Capítulo 5
«Los sirvientes que se presentaban a una feria en busca de empleo llevaban varios distintivos que indicaban sus habilidades. Las cocineras, por ejemplo, iban con un lazo rojo y una cuchara de madera, mientras que el de las criadas era azul y portaban una escoba».
Pamela Horn
introducción a The Complete Servant
Varias horas después, la diligencia se acercaba a Maidstone, capital del condado de Kent. Mientras se aproximaban, pasaron por campos de lúpulo y plantaciones de cerezos. A lo largo del río Medway, vio muchas edificaciones de piedra y madera, fábricas de papel y una iglesia impresionante con ventanas con forma de arco y una torre parecida a la de un castillo.
El coche traqueteó al cruzar el puente. Margaret vio un barco amarrado junto a la orilla y como bajaban sacos de grano para cargarlos en una carreta. A continuación, los caballos trotaron por una calle flanqueada por tiendas, una escuela de caridad y varias posadas. Margaret leyó los carteles mientras pasaban por ella: Gegan, Carver & Gilder, Señorita Sarah Stranger, Internado para señoritas y escuela de día, The Queen’s Arms.
El vigilante de la diligencia tocó la señal de «llegada» y el coche se detuvo delante de un edificio de ladrillos rojos llamado Hotel Star. Los mozos corrieron a atender a los caballos y el vigilante saltó de su asiento y ofreció a Margaret la mano para bajar del suyo. Le dolían los nudillos y le temblaban las piernas. El soldado les pasó sus equipajes a Joan y a ella, se apeó del vehículo, se quitó el gorro a modo de despedida y les deseó lo mejor.
Margaret miró a su alrededor. De modo que eso era Maidstone. A tan solo cincuenta y cinco o sesenta kilómetros de Londres. «No lo suficientemente lejos», pensó. ¿Y por qué el nombre le sonaba de algo? Era la primera vez que estaba allí y, que ella supiera, tampoco tenía familia por los alrededores. Si por lo menos hubiera podido contar con algún pariente lejano con la suficiente bondad para acogerla y ocultarla y del que Sterling no tuviera conocimiento para que no la buscara por la zona. Pero en ese momento no se le ocurría ninguno.
Se colocó el bonete, que se le había torcido por el viento, y miró a Joan.
—¿Y ahora cuál es el plan?
—Mi plan es encontrar trabajo —señaló Joan con rotundidad—. Le aconsejo que haga lo mismo.
Margaret se estremeció por dentro. Sabía que tenía que encontrar una manera de pagar por su alojamiento, pero no tenía ni idea de qué tipo de trabajo estaba cualificada para realizar, aparte de bordado ornamental. Había sido hija única hasta que Caroline y Gilbert llegaron cuando era mayor y su padre la había tratado más como a un hijo que como a una mujer de su casa.
Como segundo hijo de una familia acaudalada que decidió consagrar su vida a la iglesia cuando su hermano mayor heredó la propiedad familiar, Stephen Macy crio a Margaret para que disfrutara de todas las cosas que a él siempre le habían gustado: caballos pura sangre, perros bien entrenados, conversaciones serias y preocuparse por la gente necesitada (aunque su madre se negó en redondo a lo de fumar puros). En la escuela para señoritas, aprendió a divertirse con ocupaciones típicamente femeninas, como las acuarelas y la moda. Sin embargo, cuando estaba en casa, su padre seguía sacándola a montar a caballo y a visitar a los feligreses. Pero no creía que nadie le fuera a pagar un sueldo por pintar o montar a caballo, ni tampoco por llevar a los enfermos cestas con comida.
Pensar en comida hizo que le sonara el estómago. Cómo le hubiera gustado entrar en el Hotel Star, pedir una habitación y un buen manjar y dormir durante días.
Soltó un suspiro.
—Supongo que encontrar un trabajo es la única opción que tengo.
Joan señaló la calle atestada.
—Supongo que la feria de empleo está en esa dirección. —La joven se dio la vuelta y empezó a caminar.
Margaret igualó el paso rápido de la doncella mientras seguían a la multitud. En medio de la ancha y adoquinada calle High, el ayuntamiento coronado con una cúpula se erigía como una isla entre dos filas de escaparates, la una frente a la otra. El mercado al aire libre que había entre ambas estaba lleno de compradores, puestos y carros de todas las formas y tamaños y ruidosos vendedores que exaltaban la superioridad de sus productos y servicios.
—¡Compre aquí los mejores nabos y zanahorias! —gritaba un muchacho con un burro cargado con dos cestas en cada flanco.
—¡Afilo sus cuchillos y tijeras por tres peniques y medio! —exclamaba un hombre sentado a horcajadas sobre una rueda de afilar.
Las tiendas de la calle High estaban abiertas, con algunas de sus mercancías expuestas también fuera, aportando colorido y variedad a los puestos del mercado. Una panadería había sacado cestas con unos panecillos dorados que olían de maravilla, panes de jengibre picante y barras de todo tipo.
El escaparate de Betts’, la carnicería, mostraba gansos, cerdos y salchichas colgadas. También habían colocado en la calle a un muchacho con un mandil que vendía pasteles de carne a los transeúntes.
La parte frontal de la tienda de ultramarinos estaba llena de cajas de coles, grosellas y las primeras manzanas de la temporada.
A Margaret volvió a sonarle el estómago.
Como iba mirando a todas partes, para no perder detalle, estuvo a punto de tropezarse con un hombre que llevaba un barril al hombro. Mientras le pedía perdón se dio cuenta de que se había separado de Joan, así que apretó el paso.
No fue hasta llegar al final de la calle cuando volvió a alcanzarla. La joven la miró de pasada y señaló un espacio abierto que había frente a ellas, que estaba separado por cuerdas sujetas a unos barriles. Dentro se encontraban varias personas de pie. Dos jóvenes pelirrojas se apoyaban en los palos de dos escobas mientras charlaban entre sí y se reían tapándose la boca. Una mujer mayor que llevaba un lazo rojo prendido en el pecho y una cuchara de palo en la mano, miraba al frente estoicamente. Un hombre de edad más avanzada estaba sentado en uno de los barriles tallando algo. A su lado, sentado en el suelo, había un niño de no más de ocho o nueve años que por su aspecto necesitaba un corte de pelo en condiciones y un buen plato de comida.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Margaret en un susurro.
—Esperando a que les contraten. ¿Nunca has visto una feria de empleo?
Margaret negó con la cabeza. La escena le recordaba vagamente a los mercados de esclavos sobre los que había leído en los panfletos abolicionistas.
—Creía que buscarías en los anuncios de los periódicos o… No sé, que llamarías a las puertas de las casas elegantes, preguntando si necesitaban otra criada.
—¿En las puertas de todas las casas de la ciudad? No es de lo más eficaz. Además, ¿tienes dinero para comprar un periódico?
El hombre mayor debió de oírlas porque en ese momento se levantó del barril, se sacó algo del bolsillo y le entregó doblado un ejemplar arrugado del Maidstone Journal.
—No hay muchas ofertas, pero pueden echarle un vistazo.
Margaret le dio las gracias y desdobló el diario. Después Joan y ella examinaron juntas la columna de empleo.
Segundos después Joan soltó un suspiro.
—Nada. No hay nada que merezca la pena. —Se levantó la falda de su vestido azul y saltó con gracia la cuerda, situándose dentro de la zona acordonada. Después miró sobre su hombro y le dijo—: ¿Y bien? ¿Vienes o no?
Margaret vaciló.
—No creo que nadie que te contrate permita que me lleves contigo.
—Por supuesto que no. Tendrás que encontrar tu propio empleo.
Fue como si recibiera una bofetada en plena cara.
—Pero… Solo sirvo para institutriz o tal vez como dama de compañía. ¿Qué posibilidades hay de que alguien que quiera cubrir esos puestos venga a un lugar como este?
—Casi ninguna.
Margaret también lo sabía. Esos puestos (los únicos aceptables para las damas provenientes de buenas familias) normalmente se ofrecían por recomendación de conocidos o a parientes pobres, y muy de vez en cuando por medio de anuncios o agencias.
—¿Qué otra cosa puedo hacer?
Joan puso los ojos en blanco.
—No sabría decir. —Aunque inmediatamente después añadió a regañadientes—: Pero reconozco que es usted lista y puede aprender todo lo que se proponga.
La joven abrió su maleta y sacó una especie de cepillo. Margaret miró a su alrededor hacia la cuchara y escobas que portaban las otras aspirantes. ¿Tenía que mostrar cuáles eran sus habilidades, fueran las que fuesen? Había recibido una educación excelente, pero aparte del Nuevo Testamento de su padre no tenía ningún otro libro que pudiera anunciar aquella destreza con la esperanza de llamar la atención de algún progenitor que necesitara una institutriz. ¿Y qué objeto llevaría alguien que quisiera conseguir un empleo como dama de compañía? Dudaba que, con la ropa que llevaba puesta en ese momento, pudiera convencer a nadie de que era la mujer más adecuada para educar a sus hijos o acompañar a personas mayores.
—¿Y de doncella personal? —preguntó a Joan.
La joven la miró de reojo.
—¿Tiene la más mínima noción de peinados?
—He vestido a mi hermana muchas veces. También sé coser y soy muy buena lectora. Y estoy al tanto de la última moda.
Joan negó con la cabeza lentamente.
—Aquí tiene las mismas posibilidades de encontrar trabajo como doncella que como institutriz o dama de compañía. Sobre todo, con el aspecto que tiene ahora mismo.
Pero Margaret era bastante reacia a quitarse el disfraz. Además de por estar demasiado cerca de Londres como para sentirse cómoda, porque era la capital de un condado y se sentiría demasiado expuesta siendo ella misma. ¿Margaret Macy en una feria de empleo, buscando trabajo? Inconcebible.
Abrió el bolso de mano y volvió a contar las pocas monedas que le quedaban. El corazón le dio un vuelco. No tenía dinero para pasar la noche en un hotel. Ni tampoco para viajar más lejos, ni siquiera para regresar a Londres. Dejó la bolsa de viaje en un banco que había cerca, la abrió y revisó su escaso contenido una vez más. Después, sacó el único elemento que podía considerarse como un símbolo de algo en lo que era buena: un cepillo de pelo.
Cerró la bolsa y pasó por encima de la cuerda.
Las dos pelirrojas fueron las primeras en encontrar trabajo. Las contrataron dos hombres que parecían más interesados en lo aduladoras que se mostraron y sus exuberantes escotes que en sus habilidades. La cocinera mayor seguía allí, mirando al frente con gesto sombrío. A Margaret empezó a darle mucha lástima.
Un posadero empleó al niño escuálido para hacer labores de transporte. A Margaret casi se le cayó el alma a los pies cuando le vio asentir con resignación después de oír las condiciones del empleo, que prácticamente rozaban la explotación. Puede que el temblor de labios que atisbo bajo esa inclinación insolente de barbilla fuera solo producto de su imaginación. No pudo evitar imaginarse a su hermano Gilbert viéndose obligado a aceptar un puesto así a una edad tan temprana. La idea la dejó tan desolada que antes de darse cuenta estaba rezando una oración por aquel niño desconocido.
A medida que el sol descendía, fueron disminuyendo los sonidos del mercado que se oían a su alrededor: los gritos de los vendedores ambulantes, el regateo, el cloqueo de las gallinas, los chillidos de los cerdos…
Margaret miró a Joan.
—¿Hasta cuándo dura el mercado?
—No creo que mucho más.
El hombre de avanzada edad las sacó de dudas.
—Suele estar hasta poco después de las cuatro. Parece que tendremos que intentarlo la semana que viene.
«¿La semana que viene?».
Una señora de aspecto serio, que llevaba un vestido negro con un cuello alto de encaje blanco y un bonete pasado de moda, se acercó por la calle directamente hacia ellos con un manojo de llaves colgando de su cintura. Por el rabillo del ojo notó como la vieja cocinera y Joan enderezaban los hombros, así que hizo lo mismo.
La mujer se paró delante de la cuerda, miró de pasada la cuchara de la cocinera y se detuvo en el cepillo de limpieza de Joan. Se presentó como el ama de llaves de Hayfield y empezó hacer una serie de preguntas concisas y directas a Joan: ¿cuánto tiempo llevaba trabajando como sirvienta?, ¿dónde había desempeñado su último empleo y en qué puesto?, ¿por qué lo había dejado?, si era miembro practicante de la iglesia anglicana, si gozaba de buena salud…
Joan respondió a cada una de ellas con calma, aunque titubeó un momento en la de por qué había dejado su último trabajo, pero enseguida le ofreció la carta de referencias que Margaret había escrito antes de que se marcharan de la casa de Peg.
—Prefiero escribir mis propias referencias. —El ama de llaves miró la carta doblada con recelo—. Te advierto que puedo reconocer una carta de recomendación falsa a un kilómetro de distancia. ¿Seguro que quieres seguir entregándome esa carta? —preguntó, enarcando una ceja grisácea—. No puedo prometer que te la vaya a devolver.
A Joan le tembló ligeramente la mano, pero su rostro permaneció sereno.
—Esta carta la escribió mi señora de su puño y letra. Confío en que encontrará todo en orden.
El ama de llaves sostuvo la mirada de Joan durante un instante antes de recoger la carta. Margaret no había escrito una carta de ese estilo en la vida. De esos menesteres siempre se había encargado su ama de llaves, o tal vez su madre. Puede que hubiera algún tipo de requisito o frases comunes que no conocía. ¿Denunciaría aquella mujer a Joan por falsedad, haciendo que la arrestasen? ¿En que más líos se metería la doncella por su culpa?
La mujer desdobló la carta, hizo un gesto al percibir la calidad del papel y empezó a leer. Frunció el ceño en un par de ocasiones; ocasiones en las que Joan le lanzó una mirada suplicante.
Cuando terminó, el ama de llaves alzó la vista.
—No hay duda de que está escrita con una caligrafía excelente y por una persona muy educada. Tendré que escribir a la dama para verificar las referencias, espero que lo entiendas, pero por ahora es suficiente con esto.
La joven asintió.
—Muy bien. —La mujer volvió a echar un rápido vistazo a la carta—. Joan Hurdle. El sueldo es de ocho libras al año y tendrás que asistir a la iglesia una vez al mes, rotando con el resto del personal.
El ama de llaves esperó la respuesta de Joan, pero esta no aceptó de inmediato, sino que miró a Margaret antes de apartar la vista.
—Le estoy muy agradecida, señora. Me pregunto si… es posible que también necesiten alguna doncella o dama de compañía. Coincidí con esta joven en uno de mis anteriores empleos y ella también está buscando trabajo.
La mujer clavó su perspicaz mirada en Margaret, tomando nota del cepillo de pelo que llevaba en la mano, las lentes y el vestido que tan holgado le quedaba, con aparente disgusto.
—No lo creo.
Margaret esbozó una sonrisa trémula.
—¿Y una segunda sirvienta? —sugirió con esperanza. Joan estaba a punto de dejarla sola, en un lugar desconocido y con apenas unos pocos peniques.
—No necesito a nadie más —insistió la mujer—. Ni tampoco puedes traerte contigo a nadie, Hurdle, ni hombre, ni mujer. ¿Quieres o no quieres el puesto?
Joan apretó los labios y lanzó una mirada de disculpa a Margaret. Después abrió la boca para responder, pero al final vaciló y agachó los hombros.
—Podría contratarla a ella en lugar de a mí, señora. Tiene una pronunciación excelente y podría leerle en voz alta cuando haya terminado todo el trabajo de la jornada.
Margaret estuvo a punto de soltar un desesperado: «Incluso puedo hacer peinados. Y se me da muy bien coser», pero se contuvo.
El ama de llaves miró a Joan con ojos entrecerrados.
—¿Es que no quieres trabajar en Hayfield? ¿Has oído algo? —Volvió la cabeza hacia Margaret—. ¿O a esta muchacha le pasa algo más, además de su mala vista, y estás queriendo endilgármela? ¿Es tu hermana o algún pariente tuyo?
—No, no somos hermanas. Y no es que no desee trabajar para usted. Es solo que…
—No, Joan, acepta el empleo. —Las palabras salieron de su boca antes de que le diera tiempo a pensar en lo que estaba diciendo y cambiara de opinión. La niña egoísta y muerta de miedo que tenía en su interior quería aferrarse con fuerza a la mano de su antigua doncella y rogarle que no la dejara sola. O suplicar a la matrona que las llevara a ambas y confesarle la sórdida situación en la que se encontraba para que les ayudara. Pero sabía que a esa mujer no le importaba lo más mínimo y que lo más probable era que, si se enteraba de la razón por la que estaban allí, no contratara a ninguna de las dos. Joan había perdido su anterior empleo por su culpa y también era la responsable de que hubiera tenido que marcharse de la casa de su hermana antes de encontrar otro puesto de trabajo. Por muy tentada que estuviera, no podía obligarla a que no aceptara ese nuevo puesto.
Joan la miró dubitativa.
—¿Seguro, señorita? —susurró.
Las rodillas de Margaret se convirtieron en dos temblorosos flanes debajo del holgado vestido. Las dudas y la ansiedad aumentaban con cada segundo que pasaba, pero asintió y forzó una sonrisa.
—Vamos, Hurdle —dijo el ama de llaves—. Tengo que pasar por la tienda de ultramarinos antes de volver a casa. Así podrás llevar el saco de arroz que necesitamos.
Joan siguió obedientemente a la mujer con la maleta balanceándose rítmicamente contra su pierna. Antes de desaparecer de su vista, volvió la vista atrás una única vez y sus labios pronunciaron un silencioso «lo siento».
Margaret sintió una opresión en el pecho seguida de una punzada de culpa. Nunca había pedido perdón a Joan por haberla metido en aquel lío, ¿y era ella la que se disculpaba? Decidió que, si alguna vez volvía a verla, se lo compensaría con creces.