Cuando Trude me ha recordado los chistes absurdos de Mag sobre el pescado me ha venido un vago recuerdo, pero nada que no le haya contado ella ya. Tengo que practicar una cesárea. Buena suerte.
El doctor Magnus Vanderveul dijo:
—No, nos fuimos al cine antes de que llegara el tipo y cuando volvimos ya se había ido. Empecé a atormentar a mamá con más chistes sobre pescados, como que si se había ido a ver si picaban. —Reprimió una risilla—. Pero la cara que tenía mamá me hizo frenar.
—¿Enfadada?
—Preocupada —dijo—. Ahora que lo pienso, era un poco raro. Mamá era Superwoman, le costaba mucho preocuparse por las cosas.