Capítulo 17

«No haga nada en la casa de su señor que se sienta obligado a ocultar para mantener su puesto».

Samuel and Sarah Adams

The Complete Servant

Nathaniel y Helen volvían a estar sentados, charlando en la sala de estar de la familia, cuando Hudson entró.

—¿Quería verme, señor?

—Hola, Hudson. Justo le estaba comentado a mi hermana tu idea de organizar un baile para los sirvientes durante la cosecha.

Helen esbozó una sonrisa.

—Creo que es una idea magnífica. —Cruzó las manos sobre su regazo—. ¿Le molestaría mucho si le ayudo a planearlo?

El administrador apretó los labios sorprendido.

—No me molestaría en absoluto, señorita. En realidad, sería todo un placer.

La sonrisa de Helen se amplió.

—Bien. Es muy emocionante. Además, hace mucho que no organizamos nada especial para el personal. ¿Hacían algo parecido en Barbados?

Hudson frunció el ceño.

—¿Para los esclavos, señorita?

—Bueno… —balbuceó Helen—. No, supongo que no era lo más apropiado.

Nathaniel y Hudson intercambiaron una mirada.

—No, no teníamos «bailes» tal y como los entendemos en Inglaterra —explicó Hudson—, pero los esclavos celebraban el final de la cosecha, o la «fiesta de la cosecha» como se llamaba allí, con danzas y festines en las plantaciones.

—Oh. Entiendo. —A Helen se le iluminó el rosto—. Entonces, señor Hudson, este será el primer baile de sirvientes para ambos. Tengo varias ideas, pero cuénteme que estaba planeando usted.

El administrador se balanceó sobre sus talones.

—Bueno… debería haber comida, por supuesto. Una copiosa cena bufé.

—Deberíamos preguntar a monsieur Fournier si tiene alguna sugerencia. Aunque quizá lo mejor sería que contratásemos a un cocinero y a unos cuantos sirvientes para que nadie de nuestro personal tenga que trabajar ese día.

—Dudo que a monsieur Fournier le haga mucha gracia ceder su cocina. Pero lo del personal extra me parece una idea excelente.

Su hermana resplandeció. Nathaniel se sintió increíblemente bien al ver a Helen tan feliz.

—Y tiene que haber música, por supuesto —indicó Helen—. Y un baile.

Hudson hizo un gesto de asentimiento.

—El señor Arnold me ha dicho que conoce a un violinista estupendo que se sabe tocar todas las danzas populares.

—Magnífico.

Nathaniel empezó a sentirse como un mero espectador mientras ambos intercambiaban ideas.

—¿Y qué tal unos cuantos juegos? ¿O un concurso? —añadió Helen—. ¿Con uno o dos premios?

—O un pequeño detalle para todo el mundo.

—Bien pensado —le felicitó su hermana entusiasmada—. Va a ser muy divertido, señor Hudson. Estoy deseando empezar.

El hombre asintió lentamente con los ojos fijos en la radiante y sonriente cara de su hermana.

—Yo también.

A la mañana siguiente, Margaret entró en la habitación de la señorita Upchurch para peinarla como de costumbre. Helen estaba al lado de la ventana y llevaba su vestido de día marrón de Devonshire. Como no se daba la vuelta, se acercó a la ventana para ver qué era lo que tanto había llamado su atención. Sus ojos volaron hacia la arcada de la que provenía el sonido distante del acero chocando entre sí.

Allí, Nathaniel Upchurch y el señor Hudson estaban luchando en mangas de camisa. Por entre las columnas los vio atacar y retirarse, embestir y retroceder en una complicada y rápida danza de pies. Las espadas se estrellaban la una contra la otra, se movían en círculo y golpeaban mientras el sol de la mañana se reflejaba en sus pulidas hojas.

—¿Qué tendrán las espadas que atraen tanto a los hombres? —murmuró Helen sin apartar la mirada.

A pesar de la distancia, Margaret no pudo evitar admirar la elegancia y agilidad de ambos hombres. Ni tampoco le pasó por alto el contorno de los anchos hombros de Nathaniel bajo la camisa sudada. O cómo se le marcaban los músculos de las piernas en aquellos ajustados pantalones blancos cada vez que atacaba. Esperó que Helen no le leyera el pensamiento.

Miró a la mujer y vio un extraño brillo en sus ojos mientras observaba a su hermano. ¿O era al señor Hudson? No tuvo el valor suficiente para preguntar.

La dejó en la ventana y se dirigió hasta el vestidor para ver si tenía que ordenar algo. Un rato después, Helen se unió a ella y se sentó frente al tocador. Después se fijó en el arreglo floral que Margaret había preparado esa misma mañana: crisantemos amarillos y blancos en medio de un exuberante verde.

Se volvió hacia ella y esbozó una sonrisa, pero volvió a mirar rápidamente las coloridas flores.

—¿Lo has preparado tú?

—Sí.

—Es exquisito.

Aquel sencillo cumplido le agradó sobremanera. Aunque menos complacida se sintió al ver el aspecto de Helen, pero no dijo nada. A esas alturas, ya se había resignado a ver a la señorita Upchurch alternando sus habituales vestidos de día gris, marrón y apagado dorado que no favorecían en nada a su tez.

Se hizo con el cepillo y las horquillas y se dispuso a peinarla.

De pronto, Helen se levantó de su asiento.

—¿Sabes? Creo que voy a llevar ese vestido verde de paseo que me arreglaste. Sería una lástima no aprovecharlo. ¿Serías tan amable de ayudarme a cambiarme?

Margaret sonrió.

—Por supuesto. Será todo un placer.

Sacó el vestido del armarlo junto con un corsé largo.

—El corte del vestido queda mejor con la ropa interior adecuada, señorita Helen. ¿Le importaría mucho llevar esto?

Helen hizo una mueca al ver el artilugio con ballenas, pero terminó cediendo.

—Oh, está bien.

Margaret la ayudó a quitarse el vestido marrón y la ropa interior sin forma y después le puso el corsé largo. Mientras le ataba el lazo, Helen miró su reflejo en el espejo y movió la cara de un lado a otro.

—¿Y qué tal un poco de color en las mejillas?

Otra sorpresa.

—Con mucho gusto. —Comenzó a picarle la curiosidad—. ¿Puedo preguntarle si… si hoy tiene alguna ocasión especial?

Helen se ruborizó.

—Ninguna. ¿Por qué me lo preguntas? No tengo nada planeado excepto reunirme con el administrador y el chef. Como ves, nada del otro mundo.

Margaret y Betty estaban sentadas en el comedor del servicio, puliendo la plata. El resto del personal hacía tiempo que se había marchado a cumplir con sus respectivas tareas de la tarde.

Betty miró a su alrededor.

—En la casa en la que estaba antes, el mayordomo era el que se encargaba de abrillantar la plata —dijo.

—¿En serio? No me imagino al señor Arnold ensuciándose las manos con esto.

Betty resopló.

—Ni yo, y eso que solo es un segundo mayordomo.

Mientras trabajaban se fijó en las manos llenas de pecas de Betty. Las tenía muy estropeadas por los productos de limpieza que usaban y parecían las manos de una mujer de más edad. Esperaba que tres meses de servidumbre no hubieran tenido el mismo efecto en las suyas.

Betty debía tener la misma edad que su madre, aunque sus vidas eran completamente distintas. Se preguntó si a ella le importaba.

—Betty, ¿cuánto hace que eres criada?

La aludida dejó un tenedor de plata y se puso con otro.

—Oh, llevo quince años aquí, más o menos. Y antes estuve otros once en casa de los Langley. Empecé encargándome de fregar los platos cuando solo era una niña, después me ascendieron a ayudante de cocina y luego a sirvienta. Nunca he trabajado como lavandera, gracias a Dios.

—¿Y cuál es tu sueño?

—¿Mi sueño?

—¿Qué quieres en la vida?

—Uf. —Betty no dejaba de mover las manos mientras hablaba—. Muy pocas personas obtienen lo que quieren en la vida. Mira a Fiona si no.

Margaret levantó la vista al instante.

—¿Fiona? ¿Qué pasa con Fiona?

—Da igual. El caso es que no creo que el sueño de una niña, como tú lo llamas, sea trabajar de ayudante de cocina toda su vida, ¿no crees?

—Pero ¿a qué te dedicarías si pudieras elegir?

Betty apretó los labios.

—Nora. No me importa charlar para pasar el rato, pero es una tontería anhelar cosas del pasado o soñar con algo imposible. Estoy bastante satisfecha con lo que tengo. Llevo en el servicio doméstico desde que tenía catorce años. Es lo único que sé hacer y lo único que haré el resto de mi vida y me parece bien.

Aunque dijo aquello con tono amable, Margaret se sintió como si la estuviera regañando.

—Me alegra oírlo —murmuró, antes de centrarse en otro cuchillo de untar mantequilla.

Betty aplicó el abrillantador de plata a varias cucharas con ímpetu y eficiencia. Estaba claro que ya se había olvidado del asunto.

—Sí que hay una cosa —dijo de repente, al cabo de un rato.

Margaret alzó la vista sin saber muy bien a lo que se estaba refiriendo.

—¿El qué?

—Me gustaría llegar a ser ama de llaves algún día. Es el último peldaño de la escalera. Y, bueno, si lo alcanzara, sé que habría hecho todo lo posible para llegar allí. Estaría orgullosa de llevar el chatelaine de mi madre con sus pesadas llaves, inspirando respeto tanto en la servidumbre como en los señores de la casa.

Margaret sonrió de oreja a oreja.

—Querrás decir inspirando temor en los corazones de todas las sirvientas, cuando oyeran el tintineo de tus llaves.

Betty esbozó una sonrisa.

—Eso también.

—Voy a decirle a la señora Budgeon que vigile sus espaldas —bromeó Margaret.

—¡No serás capaz!

—No te preocupes, Betty. No diré una palabra de lo mucho que te gustaría alcanzar ese puesto.

La mujer la miró de forma irónica y siguió con los tenedores para el pescado.

—Sinceramente —continuó ella—, creo que serías una excelente ama de llaves, Betty Tidy.

—Oh, no sé yo…

—Sería todo un honor trabajar para ti —insistió Margaret.

Betty la miró con un brillo malicioso en los ojos.

—Eso dices ahora. Pero la señora Budgeon es un angelito comparada con el ama de llaves en la que me convertiría. —Alzó la barbilla e imitó el gesto de enfado de la señora Budgeon—. Y ahora vuelve al trabajo, mi niña. ¡No te pagamos por hablar y hacer el vago!

Margaret llevó otra olla más de agua caliente desde la cocina al cuarto de baño de los sirvientes que había en el sótano. La pequeña estancia revestida de azulejos contaba con una generosa bañera, una silla, un espejo, un estante y unos cuantos ganchos para colgar la ropa y las toallas. Desde que había llegado a Fairbourne Hall se había dado unos cuantos baños, pero sobre todo habían consistido en aseos rápidos en su habitación con esponja, el agua a temperatura ambiente que había en la jofaina, una toalla áspera y la pastilla de jabón que le asignaban a la semana. Algo con lo que no terminaba de sentirse realmente limpia, y el cuero cabelludo cada vez le picaba más bajo la peluca. Quería darse un baño de verdad. No veía el momento de volver a lavarse el pelo como Dios mandaba.

La cocina contaba con agua corriente que enviaba una cisterna desde el exterior. Agua que ella misma había calentado en el fuego en ollas grandes. La casa estaba tranquila. Incluso la sirvienta encargada de fregar los platos hacía tiempo que se había ido a la cama. Ella también debería estar durmiendo. Pero primero, el baño.

¡Lo que estaba tardando en llenar la bañera! Nunca se había parado a pensar en ello cuando le pedía a Joan que le preparara un baño, aunque hubiera tomado uno hacía solo uno o dos días. Bañarse la ayudaba a relajarse y a dormir, se había justificado. La cantidad de trabajo extra que le había ocasionado a su antigua doncella. Y la pobre nunca se quejó. Al menos no directamente a ella.

Volvió a llevar las ollas hasta la cocina para rellenarlas una vez más. Con eso conseguiría que el agua le cubriera por lo menos las piernas, o eso esperaba. Y quizá necesitara otra olla más para el pelo. Los brazos empezaron a temblarle por la pesada carga y tenía la mano agarrotada. Ah, pero muy pronto el agua caliente aliviaría sus dolores y achaques.

Arrastró las ollas por el pasillo, pasó el salón del ama de llaves, la despensa, los cuartos de almacenaje y dobló la esquina hasta llegar a su destino, solo para encontrarse con la puerta del baño cerrada. Frunció el ceño. Estaba segura de que la había dejado abierta. No podía ser…

Llamó tímidamente con los nudillos.

—¿Hola? ¿Hay alguien dentro?

Nadie contestó.

La puerta debía de haberse cerrado sola. Respiró aliviada, la empujó para entrar y… gritó. Thomas estaba sentado dentro de la bañera. Con «su» agua.

Ni siquiera tenía la decencia de parecer avergonzado. De hecho, la miró haciendo un movimiento de cejas bajo la luz de la lámpara; la misma que ella había encendido. Por suerte, la bañera era lo suficientemente alta como para ocultar a sus ojos todo menos la cabeza y la parte superior del torso. Se debatió entre el deseo de taparse los ojos y salir de allí corriendo y el impulso de sacarlo de la bañera por los pelos.

—¿Qué crees que estás haciendo? —Estaba que echaba humo—. He traído toda esa agua caliente para «mi» baño.

El lacayo sonrió.

—Me estaba preguntando quién la habría dejado. Qué detalle por tu parte.

—No ha sido ningún detalle —masculló, apretando los dientes—. Era para darme un baño «yo». ¿Por qué supones que iba alguien a prepararte un baño?

Thomas entrecerró los ojos.

—Qué engreída que te estás poniendo.

Sintió que le ardían las mejillas.

—¡Porque estoy furiosa!

Él se agarró a ambos lados de la bañera e hizo como si fuera a levantarse.

—Si quieres me voy ahora mismo.

—¡No! No conmigo aquí. Esperaré fuera.

Salió del baño y cerró la puerta. Cinco o diez minutos más tarde, por fin se decidió a salir. Llevaba el pelo peinado hacia atrás y la piel todavía húmeda.

—Todo tuyo, encanto.

—Espero que me ayudes a volver a llenarla.

—No hace falta. El agua está perfectamente bien y sigue caliente. Si quieres, puedo entrar y ayudarte con la espalda. —Le guiñó un ojo.

—¡Ni hablar! Qué egoísta eres.

Él alzó la barbilla cuadrada.

—Muy bien, ahora sí que no voy a ayudarte a traer nada. —Y con eso se dio la vuelta y se fue silbando por el pasillo con la toalla alrededor del cuello.

«¡Qué impertinente!».

Menos mal que la bañera tenía un desagüe o tendría que haber sacado primero el agua sucia antes de volver a llenarla. Mientras se vaciaba comenzó todo el proceso de nuevo; se negaba a bañarse en la misma agua que ese grosero. Se hizo con una toalla limpia del armario de los sirvientes y la colocó sobre la silla. En esta ocasión, cuando regresó a la cocina, decidió dejar la puerta cerrada para marcar su territorio.

Finalmente, una hora más tarde de lo esperado, volvió a cerrar la puerta del baño, colocó la silla bajo el pestillo y se desnudó. Se quitó las lentes, las horquillas y la peluca. Pasó un pie por encima de la bañera y probó el agua. Estaba a la temperatura perfecta. Se metió dentro y se sentó con las rodillas dobladas. El agua caliente y humeante le sentó de maravilla en la espalda y el trasero. Soltó un prolongado suspiró de satisfacción.

Se llevó las manos a la cabeza y se quitó las horquillas del moño tirante que llevaba. Luego se inclinó para dejarlas en el estante y se frotó el cuero cabelludo con los dedos, masajeándolo. «¡Qué placer!», pensó mientras se hundía dentro de la bañera.

Se lavó el cuerpo y se enjabonó el pelo, disfrutando de la agradable sensación de quitarse todas las impurezas. Después, vertió el resto del agua de la olla por encima de la cabeza para enjuagársela y se apoyó en el respaldo alto de la bañera una vez más. Se le empezaron a cerrar los ojos. Si no tenía cuidado iba a quedarse dormida.

Al cabo de un rato el agua se enfrió y Margaret empezó a quedarse fría también. Se levantó, se colocó la toalla y salió de la bañera. Luego se puso el camisón, la bata y las zapatillas, quitó el tapón de la bañera y se hizo con las horquillas. Estaba demasiado cansada para peinarse, recogerse el pelo y volver a ponerse la peluca, así que decidió envolverse la cabeza con la toalla, asegurándose que no se le viera ningún mechón. Enrolló la peluca y las horquillas dentro del vestido y se los colgó del brazo. Cuando estaba a punto de salir se acordó de las lentes y fue a por ellas al estante. Llevaba la toalla demasiado apretada como para poder ponerse las patillas cómodamente, de modo que las llevó en la mano. Lo único que iluminaría el pasillo sería la vela que portaba y a esas horas de la noche era poco probable que se topara con nadie.

Echó un último vistazo para cerciorarse de que no se había dejado ninguna de sus pertenencias ni ningún cabello rubio en la bañera y salió del baño con una mano ocupada con su ropa y las lentes y el candelabro con la vela en la otra.

Había llegado a los pies de la escalera del sótano cuando se vio sorprendida por unos pasos que bajaban, directamente hacia ella. Alzó la mirada sobresaltada, solo para desear haber mantenido la cabeza agachada. Nathaniel Upchurch estaba descendiendo las escaleras, con su propio candelabro.

De pronto, se sintió completamente desnuda. Sin la cofia, la peluca, las cejas oscuras y las lentes para cubrirle la cara. ¿Qué hacía él en el sótano?

—Disculpe, señor —murmuró, olvidándose de que se suponía que era muda a menos que se dirigieran a ella primero. Se fue hacia el lado opuesto de las escaleras, con la cabeza inclinada, y subió rápidamente para desaparecer de su vista cuanto antes. No se arriesgó a mirar para atrás para ver la cara que debía de haber puesto aquel rostro tan fuerte y altivo. ¿Estupefacción por haber osado hablar con él? ¿Sorpresa por ir vestida con su ropa de dormir? ¿O pasmo por haberla reconocido?

«Que Dios me ayude en cualquiera de los tres casos».

Nathaniel había decidido bajar a la cocina él mismo, a pesar de que en la actualidad no solía entrar en la zona de los sirvientes. Se había sentido demasiado inquieto para conciliar el sueño y le había entrado hambre, así que pensó que un poco de pan y un trozo de queso le vendrían bien. En circunstancias normales se lo habría pedido a algún criado, pero tras su último «incidente» con la sirvienta desconocida, no le apetecía mucho pedir a nadie que entrara a su dormitorio a una hora tan tardía.

Sin embargo, en cuanto llegó al pie de la escalera, una figura apareció entre las sombras del pasillo y subió las escaleras a toda prisa. Se quedó petrificado. Un destello atravesó su cabeza y se le aceleró el corazón. La mujer que acababa de pasar por delante… tenía la voz de la nueva sirvienta… pero su rostro pertenecía a la mujer que atormentaba sus sueños. Margaret Macy.

«No puede ser». Se sentó en las escaleras, sudando profusamente. Estaba preocupado, exhausto y con la cabeza en otra parte. El estrés del incendio, la pérdida de la mitad de las ganancias anuales, las deudas… Todo aquello le estaba pasando factura y ahora estaba alucinando, imaginándose que una de las criadas tenía la cara de la señorita Macy.

Sacudió la cabeza para aclararse tanto la visión como la mente. «Dios mío, ayúdame». La imagen todavía ardía en su cerebro, como si se la hubieran grabado a fuego lento. El rostro oval, con la barbilla puntiaguda, perfectamente enmarcado por la toalla. Una cara joven e inocente, sin el maquillaje que había llevado al baile la última vez que la había visto. Le había mirado con esos ojos azules, tan abiertos y angustiados…

¡No! Solo se lo estaba imaginando. La nueva sirvienta había acudido en ayuda de Hudson cerca los muelles de Londres. Luego su amigo la había reconocido en la feria de Maidstone y la había contratado en señal de gratitud. Esa joven no hablaba ni se vestía como un Macy. Además, era morena… a menos que se hubiera teñido el pelo. Y era una criada, por el amor de Dios, aunque no muy buena. La orgullosa y engreída Margaret Macy nunca se rebajaría a entrar en el servicio doméstico. Además, la habría reconocido de inmediato.

¿O no? Nunca se había parado a mirar a la nueva sirvienta, ni a ninguna otra en realidad. No, hasta que temió haber besado a una. Ellas, por su parte, también solían evitarlo. Tenía que reconocer que, de joven, se había creído por encima del personal como para dedicarles el más mínimo pensamiento. Pero desde que se produjo ese cambio radical en su vida, ya no se sentía mejor que las personas que trabajaban para él. No obstante, aquello no había hecho que modificara todo el protocolo que le habían inculcado desde su infancia. Un claro ejemplo lo tenía en el hecho de que apenas se hubiera fijado en la nueva criada hasta ahora.

Qué extraño le parecía que justo se imaginara el rostro de la señorita Macy en la nueva muchacha. Estaba claro que necesitaba rezar con más fervor para que Dios le ayudara a sanar su corazón, a olvidarse de la mujer que se lo había destrozado. Creía que lo había conseguido, al menos en términos generales. Pero el regreso a Londres y haberla vuelto a ver, aunque de manera fugaz, debía de haber revivido los antiguos recuerdos. «¡Qué fastidio!».

Se puso de pie, deseando que no fuera tan tarde. Tuvo la tentación de despertar a Hudson y exigirle una revancha por la derrota que había sufrido a la esgrima esa misma mañana. Un combate a espada nunca venía mal. Y en ese momento tenía la sensación de que podría aguantar veinte rondas sin problemas.

Nathaniel decidió que no volvería a mirarla, y correr el riesgo de otra semejanza imaginaria, hasta no ejercitarse con Hudson, bañarse, vestirse, leer la Biblia, rezar… y rezar un poco más. Entonces, y solo entonces, estaría preparado para enfrentarse a ella, para comprobar que no era más que una joven de un barrio peligroso de Londres. Tal vez la hija de un vendedor de pescado por su forma de hablar, a pesar del acento, el vocabulario y la sintaxis de una mujer formada. La vería tal y como era y respiraría aliviado al darse cuenta de que seguía gozando de una estupenda salud mental. Pero… ¿sentiría una pequeña punzada de decepción al comprobar que no era la señorita Macy? «¡Qué tontería!».

El choque de espadas resonó en el muro del jardín mientras Hudson y él luchaban en la arcada cercada por columnas. El administrador se retiró, tratando de detener su ataque, conduciéndole hacia atrás y hacia delante, y haciendo que se acercaran cada vez más al extremo de la arcada. Al final, la punta de su espada dio en el blanco y Hudson se tocó el pecho en señal de reconocimiento.

Touché —jadeó su amigo.

Nathaniel dio un paso atrás, todavía oscilando sobre sus pies para no perder el equilibrio.

—¡Por Dios, señor! —El hombre se secó el sudor de la frente con la manga—. ¿Qué le pasa esta mañana? Hoy está poniendo toda la carne en el asador.

—Determinación —dijo entre dientes, tratando de recuperar la respiración.

—¿Para matarme? ¿Qué he hecho desde ayer que le haya molestado de ese modo?

La única respuesta que ofreció fue levantar la espada una vez más y reanudaron el combate. Embistió, atacando otra vez. Empezaron a dolerle la muñeca y los dedos y los músculos de los muslos le escocían por la postura y el ritmo agotador. El sudor le corría por la frente y la espalda y las mangas de la camisa se le pegaban a la piel. Después de anotarse otro tanto, hicieron una pausa para recuperar el aliento.

Nathaniel se retiró el pelo húmedo de la frente.

—Cuéntame otra vez por qué decidiste contratar a la nueva sirvienta —dijo entre jadeos.

Hudson puso cara de sorpresa.

—Ya lo sabe, señor. Fue una recompensa por la bondad que mostró.

—Dijiste que la reconociste.

—Sí, de Londres, de la noche del incendio. Cuando nos perdimos.

—Pero ¿la habías visto antes?

—No, señor. ¿Dónde podría haberla visto antes?

Pues claro que no la había visto. Volvía a comportarse de forma irracional. La última vez que Hudson estuvo en Inglaterra la señorita Macy solo era una cría.

—No importa.

—¿Usted la ha reconocido, señor? De algún otro lugar, ¿verdad?

—No —repuso él—. Me recuerda a alguien, eso es todo.

«Pero qué Dios me ayude si estoy equivocado».

Nathaniel llevó a cabo las oraciones matinales intentando no fijarse en ella. No era cuestión de comérsela con los ojos frente a los demás sirvientes. No iba a colocarlos en una situación tan embarazosa a ambos. Entonces, ¿cómo podría mirarla más de cerca? Podía arrinconarla a puerta cerrada en algún dormitorio cuando estuviera haciendo las camas y el resto de cosas que hacían las criadas para limpiar una alcoba, pero aquello provocaría unos cuantos rumores. Rumores que perjudicarían la estancia de la joven en Fairbourne Hall, en cuanto se asegurara de que todo había sido producto de su imaginación. Además, no le hacía ninguna gracia la idea de estar observándola a hurtadillas mientras trabajaba. Pero ¿qué razón podía dar a la señora Budgeon para que ordenara a la joven que fuera a la biblioteca para tener una conversación privada con ella?

Cuando el personal volvió a sus quehaceres, se dirigió al ama de llaves.

—Señora Budgeon, me gustaría hablar un momento con la nueva sirvienta cuando usted lo vea conveniente.

—¿Qué ha hecho ahora? —La mujer parecía afligida—. Sé que al principio fui su primera detractora; contratar a una muchacha sin experiencia… Pero ha mejorado mucho. Lamento que no esté contento con ella, señor.

—No, no. No tiene nada que ver con eso. El señor Hudson me contó el enorme gesto de bondad que tuvo con nosotros antes de venir aquí. Por eso la contrató. Pero nunca se lo he agradecido personalmente y me gustaría hacerlo ahora.

La señora Budgeon dudó.

—Estaría encantada de comunicarle su mensaje yo misma, señor. Si ese es su deseo, por supuesto.

—Gracias, pero prefiero decírselo yo.

—Muy bien, señor. —Esbozó una sonrisa no muy convincente y se dio la vuelta. Era evidente que no estaba de acuerdo con la idea. Bueno, no podía evitarlo. No podía revelarle el motivo por el que quería ver a la nueva sirvienta.

Dos horas más tarde, estaba de pie en la biblioteca, contemplando con cautela a la joven mientras entraba. Venía con las manos juntas por delante y con la cabeza gacha para no mirarle a los ojos. Y traía el rostro, o lo que podía ver debajo del flequillo castaño, ceniciento.

No dijo nada; y él también permaneció en silencio durante un instante. ¿Qué podía decir?

La joven se mordió el labio y retorció las manos.

—¿Ha pedido verme, señor?

Le temblaba la voz. ¿Sería su voz de verdad? Era difícil de decir con ese acento tan marcado.

—No se ha metido en ningún lío, Nora. Puede estar tranquila.

Por primera vez se atrevió a mirarle. En cuanto vio su cara al completo le dio un vuelco el corazón. «Dios mío, por favor, dame la claridad de mente necesaria».

—Acérquese más, por favor. No voy a hacerle nada. —Vio que tragaba saliva, pero obedeció, avanzando tres pasos en su dirección—. Míreme. —Su propia voz le sonó ronca.

Ella vaciló. Después, levantó despacio la barbilla.

A Nathaniel se le secó la garganta.

O se estaba volviendo loco o estaba delante de Margaret Macy… o de una gemela de la que nadie tenía conocimiento, morena en vez de rubia. ¿Se había teñido el pelo o llevaba peluca? También se había oscurecido las cejas. El corazón le empezó a latir desaforado, de forma rápida e irregular. A su espalda, cerró la mano en un puño y se obligó a permanecer impasible.

¿Por qué estaba allí? Por el amor de Dios, ¿qué estaba haciendo allí? Pensó en la visita de Sterling. En su momento le pareció que algo no andaba bien. Lo había sentido en las entrañas, y eso que intentó no parecer preocupado por su desaparición. A una parte de él le alivió confirmar que estaba viva y a salvo. Otra parte sospechaba de los motivos que la habían traído a Fairbourne Hall. Tal vez se trataba de una estratagema para intentar que su hermano se casara con ella. No sería la primera en intentarlo. Pero Lewis había regresado a Londres y ella se había quedado allí.

¿Cómo no la había reconocido antes? Se acordó de lo que Sterling Benton le había dicho sobre que las mujeres eran más observadoras que los hombres. También recordó las ocasiones en las que había comentado lo mucho que se parecían dos personas y Helen le había fruncido el ceño. «Tienen el pelo muy similar, y puede que también la estatura; por lo demás, no se parecen en nada», o, «¿Cómo puedes confundir a Lydia Thompson con Kitty Hawkins? Sí, ambas son pelirrojas, pero aparte de eso son completamente diferentes. Una está llena de pecas, la otra tiene una piel inmaculada. Una tiene los ojos azules, la otra, verdes. ¡Y una es lista y la otra no puede ser más sosa!». Sin embargo, tanto Lewis como él siempre las confundían.

Se preguntó si su hermana habría reconocido a la señorita Macy. Tenía claro que Lewis no, o ya llevaría un tiempo bromeando sobre ello. Pero de Helen no estaba seguro.

¿Qué debería hacer ahora? ¿Desenmascararla y exigir una explicación? ¿Informar a su padrastro? ¿Echarla a la calle? ¿Abrazarla?

Apretó ambos puños mientras una oleada de deseos contradictorios lo invadía. Sin embargo, permaneció impertérrito, apenas pestañeó. Qué giro tan inesperado de los acontecimientos. Que ella estuviera allí, bajo su techo, bajo su poder. Con Lewis en Londres, él era su amo y señor para todos los efectos, al menos en lo que concernía a su empleo y a su estancia en esa casa. Le gustaba la idea de tener algún poder sobre ella por una vez en la vida. Le suponía todo un alivio después de la influencia que ella (lo supiera o no) había ejercido sobre él todos esos años.

Sabía que Margaret era de naturaleza impulsiva, como Benton y Helen habían señalado. Pero ¿se habría ofrecido como sirvienta a menos que estuviera completamente desesperada? No solo ella, ¿lo habría hecho la hija de cualquier caballero? Y además estaba cumpliendo con sus obligaciones, según había dicho la señora Budgeon. Si solo hubiera sido una chiquillada para tratar de conquistar a Lewis hacía tiempo que se habría llevado una desilusión y habría dejado el puesto después de unos días de arduo trabajo. Margaret debía de tener otra razón.

Necesitaba saber qué era lo que estaba pasando de verdad. No la llevaría de vuelta con Sterling; un hombre que, a decir verdad, nunca le había gustado.

Mientras pensaba en todo aquello, sin dejar de mirarla, el rostro de Margaret había pasado de pálido a tener un rubor de cierta consideración.

Hizo un esfuerzo supremo por suavizar el gesto y moderar el tono de voz.

—No tiene que preocuparse, Nora. Solo he requerido su presencia para darle las gracias. El señor Hudson me habló del coraje que mostró al ayudarnos la noche en la que casi nos atracan. Sé que él ya se lo agradeció, pero yo todavía no.

Vio cómo abría los ojos detrás de las lentes, antes de tragar saliva y murmurar:

—No hay de qué, señor.

¿Habría pasado mucho tiempo en su juventud con la servidumbre? ¿De dónde si no había aprendido a fingir ese acento?

—Muy bien. Eso es todo.

Margaret hizo una reverencia, visiblemente aliviada.

«Por ahora», añadió para sí mismo mientras observaba como se marchaba.