Capítulo 3

«No voy a ser cocinera; odio cocinar. Tampoco seré niñera, ni doncella, y mucho menos dama de compañía. Solo seré una sirvienta».

Charlotte Brontë

en una carta dirigida a su hermana Emily

Diez minutos después, Margaret se dio la vuelta desde el espejo de su tocador para mirar a Joan.

—¿Y bien?

Llevaba un viejo vestido gris que la criada había encontrado en el ático, el delantal de su disfraz de lechera y la peluca morena en el pelo.

La doncella, que estaba sentada en la cama, la estudió de arriba abajo.

—Hay que reconocer que está muy cambiada, señorita. Pero sigo opinando que tiene que llevar cofia.

La única cofia que había encontrado Joan estaba tan desgastada que era amarilla en vez de blanca, así que Margaret le enseñó la que había llevado al baile de disfraces.

Joan negó con la cabeza.

—Demasiado elegante. —Sacó una de su maleta—. Puede usar la mía de repuesto, pero si al final se la queda le costará uno de esos chelines.

—Me parece bien. —Margaret se puso la sencilla cofia sobre la peluca y miró a Joan para observar su reacción—. ¿Y ahora? ¿Crees que alguien podría reconocerme?

La doncella ladeó la cabeza.

—Si la miran muy de cerca, sí.

Margaret volvió a contemplar su reflejo en el espejo. Después se hizo con un lápiz de carbón y se oscureció las cejas, como había tenido intención de hacer para el baile de disfraces antes de desechar la idea de la peluca. Luego abrió la caja de caoba y sacó las pequeñas lentes redondas de su padre. Se las colocó sobre la nariz y enganchó las patillas detrás de las orejas. A continuación, se volvió de nuevo hacia Joan.

—¿Y ahora?

—Mucho mejor, señorita. Siempre y cuando no hable, creo que su hermano podría pasar por su lado sin darse cuenta de que es usted.

Margaret se acordó de los distintos acentos que había oído de niña, cuando pasaba todas esas horas con su niñera primero y después con el ama de llaves, mientras su madre estaba ocupada en los distintos eventos sociales a los que acudía o con obras de caridad. Booker, la niñera, era de algún lugar del norte y la señora Haines de Bristol, o eso creía. En su momento había jugado a imitar sus acentos, aunque ahora se preguntaba si a ellas les había hecho tanta gracia como a ella.

—¿Y si cambio de voz? ¿Seguirías reconociéndome? —preguntó usando un acento más llano.

Joan la miró con los ojos entrecerrados.

—Yo no hablo así.

Margaret volvió hablar con su voz normal al instante.

—Lo sé. Y no estoy intentando ridiculizar a nadie. Solo quería camuflarme de todas las maneras posibles.

Joan hizo un gesto de asentimiento. Después, miró su pequeña bolsa de viaje con recelo.

—¿Eso es todo lo que piensa llevarse?

—Bueno, tampoco puedo llevarme un baúl, ¿verdad? No quiero despertar sospechas cuando salga por la puerta de servicio. —Margaret echó un vistazo a la bolsa repleta—. Llevo una muda de repuesto y el vestido de lechera, que no pesa casi nada. Un camisón, una bata, unas zapatillas, el peine, polvos para limpiarme los dientes y el lápiz de carbón. —No mencionó el Nuevo Testamento de su padre, ni el camafeo que le había dado, que iba envuelto en un pañuelo. Se puso un chal sobre los hombros y se ató a las muñecas varias cintas para sombreros—. ¿Qué más necesito?

—No se olvide de añadir un poco de ese papel tan bueno que tiene para mi recomendación —apuntó Joan.

Cuando metió un trozo de papel en la bolsa, Joan soltó un prolongado suspiro.

—Bueno, ha llegado el momento. —Se dio un golpe en las piernas y se puso de pie.

Ordenó a Margaret que esperara en la habitación hasta que la avisara, después agarró su maleta y salió al pasillo para escuchar atentamente desde la parte superior de las escaleras cualquier sonido que fuera importante. Al no oír nada, le hizo un gesto. Margaret salió al pasillo y cerró la puerta tras de sí lo más sigilosamente que pudo. A continuación, siguió a Joan por las escaleras de puntillas, sin apenas permitirse respirar. Bajaron un par de tramos de escaleras y luego otro sin encontrarse con nadie. En la parte superior de las escaleras que daban al sótano, Joan le indicó que esperara mientras comprobaba el pasillo de abajo.

Segundos después vio asomar la cabeza de la doncella instándola a bajar. Una vez juntas, corrieron por el estrecho pasillo del sótano, pasando al lado de la cocina, hasta llegar a la puerta de servicio que había al otro extremo y que Joan abrió para ella.

Margaret estaba atravesándola cuando oyó una voz que provenía de la cocina.

—¿Joan? ¿Quién está contigo?

Margaret vaciló, sin saber muy bien si salir huyendo o darse la vuelta, pero el firme agarre de Joan sobre su brazo le impidió hacer ninguna de las dos cosas.

—Es mi hermana; ha venido a recogerme —explicó Joan—. ¿Te has enterado ya de que me han despedido?

—Oh, Joan. Sí —se lamentó una voz femenina—. Lo siento mucho.

—Que conste que no he robado nada.

—Por supuesto que no. Seguro que el señor perdió el dinero en algún sitio o se lo gastó. O se lo quitó su sobrino. No es justo, ¿verdad?

—No, Mary, no es nada justo.

—¿Entonces te vas con tu hermana?

—Hasta que encuentre otro trabajo. —Joan le dio un ligero empujón provocando que cayera hacia delante y se tropezara con el último escalón antes de subir las escaleras que daban a la calle.

—Adiós, Joan. Y buena suerte.

Margaret ya estaba al nivel de la calle cuando Joan ascendió corriendo las escaleras.

—Vámonos —susurró la doncella sin echar la vista atrás.

Margaret, sin embargo, sí que miró por encima de su hombro varias veces mientras atravesaban la plaza, pues tenía miedo de que algún lacayo o el propio Sterling aparecieran detrás de ella. Pero, excepto por el sonido de sus pasos o de los cascos de los caballos sobre los adoquines, no se oía nada.

Lo habían conseguido.

¿Y ahora qué? Esa noche solo había tenido en mente salir de la casa Benton. En su prisa por huir ni siquiera había dejado una nota a su madre. Aunque de haberlo hecho, sabía perfectamente que Sterling la habría leído y no hubiera perdido ni un segundo en seguir cualquier pista involuntaria para encontrarla y llevarla de vuelta. De todos modos, ¿qué habría puesto en esa nota? No sabía dónde iría más allá de Billingsgate. Y Joan había dejado claro que su estancia allí sería breve, hasta que encontrara otro empleo. Esperaba que aquello le proporcionara el tiempo suficiente para pensar adonde ir. Ya escribiría a su madre cuando lo supiera.

Delante de ella, Joan apretó el paso y Margaret tuvo que esforzarse para seguirle el ritmo. En la siguiente calle, un hombre apoyado en el umbral de una puerta desde la que se proyectaban siniestras sombras las miró con lujuria. Cuando dos soldados las silbaron al pasar, supo que no le gustaba lo más mínimo andar por las calles de Londres de noche.

—¿Joan? ¡Joan, espera! —Jadeó—. ¿Cómo de lejos dijiste que estaba?

La joven la miró por encima del hombro.

—Unos cinco o seis kilómetros.

Margaret tragó saliva. Quizá fuera mejor arriesgarse a ir a casa de Emily Lathrop. Estaba a poco más de dos kilómetros.

Recordó la última vez que acudió a casa de los Lathrop, en Red Lion Square. Tanto Marcus como Sterling la habían sacado de quicio y acudió allí con la esperanza de que su amiga la invitara a quedarse una temporada con ella. Pero cuando apenas llevaba una hora en el salón de los Lathrop oyó como anunciaban el nombre de Sterling Benton y tuvo que quedarse allí sentada, mientras oía como se lamentaba porque su madre hubiera caído enferma y lo mucho que la necesitaban en casa.

Todo había sido una treta. Su madre estaba en perfectas condiciones, aunque sí que se había puesto «enferma de preocupación» y muy alterada porque hubiera salido sola de casa; cuando hasta ese momento nunca había puesto ninguna objeción a que Margaret se fuera con sus amigas.

Al final de la calle, Joan se detuvo para esperar a que pasara un carruaje, lo que le dio la oportunidad de alcanzarla.

—¿Sabes dónde está Red Lion Square?

Joan la miró con recelo.

—Sí. Mi primo tiene un puesto cerca de allí. ¿Por qué?

—Por favor, ¿podrías acompañarme hasta allí? Mi amiga Emily vive allí y tal vez pueda ayudarme.

Joan se encogió de hombros en una respuesta apática.

—Supongo que sí. No tengo que desviarme mucho.

Le sorprendió que la doncella accediera tan fácilmente. Por lo visto estaba deseando librarse de ella.

Mientras se esforzaba por seguirle el paso a lo largo de la calle Oxford, practicó mentalmente cómo iba a explicar a Emily la situación en la que se encontraba, sobre todo teniendo en cuenta lo bochornosa que era. Su amiga la recibiría encantada, en cuanto terminara de reírse de su disfraz. Pero ¿sería capaz de convencer a sus padres para que la acogieran en su casa? Era poco probable que se creyeran lo que les contara sobre Sterling Benton. Ese hombre podía ser muy convincente y persuasivo. Seguro que terminaría convenciéndoles de que su sobrino era el epítome de la virtud y ella una tonta que se había dejado llevar por los «irresistibles» encantos del joven. El señor Lathrop la amonestaría amablemente por ser tan sensible y la enviaría de regreso a casa de Sterling sin pensárselo dos veces.

Se estremeció ante la idea. Puede que, en lugar de preguntar a Emily si podía quedarse en su casa, fuera mejor que le pidiera que le dejara el dinero suficiente para poder salir de la ciudad y encontrar un lugar en el que estar a salvo. En cuanto recibiera la herencia le devolvería todo el dinero, con los respectivos intereses. Odiaba la idea de pedir dinero prestado a sus amigas. Pero ahora tenía que dejar a un lado su orgullo. «En realidad ya lo he hecho», pensó cuando se ajustó la cofia sobre la peluca negra y se colocó las lentes para ir más cómoda.

Se dirigieron hacia el norte y luego llegaron a la tranquila y vistosa Red Lion. Allí, Margaret tomó la delantera y fue la primera en atravesar el parque que había en el centro de la plaza. Después, se detuvo detrás de uno de los árboles para observar la casa de los Lathrop al otro lado de la calle. Joan se quedó a su espalda. Todo estaba en silencio, salvo por la cola oscilante de un caballo sujeto a un carruaje que esperaba varias viviendas más allá.

Estaba a punto de cruzar la calzada cuando se sorprendió al reconocer el lando y las lámparas de latón, así como al cochero a las riendas, de modo que volvió a ocultarse detrás del árbol. Mientras echaba un vistazo alrededor, la puerta de los Lathrop se abrió y allí apareció Sterling Benton, enmarcado por la luz de la lámpara que se proyectaba sobre el umbral, hablando con total confianza con el padre de Emily. Sterling movió la cabeza de un lado a otro con rostro sombrío, dando la imagen perfecta de padrastro preocupado. El señor Lathrop asintió y ambos se estrecharon la mano.

No podía negar que aquel hombre había actuado rápido. ¿Cuánto hacía que habían salido Joan y ella de su casa? ¿Treinta o cuarenta minutos? También era cierto que ellas habían ido andando, mientras que él tenía un carruaje a su disposición. Él, o lo más probable Marcus, debían de haber entrado en su dormitorio poco después de su huida y se habían dado cuenta de que se había marchado. Menos mal que se había escapado cuando lo hizo.

El estrépito de un caballo entrando a galope en la plaza llamó su atención. Volvió a asomarse desde detrás del árbol y vio cómo un hombre con chistera y abrigo corto desmontaba a toda prisa y ataba las riendas a un poste. Toda aquella premura la alarmó. ¿Sería el hombre de la calle Bow que Murdoch había anunciado antes de que se marchara de la casa de Sterling? ¿Acaso su padrastro tenía planeado contratar a alguien para que la vigilara y ahora, dadas las circunstancias, había encargado a ese mismo hombre que diera con ella y la llevara de vuelta a casa?

El recién llegado fue hacia la entrada donde se encontraban Sterling y el señor Lathrop y allí se pusieron a hablar los tres. Se fijó como su padrastro gesticulaba y fruncía el ceño en varias ocasiones y como en un determinado momento se sacaba algo del bolsillo y se lo entregaba al solícito desconocido. Desde la distancia a la que se encontraba no pudo ver con claridad de qué se trataba, aunque, teniendo en cuenta la manera como el hombre lo estudió, supuso que debía de ser algún retrato en miniatura. ¿Sería el que encargó su padre que le hicieran cuando cumplió los dieciocho años?

Por lo visto, Sterling debía de haber ordenado al detective que se reuniera con él en el lugar donde esperaba localizarla. Y donde desde luego la hubiera encontrado si ella hubiera llegado cinco minutos antes. Sterling Benton la conocía mucho mejor de lo que pensaba; algo que no la tranquilizaba en absoluto. ¿Dónde podía ir, dónde podía esconderse? ¿En qué sitio no se le ocurriría nunca a su padrastro buscarla?

Minutos más tarde, Sterling se marchó en el carruaje y el señor Lathrop volvió a entrar en su casa. El desconocido, sin embargo, siguió allí, apoyado en la barandilla de la escalinata que daba a la calle.

—¿Y ahora qué? —susurró Joan.

—Ese detective, o lo que quiera que sea, se ha puesto cómodo. No creo que tenga intención de irse muy pronto.

—Bueno, yo sí que tengo que irme pronto —espetó Joan—. ¿Va a venir conmigo o no?

No tenía ningún sentido quedarse allí. Sterling había llegado antes que ella. Aunque lograra colarse dentro y hablar con Emily, su padre insistiría en enviarla de vuelta a casa.

Soltó un suspiro.

—Parece que sí.

Joan también suspiró.

—Bien, pues entonces, vamos.

Agazapadas entre las sombras, volvieron a cruzar la plaza y regresaron a las calles de Londres. Joan la urgió a que fuera más rápido y, antes de darse cuenta, se encontró ocupada esquivando puestos de flores, barriles, carruajes y excrementos de caballo, mientras intentaba no perder de vista el vestido azul de Joan que iba por delante de ella. Enseguida empezaron a dolerle los pies y le dio un calambre en el costado.

Joan se volvió una sola vez, el tiempo suficiente para sisearle:

—¡Dese prisa! Todavía estamos muy lejos y se está haciendo tarde.

Margaret miró con nostalgia los coches de alquiler que pasaban a su lado, pero sabía que no podía gastar el poco dinero que tenía. Contuvo el gemido que amenazaba con salir de su garganta y continuó andando todo lo rápido que pudo mientras su bolsa de viaje se mecía, golpeándole las piernas. Delante de ella, Joan seguía caminando siempre hacia el este, con más fluidez que ella, y llevando su cargada maleta como si no le pesara lo más mínimo. Treinta o cuarenta minutos después, empezaron a dirigirse hacia el sur a través de la calle Grace Church.

El camino se hizo cada vez más angosto y oscuro. Los adoquines dieron paso a una pavimentación irregular, con alcantarillas atascadas y un hedor en el ambiente que la obligó a respirar por la boca.

Por último, Joan se metió en un callejón llamado Fish Hill. Allí pasaron varios edificios de viviendas muy deteriorados antes de que Joan abriera una puerta estrecha. Margaret respiró aliviada, lo que le trajo una bocanada de aire salado y el rancio aroma a pescado podrido. Supuso que estarían cerca del río. Y de los muelles.

Como estaba demasiado cansada para que le importara el olor, siguió a Joan dentro y a lo largo de dos tramos de escaleras en muy mal estado. Por último, esperó en silencio y sin apenas sentir ninguna de sus extremidades cuando Joan llamó suavemente a la puerta con el número veintitrés.

Mientras esperaban, Joan se dio la vuelta y le susurró:

—Su señor Benton ya me ha traído suficientes problemas. Creo que es mejor que no le digamos a mi hermana cómo se llama o quién es en realidad. A Peg nunca se le ha dado bien guardar secretos.

Margaret asintió.

Segundos después, oyó quejas y alguien arrastrando los pies al otro lado de la puerta, seguido del brusco murmullo de una mujer.

—¿Quién es?

—Peg. Soy Joan.

El ruido de la cerradura y la puerta abriéndose dieron paso a una mujer desaliñada muy parecida en aspecto a Joan, aunque varios años mayor y con unos cuantos kilos más. Se notaba que hacía tiempo debió de ser guapa, pero ahora tenía la piel del rostro áspera y demasiadas arrugas para su edad.

—¡Santo cielo, Joan! ¿Qué ha pasado?

—Me han despedido —respondió Joan con calma.

La hermana la miró con cara de preocupación.

—Oh, no. ¿Qué has hecho?

—Nada. Mira, es muy tarde. Mañana hablamos, ¿de acuerdo?

La mujer asintió y miró por encima del hombro de su hermana.

—¿Y esa quién es?

Joan miró a Margaret.

—Viene conmigo. Solo necesita un lugar para dormir una o dos noches. Venga, Peg, déjanos entrar. Te ayudaremos con los niños y te dejaremos la casa como los chorros del oro, o lo que quieras.

La mujer frunció el ceño.

—Está bien. Pero no hagáis ruido. Los niños están dormidos.

Entraron en la oscura vivienda que olía a repollo y pañales sucios. Margaret era incapaz de ver mucho porque su anfitriona no se dignó a encender una vela que iluminara la estancia.

—Las velas son muy caras —explicó Peg, como si le hubiera leído el pensamiento—. Si lo necesitas, entra un poco de luz por la ventana. Y también tienes las brasas de la estufa.

Joan desapareció en la única habitación que parecía tener la vivienda y regresó poco después con algo que tiró sobre el suelo. Ahí fue cuando se percató horrorizada de que tendría que dormir en una vieja manta sobre el suelo.

Se quedó allí quieta, esperando a que Joan la ayudara a desvestirse. Pero la doncella siguió a su hermana al dormitorio.

Margaret la llamó con un susurro:

—¿Joan?

—A partir de ahora tendrá que apañárselas usted sola, señorita —dijo Joan—. Ya no soy su criada. —Y con eso cerró la puerta tras de sí.

«Bueno. Tampoco hace falta que seas tan insolente», pensó. Pero al final decidió que estaba demasiado cansada para quitarse la ropa y se tumbó sobre la fina y áspera manta, rezando en silencio porque ningún ratón o rata quisiera unirse a ella.

Margaret se despertó de costado, rígida. Con la cadera dolorida por haber dormido sobre el duro suelo. Los rayos de sol se filtraban a través de las ventanas ennegrecidas por el hollín, reflejándose sobre la manta gris con la que había terminado tapándose en algún momento de la noche y que en el pasado debió de tener el tono dorado de la lana hervida. Cuando se desarropó, notó algo peludo en la mano. Soltó un jadeo y se puso de pie de inmediato. Entonces algo negro cayó al suelo. Gritó, pero enseguida se dio cuenta de que no era una rata, sino su peluca. La recogió a toda prisa del suelo y se la colocó en la cabeza. De pronto, otra criatura apareció frente a ella. El susto la hizo retroceder hasta casi perder el equilibrio. Se fijó más detenidamente en aquel nuevo ser. Tenía una cara pequeña y pálida, enmarcada por una espesa y enredada mata de pelo pelirrojo.

—Hola —le saludó la niña mirándola fijamente—. ¿Y tú quién eres?

—Soy… —«¿Quién soy?». Todavía tenía el cerebro embotado por el sueño. Recordó que Joan le había dicho que era mejor que no dijera quién era de verdad. Seguramente era lo más prudente. Si Sterling se presentaba en aquella casa para hacer preguntas a la hermana de Joan, Peg podría decir que la doncella había venido acompañada de alguien, pero no que una tal Margaret hubiera estado allí—. Soy una… amiga… de Joan.

—¿La tía Joan también ha venido?

—Sí, creo que está en la habitación de tu madre. —No hizo ningún esfuerzo por disimular su acento delante de la niña.

La pequeña ladeó la cabeza.

—¿Qué le pasa a tu pelo?

Margaret se llevó una mano a la cabeza y se dio cuenta de que tenía la peluca torcida. La enderezó y murmuró:

—Siempre me levanto con el pelo hecho un asco. Tú, sin embargo, tienes un cabello precioso —dijo, con la esperanza de distraer a la niña. No quería que informara a Sterling, o a cualquiera que fuera tras ella, que una señora rubia con peluca había estado en su casa. Aquello destaparía su disfraz y facilitaría enormemente las cosas a su padrastro.

Volvió a mirar el pelo enredado de la pequeña.

—O podrías tenerlo. ¿Cuánto hace que no te peinas?

La niña se encogió de hombros.

Margaret echó un vistazo a su alrededor. Al otro lado de la estancia había una pequeña cocina, unas alacenas, una mesa y unas sillas. En el otro extremo, un camastro con un niño dormido y unas cestas llenas de telas. Por lo visto, la hermana de Joan debía de ser una especie de costurera. Vio un pedazo de un espejo roto colgando de la pared con un lazo y se fue hacia allí para comprobar la peluca y la cofia y limpiar una mancha de lápiz de carbón que tenía entre los ojos.

—Quiero desayunar —se quejó la niña.

—Y yo quiero estar a muchos kilómetros de distancia —susurró ella a la extraña que había al otro lado del espejo.

En ese momento Peg salió del dormitorio, atándose el delantal mientras contenía un bostezo.

—Enciende el fuego.

Margaret miró a la niña. Le parecía demasiado pequeña para tener que lidiar con un fuego. No fue hasta unos segundos después cuando se dio cuenta de que Peg se lo había pedido a ella.

En el pasado se había encargado de atizar varios fuegos en la sala de estar, pero nunca había encendido uno por su cuenta. Miró a la pequeña estufa y al cubo con trozos de carbón que había al lado.

Joan salió de la otra habitación con un niño pequeño apoyado en la cadera. La doncella la miró primero y luego sonrió al niño.

—Este es el pequeño Henry.

—Le pusimos ese nombre por su padre. —Peg sacó un saco de avena de la alacena.

—Papá se ha ido al mar —informó un niño de unos siete u ocho años. Margaret no le había visto levantarse del camastro—. Algún día, yo también me iré al mar.

—Todavía te quedan unos cuantos años para eso, Michael. No tengas tanta prisa —dijo Joan con una sonrisa indulgente que le produjo un hoyuelo en la mejilla.

Margaret llamó la atención de Joan con los ojos e hizo un gesto hacia la estufa. Joan la miró con el ceño fruncido, sin entender lo que quería decirle.

—¿Aún no está listo el fuego? —preguntó Peg sin mirarlas. Estaba ocupada sacando una olla de otra alacena.

—Mmm… no. No sé muy bien cómo…

—Yo me encargo —espetó Joan con tono resignado antes de entregarle al niño.

Al menos eso era algo que podía hacer. Tener dos hermanos varios años más pequeños la habían convertido en una experta en cargar a niños en brazos.

Colocó al niño contra sí; al cabo de un rato sintió la humedad filtrándose por su vestido. «¡Puf!». Se preguntó si podría apañárselas para cambiarlo ella sola. En Lime Tree Lodge habían contratado a una ayudante de la niñera que se encargaba de los pañales sucios.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el niño mayor.

—¿Que cómo me llamo? —repitió ella como si fuera tonta—. Pues… —Volvió a quedarse en blanco—. Elinor —dijo. Era su segundo nombre.

—Pero todo el mundo la llama Nora —añadió Joan. Quizá porque pensó que era demasiado grandilocuente… o porque se acercaba demasiado a su nombre real.

—¿Puedes preparar las gachas de avena, Nora? —pidió Peg—. Hoy tengo que terminar seis encargos. —Por fin Peg alzó la vista—. Espero que sepas cómo hacerlas.

—Por supuesto —señaló Joan—. Ve a trabajar, Peg. Nosotras nos encargamos del desayuno.

Peg hizo un gesto de asentimiento y cruzó la estancia en dirección a las cestas.

Cuando les dio la espalda, Joan se apresuró a susurrar.

—Peg suele dar gachas a los niños. Son mucho más digestivas para sus pequeños estómagos.

«Y más baratas», pensó ella, pero se abstuvo de decir nada.

—Eche seis partes de agua y una de avena. ¿Puede hacerlo? A menos que prefiera cambiar a Henry.

—No, gracias. Me pongo ya mismo con las gachas.

Más tarde, después de que comieran unas gachas ligeramente quemadas, llenas de grumos y sin leche ni azúcar, Margaret se dedicó a secar la olla, las cucharas y los cuencos que Joan había lavado previamente. Mientras se ocupaba de esa labor, se puso a pensar en algo que Joan le había mencionado: que el nombre y dirección de Peg estaban incluidos en la lista que Benton tenía de familiares del personal a su servicio. A Sterling no le costaría mucho sumar dos más dos y enseguida estaría llamando a la puerta. La idea la estremeció. No podía quedarse allí mucho tiempo.

Después de colocarlo todo, Joan se sentó con un ejemplar arrugado de un periódico de hacía pocos días a leer los anuncios. Como no sabía qué hacer, ella sacó un peine de su bolsa de viaje y se puso a desenredar el pelo de la niña y a hacerle una trenza.

Peg alzó la vista de su costura y preguntó a su hermana:

—¿Has encontrado algo, Joan?

La joven hizo un gesto de negación.

—Los únicos puestos de trabajo que ofrecen en Londres son sirvientas para todos los quehaceres de la casa. Y eso es precisamente lo que me gustaría evitar.

Cuando llegó al final de la trenza, Margaret buscó alguna goma o lazo para sujetársela.

—Toma —dijo Peg, lanzándole un trocito de muselina.

Ató la punta de la trenza y la niña empezó a acariciársela mientras sonreía con timidez a Joan.

—¿Crees que soy guapa, tía Joan?

Joan miró a su sobrina, luego a Margaret y finalmente volvió a centrarse en la niña.

—Lo importante no es ser guapa por fuera, sino por dentro.

Tuvo la sensación de que aquella frase iba para ella. Hasta ese momento, la belleza no le había servido de mucho. ¿Qué debería hacer?