Capítulo 34
«Háganse servidores los unos de los otros por medio del amor».
Gálatas 5:13
Margaret y su madre organizaron una sencilla fiesta vespertina de cara a su inmediato cumpleaños. No quería nada pomposo o excesivo, ni tampoco muchos invitados. Solo su familia y Emily Lathrop. Gilbert permanecería en Eton hasta las Navidades, pero Caroline había regresado a casa definitivamente. Según la señorita Hightower, había completado su educación, al menos respecto a sus posibilidades en la escuela. Se alegraba de tenerla de nuevo bajo el mismo techo.
Margaret volvió a las oficinas del señor Ford la tarde de su cumpleaños. Estaba contenta porque, por fin, la espera había terminado, pero no tan entusiasmada por la fortuna en sí como había esperado. En parte se debía a la no deseada atención que había suscitado entre hipotéticos pretendientes. Y también en parte por la absoluta falta de atención por parte del único pretendiente, si es que todavía lo era, en el que de verdad estaba interesada.
El señor Ford la recibió con su habitual calidez, pero con cierta reserva, que le hizo pensar que las noticias acerca de su petición final no eran del todo buenas.
—He trabajado en el asunto tal como me pidió, pero me temo que insatisfactoriamente. Por desgracia, Lime Tree Lodge se puso a la venta hace poco. Varios interesados han realizado ofertas, incluyendo a un clérigo que quería adquirirla para establecer su vicaría. La venta se cerró antes de que yo pudiera hacer una oferta en su nombre. Lo siento.
«¡Qué cerca!», pensó. No pudo evitar que se le humedecieran los ojos.
—En fin… Gracias por intentarlo, señor Ford.
—Me habría gustado darle mejores noticias por su cumpleaños.
Sonrió con valor, pero el gesto hizo que se le deslizaran las lágrimas por las mejillas.
—Supongo que no habrá otras propiedades en las que pudiera estar interesada —dijo el abogado.
—De momento no —indicó, negando con la cabeza.
Durante los minutos siguientes, le mostró la documentación y los espacios en los que tenía que firmar y le dijo que, en cuanto el dinero estuviera depositado a su nombre, se lo haría saber. Cuando ya se estaba preparando para marcharse, la felicitó y le deseó mucha felicidad.
—¡Que Dios le oiga! —contestó, superando el nudo que se le había formado en la garganta.
Cuando volvió a Berkeley Square, Murdoch la asaltó con otro montón de tarjetas e invitaciones.
—¿Algo de Maidstone? —preguntó mientras se quitaba el sombrero.
—Me temo que no, señorita.
Suspiró.
—Por favor, indique a los caballeros que hoy no atenderé visitas. Rechazar a los pretendientes me resulta bastante desagradable y no quiero perder el tiempo en eso la tarde de mi cumpleaños.
—Muy bien, señorita. Lo entiendo.
Se lo agradeció y subió a su habitación sin siquiera mirar las tarjetas.
Margaret llamó con suavidad a la puerta de la habitación de Caroline y entró cuando le dio permiso. Su hermana estaba sentada frente al tocador, mientras la nueva doncella le cepillaba el pelo.
La detuvo con suavidad, tomándola del antebrazo.
—Permítame, por favor.
La doncella le pasó el cepillo, hizo una inclinación y se volvió para marcharse.
—¡Gracias a Dios! —bufó Caroline—. Esta chica es una inepta.
La criada titubeó e inmediatamente después salió de la habitación.
—Caroline… —la regañó Margaret con dulzura—. Las personas del servicio son personas, al fin y al cabo. Es joven y aprenderá. Sé amable.
—¡Vamos, Margaret, no me fastidies! Dudo de que ni siquiera haya entendido lo que le he dicho.
—Pues no lo sé… a veces las apariencias engañan… como tú y yo hemos aprendido a nuestro pesar. —La última frase la pronunció en voz muy baja.
Caroline bajó la cabeza y se mantuvo en silencio durante unos momentos.
—Me embaucaron. Pensaba que Marcus me amaba, pero solo fingía. Me confesó que me había pedido que me casara con él solo para contentar a su tío. Sterling estaba seguro de que eso te haría volver a casa.
—Y estaba en lo cierto. —Margaret le arregló el pelo y le colocó las horquillas—. Podrás creerme o no, pero ha sido una bendición que Marcus rompiera el compromiso. Te habría roto el corazón mil veces. Mejor saber que todo era una patraña antes de que se pronunciaran los votos.
—Sé que tienes razón, pero, de todas maneras, duele.
—Lo sé, mi amor, lo sé.
Margaret se fue a su habitación. Podía haber llamado a la señorita Durand para que la ayudara a vestirse para la cena, pero se acercó a la ventana sintiéndose apática y decaída. ¡Había esperado tanto alguna señal de su parte!
Miró por la ventana, en dirección al parque de Berkeley Square, y se dijo a sí misma que tenía que animarse. Vio un carruaje que esperaba al otro lado de la calle y se preguntó quién lo habría llamado. Quedó paralizada por la sorpresa al reconocer al cochero y al joven que estaba sentado junto a él en el pescante. ¡Clive! Era el carruaje de los Upchurch. Nathaniel probablemente había preguntado por ella mientras estaba en la habitación de su hermana. El cochero alzó las riendas y los caballos empezaron a moverse.
¿Se marchaban? ¿Sería posible que Murdoch hubiera despedido también al señor Upchurch?
Salió de su habitación a toda velocidad, bajó corriendo los escalones y atravesó el vestíbulo, sin preocuparse en absoluto por el decoro. Abrió la puerta, rogando a Dios con todas sus fuerzas llegar a tiempo para detener el carruaje. Bajó de un salto la escalera de entrada y salió a la calle, pero el carruaje ya estaba doblando la esquina.
Había llegado tarde. El carruaje desapareció de su vista.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. ¿Por qué habría rehusado recibir visitas esa tarde? ¿Esa tarde precisamente, y no las demás? Solo se podía echar la culpa a sí misma, porque le había dicho a Murdoch que despidiera a todos los caballeros que pretendieran visitarla. ¡Chica estúpida!
Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, soltó un suspiro fuerte y entrecortado y se dio la vuelta hacia la casa.
Se detuvo de inmediato, conteniendo el aliento. Y es que allí, de pie junto a la puerta, estaba Nathaniel Upchurch.
—¡Señor Upchurch! —musitó.
Llevaba un blazer verde oscuro, bombachos brillantes y botas altas. No sonreía. Simplemente la miraba con expresión inescrutable.
—Señorita Macy —dijo con sequedad—. Me dijeron que no estaba usted en casa.
Se apresuró a explicarse, notando sin poder evitarlo un enorme desasosiego.
—Lo siento. Últimamente tengo muchos visitantes, y yo…
—Pretendientes, supongo.
—Eso me temo. Todos ellos buscadores de fortuna a la desesperada, imagino.
Él alzó las cejas.
—¡Oh! No lo incluyo a usted en semejante categoría, señor Upchurch, ni mucho menos. No me malinterprete. —Ahora que por fin lo tenía delante, se estaba portando como una adolescente en la escuela. Tragó saliva e hizo un gesto vago hacia la calle—. Me temo que su carruaje se ha marchado sin usted.
Asintió.
—Sí. Les dije que se fueran. Estaba decidido a esperar todo el tiempo que fuera necesario. Su mayordomo fue absolutamente inflexible, hasta que le dije que había recorrido un camino muy largo para venir a visitarla. Por una razón que no entiendo, cuando mencioné Maidstone su actitud cambió. Para bien, quiero decir.
—¡Oh! —Notó que le ardían las mejillas.
Él inclinó la cabeza hacia un lado.
—¿Dónde ha dicho que ha estado durante su desaparición?
—No… he dicho nada concreto. Solo que he estado con amigos. Al menos… espero que sea verdad… quiero decir… que somos amigos. ¿O no?
—¿Es eso lo que quiere? —preguntó, entrecerrando los ojos.
—Por supuesto.
Él bajó la escalera de entrada y se acercó a ella, sin apartar ni un momento los ojos conforme se acercaba. Se puso muy nerviosa debido a la intensidad de su mirada.
—Me alegro de que haya venido. He estado pensando en ust… Eh… ¿qué tal está Lewis?
—Se recupera bien.
—Me alegra oírlo. —Dudó y, finalmente, hizo un gesto en dirección a la casa—. ¿Quiere usted entrar… otra vez?
Se volvió un momento hacia la casa y después miró por encima de su hombro.
—¿Qué le parece si, en lugar de entrar, damos una vuelta por el jardín? La tarde era fresca, aunque el jardín no estaba vacío.
—Me parece perfecto —dijo, de todas maneras—. Solo deme un momento para recoger mi chal. —Mientras hablaba, avanzó hacia la puerta.
Murdoch, como si le hubiera adivinado la intención, o quizá porque había estado escuchando, salió a toda prisa para traerle la prenda y se la puso sobre los hombros.
—Salió usted corriendo antes de que pudiera anunciarle, señorita —susurró—. ¿Hice bien permitiéndole esperar?
—Mejor que bien. Gracias.
El mayordomo se inclinó un poco más hacia ella.
—Viene de Maidstone, ¿verdad, señorita?
Asintió, temblando de puros nervios y emoción.
El mayordomo sonrió de manera extraña en él. Pero agradable.
Margaret y Nathaniel cruzaron la calle y entraron en el gran jardín oval que estaba en el centro de la plaza. Al caminar bajo un dosel de arces otoñales teñidos de rojo, las hojas caídas crujían bajo sus pies a cada paso.
—Sabe que ha estado a punto de matarme, ¿verdad? —empezó él de forma abrupta.
Margaret lo miró a los ojos, muy sorprendida.
—¿Matarle? ¿Cómo?
Él puso las manos a la espalda.
—Apenas al día siguiente de que se hubo marchado, nos llegó la noticia de que Marcus Benton había cambiado de opinión, rompiendo su compromiso con su hermana Caroline, y se había casado con otra mujer.
—Sí, una heredera estadounidense —confirmó asintiendo.
—Eso lo sé ahora. Hudson y yo tenemos nuestras maneras de enterarnos de las cosas. Pero gracias a usted he pasado unos días horribles, se lo aseguro.
Se le encogió el corazón al pensarlo.
—Lo siento. Pensé en escribirle… pero, en fin… —Una vez más, se quedó sin palabras.
—No se imagina la cantidad de veces que he dado gracias a Dios tras averiguar la verdad.
Hizo un gesto señalando un banco del parque, y ella se sentó.
Por su parte, él se cruzó de brazos y permaneció de pie.
—¿Cree usted que sería capaz de volver alguna vez a Fairbourne Hall? Me imagino que le resultaría difícil y extraño.
¿Volver? ¿Qué quería decir? ¿Cómo criada, como amiga, como esposa? Decidió decir la verdad, esperando que no acabara del todo con sus posibilidades.
—Me temo que sería complicado, sí.
—¿Incluso para una visita?
Una visita… estaba claro que no pensaba pedirle que se casara con él.
—Puede que una visita corta… Eso quizá sí —contestó, descorazonada. Después de todo, le gustaría ver a Helen otra vez.
Allí sentada, rodeada de los colores del final del otoño, Margaret respiró intensas bocanadas el aire fresco de noviembre y rezó para sí. «Da gracias a Dios, Nathaniel está aquí… Aún hay esperanzas».
—Habría venido antes —dijo él—, pero tenía algo muy especial que hacer primero.
—Ah, entiendo. —No entendía nada, pero esperaba que se lo explicara.
—He venido cuando lo he solucionado por completo. —Por fin se sentó en el banco junto a ella—. Y, desde luego, era imperativo que la viera hoy, el día de su cumpleaños.
—¿Se acordaba?
—Lo recuerdo todo sobre usted, señorita Macy —dijo, con cara de anhelo—. Todos los momentos que hemos estado juntos, hasta el más mínimo detalle, tanto los buenos como los malos. Aunque prefiero aferrarme a los más recientes, que han sido los mejores. —Sonrió entre dientes con cierta sequedad.
—¿Cuándo era su empleada, quiere decir? —preguntó, inclinando la cabeza para mirarlo.
—En efecto —confirmó asintiendo—. Disfruté mucho de que estuviéramos bajo el mismo techo, y así poder verla y escuchar su voz muchas veces al día. —Fijó la mirada en sus ojos, casi traspasándola—. La echo de menos.
El corazón se le desbocó. «¿De verdad está ocurriendo esto?».
Una leve sonrisa, vacilante y esperanzada hizo que Margaret elevara los labios. Nathaniel utilizó toda su fuerza de voluntad para no besarla allí, en Mayfair, delante de todo el mundo que paseaba por la zona a esa hora.
Una vez vencida la tentación, sacó un paquetito del bolsillo y se lo pasó.
—Se dejó una cosa en Fairbourne Hall, que definitivamente le pertenece.
—¡Oh!
«Mi corazón», pensó ella, pero no lo dijo en alto. Se limitó a aceptar la caja rectangular.
Lo miró con ojos brillantes y después abrió la caja ávidamente. Contenía la gargantilla con el camafeo que él había visto que la nueva sirviente vendía en una casa de empeños de la calle Weavering.
—Lo ha vuelto a comprar para dármelo —musitó, con los ojos brillantes de emoción—. No tiene ni idea de lo mucho que significa para mí. Es un regalo de mi padre.
—Hay algo más —dijo mientras asentía.
Ella volvió a mirar en la caja. Bajo el camafeo había una hoja de papel grueso. La sacó y le pasó la caja para poder desdoblarlo y sujetarlo. Lo primero que vio fue un dibujo de la casa de Lime Tree Lodge. Ella levantó una ceja.
—Gracias, pero no me importaba que se lo hubiera guardado.
Él levanto la barbilla, como si se sintiera ofendido, e insistió.
—Me he gastado mucho dinero.
—¿En esto? —dijo ella, alzando las cejas con gesto de incredulidad.
—No me refiero al dibujo, sino a la casa en sí.
Lo miró asombrada.
—¡No habrá…!
—Pues sí, lo he hecho.
—Pero… mi abogado me dijo que había un vicario muy interesado en comprarla.
—Es cierto. Pero yo puse aún más interés.
—¿Cómo ha podido…? Perdóneme, pero sé que necesitaba todos los fondos de los que pudiera disponer, y más, para mantener y mejorar Fairbourne Hall, y también para reparar su barco.
—Es verdad.
—¿Y entonces?
—He vendido mi barco. Los daños no han rebajado el precio tanto como me temía, así que hice una buena venta. Además, ya no lo necesito.
—Pero… ¿no lo necesitaba para transportar azúcar desde Barbados?
—Finalmente, mi padre ha decidido vender la plantación —informó, negando con la cabeza—. Cosa que me alivia muchísimo. Si todo va bien, volverá a Inglaterra el año que viene, y con una nueva esposa.
—¿Una nueva señora en Fairbourne Hall? ¿Y entonces Helen…?
—Bueno, mi hermana y Hudson tienen sus propios planes.
—¿De verdad? —preguntó, con una media sonrisa en la boca.
—Sí, de verdad. Y, una vez que vuelva mi padre, mi presencia en Fairbourne Hall ya no será necesaria. Tengo la intención de invertir en un negocio que me ha explicado Hudson. Estamos trabajando en los detalles, pero me apetece muchísimo. Además, no puedo pensar en un socio más capaz.
—Felicidades —murmuró.
Él intentó reprimir un suspiro, pero no lo logró.
—Margaret… —Se inclinó y le tomó las manos, mirándole los dedos y acariciándoselos. Con las prisas, había salido sin guantes—. Todavía tienes las manos ásperas.
Avergonzada, intentó retirarlas, pero él se las sujetó.
—De todas maneras, nunca he tenido tantas ganas de besarle las manos a una mujer.
Mirándola a los ojos, se llevó una mano a los labios y la besó, e inmediatamente después la otra.
—Te amo, Margaret Macy. Y tengo algo que preguntarte. Algo que ya te he preguntado dos veces antes, y que, de verdad, me da miedo hacerlo por tercera vez. Las Sagradas Escrituras dicen: «Que cuando digáis que sí signifique sí, y cuando digáis que no, signifique no». No obstante, en tu caso, ¿no podrías haber cambiado de…?
Margaret se inclinó hacia delante y lo besó en los labios con cariño y firmeza. Después lo miró, con los ojos brillantes por las lágrimas.
—Sí, sin lugar a dudas he cambiado de opinión.