Otra…

—¡Mírala!… ¿La ves allí?… ¡Aquella que luce tanto!…

Mi madre insiste hasta que lo consigue. Desde el corredor de casa, esa galería abierta que recorre toda su fachada y en la que por las tardes se sienta a conversar, mientras cosen y miran el paisaje, con la abuela, me muestra en el firmamento la estrella del abuelo, que acaba de morir. Es primavera y todo bulle a nuestro alrededor, como si a la naturaleza no le importara nada lo sucedido.

Mi madre me ha traído al corredor para enseñarme la estrella del abuelo, que se acaba de encender según me dice, pero yo sé que lo hace para alejarme del comedor donde mi padre y sus cuatro hermanos velan su cadáver yerto, junto al que mi abuela llora. Antes de salir de allí, he visto también la foto de su hijo Pedro, el que desapareció en la guerra. Hoy más que nunca parecía presidir el comedor, como ha hecho siempre desde que lo recuerdo.

Ignoro cuándo fue la primera vez que me fijé en él. Quizá tuviera cinco o seis años, que es cuando uno comienza a tomar conciencia de lo que le rodea. Y seguramente fue con mi hermano, una de aquellas tardes del mes de agosto en las que todo el mundo dormía la siesta menos nosotros, que nos escapábamos de nuestra habitación. O quizá fuera mucho antes, cualquier día de Santiago, que era la fiesta del pueblo y el único en todo el año en el que se comía en el comedor (el resto de los días se hacía en la cocina, que era el centro de la vida de la casa). El caso es que, siendo todavía muy pequeño, comencé a fijarme en aquella foto que presidía en solitario el comedor y que me daba miedo porque el hombre del retrato me miraba de reojo, como si me estuviera espiando desde su inmovilidad. Lo cual, unido al misterio que lo envolvía (todos bajaban la voz al hablar de él, y a la abuela, cada vez que lo miraba, se le escapaba un suspiro, o las lágrimas, cuando creía que nadie la estaba viendo), hizo que comenzara a atraerme hasta el punto de que algunas tardes, mientras en casa todos dormían la siesta o andaban a sus ocupaciones, me arriesgara a entrar solo en el comedor para verlo, a pesar del miedo que me producía.

Era su extraña mirada la que me lo producía. Sorprendido de reojo, el hombre del retrato miraba siempre de esa manera y te seguía con los ojos, te pusieras donde te pusieras. En cierto modo, era como si estuviera vivo a pesar de su inmovilidad. Todo lo cual, ya digo, sumado al misterio que lo envolvía y a su ausencia de las conversaciones (nunca se hablaba de él, salvo de modo indirecto y sin pronunciar su nombre), hizo que mi interés por saber quién era, en lugar de decrecer, fuera en aumento hasta el extremo de atreverme a preguntarle un día a mi padre quién era y por qué estaba allí su foto. Me acuerdo de que mi padre se quedó muy sorprendido, me miró de arriba abajo como queriendo saber por qué se lo preguntaba y, por fin, después de pensar un rato, zanjó el asunto con una frase que a mí, en aquel momento, me dejó más desconcertado aún:

—Era un tío tuyo que desapareció en la guerra.

Noté que no quería decirme más. Me di cuenta de ello porque enseguida cambió de tema y me propuso ir a pescar cangrejos, que era una de sus ocupaciones favoritas cuando estábamos en el pueblo. Ponía los reteles en las presas con un cebo de carne o de tocino y esperaba fumando un cigarrillo a que aquéllos cayeran en las trampas. En aquel tiempo, en aquella zona, los cangrejos eran una plaga y enseguida se llenaban los reteles de aquellos crustáceos negros que se volvían rojos en la cazuela cuando la abuela o mi madre los cocinaban. Había tantos que algunos pescadores los dejaban en el agua, aprisionados en sacos o en grandes cestos de mimbre, para que siguieran vivos hasta el momento de ir a comerlos. No recuerdo si aquel día pescamos muchos o no, pero de lo que sí me acuerdo es de que, mientras mi padre y yo esperábamos a que los cangrejos cayeran en los reteles para reponer los cebos y guardar los caídos en una cesta, yo le daba vueltas y más vueltas a aquella extraña palabra que acababa de oír por primera vez: desaparecido.

De la guerra, aunque muy poco, había oído hablar a la gente, pero de los desaparecidos era la primera vez. De hecho, ni siquiera sabía lo que significaba el término, aunque, cuando lo pronunció mi padre, hice como si lo conociera. Fue él mismo, años después, el que me desveló el enigma, pero hasta que llegó ese día yo le di vueltas y más vueltas sin atreverme a preguntárselo a nadie de mi familia y mucho menos de fuera de ella, por miedo a su reacción. Aunque ignoraba el significado de la palabra, sospechaba que era algo prohibido habida cuenta de la solemnidad con la que mi padre la pronunció aquel día.

Como es obvio, mi interés por el hombre de la foto aumentó aún más a raíz de aquello. A la curiosidad que sentía ya por saber su historia se unió el misterio que le añadió mi padre sin pretenderlo al referirse a él como desaparecido. Llegué a vincular el término con su forma de mirar desde la foto, de reojo y sonriendo levemente, incluso con su aspecto de aventurero (llevaba un pañuelo al cuello, a la manera de los vaqueros de las películas del Oeste), pero no terminaban de convencerme ninguna de esas interpretaciones. Mi hermano Ángel, que era mayor, me confundió todavía más al manifestarme, cuando se lo pregunté una tarde, que estar desaparecido era como ser fantasma pero sin acabar de serlo del todo. Sobra decir que, a partir de entonces, lo que aumentó en mí fue el temor que me producía entrar en el comedor a solas, cosa que no volví a hacer en bastante tiempo.

La noche que ahora recuerdo, mi sentimiento, empero, era diferente: en lugar de temor, sentía tristeza. Allí, sobre la mesa del comedor, metido en un ataúd, mi abuelo Ovidio permanecía inmóvil y todos en torno a él suspiraban o hablaban en voz baja. Era como cuando la abuela, al entrar a buscar algo en el armario, miraba al hombre de la fotografía y se ponía a llorar en silencio, sólo que ahora sin preocuparse de que los demás la viéramos. Lloraba suave, sin estridencias, como sólo llora la gente que sabe por experiencia que el llanto no arregla nada. Mi padre y sus hermanos, por su parte, reunidos todos por primera vez desde que se fueron yendo del pueblo, hablaban entre ellos o con algún vecino de éste que había venido a darles el pésame. El ambiente general era de una gran tristeza, pero no había gritos ni llantos desesperados, como recuerdo haber visto en otras situaciones como ésa. Sólo la abuela lloraba sin descansar y sin separarse ni un solo instante del ataúd en el que su marido permanecía ya ajeno a todo, incluso al hijo que le miraba desde la fotografía de la pared. Era el único de todos que no había venido a su velatorio.

Mientras mi madre me señalaba en el corredor, al que me llevó, ya digo, para alejarme de la tristeza que reinaba dentro de la casa, la estrella que según ella se había encendido en el cielo en el momento en el que murió el abuelo, yo buscaba sin decírselo la de mi tío el desaparecido, del que sabía ya algunas cosas. Sabía que era el mayor de sus cuatro hermanos, que trabajaba en casa con los abuelos cuando comenzó la guerra, que se echó al monte como otros muchos por miedo a los falangistas, que sembraban el terror aquellos primeros días por la región, y que, tras luchar en el monte durante un tiempo, desapareció sin dejar ni rastro, como les pasara a muchos. Nadie lo decía en voz alta, pero todos daban por hecho que estaba muerto, salvo la abuela, que se moriría esperándolo.

Tardé en verla, pero la encontré por fin. Después de observar cientos de ellas, todas igual de resplandecientes, todas temblando como los chopos o como la enredadera del corredor (bajo la noche de primavera, la tierra reverberaba como si estuviera viva), localicé la que sin duda era la estrella de mi tío Pedro. Lo supe porque aparecía de pronto y desaparecía de nuevo como le ocurría a él. La del abuelo, en cambio, que mi madre me indicó tras elegirla seguramente al azar, estaba fija y brillaba como las perlas de los pendientes que ella llevaba puestos aquella noche. Parecía recién creada de tanto como resplandecía.

—Cada noche la tienes que mirar. Así el abuelo seguirá vivo en el cielo.

Eso dijo mi madre aquella noche y eso le prometí yo que haría (solemnemente, como correspondía a mi edad entonces: nueve años, que acababa de cumplir), pero pronto me olvidaría de hacerlo, como, por otra parte, era natural. Es natural que el tiempo lo borre todo, desde los sueños a las promesas y desde las estrellas a las fotografías. De ese modo, poco a poco, la del abuelo se fue borrando en el cielo a medida que los años transcurrían, como le ocurriría también a la de la abuela, que se encendió por aquella época, y a la de mi hermano Ángel, que lo haría también muy pronto. Todas se fueron difuminando a pesar de mis esfuerzos por que eso no sucediera.

Todas menos la del tío Pedro. Con su luz intermitente y temblorosa y su dudosa corporeidad, la estrella de mi tío Pedro siguió brillando en el cielo y lo continúa haciendo tantos años después de aquella noche. Quizá tenía razón mi madre cuando me decía en el corredor de casa que, si miraba todas las noches la estrella del abuelo, que acababa de encenderse en el cielo según ella, éste seguiría vivo y, por eso, la de mi tío el desaparecido es la que sigue brillando más claramente o, por lo menos, con más intensidad. Sobre todo desde que hace algunos años han comenzado a exhumar los restos de los muertos de la guerra que todavía siguen ocultos por las cunetas y descampados de toda España. Quizá entre ellos estén los de mi tío Pedro y puede que un día aparezcan, aunque será difícil saberlo (ni siquiera se sabe si está muerto de verdad), y quizá, en ese momento, su estrella se apagará como las de las demás personas. Pero, mientras eso ocurre, mientras su paradero siga constituyendo un misterio igual que su propia muerte, mientras la tierra y la historia no lo sepulten como a las demás personas, su estrella seguirá parpadeando y brillando en el cielo cada noche como cuando se murió el abuelo y como ahora mismo, otra vez, entre los miles de estrellas que tiemblan sobre la Tierra.