Capítulo 27

«Un buen británico sabe… que todas las almas son igual de importantes para Dios; que todas deben dar cuenta de sus pecados, y que el Señor pagó su precio por salvarnos».

William Cowper

Charity. 1782

Aquí tiene, señor. Esto es todo.

Nathaniel había pedido a Connor que revisara todos los bolsillos de las muchas levitas y pantalones de su hermano, en un intento de encontrar más pistas que pudieran llevar a conocer la identidad del hombre, o de la mujer, que estuviera tras el duelo. Después de las oraciones de la mañana, el criado entregó todo lo que había encontrado. Nathaniel se lo agradeció y le pidió que lo dejara solo.

Sentado a la pequeña mesa de la sala de estar de las mañanas, Nathaniel se zambulló en el montón de papeles, que incluían, entre otras cosas, recibos de club, entradas para la ópera y una tarjeta del propio Lewis con un beso marcado, es decir, con la impresión de unos labios en color rojo intenso.

¿Qué era lo que debía hacer con ella? ¿Llevarla a la oficina del alguacil del condado y exigir que todas las mujeres besaran un papel hasta encontrar la equivalente? Absolutamente inviable, aparte de inútil, sin duda.

Desdobló una hoja de papel, una cuartilla de papelería, y leyó la nota escrita en ella.

Tú, cruel, vano y maldito canalla

detestado por todos en mi casa,

¿cómo te atreves a poner las manos sobre ella?

Una criatura tan dulce, inocente y bella.

Vete a otro sitio a buscar tu inicuo placer

con alguna otra perla a la que quieras corromper.

Notó como si brillaran relámpagos por detrás de sus ojos y se le contrajo el estómago. Le habría gustado romper el papel en mil pedazos y destrozar de igual modo al autor del escrito. Puros ripios desmañados. ¡Qué desperdicio de tinta y de papel!

Volvió a leer la nota. Evidentemente, se refería a una afrenta amorosa. No obstante, dudaba mucho de que este chapucero «poeta» pudiera siquiera sentir amor. Uno de los versos le llamó la atención: «una criatura tan dulce, inocente…». Podría ser… ¿Habría conocido y seducido su hermano a alguna de las hijas de Preston cuando estuvo en Barbados? Nathaniel negó con la cabeza. No tenía sentido. Lewis había vivido en Barbados hacía más de dos años. ¿Por qué sacar a colación ahora algo tan lejano? Pero, de todas formas, ahí tenía la prueba entre sus manos, si es que lo era. Apretó el puño y se dio cuenta de que había perdido toda la objetividad en su ansia por identificar al hombre que había disparado a Lewis. Odiaba sentirse impotente e incapaz por no poder hacer ni siquiera eso por su pobre hermano.

Decidió enseñarle el «poema» a Helen. Tal vez ella fuera capaz de sacar algo en claro.

Alguien llamó quedamente a la puerta del salón. Miró hacia ella, y apareció la cara de Margaret, asomándose con timidez.

—Disculpe, señor Upchurch.

Se le aceleró el pulso.

—¿Sí, Nora?

Ella tragó saliva.

—¿Puedo hablar con usted un momento?

Dudó, pues sentía emociones contradictorias: la determinación de guardar las distancias frente al deseo irracional de estar con ella en todo momento.

—Pues claro. Pase.

Cerró la puerta y se acercó a él.

—Por favor, le ruego que me disculpe, pero no pude evitar escuchar involuntariamente una pequeña parte de su conversación con la señorita Helen ayer por la tarde, en la sala de enfermería. A propósito del señor Saxby.

Se quedó mirándola y se dio cuenta de que se había olvidado de fingir el acento plebeyo.

—Creo que debería contarle algo —empezó, juntando las manos por delante—. Aunque no puedo hablar acerca de su carácter, creo que está usted equivocado si piensa que el señor Saxby retó a su hermano a duelo a causa de la señorita Lyons.

—¿Sí? ¿Y por qué lo dice?

—Porque resulta que me enteré de que el caballero en cuestión ya había roto su relación con la señorita Lyons antes del… incidente.

—¿Y cómo lo supo?

Tragó saliva otra vez.

—Lo oí por casualidad cuando ella se lo contaba a una amiga.

—¿Cuándo?

—La misma noche del baile de máscaras. En la habitación habilitada como vestidor para las damas. Esta misma, por cierto.

Nathaniel se quedó pensando.

—Puede que él haya cambiado de opinión.

—¿Los hombres… pueden cambiar de opinión una vez que han decidido que una mujer no merece sus desvelos? —preguntó titubeante.

—No es fácil que lo hagan —contestó, tras ponderar la cuestión durante un rato.

Ella bajó la mirada.

—Puede que Saxby solo esté enfadado con la señorita Lyons, aunque todavía la ame —añadió él en voz baja—. Cualquier hombre se enfadaría al enterarse de que la mujer de la que está enamorado prefiere a Lewis.

—Ella no lo prefiere —afirmó, alzando la mirada para encontrarse con la suya.

—¿Ah no? —preguntó, mirándola de cerca. ¿Hablaba por la señorita Lyons o por ella misma?

—Si alguna vez lo prefirió —dijo, negando con la cabeza—, ya no es así.

Nathaniel pestañeó y apartó su terca mirada.

—¿Y tiene usted alguna teoría alternativa? ¿Un sospechoso más factible?

—Me temo que no.

—En fin… —dijo, levantándose—. Gracias por contármelo.

La joven asintió.

—¿Puedo preguntarle qué tal se encuentra esta mañana su hermano?

—Me temo que no hay ninguna mejoría.

—Abajo todos rezamos por él. —Anduvo hacia la puerta, y después se volvió—. Siento que haya pasado todo esto. Lo siento por todos ustedes.

¡Qué grandes y hermosos ojos azules, qué bonitos labios trémulos! Luchó con todas sus fuerzas por no abalanzarse sobre ella y abrazarla. ¡Cuánto le confortaría poder hacerlo! ¡Qué tormento!

Logró permanecer donde estaba.

—Gracias.

Después de que Margaret se marchara, Nathaniel recogió tanto la nota que Connor había encontrado entre las cosas de Lewis como la que le retaba a duelo, además de la amenaza de Preston de ir a buscarlo a él a Fairbourne Hall, y con todo ello se acercó a la sala de estar para hablar con Helen.

Su hermana leyó primero el ripioso poema que estaba en uno de los bolsillos de Lewis, el que decía «maldito canalla» y «¿cómo te atreves a poner las manos sobre ella?».

Lo leyó y soltó un suspiro.

—¡Por Dios bendito!

Nathaniel señaló la nota con el dedo índice.

—Esto apunta a Preston. El individuo se autodenomina «el Pirata Poeta», o viceversa. No obstante, no tenía ni idea de que su ansia de venganza afectase también a Lewis.

Helen estiró el brazo con la mano abierta.

—Déjame ver el poema que escribió amenazándote con venir aquí a arrebatarte el resto del dinero.

Se lo entregó, y comparó ambos poemas.

—La letra es completamente diferente.

Nathaniel miró por encima del hombro de su hermana.

—Sí, tienes razón. ¿Cabría la posibilidad de que cambiara la letra, aunque continuara con el jueguecito de escribir en verso?

—No lo sé.

Le enseñó la tercera carta que tenía.

—Esta es la nota en la que alguien reta a duelo a nuestro hermano.

Helen comparó la breve nota retadora con el último poema.

—Estas dos las ha escrito la misma persona.

—¿Estás diciendo que Preston escribió únicamente la carta dirigida a mí en la que amenazaba con venir a casa, y que las otras dos las escribió otra persona?

Helen asintió.

—¿Dos poetas? —espetó Nathaniel, incrédulo—. ¿Uno que me amenaza a mí, y otro que amenaza a Lewis?

Helen volvió a asentir.

—Estoy de acuerdo, resulta de lo más improbable. —Volvió a mirar el segundo poema y lo leyó en voz alta. «Tú, cruel, vano y maldito canalla, detestado por todos en mi casa, ¿cómo te atreves a poner las manos sobre ella? Una criatura tan dulce, inocente y bella. Vete a otro sitio a buscar tu inicuo placer con alguna otra perla a la que quieras corromper».

Helen se puso la mano en la frente, volvió a mirarlo y negó con la cabeza.

—Me suena. Como si ya lo hubiera leído…

—Sí, ahora que lo dices… —asintió Nathaniel, mostrando su acuerdo—. Se parece mucho al poema de Burns, A un canalla.

—¡Ah, sí, claro! —Los ojos de Helen brillaron al reconocerlo.

Abel Preston se había especializado en componer sus propias poesías, adecuadas para cada ocasión. Pero, entonces, ¿dos poetas? A Nathaniel se le cayó el alma a los pies. Estaba todavía más confundido que antes.

De camino al salón del servicio para la cena, Margaret miró distraídamente hacia la despensa y captó un destello de color rojo, que no era otra cosa que el abundante pelo de Connor. Supuso que el chico estaba hablando otra vez con Hester. Pero ¿solamente hablaban? Margaret deseó que la señora Budgeon no les sorprendiera. Las relaciones amorosas entre miembros de la servidumbre no estaban muy bien vistas y, generalmente, no se permitían. Ella lo sabía bien.

Sin embargo, cuando llegó al salón, allí estaba Hester, de buen humor y ayudando a Jenny a poner la mesa.

—¡Oh! —Margaret se quedó quieta—. Pensé que estabas en la despensa.

—¿Y eso por qué? —Hester colocó sobre la mesa una bandeja llena de sabrosas galletas y la miró.

Margaret esperó a que Jenny volviera a la cocina para contestar.

—Porque vi a Connor allí.

—¿Sí? —A Hester se le iluminó la cara—. Me pregunto qué es lo que necesita. Aparte de a mí, claro.

A la joven le brillaban los ojos de amor. Margaret sintió una pizca de envidia de su amiga. ¡Qué maravilla, amar a un hombre y ser amada por él! Pensó en su última conversación con Nathaniel. Había sido como si sus palabras fueran para ella, indirectamente. «Cualquier hombre se enfadaría al enterarse de que la mujer que ama prefiere a Lewis». Y la manera cómo la había mirado…

Pero no, seguramente estaba malinterpretando unas palabras que solo iban dirigidas a su criada Nora.

Tal como había prometido, el doctor Drummond volvió aquella tarde. Examinó otra vez a su paciente, pero no detectó cambio alguno en su estado. Una vez que el médico se hubo marchado, Nathaniel se sentó en el escritorio de la biblioteca con los periódicos, mientras Helen permanecía al lado de la cama.

Unos minutos más tarde, Nathaniel dejo el periódico The Times sobre la mesa y puso la cabeza entre las manos, preguntándose qué otra desgracia vendría después.

—¿Qué pasa? —preguntó Helen, mirándole alarmada.

—Noticias de Barbados. Una sublevación de esclavos.

—¡No! —exclamó ella, tapándose la boca con la mano y abriendo mucho los ojos.

Él asintió pesaroso.

—Haciendas dañadas, campos de caña quemados, propiedades destruidas… Cuando los soldados lograron aplastar la revuelta, una cuarta parte de la cosecha de azúcar de la isla ya se había quemado.

—¿Y nuestra hacienda?

—No la mencionan. Gracias a Dios recogimos la cosecha pronto.

—¿Qué más dice el periódico?

Tomó de nuevo el ejemplar de The Tímes entre las manos y leyó:

—«Aproximadamente cuatrocientos esclavos, hombres y mujeres, armados con horcas y unos cuantos mosquetes, lucharon y dispararon contra la milicia, bien armada, y las fuerzas regulares. Cientos de rebeldes resultaron muertos». —Negó con la cabeza mientras acudían a su mente las imágenes de muchos de los esclavos de su hacienda: Turna, Jonah, Cuffey… «¡No, por favor!».

Se obligó a continuar leyendo.

—«Unos cientos más han sido capturados y serán ejecutados, o vendidos en otros lugares».

Nathaniel había advertido a su padre de lo que podría ocurrir si los dueños de las plantaciones rechazaban el Acta de Registro de Esclavos aprobada por el Parlamento recientemente. Pero ni siquiera él podía haber predicho un resultado tan siniestro.

—¿Ha habido muertos entre los dueños o el personal de las plantaciones?

La miró brevemente, sorprendido de que solo se preocupara por los propietarios y administradores blancos. Aunque tampoco debía reprochárselo. Ella jamás había conocido a ningún esclavo. No se había relacionado con ellos, como le pasaba a él. Negó con la cabeza.

—Al parecer, solo dos soldados, uno blanco y uno negro, del regimiento de las Indias Occidentales.

—Es un alivio. Quiero decir… que papá y sus vecinos estén bien, por supuesto.

Contuvo la ácida respuesta que le vino a la mente. Helen no tenía ninguna culpa.

—Escribiré directamente a padre para que podamos estar seguros. Pero no dudes de que antes recibiremos noticias suyas.

Helen asintió.

—Mientras tanto, rezaré por su seguridad.

«Y yo también por la de ellos», pensó Nathaniel.

Margaret llevaba a la despensa cuantos crisantemos amarillos y verbenas moradas podía transportar con las manos. La estación estaba muy avanzada y esas era las únicas flores que había podido encontrar para alegrar la sala del enfermo.

Se detuvo al ver de nuevo a Connor, de pie junto a la mesa de trabajo, es decir, en los dominios de Hester.

—¡Ah! Hola, Connor. ¿Dónde está Hester?

—Ya debe de estar en la sala de servicio, espero.

Estaba en mangas de camisa y se protegía la ropa con un delantal negro.

Margaret asintió, pero después dudó, preguntándose qué estaría haciendo él allí. Utilizaba una mano y un mortero, y junto a él había una jarra con algún tipo de líquido y unos polvos.

—¿Preparas algo para el señor Upchurch?

—¿Qué quieres decir? —preguntó, levantando la vista hacia ella.

—Algún elixir, o un reconstituyente, me imagino —explicó, encogiéndose de hombros.

—Nora, no soy boticario —indicó, mirándola un momento y reanudando el trabajo inmediatamente.

—Pues Hester me ha dicho que preparas tú mismo el jabón para afeitar y un tónico para el cabello —afirmó sonriéndole—. No seas tan modesto.

—No es nada más que un poco de polvo para los dientes —explicó, negando con la cabeza.

—Muy bien, pues te dejo con ello. —Margaret se volvió hacia el mostrador lateral y colocó las flores en unas jarras y floreros.

El silencio que se produjo mientras ambos trabajaban hizo que no se sintiera a gusto del todo. Dándose cuenta de que a Connor le resultaba algo incómodo el hecho de compartir un espacio tan reducido con una criada que no fuera Hester, Margaret se dio prisa. Colocó las flores, limpió el mostrador y se llevó los floreros a la biblioteca-enfermería.

Esa noche, Connor no se presentó a tiempo para la cena. Tras despotricar por su ausencia, el señor Arnold decidió que empezarían sin él, contando con la aprobación del señor Hudson, por supuesto.

—Haga lo que considere conveniente —dijo el administrador, con su habitual buena educación y respeto.

Margaret se preguntó por qué Connor se había perdido la cena. Era poco probable que monsieur Fournier le guardara una ración, pero estaba segura de que Hester sí que lo haría, aunque a escondidas. Margaret esperaba que no hubiera sucedido nada, es decir, que Lewis no se hubiera puesto peor. Decidió acercarse a comprobarlo en cuanto terminó de cenar.

Después de que los criados de rango superior se excusaran para tomar el postre y una copa de oporto en el salón de la señora Budgeon, dejando que el resto de los sirvientes compartieran un simple pero sabroso pudín de pan, Margaret también se excusó. Eso provocó que Fiona alzara las cejas sorprendida, pues sabía lo mucho que le gustaban los postres dulces a Nora.

—¿Me puedo tomar tu ración?

—Claro que sí.

Margaret se apresuró a recorrer el pasillo y se detuvo a mirar en la despensa. Al ver que estaba vacía, subió las escaleras y atravesó el vestíbulo hasta llegar a la enfermería.

Abrió la puerta muy poco a poco y vio los estantes llenos de libros, el fuego crepitando, una lámpara de aceite encendida en la misma mesa lateral en la que había puesto uno de los floreros, la figura de Lewis, acostado, y a Connor de pie ante él. Era justamente lo que había pensado: se había perdido la cena por estar junto a su señor.

La puerta crujió.

—¡Maldita sea, Nora! Me has asustado.

—Lo siento —susurró—. No era mi intención. Solo quería comprobar dónde estabas.

—¿Comprobar dónde estaba yo?

—Como no has bajado a cenar, me preocupé. Pensé que tal vez el señor Upchurch se habría puesto peor.

El criado levantó la barbilla al entender, y después se volvió a mirar de nuevo a Lewis.

—A mí me da la impresión de que está algo peor. Yo mismo estaba preocupado. Por eso he venido para quedarme con él.

—¿Dónde está la señora Welch?

—En el excusado.

—¡Ah!

—Te agradezco que hayas venido a comprobar dónde estaba, Nora, pero ¿por qué no vuelves y continúas con la cena?

—Ya he terminado. Los demás están tomándose el pudín. Si te das prisa, seguro que Hester y Jenny te preparan algo.

—No tengo hambre.

Los dos se quedaron de pie, incómodos, mirando a Lewis Upchurch. Al contrario que a Connor, a ella le parecía que tenía un poco más de color, pero no era quien para juzgar.

—Es muy amable de tu parte el que te preocupes tanto por él, Connor. Pero deberías comer algo.

—Él es responsabilidad mía, ¿no? —dijo el joven, encogiéndose de hombros.

Su tono triste le llegó al corazón. ¿Había inspirado ella alguna vez tanta lealtad en un sirviente? ¿La inspiraría en el futuro?

—Le diré a Hester que te guarde la cena en el horno de la despensa, ¿te parece?

—Gracias.

Margaret se volvió para marcharse, pero recordó algo y se detuvo.

—Creo que se te cayó algo sin querer cuando sonó la puerta y te asusté. ¿Quieres que te ayude a encontrarlo?

—¿Tú crees? —preguntó Connor, mirándola—. Quizá era algo del neceser de aseo. Echaré un vistazo cuando te marches.

—No me importa ayudarte.

—Gracias. Pero no creo que quieras estar aquí mientras levanto la ropa de cama del señor Upchurch para buscar, ¿no crees?

—Tienes razón —dijo, sintiendo que se ruborizaba al pensarlo—. Bueno, hasta luego.

Nathaniel estaba de pie en su habitación, mirando su cama con anhelo. Estaba muy cansado y no deseaba otra cosa que desvestirse, meterse entre las sábanas y dormir todas las horas que hiciera falta. Pero no lo hizo. Antes quería ir a la habitación en la que estaba su hermano, todavía inconsciente, y rezar por su recuperación. Así que dejó la habitación y bajó las escaleras sin hacer ruido.

A mitad de camino, se detuvo. Vio una figura de pie, entre las sombras, justo a la entrada de la improvisada enfermería. El pánico se apoderó de él por un momento. ¿Habrían vuelto Saxby o Preston a terminar el trabajo? Pero entonces se dio cuenta de que la figura era femenina. Una mujer con delantal, gorro y rizos oscuros. Margaret, en vigilia nocturna. ¡Qué entrega! Le dolió el corazón al verla. Le había dicho que ya no sentía nada por Lewis, y él quería creerla.

¡Si pudiera no hacer caso a lo que decían sus ojos!