Capítulo 12
«El ruido que a la mañana siguiente hizo la sirvienta al abrir las contraventanas fue lo primero que obligó a Catherine a volver a la realidad».
Jane Austen
La abadía de Northanger
Al día siguiente, Margaret se despertó fresca y descansada. La noche anterior se había ido pronto a la cama y, aunque estuvo dando vueltas durante un rato, logró dormir más de lo normal. A Betty se le olvidó ir a su habitación para desatarle el corsé, así que tuvo que volver a dormir con él. Pero como ya lo tenía puesto, por la mañana pudo vestirse mucho más rápido y sola. Esperaba que Betty no se hubiera olvidado de ayudar a la señorita Upchurch. Desde que la doncella de Helen Upchurch se había retirado, la sirvienta principal había hecho todo lo posible por vestir y peinar a su señora, pero teniendo en cuenta el aspecto con el que la hermana de Nathaniel se presentaba durante las oraciones matinales, las habilidades de Betty en ese ámbito eran más bien rudimentarias.
Pensó en lo que había oído sobre la enorme desilusión que se llevó Helen con el amor y en la extraña compasión en el tono de las conversaciones que especulaban sobre su larga ausencia de la vida social. Decían que había sido su padre el que se negó a autorizar la unión y que poco después el hombre falleció prematuramente. Pobrecilla. Se acordó del apuesto caballero del retrato en el tocador de Helen. Normal que estuviera tan disgustada.
Helen Upchurch nunca había sido una belleza deslumbrante; no podía serlo con esa nariz puntiaguda que tanto le recordaba a su hermano Nathaniel, ni con la tez tan pálida. Pero sí había sido lo suficientemente guapa y una dama muy respetada. Era una lástima, de verdad. Se preguntó si podría haber hecho algo al respecto, ayudarla de alguna forma. ¿Le habría costado tanto escribirle unas palabras amables o haberla visitado?
Se deshizo de aquellos recuerdos del pasado. Ahora lo que le preocupaba era ver cómo le había ido a Betty.
Terminó de vestirse, se recogió el cabello rubio en su ya habitual moño apretado, se puso la peluca, la cofia y las lentes y se sentó en la cama a esperar a la sirvienta principal. Se hizo con el Nuevo Testamento de su padre y estuvo leyéndolo durante un cuarto de hora. En el ático seguía sin oírse ni un alma. Tenían que bajar y abrir las contraventanas, pero Betty todavía no había llamado a su puerta. ¿Habría bajado sin ella? ¿Tan enfadada estaba?
Una vez más, volvió a ir hasta el dormitorio de Betty. La puerta estaba cerrada. Llamó suavemente con los nudillos y escuchó. Nadie contestó.
Abrió la puerta con cuidado. El cuarto estaba en penumbra, los postigos estaban cerrados. Mientras sus ojos se acostumbraban a la escasa iluminación, frunció el ceño y echó la cabeza hacia atrás al encontrarse con una inesperada sorpresa. Betty seguía en la cama. Estaba tumbada bocabajo, con la cara aplastada contra la almohada, la mejilla arrugada y la boca entreabierta. El brazo le colgaba inerte y los dedos casi tocaban el suelo. ¡Qué raro! Betty nunca dormía hasta tan tarde.
—¿Betty? —preguntó en un susurro; no quería asustarla. Pero la mujer no se movió—. ¡Betty! —repitió un poco más fuerte. De pronto tuvo miedo de que estuviera enferma… o algo peor.
Corrió hacia la ventana y abrió los postigos. La luz del amanecer se filtró en la habitación. Regresó a la cama, agarró del hombro a Betty y la sacudió ligeramente.
La sirvienta principal murmuró algo ininteligible.
—Betty, te has quedado dormida. ¿Qué va a decir la señora Budgeon? No quiero que vuelvas a tener problemas.
—¿Qué hora es? —preguntó Betty con voz pastosa, como si tuviera la boca llena de algodón.
—Más de las seis.
—¿Las seis? —Betty abrió los ojos. Después soltó un gemido, se dio la vuelta y se llevó las manos a las sienes. Pero entonces se puso verde y se tapó la boca alarmada.
Margaret se movió con rapidez, fue a por la jofaina del lavamanos y la colocó debajo de la barbilla de Betty que enseguida se puso a vomitar. Dos veces.
—La habitación está dando vueltas, Nora —se quejó la sirvienta—. Solo dame cinco minutos para recomponerme. Las contraventanas esperan… —Se desplomó sobre la cama y se tapó los ojos con el brazo.
Por el hedor y el resto de pruebas, Margaret empezó a llegar a la sorprendente conclusión de que la inquebrantable y fiel sirvienta que hacía con eficiencia todos los trabajos que se le ponían por delante, se había emborrachado la noche anterior y ahora estaba pagando las consecuencias. Aunque si se paraba a pensarlo tampoco era tan extraño, teniendo en cuenta el objeto tan preciado del que había tenido que desprenderse el día anterior. Pero ¿venderlo para luego gastarse el dinero en bebida?
Esperaba que no todo.
Betty volvió a incorporarse, pero solo para gimotear.
—¡Ay, mi cabeza…!
—Despacio, Betty. Túmbate. Duerme todo lo que necesites. —La colocó con cuidado sobre el colchón y la arropó. Tiró el vómito de la palangana en el orinal, la enjuagó con el agua de la jarra y volvió a tirarla en el orinal. Después, dejó la jofaina junto a la cama por si acaso, cerró los postigos y se llevó el orinal, ya tapado, para limpiarlo.
A continuación, se apresuró en cumplir con todas sus obligaciones de primera hora, así como las de Betty. Abrió las contraventanas, pulió las rejillas y barrió y quitó el polvo de las habitaciones de la planta principal que solía hacer Betty, confiando en que Fiona se encargaría de las demás. Luego corrió al sótano para rellenar las jarras de agua. El sudor le corría por la espalda y por debajo de la peluca. Esa maldita cosa daba demasiado calor.
Vio al señor Arnold entrar al comedor del servicio para el desayuno. Si no se escabullía ya, se perdería las oraciones matinales. Algo que no haría ninguna gracia al segundo mayordomo, ni a la señora Budgeon, pero tenía que terminar por el bien de Betty. Hizo caso omiso del quejido de hambre que emitió su estómago y llenó a toda prisa las jarras. Las llevó a las habitaciones de Nathaniel y Helen y vació los orinales antes de volver a bajar.
Cuando por fin llegó al comedor del servicio, cansada y sudorosa, el resto de sirvientes ya se estaban levantando y Jenny se disponía a limpiar la mesa.
La señora Budgeon apretó los labios en un gesto de desaprobación.
—Si llegas tarde no comes, Nora. A menos que tengas una excusa aceptable…
Intentó pensar algo rápido. Tenía hambre. Hubiera dado hasta su último chelín por uno de los bollos de Hester. Pero ¿qué podía decir sin meter en ningún lío a Betty?
—Mmm… No. Hoy he tardado un poco más de lo habitual en cumplir con mis obligaciones, eso es todo.
—¿Dónde está Betty? —preguntó el ama de llaves.
—Pues… creo que en una de las habitaciones. No tenía mucha hambre.
Alguien soltó un bufido.
Jenny se rio antes de susurrar:
—No me extraña. Después de todo lo que bebió anoche.
Si la señora Budgeon oyó el comentario debió de no hacer caso.
—Confío en que tanto tú como Betty hayáis terminado con vuestras tareas de primera hora.
—Sí, señora.
—Entonces, esperemos que no llegues tarde a la cena.
Margaret miró el reloj que había encima de la chimenea. A esa hora Betty solía dejar de lado sus labores como sirvienta y subía a ayudar a la señorita Upchurch a vestirse y a peinarse. Que la señorita Helen tuviera que esperar no sería nada bueno. La señora Budgeon se enteraría enseguida y un ama de llaves tan exigente como ella no olvidaría un descuido como aquel con facilidad.
Margaret subió las escaleras y, armándose de coraje, entró en la habitación de la señorita Upchurch una vez más. Había estado allí en varias ocasiones, bien para llevar el agua o flores, pero nunca para ayudar a la señora de la casa a vestirse.
Abrió las contraventanas y oyó cómo algo se movía en la cama detrás de ella.
—¿Dónde está Betty?
Margaret respiró hondo y se recordó a sí misma que tenía que disimular su acento. Llevaba dos años sin coincidir en ningún evento social con Helen Upchurch. Aun así, tenía que tener cuidado para no delatarse.
—Ha pasado algo, señorita. —«Literalmente», añadió para sí misma—. Betty me pidió que hoy ocupara su lugar.
Helen la miró.
—Eres la nueva chica.
—Sí, señorita. —Hizo una reverencia, feliz de encontrar cualquier excusa para agachar la cabeza.
—¿Cómo te llamas?
—Nora, señorita. Nora Garret.
—Bienvenida, Nora. —Helen esbozó una sonrisa adormilada.
Con esa sonrisa tan dulce y el pelo oscuro cayendo sobre sus hombros, parecía más joven y mucho más bonita, incluso con aquel viejo camisón.
—Espero que Betty se encuentre bien.
—Oh, está perfectamente. Solo vamos un poco retrasados después de la tarde de ayer. Nada más.
—Espero que el tiempo libre que os dieron por mi cumpleaños no os causara ningún problema.
—No, señorita. No quería decir eso. El señor Upchurch y usted fueron muy amables, señorita.
—Me alegra oírlo. ¿Se divirtieron todos?
Margaret echó agua caliente en la jofaina y colocó una toalla limpia.
—Sí, señorita. Mucho. —«Algunos demasiado», pensó—. ¿Y usted disfrutó de su cena de cumpleaños?
—Oh, sí. Monsieur Fournier se superó a sí mismo. Preparó un delicioso bufé y una velada encantadora. Solo… —Titubeó—. Me hubiera gustado que me acompañaran mis dos hermanos. —Durante unos instantes pareció triste, aunque enseguida se recompuso—. Pero Lewis tenía que resolver unos asuntos urgentes en Londres y no pudo quedarse. Le disgustó mucho perderse la cena.
—Qué lástima, señorita.
Mientras Helen se lavaba, Margaret entró en el vestidor, abrió el armario y echó un vistazo a su contenido. Le sorprendió el modesto vestuario. Muchos vestidos habían pasado de moda hacía años, más incluso que los de ella misma desde que Sterling le redujo la asignación.
—¿Qué le gustaría ponerse hoy? —Sacó un vestido azul marino que nunca le había visto puesto. Seguro que le quedaría estupendamente.
Helen suspiró.
—No sé…
—Si me permite hacerle una sugerencia, ¿qué tal este? Es de un tono azul adorable.
Helen miró en su dirección. Abrió la boca y frunció el ceño.
—No, ese no. Ese no lo uso.
«Entonces, ¿por qué sigue conservándolo?», pensó ella, pero sabía que no debía preguntar.
—El gris de día estará bien.
El que ya le había visto puesto. En varias ocasiones.
Se mordió la lengua y sacudió la prenda para quitar las arrugas. Después, buscó un cepillo para la ropa y dio un par de pasadas rápidas con él a las mangas y a la falda. Ayudó a Helen a ponerse una camisola limpia y preparó un corsé sin cierre delantero ni ballenas. Por lo menos, después de haber ayudado a su hermana tantas veces, sabía cómo hacer aquello. Helen deslizó los brazos por las sisas y se volvió para darle la espalda. Era evidente que estaba acostumbrada a que la vistieran; como le había sucedido a ella antes de huir de Londres. Respiró aliviada al no tener que estar cara a cara con la hermana de Nathaniel.
—No tan apretado, por favor.
—Lo siento, señorita —murmuró ella, aunque en el fondo pensó que era una pena. Si ajustaba un poco más el corsé, la figura de Helen sería bastante más atractiva.
Cuando terminó con el corsé, la ayudó a ponerse las enaguas y unas medias, que ató por encima de las rodillas antes de continuar con el vestido.
Por último, Helen se sentó en un pequeño taburete que había frente al tocador, colocándose la falda para que no se arrugara, tomó un elegante cepillo y empezó a peinarse el largo cabello castaño, mirándose al espejo.
Margaret sintió una punzada de nostalgia; no porque echara de menos la casa de los Benton, sino porque añoraba a su hermano, a su hermana, e incluso a su madre. ¿Cuántas veces había cepillado el pelo a su madre y a su hermana o desenredado los rizos rebeldes de Gilbert?
—Déjeme, señorita.
Helen se detuvo y Margaret le quitó el cepillo de la mano con gentileza. Empezó a cepillarle el cabello con largas pasadas, parándose cuando encontraba algún nudo para desenredarlo con cuidado antes de continuar. Cepillar a Helen no solo la calmó, sino que le recordó a su hermana, aunque el cabello de Caroline era más claro y fino. Miró al espejo y vio que Helen había cerrado los ojos. «Bien», pensó.
Ahora que la tenía más cerca, notó algunas hebras de color gris entremezcladas con el castaño.
—¿Sabes hacer peinados? —preguntó Helen—. Si no es así, puedo hacerme yo misma un moño sencillo.
Qué poco exigente era Helen Upchurch, pensó, con su corsé suelto sin ballenas, sus viejos vestidos y su trato fácil.
—Será un placer intentarlo, señorita.
—Muy bien.
Antes de darse cuenta, se encontró absorta en la tarea. Le cepilló el cabello hacia arriba desde el cuello y se lo recogió en la coronilla. Después dejó el cepillo. Desde que había llegado a Fairbourne Hall, había visto a Helen las suficientes veces como para saber que solía hacerse un sencillo moño bajo. Pero según su opinión, le quedaría mucho mejor si lo llevara un poco más alto. Se planteó usar las tenacillas para hacer rizos, pero ese día hacía demasiado calor como para encender un fuego. Así que sacó dos mechones gruesos de cada sien, los humedeció con agua, los rizó hacia arriba y se los fijó a ambos lados de la cabeza. Luego dejó que se secaran mientras proseguía con el resto del cabello que tenía recogido en la coronilla.
Volvió a inclinarse, y fue colocando horquillas para hacer un moño alto. Cuando terminó, quitó las horquillas de los mechones rizados y los dejó caer a ambos lados. Le gustó mucho la forma en que los rizos enmarcaban la cara de la dama. Por suerte, el pelo de Helen tenía cierto rizo natural, a diferencia de su hermana, por lo que enseguida consiguió el efecto deseado sin las tenacillas.
Estaba tan concentrada en la tarea que tardó un rato en percatarse de lo quieta, incluso tensa, que se había puesto Helen de repente.
Alzó la vista asustada. Helen ya no estaba con los ojos cerrados. Ahora la estaba mirando en el espejo con los ojos muy abiertos.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó en un jadeo.
A Margaret se le aceleró el corazón. Le devolvió la mirada, pero inmediatamente después fingió estar interesada en un mechón de pelo. ¿La habría reconocido o solo estaba molesta por las libertades que la nueva sirvienta se había tomado con su cabello? Puede que se estuviera imaginando demasiadas cosas.
Tragó saliva y escogió responder conforme al último sentido.
—Solo estaba intentando dar un poco más de volumen a su peinado, señorita —dijo con acento muy marcado—. Pero puedo deshacerlo si no le gusta.
Contuvo el aliento, sintiendo el escrutinio al que le sometió la señorita Upchurch. La habitación se sumió en un espeso silencio. Empezaron a sudarle las palmas. Tras unos segundos, preguntó con voz entrecortada:
—¿Qué pendientes quiere llevar, señorita?
Helen se volvió en el taburete y Margaret retrocedió varios pasos. La mirada directa de la mujer era mucho más intimidante que en el espejo. Luchó con todas sus fuerzas por no apartar la mirada.
—¿Por qué estás aquí? —inquirió Helen con recelo.
El corazón le latía con tanta fuerza que estuvo segura de que Helen podría oírlo.
—Como ya le he dicho, señorita, solo estoy ayudando a Betty hoy. No quería hacer nada malo.
Helen entrecerró los ojos.
—No sé qué está pasando, pero te estaré observando.
—Sí, señorita —murmuró ella—. ¿Necesita algo más, señorita?
Helen negó lentamente con la cabeza.
Margaret hizo una reverencia, se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta, sintiendo la mirada desconfiada de Helen Upchurch sobre ella con cada paso que daba.
En el pasillo, estuvo a punto de chocar con Fiona. La menuda irlandesa estaba sin aliento y con rostro sombrío. Miró a Margaret y después a la puerta por la que acababa de salir.
—¿Qué hacías ahí dentro?
—Solo intentaba ayudar. Como Betty no puede.
—Estaba a punto de entrar. ¿Está enfadada?
Recordó el gesto de sospecha de Helen.
—No, enfadada no —dijo.
—¿Le has contado lo de Betty?
—Solo le he dicho que, después de lo de ayer, íbamos un poco retrasadas y que estaba sustituyéndola. Eso es todo.
—¿Un poco retrasadas? Claro y esa es una forma muy elegante de decir que se emborrachó y ahora está que no puede ni con su alma. ¿Ha vomitado?
—Bueno… —Margaret hizo un gesto de impotencia.
—¿Me estás diciendo que has ayudado a vestir a la señorita?
—Sí.
—Tal vez debería ir y comprobar…
Margaret la agarró del brazo.
—La señorita está bien. Lavada, vestida y peinada.
Fiona soltó un suspiro de alivio y luego murmuró.
—Que es más de lo que puedo decir de Betty.
—¿La has visto?
Fiona asintió.
—Subí para buscarla y me la encontré dormida. Deberías habérmelo dicho.
—Ya tenías suficiente trabajo con lo tuyo. —Volvió a sonarle el estómago y apartó la mirada. Había llegado la hora de las oraciones matinales.
Betty tuvo suerte y nadie pareció notar su ausencia. A continuación, Margaret y Fiona subieron a limpiar los dormitorios de la familia. Después, cuando Fiona se unió a ella para hacer las camas, seguían sin tener noticias de Betty.
—Pobrecilla —comentó Fiona mientras sacudía las sábanas para airearlas—. Anoche estaba muy apesadumbrada. Le preocupa mucho su madre.
—¿Su madre? Creía que estaba muerta.
Fiona frunció el ceño.
—¿Quién te metió esa idea en la cabeza?
Margaret respiró hondo.
—Me enseñó el chatelaine de su madre y yo supuse que… —Interrumpió la frase encogiendo los hombros.
—No está muerta, solo retirada. Está enferma. —Fiona se dirigió al otro lado de la cama y la ayudó a extender las sábanas—. La señora Tidy fue un ama de llaves excelente hasta que empezó a fallarle la salud y no pudo seguir trabajando. La pobre sufrió una apoplejía y necesita cuidados constantes. Vive con una viuda en Maidstone y Betty las mantiene a ambas.
—Por eso vendió el chatelaine… —susurró Margaret afligida.
Fiona levantó la cabeza al instante.
—¿En serio? ¿Cómo lo sabes?
—Lo vi en el escaparate del almacén.
—¿Así que es allí adonde fue? No me dijo nada. Me pregunté de dónde había sacado todo ese dinero para la bebida. Debieron de darle lo suficiente para cuidar de su madre y para ahogar las penas en el alcohol.
—Pero podía haberle explicado…
—¿Decirle a su madre, la perfecta ama de llaves que no cometió un error en su vida, que la han dejado sin sueldo? Betty no lo haría, Tiene su orgullo.
Margaret hizo una mueca.
—Pero se ha quedado sin su posesión más preciada.
—¿Y quién tiene la culpa? Todas tus bonitas palabras no se lo van a devolver, así que deja de creerte mejor que ella.
—No lo hago.
Fiona la miró de soslayo.
—¿De modo que ayer estuviste en la calle Weavering y no te dignaste a venir con nosotros?
—Quería hacerlo, pero…
En ese momento, la señora Budgeon asomó la cabeza por la puerta.
—Aquí estáis. Acabo de pasar por la habitación verde. ¿Por qué no está esa cama hecha todavía? Son casi las once.
Margaret miró a Fiona, pero esta clavó su mirada helada sobre la almohada que tenía en los brazos.
—Es culpa mía, señora —explicó Margaret—. Hoy voy un poco retrasada, pero me pondré al día enseguida.
—Más te vale. —Se dio la vuelta para irse, pero entonces se detuvo—. Gracias por ayudarla, Fiona.
La irlandesa hizo un gesto de asentimiento.
—¿Habéis visto a Betty? —preguntó el ama de llaves.
Ahora fue Fiona la que la miró.
—Mmm… —vaciló ella—. Sí… La última vez que la vi fue en uno de los otros dormitorios. —Lo que de alguna forma era verdad, aunque el dormitorio en cuestión fuera el de la propia Betty.
—Cuando la veas, dile que tengo que hablar con ella.
En ese instante, Betty apareció en el umbral de la puerta con aspecto avergonzado.
—Aquí estoy, señora Budgeon. Siento muchísimo…
El ama de llaves la interrumpió.
—Eres la encargada de supervisar que las sirvientas de menor rango hagan su trabajo, pero Nora ya no es nueva y debe aprender a terminar sus tareas a tiempo. Fiona y tú no podéis seguir cubriéndola cada dos por tres.
Betty abrió la boca.
—Pero… Yo…
—Eso mismo me dice Betty todos los días, señora Budgeon —dijo Margaret a toda prisa—. De ahora en adelante lo haré mejor. Se lo prometo.
El ama de llaves la miró fijamente.
—Muy bien. Haré la vista gorda solo esta vez. Ya sabía yo que el ocio de ayer tendría sus consecuencias.
—Y tenía usted razón —acordó Margaret.
En el umbral de la puerta, Betty asintió con el rostro pálido y los ojos enrojecidos, demostrando el alto precio que había tenido que pagar.